sábado, 9 de febrero de 2008

Tercer viernes del último mes.

¿Quién puede negar la poeticidad

que al-Verga[1] una bolsa de mercado

reposándose, repleta, con tres elementos,

sobre una mesa de madera un viernes

por la tarde?

¿Quién se atreve a negar

la poeticidad de una taza amarilla

llena de té de tilo, saliendo, de ahí,

un sol que no tiene nada que envidiarle

al de un domingo por la mañana?

¿Quién es cool(t)o de quitarle poesía

a un vaso, común –doce por doce pesos-,

repleto de cerveza, que parece

–nunca perece-, inicialmente,

imposible de tomarse?

Un plato rebosante de ñoquis. Es decir,

de burócratas, en el sentido no-weberiano

sí-trotskista de la palabra.

Diagnóstico, Olivari y Cortázar.

¿Quién se atreverá a negar todo aquello

y permanecer impávido, como quien no

quiere la cosa, como una perra cortejada

por un PRT, como un hombre que observa

como se casa el mejor de sus amores, prohibidos,

imposibles, jamás concretados? ¿Quién?

Decime vos quién: quién.



[1] Puema escrito a la memoria de un capitalino profesor de inglés de un provinciano instituto de enseñanza donde mamé el idioma anglosajón durante mi tierna y ya lejana infancia. Como recuerda una de las amigas de la mayor de mis hermanas, ellas también estudiantes de aquel benemérito instituto presente en el globalizado mundo todo –con perdón del Sup-Comandante Marcos-, era curioso pasar por delante de la puerta del aula en donde el recién llegado porteño profesor estaba tomando exámenes orales o de escucha –oral exams, listening exams- a los interinos estudiantes de inglés, y observar el cartel -una hoja A4 impresa por las viejas computadores de entonces por una, ya entonces, arcaica impresora- que rezaba: Mr. Verga. Eso parecía, con perdón de las sutilezas, más la puerta de entrada al camerino de un re-nombrado actor porno -lo suficientemente re-nombrado como para tener una camerino propio y una hoja A4 con su nombre impreso por computadora por una longeva impresora-, que la identificación de un profesor -todo un señor- que, en breve, tomaría los, ya por entonces, costosos exámenes orales y de escucha a atemorizados estudiantes, quienes, a su vez, también resultaban amedrentados por sus intimidatorios padres y madres, quienes, de forma violentamente sutil o explícitamente despiadada, les hacían saber que si llegaban a desaprobar exámenes que les habían costado, literalmente, un ojo de la cara y la mitad del de la frente, lo de pan y cebolla iba a ser, en el mejor de los casos, menú especial, todo un manjar, un lujo. Allí donde esté, tomando exámenes orales y de escucha o desempolvando bestiales medidas prácticamente inhumanas, aquel humilde –aunque, claramente, con todas las faltas de respeto posibles, vallejiano y gelmaniano- juego de palabras va dedicado a la memoria de un profesor que, sin lugar a dudas, dejó hondos recuerdos no sólo en mi persona sino también en la de la amiga de mi hermana, quien, al haber leído ese apellido, ya por entonces, se debe haber pasado la boca por las manos para juntarse la baba acumulaba en aquella, ya que, se decía en aquellas veraniegas fechas de nerviosos exámenes, no había como ser evaluado, oral y auditivamente, por Verga, dado que la dulzura de sus palabras forzaba, prepotentemente, aun sin quererlo ni él ni la persona que lo recepcionaba, un sentimiento de sensibilidad compartido con gusto que hacía que las primeras lágrimas que brotaban en los ojos tuvieran su coetáneo suceder en la boca, aunando, en un solo mar de gotas dulces, la sensibilidad del llanto con la delicia de la baba. Sólo Verga lograba tal combinación. Entonces: ¿Quién puede negar la poeticidad que al Verga

1 comentario:

celeste dieguez dijo...

slurp!mando de nuevo la babita para adentro mr.verga!!
cele