martes, 23 de diciembre de 2008

Mafalda montonera.


Si Evita viviera sería montonera, le dijo un imberbe a un octogenario, mientras lo frotaba con sales intentando reanimar las mieles de su impotencia. Si Isabelita viviera sería cabaretera, insistió el primero, sin obtener respuesta del segundo, a punto de llegar al clímax. Si Perón viviera estaríamos muertos, dijo el octogenario, y el imberbe lo miró fijamente, mientras limpiaba con su mano izquierda su mano derecha sucia de líquido.
Mafalda, integrante de la UES, había pasado a formar parte de los comandos populares anunciados por Rodolfo, casi un lustro antes de abrir la manta abierta a la munda celestial. Con el salmo del párroco del barrio, un día después quedaría flaco de mate y galletitas de agua, cuando Mafalda ya estuviera concentrada en un campo de reeducación católica. No saldría en siete años de tormentas y, cuando estuviera por hacerlo, sería dada de muerte con un tiro de gracia por el que no dio las gracias.
Miguelito, en plena primavera, dejó Filosofía y se fue detrás de los humos del paco. Lo hizo después de ir a un recital en donde leían poetas y no entendían filtros que fumaban cigarrillos sin filtro. A los dos años, amenazado por un tartamudo que no podía pronunciar la segunda letra del abecedario, aceptó el ofrecimiento de su padre y, de paso cañazo, a sus veintiún años, consumó su viaje iniciativo por el ya iniciado mundo.
Libertad, cursante del primer año de un preuniversitario colegio en el que sus traductores padres habían depositado todos los bonos de sus futuras ganancias culturales, era una de las militontas más jóvenes de troskos que no eran tales pero que eran lo más parecido a ellos con armas en la mano y rifles en el hombro. A los tres años, como la organización, estaría más perdida que desaparecida en acción, aunque, a sus jóvenes dieciséis años, había estado de acuerdo con Roby en que era imprescindible un antiguevarista reflujo. A vencer o no morir, muertos no se puede combatir, había sido el slogan que había inventado para la lucha política interna, defendiendo la libertad de tendencia, antes de que las listas comenzaran a alistarla para los contratendencistas.
Felipe había estado a punto de sumarse a una orga políticomilitar con nombre de escopeta pero, de un tiro, se fue a Uruguay, se radicó en Colonia y se dedicó a las mismas tareas administrativas que realizaba en Buenos Aires, tras haber conseguido el trabajo por un conocido de la primaria. Por las vecinas del barrio, que esa tarde habían vendido un chisme a las purgas ecologistas por un corte de pelo en la peluquería de la esquina, se había enterado que sus amigas de la infancia, Mafalda y Libertad, se habían ido de feria, y su pánico pudo más. Al día siguiente, tomó el barco que salía del puerto de Buenos Aires hacia la oriental de sus provincias -barco que en repetidas ocasiones tambaleó en el agua al chocarse con inmensas costras marítimas-, y a la semana siguiente ya estaba trabajando en el trabajo en el que lo había encajado su conocido.
Guille realizó la primaria sin mayores dificultades ni alteraciones, educado por sus padres en la moderna exclusión de sexo, violencia y muerte. Más teniendo en cuenta que hay décadas en que los tres asuntos se aúnan en un solo haz de sombra. A la luz de la protección del árbol de enfrente de su casa, preguntó sólo una mañana por qué Mafalda no regresó la noche anterior. A la siguiente mañana, habituado, sabiendo que la mujer es un animal de costumbre, no preguntó nada y deglutió en silencio el café con leche con tres medialunas. Aunque, se lo había dicho antes a su madre, sólo quería una. Pero en esa casa, como en la mayoría de las casas del mundo, la decisión no era propiedad de los infantes, sino de los adultos, y la propiedad era un asunto en discusión, y la discusión se dirimía en un beso a tu madre, y tu madre podía terminar salvándote las papas, aunque ellas estuvieran calientes y nadie quisiera darles el primer beso.
Manolito, cinco años después de que un grupo de jóvenes arrojara una célula de miguelitos delante del coche de un fusilador para secuestrarlo, juzgarlo y ajusticiarlo, había padecido la muerte de su padre, quien sufrió un ataque al corazón al enterarse del fallecimiento del generalísimo y de la transición que se avecinaba en su país. Las vecinas, ni lentas ni perezosas, esparcieron por el barrio que el ataque al corazón había sido con alto poder de fuego y que el mismo no había opuesto resistencia. La rendición había sido incondicional. Populistas, a pesar del gorilismo que las especificaba, omitieron cuchichear sobre los altos precios del almacén, más que nada porque el dueño del mismo estaba en un cajón y su hijo al lado. Manolito, en los siguientes siete años, dejaría la secundaria –la que de todas maneras no lo extrañaría-, haría dinero, se compraría una bicicleta todoterreno, viajaría al norte –según se mire el hemisferio, se considere el espacio, y se escuche a Don Arturo-, repetiría por algo será y algo habrán hecho, no cantaría la marchita en el monumental pero gritaría los goles de Kempes, se levantaría aún más temprano para observar el levantamiento de paredes entre los arquitectos Diego y Ramón, iría a la plaza a vivar la nacionalización de una compañía de whiskies, manifestación en la que se cruzaría con Miguelito, quien, tras siete años, había regresado de Francia, tras estudiar Historia en La Sorbona y realizar un posgrado de Filosofía en misma universidad, para bajar con los verdes al sur y subir con los fusiles a la Casa Rosada, la que había quedado de ese color después de las griegas orgías que los militares de la década del ’30 perpetraran con los terratenientes que tenían campos en la pampa húmeda y departamentos en el París lluvioso. No se dijeron palabra, se acompañaron en el sentimiento, solos en una plaza repleta del pueblo que hacía seis años luchaba por el fin de lo que vivaba, que resistía heroicamente los embates del gobierno del que repetía consignas, que rechazaba los responsables de sus primeros viajes al exterior o recambios de electrodomésticos, el pueblo, en fin, que al año se volvería gente, ciudadanos grises que ya no lloraban los lunes sino que los esperaban ansiosos, aburridos los domingos en sus casas, viendo el fútbol como artilugio para patear para algún lado, desbandados. Miguelito y Manolito no se dijeron palabra, no hacía falta, se miraron fijamente a los ojos y entendieron todo, comprendieron que, con Guille, eran los únicos que permanecían en el país, que eso tenía un costo, un valor que iban a pagar. Si no era que ya lo estaban pagando sin siquiera darse cuenta. Miguelito pensó en acercarse y, al menos, dejarle la nueva dirección en la que estaba parando. Ya no vivía en la casa de sus padres, en la casa del barrio. Desestimó la idea al verlo tan serio y distante, tan mudo y militar, con el pelo tan corto y la mirada tan recia. Manolito casi no pensó en otra cosa que en volver a reabrir su almacén de modo de no seducir a las vecinas con que vayan a comprar a la otra despensa, la que tenía mejores precios pero quedaba a cuatro cuadras, y las vecinas, aunque miserables, ya estaban viejas y preferían ahorrar tiempo de viaje y espacio de caminata en lugar de unos centavos que, a fin de mes, terminaban siendo no tan pocos. Si Mafalda viviera sería kirchnerista, le dijo el joven al anciano, y este volvió a no decir palabra. Si Mafalda viviera, Miguelito le diría que no instrumentalice el jazz para nombrar una de las estructurales crisis del sistema capitalista. Si Libertad lo hiciera le diría snob, y tendría razón, espetó el imberbe por tercera vez, simultáneamente con la implosión de uno de los pernoctantes campus que asolaban su rostro. Si Felipe volviera se sorprendería de lo petrificada que está la memoria, dijo el joven, y el viejo ya estaba dormido. Si Guille entendiera algo, todo esto sería menos engorroso, dijo el imberbe, y, en esta oportunidad, no apuntó al viejo, que ya estaba durmiendo, sino a su madre, Susanita, quien, desde hacía media hora, lo miraba con orgullo de madre pero sin entender palabra. Es que, como repiten educadores oficialistas desvelados por métodos shockoldtatianos publicitados por filósofos premodernos, algunas cosas nunca cambian.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Más turbaciones.


Sospechaba que masturbarse le daba mala suerte. Invertidamente, conjeturaba que no hacerlo le aseguraba buena fortuna. Al menos ese día, ese partido de fútbol, ese parcial universitario. Así habían sido las cosas desde el americanizado mundial del ’94, el primero y último que miró con toma de conciencia. Cuatro años después, poco antes de su fiesta de quince, las consecuencias de las drogas adolescentes habían surtido efecto. Pero ahora, junio del ’94, su mente estaba sana y su cuerpo mejor. Por cábala, sumada a la de no tocarse durante el mundial, miraba los partidos en la casa de sus abuelos paternos. Fue allí donde recibió el primer revés a su irrefutable teoría de que no masturbarse le depararía buena suerte. Argentina, a pesar de los esfuerzos sobre la hora, fue eliminada por un país que había dejado de ser comunista cinco años antes de que la vanguardia campesina, con relativo apoyo de la siempre alienada pequeñoburguesía universitaria, se levantara armadamente contra un gobierno elegido democráticamente. Es decir, por las urnas y no por las dudas, con las bolas y no por las botas. Demolido, se dirigió a una de las tres habitaciones del departamento de sus abuelos paternos e intentó llorar como automuestra de lo mucho que la eliminación le había afectado. No lo logró. Las lágrimas no saltaron. Se acostó boca arriba, debajo del cuadro de Cristo rregado de un rosario y una corona de espinas, y pensó en lo más triste que podía imaginarse. Que sus padres se divorciaran, que las inferiores de Independiente donde jugaba de diez perdieran contra Racing, que el kioskero de la esquina subiera el precio de la gaseosa y el sándwich de jamón y queso que anotaba todas las tardes en la libreta de carnicero de su padre. Su padre, obrero fabril de una fábrica que había cerrado tres años atrás, le tenía terminantemente prohibido anotar. Incluso le había ordenado al kioskero que jamás le fiara. Él, con la complicidad del kioskero, que le anotaba de todas maneras, y de sus abuelos, que a fin de mes le acercaban el equivalente de lo gastado en los treinta días para que su padre no notara nada, anotaba igual. Esa tarde, después de salir de su clase de séptimo grado, había pasado por el kiosco a anotar lo de todos los días antes de dirigirse a lo de sus abuelos. Los padres de su padre vivían a seiscientos metros de la casa de su madre y padre. Después de observar la derrota del seleccionado, y de padecer no haber podido llorar a pesar de haber hecho fuerza, para hacerlo se quedó boca arriba pensando en cosas tristes: la muerte, la fatalidad de un destino trágico, las cartas suicidas que se escriben debajo de las camas de hermanas.
Con sus compañeros de grado jugaban carreras de masturbación en el baño. En las mismas, evaluadas por un compañero de curso que hacía de juez,y que por ese motivo no podía tocarse, se evaluaba tanto la rapidez como el alcance. Nadie quería hacer de árbitro. Se esperaban los recreos y se apropiaban de la zona del baño de los mingitorios. Además del juez, los otros dos compañeros de grado que no podían masturbarse eran los que se quedaban en la puerta haciendo de patovicas, evitando la entrada de toda persona extraña a la competición: compañeras de curso o escuela, preceptores o maestros, compañeros de los otros cursos del mismo grado. Con ellos habían llegado a un acuerdo. En cuatro horas y media de clase había tres recreos. Cada uno de los cursos se quedaría con uno de ellos de modo de poder desarrollar sus torneos. Pero había un problema. Había más cursos que recreos. Sin embargo, las actividades de la tarde solucionarían el inconveniente. Todas las tardes, durante hora y media, los alumnos de la institución tenían que ir a la escuela para asistir a computación e inglés. Esos ochenta minutos de clase eran interrumpidos a los treinta y cinco minutos, de modo de darles diez minutos para que pudieran comprar algo para beber y comer, antes de continuar con los restantes treinta y cinco minutos de la clase. Esos diez minutos, los menos codiciados de los cuatro recreos, eran utilizados por los cuatro cursos. Los viernes, las tres horas buenas se sortearían y el curso que no saliera favorecido tendría que quedarse con el recreo de la siesta.
Paradójicamente, teniendo en cuenta el futuro sexual de los participantes, en las competenciasa se evaluaba positivamente la velocidad y el alcance. Cuanto más precoces fueran, mejor. Pero, contradictoriamente, también se valoraba la capacidad de despegue. De espaldas a la entrada del baño, de costado a las dos filas de mingitorios, los seis concursantes, sin tocarse ni mirarse, se masturbaban intentando ser los más rápidos y los que más lejos tiraran el blanco y espeso líquido que salía de sus pequeñas partes. El dilema con el que contaba el torneo es que siempre el que más rápido terminaba era el que menos lejos llegaba, mientras que el que más se demoraba era el que menos cerca arrojaba su resto de humanidad. Cuando se masturbaban en clase, en alguna hora libre por motivo de la ausencia de algún profesor, en algún momento en que hubieran quedado excepcionalmente solos, los desempeños eran más regulares: mirando lascivamente a sus compañeras de curso que los observaban escandalizadas, simulando no mirar aunque en realidad lo hacían, terminaban rápido y dejando caer sus tristes cuerpos muy cerca del banco donde estaban sentados, manchándose pantalones y guardapolvos. Lo hacían sólo para molestar a sus compañeras. Y lo lograban. Tiempo después, alguna de ellas se llenaría la boca con una de esas pequeñas partes de donde salían expulsados esos grupúsculos espesos y blancos, parecidos a la nata de un café con leche. Y no estaba merendando.
Él no participaba de lo challengers. Maleducado por su madre, quien le había dicho que un blanco líquido en breve comenzaría a salir de su breve parte íntima, él esperaba tal momento como esperaba todo en la vida: pasivamente. Esperaba que la vida lo fuera a buscar más que salir a buscar la vida. Era un paranoico alegre y bienhumorado. Cuando sus compañeros competían, en uno de los cuatro recreos diarios que les correspondían, él iba al baño pero jamás se masturbaba. Tampoco hacía de árbitro ni de patovica. Mientras su confección le impedía lo segundo, su falta de ecuanimidad lo alejaba de lo primero. Iba sólo a mirar, coherentemente con su práctica pasiva y paranoica de la vida. Sólo una vez, siguiendo excepcionalmente la corriente a sus rebeldes compañeros, arrinconó a la compañera más linda del curso contra las dos puertas de la hemeroteca, junto con otros dos compañeros. En la primaria, a diferencia de en la universidad, la belleza se juzga sólo facialmente, no integralmente. Su cara parecía esculpida por los mismos dedos del ideal moderno de belleza. Mientras lo hacía, inconsciente pero juguetón, simulaba meterle mano a una de las dos compañeras de las que se había enamorado Cuando, ya adolescente, lo recordara, no podría dormir de la culpa. Ni hablar cuando, después de perder Argentina, compungido por la derrota y por no haber podido llorar en la cristiana cama de sus abuelos, en un arrebato de culpógena confesionalidad, le contara a su madre lo que había hecho con otros dos compañeros. Su madre, consternada por tener un hijo violador de once años, le juró que, cuando terminara el año, lo iba a internar en un campo de reeducación lacaniana. Ante tal amenaza, sabiendo que iba a cumplirse, lejos estuvo de recular. Como con todo en su vida, aceptó y tragó. Le dijo a sus amigos de curso que el año que viene no se reencontrarían en el colegio. Que su madre lo enviaría a un internado psicoanalítico. Terminó la clase de Matemática, dejaron de no escuchar a la profesora que hablaba para nadie, y salieron al patio. Con dos compañeros en la puerta del baño, dos a su derecha y tres a su izquierda, comenzó a hacer subir y bajar su mano por su cosa hasta que, a los cincuenta segundos, la competencia tenía un ganador. Con las blancas zapatillas de lona manchadas por el líquido que había salido de su parte, levantó sus manos en señal de victoria convencido que la cábala que había respetado hasta ese momento era absurda. Y convencido, también, que los futuros seis años de internación lacaniana iban a ser muy arduos. Tan duros como esa parte de su cuerpo que ahora, poco a poco, lentamente, comenzaba a relajarse.

jueves, 27 de noviembre de 2008

¿Hay algo que no hable de vos?


El miércoles pasado al anterior, te lo dije, fue a la presentación de una travesti divina que se auto-re-interpeló con tu mismo diminutivo de paternal-maternal interpelación. Como no podía ser de otra manera, me hizo pensar en vos. El martes pasado, hace dos días, fui a la presentación de otro libro –esta vez de poesía, no de narrativa: sí, ya sé, no me digas nada, estoy snobistamente frecuentador de ambientes pseudointelectualoides- con una amiga, una amiga en el más estricto sentido del término, y me crucé con una chica que, tranquilamente, podría ser la hermana menor de Scarlett Johansson. Ya sabés mejor que yo lo que hemos hablado de la belleza de Scarlett. Eso, no podía ser de otro modo, también me hizo pensar en vos. Ayer, mientras miraba una capítulo de la serie española Aquí no hay quien viva -sí, la que fue pésimamente adaptada aquí en la Argentina, a pesar de la actuación de Hendler, claro-, la serie que siempre pongo en la computadora cuando no quiero pensar, y escuché y vi a una personaje, masculino, diciéndole a otro personaje, también masculino, que otro personaje, femenino, era la mujer de su vida, la madre de sus hijos, que él era el abuelo de sus nietos, el bisabuelo de sus bisnietos, el tatarabuelo de sus tataranietos. Esto, una vez más, me hizo pensar en vos. Me hizo pensar en que querría ser yo el que te embarace, en que me gustaría que nos embarazásemos juntos, en que quisiera ser yo quien escuche tu confirmación de que estás embarazada, quien te abrace y sienta pánico al mismo tiempo, quien comparta las lágrimas y las risas en el abrazo, quien te acompañe (por una de las pocas veces que vas a ir) al ginecólogo, quien te toque la panza y le hable al bebe y le lea cuentos, quien te asista en el parto, quien se parta al medio al ver ser eso que sale de vos, quien se convenza que (ahora sí) no va a estar nunca más solo, no sólo porque siempre va a estar ella o él, sino, también, porque siempre vas a estar vos, ya sea por presencia o por ausencia. ¿Hay algo en el mundo que no hable de vos? Gracias a Barthes, con permiso de Freud, por recordar que todo objeto porta sentido, sexual o no. Repito, ¿hay algo en el mundo que no hable de vos?

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Ayer mi madre saludó a una cubana.


Porque me gustás más que el olor nuevo de los libros viejos.


Mi madre, en el día de ayer, saludó a una de sus amigas cubanas por motivo de su cumpleaños. Ella, agradecida, le contestó: Aquí estamos, chica, leyendo La revolución traicionada de León. Mi madre, que mientras hablaba con ella tenía entre sus manos El maestro ignorante de Ranciere –comunicación internacional, más economica después de las veintidós, veintitrés en la unitaria capital del país-, le dijo: En dos meses, Solidaridad, estaré por allí, en La Habana vieja y en la nueva. Ella, la cubana trotkista, le respondió: Aquí te esperaremos, chica, tomando mojito y comiendo frijoles, te esperaremos leyendo Qué hacer del compañero Vladimir. Mi madre, naif, tenía pensado llevarles –además de jabones- sus libros de Freire. No queremos más fraile, chica -le aclaró su amiga leninista-, todo lo que queremos es un poco de burbujas.

Cuando yo era joven, todavía un subveinte, recién eyectado de los subquince, fui cuadro armado de una organización militar con la que practicábamos tiro intentando darle a los bolivianos y peruanos y paraguayos que salían de los talleres clandestinos de las marcas que se venden en Avenida Santa Fe y que la porteña clase media consume. Nunca tuve buena puntería. Tanto que, una tarde, fallé tanto el ángulo de tiro que, en lugar de bajar un bolita o paragua o peruca, le di al dueño del taller clandestino, un wap de camisa y zapatos náuticos que estaba por subirse a su auto modelo dos mil siete para ir a buscar una canasta a su country de Pilar para, con todo listo, partir con toda su familia –mujer y cuatro hijos, nunca usaron pro-filácticos, las cuatro veces que tuvieron relaciones sexuales nació un hijo, la amante este fin de semana se quedaría en su departamento de dos ambientes de Gallo y Las Heras- hacia su quinta del Tigre.

Cuando militaba –militarmente- en esa organización politicomilitar me enamoré de una compañera marxista. Ella no era tan linda como Solidaridad –de un negro resplandeciente y un cuerpo que explicaba porqué eran siempre los morochos los que ganaban las competencias atléticas cuando todavía se hacían las olimpiadas, antes del ultimo atentado-, pero era hermosa. Cuando la quise cortejar, habiendo cotejado ya que era la compañera más modernamente encuadrable dentro de los racionales y burgueses cánones de belleza, le dije que su hermosura me hacia acordar a la pelada de Mao. Al escucharme, la compañera -no sin antes decirme compañero- me llamó la atención sobre mi machismo que presuponía que era yo el que debía avanzar –militarmente- sobre ella y no, en todo caso, ella la que, en el caso de yo interesarle, invitarme a ver la opera prima Los paranoicos, a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlin en el Coliseo, a ir a tocar las obras de artes experimentales que se exponían en no recuerdo bien qué renombrada galería. Atónito, más tonto de lo habitual, esbocé decirle: Compañera, usted tiene razón, no volverá a suceder. Todo lo que quería comunicarle, compañera, es que estoy enamorado de sus ojos y de su pensamiento leninista. Compañero -me interrumpió antes de que pudiera finalizar mi línea de levante-, dejé de plagiar objetos simbólicos de la cultura masiva, ¿qué tal si menos tele y mucho más lee?

Yo me enamoré de ella en una asamblea de nuestra organización que tuvo lugar en mi dormitorio de la casa de mi madre. Yo, recién entrado a la misma –a la organización, no a la casa de mi madre-, con una veintidós en la cintura, me repartía entre abrirles la puerta a los que iban llegado y atender –la casa de mi madre tiene dos pisos- a los compañeros y compañeras que se encontraban en mi habitación. Compañero –me corrigió el líder vertical de nuestra organización, un pelado de no más de treinta años que hablaba mal y pensaba peor-, decir cuarto, dormitorio o habitación es contrarrevolucionario, se dice pieza, como dicen los sujetos populares –decir negros también es contrarrevolucionario- a los que está destinada nuestra acción y de los que contamos con su absoluto apoyo. Bien, respondí, sartreanamente breve.

En esa asamblea, en donde todos estábamos agolpados en la pieza mía y de mi hermana –compañero, volvió a corregirme nuestro líder, ponerse por delante de otra persona es contrarrevolucionario, uno siempre debe ir atrás o al lado, como nosotros con los sujetos populares-, me enamoré de ella porque, en un momento, tomo la palabra para decir que los pósters de Calamaro que yo tenía pegados en mi parte de la pieza -dibujados por mi mismo: en realidad, nobleza obliga, calcados (compañero, me llamó la atención por tercera vez nuestro líder, hablar de nobleza es contrarrevolucionario, nosotros somos plebe, usted debería leer Nietzsche)- era contrarrevolucionario porque Calamaro representaba el ideal musical del desarrollismo frondizista, formaba parte de la reacción, motivo por el cual, soberanamente, habia que darle muerte, pero, por el momento, podíamos comenzar con ordenar que ninguno de los integrantes de la organización pudiera colgar pósters con su figura en su pieza o casa, así como también, por supuesto, quedaba prohibido que cualquiera vistiera una remera con su rostro y cabellera. La moción, al final de la asamblea, fue votada por unanimidad, incluso por mi mismo, que idolatraba a Calamaro, pero me daba corte mantener mi mano baja mientras la de mis compañeros de organización estaban alzadas, o, incluso, abstenerme.

Me enamoré de su oratoria, de su humanista confianza en si misma, de su neobarroca combinación de colores, de sus resplandecientes carteras de cuero colorado que connotaban buen gusto –compañero, me corrigió por cuarta vez nuestro líder, decir colorado y no rojo es contrarrevolucionario, hablar de buen gusto es contrarrevolucionario, usted debería leer Bourdieu, quien, sin prescindencia de lo anterior, también es contrarrevolucionario: usted entenderá que escribir que cultura popular es un oxímoron es algo que nosotros, los revolucionarios, no podemos tolerar-, de su forma de mirar los labios al momento de hablar. Va de suyo que son obvios los motivos por los que me encandilé por su candelabro. Cuando terminó de hablar, agaché la cabeza sin bajarla físicamente, miré los dibujos calcados de Calamaro prontos a ser quitados y rogué por que en ese momento no entrara mi madre a la pieza de mi hermana y mía ofreciendo café a los presentes porque, intuí, el café también era contrarrevolucionario, lo que debíamos tomar y cebar era mate, no café.

En esa asamblea semanal, como las que se realizaban todos los jueves o viernes de todas las semanas, lo que dividió posiciones tampoco fue el campo, menos la composición poética de los cánticos que las hinchadas –no hinchas- coreaban los fines de semana en los estadios de balompié, mucho menos el eructo con el que se formalizó el edicto que prohibía a los integrantes de la organización colgar o vestir nada relacionado con la contrarrevolucionaria imago de Calamaro, sino, por primera vez en la historia de las organizaciones políticomilitares latinoamericanas, ya no sólo los consumos simbólicos de sus integrantes sino también de sus familiares.

Sucedió que, mientras mi madre saludaba telefónicamente a su amiga cubana por el día de su cumpleaños, y esta le decía que aquí estamos, chica, leyendo Das Kapital de Carlitos, como le decía el Che, mi madre, además de abrigar un libro de Freire en su regazo, tenia puesto, en la primera compactera del menemista equipo de música, Quelqu’un m’dit, el disco que escuchaba mientras chamullaba telefónicamente, y, en la segunda, Oxford. Es sabido que ni Bruni, por su situación conyugal, ni Haydn, por su premodernidad, sin hits entre los consumos musicales de las orgas politicomilitares. Es revolucionario -dijo en un momento de la asamblea el líder de la organización que habia pedido la palabra recién por cuarta vez- escuchar Rodríguez, que es cubano y comunista, o Los Redondos, que fue la banda nacional –y popular- que resistió las políticas neoliberales que asolaron a los sujetos populares de nuestro país y que no los tuvo más que de victimas, hasta se puede escuchar Serrano o Sabina, porque uno le hace canciones a las madres y otro se cartea con Marcos, pero no podemos escuchar Bruni o Haydn, eso es ser cómplice de Sarkozy o de los filósofos políticos contemporáneos que, en su afán de criticar algunos pocos discutibles conceptos forjados por la modernidad, terminan siendo medievales. Yo, una vez más, escuché sin decir palabra y rogué porque me tragara la tierra, porque mi casa se derrumbara por un pro-yectil ingles, porque la madre naturaleza hiciera de mi el humus que combatiera el agrario lifosato para que en ella pudieran crecer fuerte y fértiles nuevas generaciones de plantas y plantos. Como una madre que da a luz al primero de sus hijos, pensé.

En ese momento de la asamblea, que se encontraba claramente a mi disfavor, jamás hubiera podido confesar que, basado en la tapa de Quelqu’un m’a dit, cuando escuchaba atentamente lo que ella decía, tras lo cual me enamoré perdida y encontradamente, habia pensado en proponerle que se acostara en el suelo, con su pelo lacio, su remera de entrecasa y una guitarra criolla, para hacerle una fotos, para pedirle que se acostara mirándome a mi, al lugar en donde yo estaba agachado con la cámara de fotos, y que pusiera la guitarra con su cola boca abajo delante de ella, y que pasara su mano izquierda por debajo del traste boca abajo de la guitarra, y que sólo dejara su ojo izquierdo por encima del traste de la guitarra, y que se quedara así, por sólo cinco segundos, así la podía fotografiar. Jamás hubiera podido contar eso. Eso, más que un cuento, era una confesión, un bochorno, algo que nada tiene que hacer en una asamblea. Entonces, conforme a los pactos locales y convenciones convencionales, no dije nada, volví a agachar la cabeza sin apoyarla en el piso y, cuando me fue cedida la palabra –después de levantar la mano y haber sido anotado en el acta de reunión en donde también moraba la lista de oradores y oradoras y oradoros- dije que me parecía bien, que, ya nomás, si todos y todas estaban de acuerdo –el anarquista asambleismo y el posmoderno género era muy importante-, bajaba a planta baja de la casa de mi madre para decirle que retirara esos dos compactos del noventista equipo y que la próxima vez no dejara sus cajas en uno de los muebles del livingcomedor a la vista de todos y, mucho menos, a la de los ojos de mis compañeros de organización.

Un silencio hospital asoló la ronda que habíamos formado entre la cama de mi hermana y la mía, entre la biblioteca y el televisor. Todos comenzaron a mirarse entre si, siendo yo el único que no era mirado y que, por ese motivo, no tenia más opción que mirar a todos, ir pasando, como en ronda, por las caras de todos los integrantes de la orga, intentando adivinar sus rostros. Yo, evidentemente, había dicho algo que no debía decir, habia dicho algo fuera de lugar, aunque la pieza fuera mía y la casa de mi madre. Nuestro líder, por quinta vez en las cuatro horas de asamblea, tomó la palabra y, después de un corto pero significativo suspiro que preanunció que lo que estaba a punto de decir era muy importante, me dijo: Compañero, no es así como todos nosotros solucionamos este tipo de inconvenientes. La compañera –señalando a la compañera de la que compañerilmente me habia enamorado- lo dejó bien en claro cuando, soberanamente, habló de darle muerte a Calamaro, por musicalmente frondizista. Yo, tonto más que atónito, no terminaba de entender. Lo que todos nosotros, la compañera y yo, estamos tratando de explicarte, compañero, es que estas diferencias musicales no se resuelven más que de una manera: con la punta de la pistola, la verdadera política. .

Estupefacto más que tonto, miré a todos los integrantes de la organización -ella y él- y atisbé un no puede ser. ¿Qué no puede ser?, me repregunto nuestro líder, acelerado e intempestuoso. Que me estén diciendo que tengo que matar a mi madre porque escucha Bruni y Haydn. Compañero, primero que nada, decir madre es contrarrevolucionario, nosotros, los revolucionarios, decimos vieja. Segundo, sí que puede ser porque no se trata de una madre o de la otra, nosotros estamos por encima de esas miserabilidades familieras: la familia es fascismo, el hogar, el contrarevolucionariamente llamado hogar, es reaccionario. ¿O usted, compañero, me va a decir que, como revolucionario, va del trabajo a casa y no de casa al trabajo? Porque, no sé si me sigue pero, no sé si se da cuenta pero, no es lo mismo. Yo, cada vez que él me preguntaba retóricamente si lo seguía, si lo entendia, si me daba cuenta, me insuflaba por dentro de la paradoja de que alguien que hablaba mal y pensaba peor me preguntara si iba a su mismo ritmo, si no me perdía, si no dejaba de observar detalles. Evidentemente era de esos que piensan –es una forma de decir- que si su interlocutor no repite sí cada cinco segundos, o no menea la cabeza al ritmo de sus palabras, no sigue, no entiende, no se da cuenta. No es lo mismo -me repitió-, porque una cosa es ir de casa al trabajo y otra muy distinta es ir del trabajo a casa: nosotros, los revolucionarios, hacemos lo primero, no lo segundo. Yo, estupefacto por su intimidación y la del resto de la organización -la compañera de la que me habia enamorado- de que de muerte a mi madre porque estaba escuchando a la esposa de Sarkozy y a un premoderno, comencé a distraerme como esos compañeros que no pueden estar concentrados dos horas y se pierden a poco de haber comenzado la reunión -más si hubo opiniones antagónicas a las propias- y pensé en silencio, sin exteriorizarlo, que era contradictorio decir que nosotros, los revolucionarios, hacíamos lo primero pero no lo segundo, teniendo en cuenta que, haciendo lo primero, se podía hacer lo segundo. Entonces –prosiguió-, porque no es lo mismo, porque la familia es fascista, es que usted, compañero, si quiere seguir formando parte de esta organización revolucionaria, tiene que hacer lo que, con la compañera –y señaló con la vista a la mujer de la que me habia enamorado en mi habitación-, le dijimos que tiene que hacer, lo que venimos haciendo. Además, no sé si usted me sigue pero, no sé tampoco si usted leyó Freud y Deleuze pero, en el caso de haberlo hecho, sabrá que el edipismo, un hijo que se niega a matar a su madre aunque esta escuche música contrarrevolucionaria, es reaccionario, es decir, es contrarrevolucionario. No sabía –me atreví a decir- que usted, compañero, era antifreudiano y prodeleziano. No sabe, compañero, es verdad, porque yo no soy ni una cosa ni la otra, yo todo lo que soy es revolucionario, pero, además, también soy el líder de esta organización y, como jefe, lo conmino a que cumpla con el deber que el resto de la organización –la Bruni de la que me habia enamorado en mi dormitorio- le asigno.

Cercado, entre las órdenes de nuestro lider y la mirada hermosa pero gélida de la compañera de la que me había enamorado en mi cuarto, saqué la veintidós que portaba en la cintura y, por un instante, me pregunté por qué le pegaba un tiro a los dos extraños que, en ronda, estaban sentados en mi habitación en lugar de, como me ordenaban, salir del dormitorio, bajar las escaleras y escuchar a mi madre decirme: Che, ya saqué los discos de Bruni y de Haydn del equipo y del mueble, así tus amigos no se enojan, y, antes de que me olvide, te mandó recuerdos Solidaridad, que espera verte en tu viaje del próximo año a Cuba. Fue lo último que dijo. Un balazo en el centro de su frente postergó indefinidamente su cercano viaje a la isla castrista, aunque permitió que finalizara la comunicación telefónica con su leninista amiga cubana. Mientras limpiaba la sangre que había manchado El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, pensé que ahora no podría irme ni a Europa ni a Cuba: era ella quien iba a pagarme los viajes. De todas maneras, a la isla, tampoco hubiera podido entrar. Me dijeron todos mis compañeros de organización que no aceptan la entrada de homosexuales.

martes, 11 de noviembre de 2008

Alumnado, barrido y limpieza.


Un escritor no es tanto alguien que tiene algo para decir sino aquel que ha encontrado un proceso que proveerá nuevas ideas que no habría pensando si no se hubiera puesto a escribirlas (Stafford, 1982, en Carlino, 2005:26).

El cuatrimestre pasado –vaya vicio universitario el de contar el tiempo en plazos de cuatro meses-, en el marco de la materia Didáctica Específica y Aplicada. Cátedra: Gamarnik, del Profesorado en Enseñanza Media y Superior de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires –todas las acreditaciones juntas, una guía telefónica de ellas-, enmarcado en un ensayo autobiográfico sobre cualquier experiencia educativa significativa que hizo las veces de primera evaluación de la anual materia, intenté escribir sobre lo que intuía una paradoja personal –política, es decir, didáctica, o sea, didáctico-política- de sentirme profundamente atraído por el tipo de clases que las pedagogías desde críticas hasta revolucionarias –palabra cara a todo sub-30: ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica, decía Allende- analizaban o bien como reproductoras del injusto orden socio-económico o bien, directamente, como bancarias: es decir, un tipo de clases en donde el que se paraba o sentaba al frente –siempre al frente, nunca al costado, de suerte que todos miren a esa persona pero que ella no mire a nadie en particular, es decir, que pueda estar mirando a cualquiera- es el banco –de arena, de descanso, pero sobre todo- de erudición que, como un acreedor no usurero, un acreedor que más que esperar la devolución con interés tiene tiempo para observar la formación de los amorfos que va formando, derrama su sapiencia sobre las rapadas o desmelenadas cabezas situadas por encima de los impolutos o sucios delantales de los desalumbrados alumnos. Porque son alumnos, no estudiantes: es decir, seres sin luz, tabulas rasas, tablas rasas, y no hombres y mujeres con historias personales, familiares, sentimentales. Intenté escribir sobre esa paradoja político-pedagógica pero, vaya a saber uno porqué motivo, quizá porque uno escribe sobre lo que puede no sobre lo que quiere, tal vez porque uno escribe sobre lo que uno mismo se deja escribir, no pude hacerlo. No sabemos lo que puede un cuerpo, decía ese filósofo que luego tanto influenció a ese otro pensador que hablaba por igual de los gases empresariales como de las fugas bachianas. Es curioso que, en los recreos del Colegio Nacional Buenos Aires de los setentas, se reproducía Bach por los alto o bajo parlantes de los claustros. Porque no pude escribir sobre lo que quería voy a testear si, en este trabajo, puedo escribir sobre lo que deseo.

A mí, en mis cinco años y medio de cursada de carrera, me gustaban aquellas clases, esas clases en donde el docente –por lo general de teóricos, es decir, desde mil setecientos hasta cuatrocientos estudiantes (no alumnos) en un aula (no) preparada para no más de la mitad de los segundos, un aula que antes había sido fábrica, la famosa unión obrero-estudiantil- hablaba por el lapso de dos horas y no dejaba de hablar incluso cuando ya era la hora, y casi todos los estudiantes (no alumnos) tomando nota, apuntes, cuenta de lo tarde que es y que uno no viene a la facultad sólo a estudiar, también viene a ver compañeras y compañeros, a respetar menos que obedecer el profesional mandato paterno-filial de que los hijos de profesionales primero deben estudiar y después trabajar, viene a engustarse y enamorarse y amistarse y enemistarse con novias y novios y compañeros y compañeras, viene a coger, a tratar de acostarse con esa compañera que no dejo de mirar en las dos horas en las que el docente estuvo hablando y prácticamente no cedió la palabra y no preguntó si había críticas más que dudas, porque, ¿por qué (por lo general cuando el docente medio -de promedio, no de mediopelo, Jauretche no es el daimon que vela sobre nuestros hombros- perdió el hilo de la clase y necesita poco menos que un minuto para leer sus apuntes y así retomar el ariadnítico hilo de la misma) lo que siempre se les ocurre preguntar –lo que uno, en caso de alguna vez habitar esos claustros adolescentes de capital económico pero rebalsantes de capital simbólico y social, intentará no re-producir- es si hay dudas o preguntas, como si todo lo que cuatrocientos o mil setecientos estudiantes (no alumnos) pudieran tener que decir ante una clase sean dudas o preguntas? ¿Los estudiantes –los alumnos seguro que no- no tienen otra cosa para espetar más que dudas, consultas o -como se dice en España al cabo de las juntas de vecinos en las comunidades autoorganizadas- ruegos y preguntas? ¿No pueden, por caso, proferir críticas, quizá, diferencias, tal vez, disidencias, capaz? A mí me gustaban mucho esas clases. Todavía conservo los cuadernos que gasté en estos cinco años y medio, cuadernos con mala letra pero con buena fe. La fe es fundamental para una disciplina laica como la educación moderna.
El mes pasado, en el marco desmarcado –como un jugador que pierde la marca, un perseguido que se libra de su perseguidor, un estudiante que se aparta de las miradas estúpidamente disciplinarias de los preceptores o prefectos- de la residencia (no médica, para fortuna de los pacientes o impacientes pacientes) de la misma materia, residencia efectuada en el ISER en el marco de la materia Publicidad, discutimos –como se discute entre recién conocidos: más una conversación que una dis-puta- con el docente a cargo de la clase –el que muy amablemente nos abriera las puertas de la misma- sobre las conveniencias o impertinencias de darles teoría a jóvenes estudiantes de un terciario: por lo general, pocos años menores que uno, o contemporáneos –de la misma quinta o generación-, o levemente mayores. Los aquí escribientes, a modo de nada religiosa confesión, ya portan un cuarto de siglo. Lo cual, afortunada y peronistamente, todavía los incluye dentro de la categoría de los jóvenes sub-30. La discutida conversación, precisamente, era sobre categorías. Sobre la adecuación de impartirles –es decir, de partir el contenido a dar y luego, al momento de ser dado, volverlo a armar, como una mamushka de la que uno va juntando las partes una vez que le mostró a su hijo o hija cómo muchas cosas pueden caber dentro de una sola, como la pedagogía- autores –verbigracia: personas academicistamente vueltas autores- como Barthes.
Luego de haber dado cuatro de las seis clases previstas -y que las que hayan estado a cargo de uno fueran conservadas en la memoria (prontas a olvidarse, por absoluta necesidad) como un absoluto fracaso, un engendro didáctico-pedagógico, una tortura sobre estudiantes que aún si fueran alumnos no tendrían porqué soportar eso-, recordamos los esfuerzos del demente y asesino sociólogo francés –el que escribió sobre sobredeterminaciones, desplazamientos y condensaciones- por levantar cortinas de hierro o muros de adoquines o alambradas electrificadas entre el psicoanálisis y el marxismo de modo que no se confundieran, de forma que cada una tenga su objeto y su método y su campo, de suerte que si después –posmoderna o humanistamente- nos la damos de multi-trans-inter-disciplinarios lo hagamos desde lugares bien demarcados y meados, y, cuando recordamos eso, nos dimos cuenta –como una divina revelación- que bajo ningún punto de vista eso había sido exclusividad de sociólogos que intentaron –sin lograrlo, habiendo sido eso sólo propiedad de un filósofo alemán y de otro griego, el que escribía sobre la dialéctica entre lo instituido y los instituyente, al igual que lo otro tan didáctico-pedagógicamente recuperado- mixturar Freud y Marx, con el convencimiento de que el lenguaje se dividía y divide en signos, significados y significantes como si la palabra –por sí solita- no tuviera sentido, que también habían habido educólogos, comunicólogos y los restantes logos precedidos de las respectivas especificidades muy preocupados -como después de una separación- por dejar bien en claro qué es de cada uno, a quién le corresponde cada cosa.
Y, claro, esos sociólogos y educólogos y comunicólogos estaban ocupados en sus disciplinarios menesteres tanto como otros filósofos los desconsideraban para poder dedicarse a lo que les interesaba: escribir cuarenta páginas de correspondencia por día, es decir, reconocer la importancia de la palabra, independientemente de que esas cartas fueran de amor –esas cartas que o se contestan o se devuelven- o políticas, esas cartas que, aparentemente, a partir de determinado momento, dejaron de escribirse, y que, ahora, según un sociólogo recientemente fallecido, han vuelto a ser escritas. Si no es -como decía uno de los tres filósofos argelinos- que toda carta es de amor, que sólo se escribe para querer más. Por amor al mundo, diría Hanna Arendt, esa mujer que la señora Carrió pronuncia Anna Harendt. ¿Qué habrá leído y escrito Carrió en su infancia y adolescencia para pifiarle tan feo en la tan básica pronunciación de una mujer-autora tan conocida? O, mejor dicho, ¿qué no habrá leído? ¿Arendt, tal vez? ¿Harendt, quizá? ¿Qué sentido, para esa mujer –que no es esa mujer-, tendrán las palabras?

Sólo se puede hablar de alumnos –y, por ende también, de alumnado, esa palabra tan decimonónica- si se cree –consciente o inconscientemente, eso será mettier de los psicoanalistas, de la configuración psi- que sobre ellos hay que ejercer una tarea de barrido –de sus creencias anteriores, de sus historias personales, de los conocimientos que sus familias (en el caso de no ser clasemedieramente WAP, haber ido al macrista festival porteño de jazz o estar por ir al Coliseo a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlín) les han impartido-, luego de limpieza –para dejar limpio y claro el campo sobre el que luego se recolectará lo cosechado, una vez que los lifosatos mata humus familiares y barriales hayan sido combatidos por ecologistas prevenciones-, para, finalmente, proceder a la inscripción, la escritura, el tallado.
El a-lumno, además de des-alumbrado, medievalmente oscuro, cavernicolamente –cavernosamente- falto de luz, es un sujeto no sujeto, un ser que sería pensando por los racionales sistemas educativos modernos como sujeto de sus elecciones, consciente de sus derechos y obligaciones, pero que ya en la forma en que es nombrado -y la palabra ya revela tanto la prontitud con la que la denominación se arroja sobre nuestros rostros como que el mundo es la forma en que lo nombramos y que uno actúa (o no) sobre él de acuerdo con la forma en que lo piensa (y pensamos en palabras: es decir, de acuerdo con la forma en que lo nombra)- nos muestra todo lo contrario: que es imposible, antagónicamente contradictorio –esas contradicciones cuyos términos se oponen y no se potencian-, hablar de alumno pensando en un sujeto, o pensar un sujeto como alumno: o se es alumno y no se es sujeto, o se es sujeto y no se es alumno. El sujeto alumno –o el alumno sujeto- es un oxímoron, una contradicción de términos, un enunciado imposible. Y la didáctica, al menos de la forma en que algunos la entendemos, sería una materialista refutación de la idealidad del imposible: sería, entre otras muchas cosas, la posibilidad –la potencia, si se quiere recaer en lugares revisitados por la jergosa jerga académica- de enseñar cualquier cosa a cualquier persona. Pero, eso sí, consideramos que para que cualquier cosa pudiera ser enseñada a cualquier persona esta debe ser pensada –hablada, escrita- como estudiante –o, llegado el género, estudianta- no como alumna. Enseñarle algo a un alumno es como buscar el corazón de la cebolla, definir adentro y afuera del anillo de Moebius, pensar que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Intentar enseñarle algo a un estudiante, con un estudiante, además del alma matter de la didáctica, es una tarea política, un emprendimiento político-ideológico, un proyecto –una proyección hacia el futuro- personal pero también generacional.
Una de las frases más inteligentes que escuché –no leí- en los últimos meses –y eso que cuatro meses es mucho tiempo en la vida de un sub-treinta- fue alguien diciéndome que no era casual que hubiera comenzando el profesorado para comenzar a dar clases -aunque ya hubiera terminado de cursar la carrera-, que no era casual que se proyectara siendo docente en Provincia y participando políticamente en determinado gremio –aunque los posibles caminos a seguir hubieran sido varios y muchos de ellos mucho más academicistas-, que no era casual. Empleo político del tiempo, consciencia de la politicidad del tiempo, asunción y reconocimiento de que somos responsables de lo que hacemos con nuestro tiempo y nuestras vidas y de cómo lo hacemos. Si una persona –docente-, al cabo de un cuatrimestre o año, logra construir estas reflexiones con los estudiantes –no alumnos- con los que comparte espacio áulico, puede darse por más que satisfecha. Es decir, la tarea docente sería restituida en su politicidad esencial, al mismo tiempo que las proyecciones y prácticas en relación con los estudiantes serían satisfactoriamente coherentes y no intimidatoriamente esquizofrénicas. Porque es esquizofrénico hablar sobre motivar el pensar o la construcción de pensamiento crítico de alumnos. Si se los piensa como alumnos, si ya se los piensa como alumnos, ¿qué pensamiento crítico puede construirse, qué invitación al pensar puede efectuarse?
Con lo agradable y hermoso que es recibir invitaciones o convides.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Obediendia debida.


¿Y quién me mandó a mí a engustarme de esta mina, a que, de repente, más allá de lo atractiva que siempre ha sido, me comenzaran a gustar cosas que antes no me gustaban, costados que habían permanecido ocultos, escondidos detrás de su belleza prepotente? ¿Quién me mandó a esperar su llamado sabiendo que nunca jamás va a llamar, que ni siquiera va a hacerlo con la excusa de un motivo estúpido sabiendo los dos que no es más que la burda justificación para entablar contacto, para escucharnos todos los días y no sólo cada semanas o meses? ¿Quién me mandó a esperar su llamado sabiendo que ahora -o antes o después, no importa- debe estar muy ocupada, cogiendo como animala o como colegiala, chupando conchas o dejándosela chupar, obviando, además, que está totalmente fuera de mi alcance, de lo que mi cara y mi verga y mi cuerpo pueden alcanzar, olvidando, adrede, como si tal cosa fuera posible, que ella es tan comprometida y yo tan escéptico, tan desesperanzado, tan poca cosa, simulando no saber, como si lo anterior fuera poco, que jamás me llevaría el apunte, que jamás me daría bola, que no es sólo que sea demasiado linda para mí, para mi fealdad física, sino que es demasiadas cosas para lo tan poca cosa que soy, no sólo escéptico sino también egoísta, no sólo desesperanzado sino también mentiroso, no sólo poca cosa sino también garca, alguien que no se merece a nadie al lado -o adelante o atrás, no importa- por todo lo malo que ha hecho, por todo el mal que ha infringido, y eso que hay que haber sido muy malo o haber hecho mucho mal para no merecer a nadie, hasta los torturadores y desaparecedores tienen amigos y novias o esposas, hasta los torturadores y desaparecedores tienen alguien al lado -o adelante o atrás, no importa-, pero yo no, yo soy, fui y seré demasiada poca cosa para que ella se pudiera, se pueda, se hubiera podido fijar en mí, para que hubiera podido fijar sus fijadores en el cuero cabelludo de mi cuerpo y yo, naif, pensando que sí, que tal cosa era posible, que podía ser, que podría haber sido, haciéndome la cabeza -toda de vuelta- en ese sentido, una dirección que no llevaba a ningún lado, que no se bifurcaba, que no tenía pasadizos secretos, que era sino un callejón sin salida, angosto, delgado, asfixiante, y ya sé que esto puede sonar un poco exagerado, que puede sospecharse que me estoy mandando la parte o que me gusta sufrir, pero no es así, a mí en todo caso lo que me gusta es engustarme, me gusta demasiado engustarme, me engusto con demasiada facilidad y, claro, después alguien tiene que pagar los platos rotos -o sanos, no importa-, alguien tiene que afrontar el gasto de la vajilla rota por la entrada de un elefante en el bazar de los engustamientos, en las recaídas engustamentales, en la facilidad del protoenamoramiento y la reconquista -cual una nueva conquista de la vanguardia no armada de la no invisible clase obrera- de una musa inspiradora, de un motivo desde y por el que escribir y sufrir, en el que quedarse pensando todo un fin de semana, esperando un llamado que, como las llamadas desencontradas, como las cartas cifradas durante las dictaduras, no llegan a destino, se pierden en los recovecos de las ocupaciones o los desintereses, no llegan ni a la esquina, como los rezos o los deseos ausentes de trenes pasando al momento de ser pedidos.

Por eso es que te pido que me escuches un poco, que me dejes desahogarme en tu fuente, que me permitas mojar mis penas en el agua de tu suciedad, porque parece que ya no está bien ahogarlas en el fondo de un vaso de cerveza, además, no sé si te habrás dado cuenta, pero yo te lo cuento igual, yo fui alcohólico, fui alcohólico por más de un año, era joven y borracho, me fue mal, me dijeron que no y me entregué a la bebida, y ella me recibió con los brazos abiertos, en mi familia, como en las buenas familias de buenas costumbres, dijeron que yo tenía problemas con la bebida, pero, como se dice en las tres fondas de mala muerte de Viamonte donde soy siempre el cliente del mes, la bebida y yo no teníamos ningún problema, nos llevábamos de puta madre, como Rosario y Los Beatles, como Liverpool y Chicago, vos me entendés lo que quiero decir, no hace falta que ahonde en mayores explicaciones, para ahondar ya están los fondos de los vasos donde solía hacerle submarinos a mis penas, pero ya no más, eso quedó atrás, eso forma parte de mi pasado, y, sino, fijate como enfrento este nuevo infortunio engustoso, talante y palante, no tomé ni una sola gota de alcohol desde que esperé y esperé un llamado que jamás llegó, desde que esperé pero jamás desesperé una llamada de ella, de su voz, de su carrasposidad, de sus dos atados diarios de cigarrillos hablándome al teléfono, de su no tengo pensado dejar el tabaco aunque el Estado me amenace con la cárcel o el exilio, aunque me aprese y maniate y torture y viole y mate, con lo linda que es, quien se privaría, en caso de ser torturador y desaparecedor, en esa situación de absoluta omnipotencia y total impunidad, de violarla, de tocarla de arriba a abajo, de meterle los dedos hasta donde no tiene orificios, de cogerla hasta odiar el sexo, hasta no querer coger más en tu puta vida, quién se privaría, con lo linda que es.

Por eso es que va a ser tan buena madre, la mejor madre del país, va a tener cinco hijos y un esposo y un perro y un jardín delantero y una biblioteca repleta de libros de literatos cuarentones pero hermosos y no se le va a morir ni un solo hijo, todos van a nacer y crecer sanitos y salvos, después van a ir a colegios privados, no públicos, y nada les va a faltar, nada les va a hacer falta, sus abuelos se van a encargar de que nada les falte, y ella va a ser muy buena madre, sin por eso dejar de ser mejor amante, un puta en la cama, una leona que copula con la marmota de la jaula de enfrente pero jamás con el elefante que acaba de cargarse el bazar de un solo engustamiento, va a ser la madre fetiche de los maestros jardineros cuando vaya a buscar a la salita de tres al más grande de sus cinco hijos, va a ser la madre más linda de todas, la madre más linda del mundo, va a coger con muchos, con todos, con casi todos los docentes y maestros y profesores de los veintiún años que sus cinco hijos van a pasarse en el sistema educativo desde jardín hasta la universidad, se va a pasar ciento cinco años cogiendo con investigadores y maestritos y babysiters, desperdiciando su vida, desconociendo que se merece más, que siempre va a merecerse más, que independientemente del encuentro en el que se encuentre, siempre va a merecerse más, siempre va a haberse merecido más de lo que tuvo, siempre merecerá más de lo que va a tener, siempre, siempre.

Y yo te digo esto porque la conozco bien, porque se mucho de ella aunque no hayamos hablado el fin de semana pasado -que puede ser el que pasó o el que viene, no importa-, y te pido disculpas porque no pudimos hacer nada, porque cuando estoy triste, angustiado, apenado, no se me para y no puedo coger, de todas maneras lo tuyo está allá arriba, encima del velador, te dejé lo que habíamos arreglado, gracias por escucharme, aunque supongo, y creo que no equivocarme en mi suposición, que a vos te da lo mismo coger o poner la oreja conmigo, que hasta puede serte menos displacentero coger, o no, no sé, todo lo que sé, no te creas que no lo sé, es que doy asco, doy asco no sólo porque pago por sexo sino también porque te torturo con mis miserias engustamientales, porque te obligo a quedarte desnuda de ese lado de la cama escuchando por una hora como lloro, como me avergüenzo de ser el tipo que soy, como me gustaría ser otro, ser invisible y ver sin ser visto, mirarla sin que se de cuenta que la estoy mirando, mirar a los que la miran y ver si ella los mira o no sin ser visto, pero no soy ni una cosa ni la otra, ni otro tipo ni el hombre invisible, a duras penas si soy un hombre, un hombre que paga por sexo que no puede tener pero que no por eso deja de ser menos asqueroso, menos repugnante, menos paciente de una llamada que jamás va a llegar.

20/10/08, Bs. As.

martes, 30 de septiembre de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven, Cap. XIV, anteúltimo capítulo: Efecto grabador.


Las traviatas para contactarse con su ídolo adolescente fueron perforadas. Su madre, haciendo abuso de los desconectados contactos que su cargo en el prestigioso centro de investigación le deparaban, intentó comunicarse con los viejos de la edad de Evita, Guevara y Kobain -especialistas en obtener un sombrero a cambio de enterrar la cabeza con la suela derecha del pie-, pero los intentos fueron infructuosos. Finalmente, si a todo santo le llega su San Martín, su Cabían no iba a sufrir por nadie más que por ella. Su padre, mientras terminaba de regresar mentalmente de sus vacaciones más que labores en la patagonia cinematográfica, movía los hilos que pendían de sus manos en la industria cultural autóctona, pero los títeres no tan títeres estaban de paro. A la ausencia de guiones, ausencias en los estudios de grabación, y de esa forma las cámaras de los dos tipos iban a comenzar a contemplar sus reivindicaciones. A meses de recibirse y engrosar las filas de la intelectual mano de obra desocupada, estaba mucho menos solo pero igualmente incomunicado con el objetivo con el que no pretendía más que una conversación. Sí un dialogo de amigos, no una discusión.
Ellos, en su infancia, se habían comunicado mediante cartas. Vivían en el mismo barrio, aunque un par de décadas los separaban, por lo que él las escribía y su madre se las alcanzaba a la madre de aquel, vecina de la manzana. Ella, cuando veía a su todavía joven pero ya masivo hijo, se las entregaba. Este nunca dejó de responderle ni una sola carta. En ocasiones, con una semana de dilación, en otras, con meses de separación entre el envío y el acuse de recibo, pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. El le escribía sobre sus cuatro discos escuchados, sobre sus gustos musicales en común, sobre lo mucho que le gustaba Schubert. Aquel le respondía agradeciéndole modestamente sus comentarios, y enviándole recuerdos a su familia. El escribía sus cartas debajo de las camas, con la luz apagada, congelado por el frío invernal que subía del piso. Pensaba que la escritura de una misiva era lo suficientemente privado como para que nadie lo observara haciéndolo. Y su casa no era un sitio particularmente tranquilo. Mucha gente en poco espacio suele resultar una indeseable combinación para quienes desean soledad y aislamiento. Entonces, cuando su habitación estaba ocupada, todavía en su casa de padres y madres no divorciados, porque su padre se encontraba rompiendo el piano sobre el que había tomado seis años de clases que poco habían cooperado con su ductilidad musical, se colaba en el cuarto de sus tres hermanas, se deslizaba debajo de la cama, arrojaba primero las hojas y luego la lapicera, y ahí se pasaba horas, escribiendo una y otra vez la misma carta, docenas de versiones de una misma escritura que precisamente por la variedad jamás era la misma. Jamás lo descubrieron, nunca nadie de su familia -ni siquiera su madre- supo desde dónde escribía las cartas, era una especie de exiliado postal que, de todas maneras, hacía llegar sus gestos de llamado de atención a sus destinatarios. Con los años, el arma de doble filo de poseer un lugar a salvo del mundo dejaría de ser una suerte para convertirse en una suerte de pesadilla, las hojas de papeles se trocarían por papeles de cocaina de mala calidad, la birome por tijeras que observaban sus flacas muñecas con un deseo comparable al de un adolescente virgen mirando desnudarse a la muchacha con la que está a punto a perder su inocencia, el frío del suelo por escalofríos que le recorrían el cuerpo y le estallaban la cabeza.
Su ídolo adolescente nunca le respondió una carta de puño y letra. Pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. Prolífico y humilde, le agradecía la molestia tomada por él y el resto de la familia. Le recordaba que había mucha, demasiada música para escuchar, y que ya no le iba a alcanzar la vida para hacerlo. Pesimista aquel, optimista él, no le gustaba nada cuando leía eso. Lustros después, cuando comenzara las barbaries universitarias, entendería un poco más lo que había pretendido decirle, reinterpretaría el pasado epistolar que los unía y distanciaba. Eran románticos poetas malditos escribiéndose cartas en el siglo del teléfono, el ferrocarril y el socialismo, de la lucha armada y el fascismo. Aquel, hijo de un exministro de economía convencido de las bondades de las letrinas que los países desarrollados coliteaban sobre los países arrollados por el desarrollo de aquellos, había salido del secundario hacia pocos años, y, con poco más de veinte años, era un referente de la escena cultural local. Luego de seis años de colegio, en donde sus lecturas de Pascal, Nietzsche y Pavese marcarían su futura carrera musical, se había largado a la confección de discos solistas, estrellas de una sola punta que pocos compraban pero todos escuchaban. En las aulas del Nacional, en donde había compartido pupitre con un joven que poco tiempo después sería uno de los sociólogos más destacados del escenario poético nacional, había perdido los seis más largos años de su vida, a pesar de las sierras de cigarros de marihuana fumados en el baño. En su banda de juventud, un trío formado por dos estudiantes de una soleada escuela y él, avanzaron en la confección de un movimiento que veinte años después sería hegemónico en el rock local. Ya desde el nombre, Atando cabos, sentaban posición sobre quienes pretendían que los escucharan, porque la suya era una música para ser escuchada, no para bailarse, una música que se recepcionaba sentado, moviendo el pie por debajo de la silla, no parados, transpirados, a los gritos. Aunque la banda resultara ecléctica -una bolsa de gatos, había dicho un vecino que se indignaría por cajones incendiados y olvidos conciliatorios-, ya que se movía entre el folklore, el candomberock, el jazz, el pop y la cumbia, no dejaba de ser una música para escuchar calmo, con un copa de vino, en un teatro más que en un estadio. Hinchas fanáticos de Boca, jamás perdonarían una tribuna más que una puerta atascada, aunque sus padres agradecieran la tranquilidad con la que se caminaba por la ciudad.
La ciudad se rindió ante uno de sus hits. El disco, que llevaba el nombre de una materia del colegio en el que uno de los tres había padecido los seis años más disciplinarios de su vida, se vendía hasta en los supermercados, que ya empezaban a reemplazar a los anarquistas almacenes de barrio. La canción agraciada, filosóficamente preocupada por la ausencia de autoridad sin obediencia, hizo explotar los charts radiales. El continente estaba a sus pies. Como las groupies, madres de fanáticos, ex compañeras de colegio. Su ídolo adolescente jamás le perdonaría a sus padres que lo hubieran enviado al Nacional y no a la soleada escuela, que le hubieran privado de la experiencia de ser echado por estar tomando merca en el baño, que le hayan robado las clases de pintura expresionista y las lecciones de piano de un músico clásico. Buena parte de sus compañeros no estarían para escuchar sus reproches, pero, al tiempo que confundía izquierda y derecha, una mano y la otra, se filmaría recriminándole eso a sus padres, minutos antes de cazar la guitarra y, sobre la cama de su habitación en la casa de su madre, tocar un tema sobre gobernadores narcos, futuros presidentes y cabezas lyncheanas. El cine de Lynch -escribió en el texto de su primer disco-, no hace más que hablar sobre cabezas, motivo por el cual, bienvenidos a esta, a esta y a esta otra, pasen ustedes que serán bien venidos, los haremos sentir como en sus respectivos hogares, no se arrepentirán de haber emprendido este trip y haber llegado sanos y salvo a destino. Antes de que él se volviera un obsecuente del cine lyncheano, una de sus influencias adolescentes ya lo había sido. O porque una de ellas ya lo era fue que él lo fue.
Una de sus tres influencias adolescentes, contemporánea de Los Beatles, sucesora de Shubert, había cumplido una trayectoria educativa ejemplar, insubrayable. Paralelamente a sus sixtinos estudios secundarios, desarrollaba su carrera musical que, ya por entonces, navegaba viento en popa. Una vez terminados los primeros, y continuados los segundos, comenzó una carrera universitaria -donde se leía Pascal y Nietzsche- que terminó a los seis años, como Dios manda. Luego de esta, cuatro discos, contemporáneamente con su maestría y respectiva tesis, después el inicio del doctorado, y, finalmente, el forzoso exilio estético. El país, disfrutándolo, no estaba preparado para su música. El EstadoNación galo lo acogió, donde finalizó sus estudios metasuperiores, obtuvo una nueva beca, perpetuó la fuga con un postdoctorado y editó cuatro nuevos discos antes de volver al país, exitoso, poniendo a prueba el dicho sobre profecías autóctonas, continuando la composición de su música atonal, de sus libros dialogados, de su cine clase subalterna. Cuando las paredes del mundo comenzaban a resquebrajarse, y las cartas empezaban a dejar de ser escritas, volvía al pago natal, perpetraba el patetismo santificada y creyentemente impugnado, regresaba a disfrutar de las buenas empanadas acompañadas de un mejor vino que halagaba la mesa familiar.
No sé le hacía nada fácil ponerse en contacto con su ídolo adolescente. A las frustradas gestiones de sus progenitores, se sumaba el aislamiento de su ídolo, su encierro en territorios bombardeados por submarinos. El objetivo de su búsqueda estaba a determinados pies del piso, entre un piano y un chorizo seco colgando de la parte trasera de la puerta de la cocina, y él ya no tenía acceso a esas alturas: había vuelto a ser un niño correcto, uno de esos niños que si, por alguna anomalía -porque su vestimenta demarcaba su pertenencia clasemediera-, son parados por la policía, no son llevados a la comisaría, no son demorados, son dejados en libertad, con pertinentes pedidos de disculpas de por medio -¿sabe usted con el hijo de quien está hablando?-. Él no podía llegar y, su vida vuelta de la muerte, nada le interesaba más en el mundo.
Intentó escribiéndole una carta a un destinatario que sabía que había sido otro de los remitentes de su ídolo adolescente. No hubo caso. Si bien algunos informantes claves le hicieron caso y le dieron la dirección postal del remitentedestinatario, este, a diferencia del ídolo que los conectaba, no le respondió su misiva, y eso que es de buen caballero responder una carta. Si las cartas de amor se responden o se devuelven, las cartas a secas se contestan o se contestan. Aunque más no sean dos líneas, aunque más no sea un acuse de recibo. Si el saludo o el beso sí se les niega a quienes así no lo merecen, la respuesta de algo que llega no se le rechaza a nadie, ni siquiera al más desaparecedor de los torturadores, ese mismo con el que jamás se compartiría una mesa, mucho menos una reunión, muchísimo menos un acuerdo político para instrumentalizar el movimiento -reflotándolo de los húmedos fondos en los que los mismos reflotadores lo habían hundido- para hacer de él un bálsamo en mitad de la tormenta, un salva-vidas para alguien que daba muerte, un flotador para quienes no preguntaban a los paracaidistas con el preservativo pinchado si sabían nadar antes de largarlos en cabarets de mala muerte, en donde ni siquiera se tocaba jazz, en donde ni siquiera había un piano y un pianista, sólo bailarinas que no eran tales y cuyos bailes de falda dejaban mucho que desear, tanto como sus cuerpos que no tenían punto de comparación con el de su repitente compañera de secundario, su estilística profesora de tenis, su amiga de colegio. Fue Laura quien, cuando parecía que se estaba ahogando, cuando parecía que se estaba volviendo a enredar en su propia bufanda, le tiró una soga, una vieja madre encerrada en el cuerpo de su enfermizo hijo. Su madre, una sacrificada costurera que había perdido su trabajo cuando los bombardeos topográficos de los submarinos azules de la aviación flemática, trabajaba, desde entonces, como empleada doméstica. De sirvienta, como le decía el ala reaccionariaconservadora de la familia a su mucama. Si Laura, en su casa, sólo era bien recibida por ella, quizá fuera por eso, porque sabía reconocer en las personas a las hijas de sus colegas. Pero su empleada doméstica desconocía la profesión de la madre de la amiga que lo visitaba todos los días, tanto como Laura conocía de sobra sus postclásicas empatías para con su ídolo adolescente, antes de que las trompetas liberadas a la improvisación se comieran sus marañas y tardes de escucha. Porque lo sabía fue que no dijo nada. Porque sabía que él se encontraba en la búsqueda fue que no pronunció palabra. Porque se dio cuenta que se estaba volviendo a perder, al volver a encontrarse con una cortina que no podía deshierrar, una muralla que no podía medir, una pared que no podía derribar a martillazos, fue que abrió la boca, resumida pero contundentemente, con una economía de palabras de la que él siempre adolecía, de la que alguna vez se había hecho acreedor pero a muy alto precio, de la que ahora, de nuevo, era un extranjero en su propia patria, un marroquí en Francia.
La madre de Laura, Elvira, trabajaba como empleada doméstica en la casa -el departamento- de su ídolo adolescente. No habían sido pocas -ni zonzas- las cosas que le había contado de él a su hija, quien, como un cable a él, después de que se reencontraran y retomaran el contacto, se las había transmitido. Y todavía hay quienes siguen dudando de la vigencia de la transmisión. Le había contado sobre un piano, arropado la mitad de su cuerpo por una sábana blanca, un piano sin cola, sábana sobre la que en el departamento estaba prohibido hablar o preguntar. Le había contado sobre un teclado, un teclado que disparaba sonidos de circo o melodías alegres y agudas, un teclado que nunca dejaba de ser tocado, un teclado nunca paraba de ser instrumentado las veinticuatro horas del día. Una guitarra, que nunca nadie se había olvidado ahí, acompañada por latas de gaseosas achicharradas y esparcidas por todo el departamento, que poseía la calcomanía de un toro debajo de las seis cuerdas, una guitarra que un torero le había regalado en su exilio galo. En el departamento no había una sola biblioteca, no al menos una biblioteca poblada de libros. Había un mueble de madera en donde se apilaban verticalmente casettes vhs de películas clásicas. Había una musicoteca repleta de discos, una cantidad de discos que ningún ser humano -en su sano juicio- podría escuchar en su vida entera, aún si comenzara a hacerlo –obsesivamente- a los ocho años y no dejara hasta la hora de su muerte. Estaban, también, las persianas bajas, en clara señal de ruptura de relaciones diplomáticas con sus vecinos. El edificio era una señorial pero modesta construcción de comienzos de siglo de no más de cuatro pisos, en donde todos los vecinos se conocían entre sí, y no faltaban las viejas abuelas que llamaban a la policía porque veían más que olían a jóvenes indecentemente vestidos fumando cosas extrañas en el kiosco de la esquina. Esa misma abuela, cuando su nieto fuera a visitarla todo el fin de semana, le cocinaría hamburguesas en panes de hamburguesa con huevos fritos, lechuga, tomate y gaseosas. De postre, kiwi o naranja pelada y cortada. O ensalada de fruta. Su ídolo adolescente odiaba las abuelas, nunca había sido su predilecto. No menos odiaba a las madres, quienes le alcanzaban sus cartas. Nunca había sido, tampoco, el hijo preferido de ellas.
Elvira le contaba eso su hija y Laura, como era de esperarse, cuando esperó lo suficiente y se convenció que era el momento exacto en que debía hacerlo, se lo contó a él. Sus ojos, medalleramente, se abrieron como el dos de oro. Sólo por azar no besó sus labios, no pasó su lengua por la superficie de los labios de Laura, no posó sus labios sobre su sugerente boca. Todo lo que tanto él como su familia habían intentado no había resultado y los resultados, inverosímilmente, le habían sacado la mano pero le ofrecían un resistible abrazo de oso, le corrían la silla pero lo dejaban correr de aquí para allá en una búsqueda de su ídolo adolescente que ya se había tornado más imposible que improbable. Laura, cuyos deseos de que él volviera a caer en los recaimientos ya conocidos era inversamente proporcional al cariño que le profesaban su madre y el resto del harén femenino de la familia, pensó que era el momento de tomar la palabra y decirle, bueno, mirá, mi vieja no es investigadora pero es la sirvienta de tu ídolo de adolescencia, para que él se la quedara mirando anonadado y le corrigiera sirvienta no, mucama, lo mismo da, le respondió Laura, no, no es lo mismo, retrucó él, no es lo mismo decir una cosa que decir la otra, bueno, concedería ella, la cuestión es que ella es la empleada doméstica de tu ídolo adolescente y, teniendo en cuenta que no se los hizo nada fácil ponerse en contacto con él, no sé, yo había pensando que, por ahí, si a vos no te molesta, yo le podría pedir a mi vieja si no me hace el favor de preguntarle si no le molestaría recibir a un pibe que, además de ser fanático de él, yo ya no soy fanático de él, interrumpió él, bueno, está bien, se autocorrigió Laura, que, además de haber sido muy fanático de él, está haciendo un trabajo para la facultad relacionado con su música, y, bueno, eso, si no le molestaría cederle una entrevista, charlar un rato con él. Cuando terminó de hablar, se la quedó mirando como se queda mirando sólo lo que no se puede terminar de escudriñar o apreciar o entender, como se persiste en la mirada cuando una belleza magnética persuade de no separar los ojos de ella, haciendo de ella todo lo que hay por observar, negando las relaciones de fondo y contenido, porque ella es todo, el fondo y el contenido, la forma y el contenido, el ying y al yang, el beep y el jazz, el ton y el son, Perón y vos. Debería estar prohibido haber vivido y no haber amado. Separó, sólo por un par de segundos, sus ojos de ella, y le dio las gracias sin decir palabra. Uno de esos momentos en que las palabras ya no sólo esconden, ya no sólo sobran, ya no sólo molestan, sino que no existen. Habían llegado al punto de la comunicación, sino telepática, empáticamente silenciosa, musicalmente íntima. El punto en que las palabras no existen y deben buscarse o inventarse nuevos medios -que son fines- de comunicación. En punto en el que se le encuentra el puntito a lo que no hay color.
Habiéndole agradecido sin palabras, aceptó su propuesta con un escueto sí. El, que se burlaba del ascetismo estético bauhausiano, que caía rendido a los pies del brillo sobrecargado, no encontraba palabras -al tiempo que perdía los últimos resabios de reparos para con Laura- ya no sólo para agradecer su gesto sino incluso para aceptar su ofrecimiento, para poner primera a su Ford T y salir viento en popa al encuentro de su ídolo adolescente, de su piano demacrado, de su guitarra torera, de su viejo televisor arrojado por el pulmón del edificio. Recordó, en un flash under, cómo las voces del suicidio lo llamaban desde un primer piso para que comprobara desde un sexto piso cómo podía volar, para que probara sus alas de ángel santo más que virgen sobre los techos del barrio de Almagro, a pocas cuadras de donde acababa –siempre acababa- de ser secuestrado Silvio Frondizi, el hermano del presidente del que el padre de su ídolo adolescente había sido ministro de economía, hermano del que su adolescente ídolo también resultaba simpatizante, Cangallo y Río de Janeiro, a pocas cuadras de Parque Centenario. Recordó eso y borró el recuerdo despeinándose su ya despeinado cabello castaño claro enrulado. Volvió a mirarla a los ojos y entró adentro de ella. Desde adentro le dijo muchas gracias. Volvió a salir y le repitió su aceptación. Le ofreció poner una pava de mate pero era tarde y tenía que ir a encontrase con su novio, Paulo. La historia se repetía pero no exactamente. Verbigracia, la historia no se repetía.
Elvira, que adoraba a Paulo porque era del barrio y conocía a toda su familia, porque habían crecido prácticamente juntos con Laurita, porque era un buen muchacho que jamás le haría mal al corazón de su hija, aceptó el pedido de esta última y, después de cuatro días en los que estuvo a punto de comenzar a hablar pero en los que por timidez guardó silencio, después de cuatro días en lo que estuvo a punto de pedírselo pero por respeto al patrón no dijo nada, le preguntó si le molestaría que un muchacho joven, amigo de su hija, estudiante universitario, que estaba haciendo un trabajo para la facultad en relación con su música, cuando él pudiera o quisiera, viniera al departamento o a donde él dijera a charlar un rato con él, a hacerle unas preguntas. Su ídolo adolescente, parco como se encontraba en ese periplo, la miró seco y fijo y, moviendo la cabeza de arriba para abajo, asintió sin abrir la boca. Estaba sentado al sillón tocando el teclado con la guitarra torera al lado, mientras la mesa estaba repleta de bolsas de orégano, bomboncitos con tiza en su interior y pastillas para el mal aliento. Elvira se lo agradeció con la baja cantidad de palabras que su patrón le había antepuesto como una de las dos únicas condiciones para su contratación, y continuó con la limpieza del desmueblado departamento, en el que él vivía sólo seis de los doce meses del año. El resto de los meses los vivía en el galo país. La otra condición fue la discreción.
Elvira se lo dijo a Laura y ella a él. El no le caía nada bien a Elvira, pero ella, por respeto a su hija, jamás dijo nada, ni a él ni a Laura. Fueron contadas con la mitad de los dedos de una sola mano las oportunidades en que él visitó la casa de Laura y Elvira, por lo que esta última se veía obligada en muy pocas oportunidades a fingir hospitalidad a una persona a la que ni siquiera quisiera abrirle las puertas de su casa. Cuando ellos se sentaban en la mesa de la cocinalivingcomedor a tomar mate con bizcochitos de grasa, Elvira les acercaba el mate, el termo y el plato con galletitas, pero no se sentaba a la mesa a compartir charlas y rondas. Yo no me sentaría en su mesa, alguna que otra vez le dijo a Pedro, su esposo, el padre de Laura. Madre, me parece que estás exagerando, le respondió Pedro, en una de las dos oportunidades en las que su mujer le dijo eso, una tarde en la que el encuentro no sucedió en su casa sino en el hogar de Laura. Papi, ¿cómo me decís eso? ¿No viste cómo nos mira este pibe, con la distancia y la suficiencia que lo hace? Ni mi patrón me mira así. Este mocoso es un pedante de mierda. Además, escuchame un poco, desapareció por seis años, después de que terminaron la secundaria no se le vio más el pelo, y ahora que anduvo un poco mal, porque seguro que fue mucho menos grave de lo que él y su familia dijeron, porque estos son requeterecontra mantequitas, aparece de vuelta, se acuerda de la nena, le chifla cuando Laurita pasa en bicicleta por debajo del balcón de su casa, como me contó la nena. Abrase visto, si desaparecés desaparecés, hacete cargo, ¿qué es eso de borrarse y aparecer sólo cuando se necesita ayuda, cuando andás mal de salud o se te pasó la calentura con el pibe o la piba con la que cogías? En la vida hay que ser un poquito más digno y coherente, sobre todo coherente, si elegís algo, bueno, te felicito, suerte con lo que elegís, que te vaya bien, pero, si después te va mal, no hay tu tía, a llorar a la iglesia, no se puede estar en misa y en procesión, haciéndote el intelectual y requiriendo de la nena todos los días, las dos cosas no se pueden, no, las dos cosas no. Gorda, no te metas, son cosas de la nena, es su vida. Sí, es su vida, pero, fijate, ahora este muchacho, después de lo que le pasó, después de haberse recuperado, en lo que tuvo muchísimo que ver Laurita, volvió a la facultad, y, para un trabajo que tiene que hacer para ella, tiene que hacerle una entrevista o algo así a mi patrón, y, fijate vos, su familia intentó ponerse en contacto con él pero no pudo, claro, si el tipo está encerrado en su departamento desde hace seis meses y no sale ni a la calle, los únicos, atendeme Pedro, los únicos que, además de él, tenemos la llave del edificio somos un periodista amigo suyo y yo, y, claro, como su familia no pudo contactarse con mi patrón, y como Laurita se enteró de eso por él, y como ella también sabe que yo trabajo para él, me pidió el favor de si no le podría preguntar, por favor, si no le hacía el favor a un joven que era fanático de su música de darle una entrevista para un trabajo de la facultad, y, por supuesto, uno es buena gente así que lo hice, y mi patrón, obvio, como también es buena persona, viste que yo no trabajo para nadie que sea mala gente, no tuvo problema, me dijo que sí, que vaya cuando quiera, así que, fijate vos, es cosa de la nena, es su vida, pero ella le termina salvando las papas a él, y como ella tampoco tiene porqué probar si las papas están calientes o no las terminó probando yo, o sea, yo le termino salvando las papas al pibe este que, te digo, por más amigo que sea de la nena, no me cae nada bien, no me cae nada bien. Gorda, ¿qué hay de comer?, le preguntó Pedro, tirado en la cama matrimonial mirando televisión, después de que Elvira soliloquiera por más de cinco minutos en los que Pedro no hizo otra cosa que zapping, porque no escuchó más que las tres primeras palabras de lo que dijo su esposa y después desconectó, pero se conectó a dar la vuelta la rueda de la fortuna de los canales comenzando y terminando su numeración más de diez veces. El maravilloso invento del mando a distancia. Papi, recién son las seis, ¿ya estás pensando en la comida? Mami, ya lo sabés, con la comida yo soy como con el sexo, pienso en eso todo el tiempo. Te faltó el fútbol y la completabas. Y vos, princesa de mi reino. Princesa de mi reino te voy a dar a vos. Como me gusta cuando te enojás. Sacá la mano, Pedro, que los chicos están en el comedor. Bueno, mejor, están lejos. Sí, como a diez metros. Dale, no te hagas la estrecha, si te gusta. Vos sabés que no es justamente estrecha lo que soy, jamás me dejó de entrar, y muy bien, lo que tenés entre las piernas. Este termo. Bueno, esa bombilla. Ah, estás en chistosa, ya te voy a dar a vos. Pedro, la mano. Dale, si no nos escuchan, soplá el porongo, dale. El porongo, qué caradura. Gorda, no te pases eh, no te hagas la viva. Albóndigas, papi, albóndigas hay de cena, pero antes, mucho antes, hay que esperar primero que los chicos desocupen la cocina, y después que llegue la noche, no te voy a hacer la cena a las ocho de la tarcedita. Como digas, princesa.
Elvira, en no menor medida que su hija, aunque Laura jamás se lo hubiera contado a él, cuando era joven, hacía mucho tiempo, había soñado que, cuando alguien le dijera princesa, ese alguien iba a ser el príncipe de sus sueños, azul o rojo, no importaba, iba a ser el príncipe de sus sueños, alguien que se desviviera por ella y luego volviera a vivir sólo para cumplirle sus deseos, alguien que, después de cocinar un rico asado más crudo que cocido, le guardara los cortes más jugosos en la parrilla del patio, o que, al momento de servir en la mesa, a la primera que buscara con la vista para servir primero fuera a ella, después de preguntarle, ¿y, mi princesa, usted que va a comer?, y el usted no sonaba falso, artificial, impostado, sino radiofónicamente natural, metafóricamente literal, barrocamente simple. Pero la vida no fue como se la había imaginado, y la lucha fue larga y mucha, y por eso no quería que su historia se repitiera con su hija, no quería que ella cayera encandilada a las luces verbales de un joven que hablaba bien pero que, en cuanto tuviera oportunidad, iba a troskcarla por otra, mucho más joven, más firme, más nueva. Por eso adoraba a Paulo y a él lo odiaba, porque veía en sus ojos la potencialidad de hacerle mal a su hija, mientras que los ojos de Paulo no le transmitían más que amor y devoción para con Laurita, ese mismo enamoramiento y cuidado extremo que tanto cansaba y hasta hastiaba a su hija, por eso ella se alejaba de Paulo y se acercaba a él, aunque él la subestimara y jamás la tomara en serio, aunque él le repitiera más veces olvidate que te aprecio, dejá que te estimo, aunque hubiera sido ella, y Elvira, y Pedro, las que le hubieran sacado las papas del fuego y lo hubieran depositado enfrente de la puerta del edificio de su ídolo adolescente para que tocara el 4b y subiera, para que se presentara y le comentara su idea, para que su ídolo le ofreciera marihuana, merca o pastillas y todo volviera a empezar, como en eterno retorno cinematográfico, como en esas historias de amor que justo cuando parecen que están muriendo vuelven a nacer, quizá, porque amores que matan nunca mueren, le respondió su adolescente ídolo, y, entonces, ya lo estaba entrevistando, ya estaba charlando con él, luego de decirle, no, gracias, no fumo, ni tomo, ni aspiro.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Yo no soy hombre de una sola mujer.


Soy hombre de ninguna, dijo rápido y serio, después de despeinarse el pelo y desajustarse la corbata. Su compañero de oficina, cansado, lo relojeó de costado, se llevó un nuevo vaso de cerveza a la boca, y no dijo palabra. Estaba harto de sus derivas derrotistas. Para colmo, con el día que tuvimos en la oficina, este no va a parar de escupirme sus males, este día no podría ser peor. Es así, hermano, ya no sólo que los hombres somos científicamente más románticos que las mujeres sino también que habemos algunos que no somos hombres de una sola mujer porque lo somos de ninguna. Su novia, por tercera vez en tres meses, le había pedido un tiempo. De seguir así -le dijo, mientras su amigo se llevaba un nuevo vaso de cerveza a la boca-, nuestra relación se va a componer más de tiempos pedidos que de momentos compartidos. Es que vos la atosigás. ¿Qué te volviste, lopezrreguista?, ¿te ponés de su lado? Pero no seas brujo, sabés que te lo digo como amigo. Con amigos así. ¿Con amigos así qué, no hacen falta enemigos? Lo dijiste vos. Lo dije yo porque vos no tuviste los cojones de hacerlo. Pelotas, se dice pelotas. Vos sos un pelota. Bueno, gracias. Gracias hacen los monos, gorila. Mirá, un chino diciéndome gorila, la cruza que faltaba. A vos lo que te falta, como te iba a decir, es reconocer que soy tu amigo aunque te diga cosas de enemigos, porque vos no podés tener de amigo a un perro que se te muere a la semana, sos más egoísta que vos mismo en tus épocas menos solidarias. Te recuerdo, Gandi, que los dos estudiamos en Córdoba y Junín, y que el dos mil nueve no vio salir de sus puertas a un solo yuppie sino a dos. ¿Te acordás de las minas de Medicina que estaban en la cola para tomar el ciento seis? Y yo con novia. Vos siempre estuviste con novia, sos un novio crónico. El novio del olvido. Para colmo escuchás Calamaro, si no fueras mi amigo ya te hubiera pegado. ¿Qué problema tenés con Andrés? Con él ninguno, con vos escuchándolo a él todos. Andá a cagar. Andá vos, pelota. ¿Pedimos otra cerveza? Dale.

Te decía, no sé qué hacer, yo la quiero. Ella también. ¿Querés decir que ella también se quiere? Gracioso. Gracias. Quiero decir que ella también te quiere, pero que, cuanto más la persigas, más vas a lograr que comience a dejar de hacerlo. ¿A qué hora cursamos mañana la maestría? A las siete. ¿Salimos antes del trabajo y vamos juntos? Dale. Sí, puede ser, pero tampoco quiero que piense que porque no le presto atención ya no la quiero. Tu problema no es ese, tu problema es que le prestás demasiada atención, tu vida se reduce al laburo, el posgrado y ella, ¿hace cuánto que no jugás un partido de papi, que no perdés conmigo al tenis, que no vas a la cancha? Racing está jugando cada día peor, para colmo Yacob se hace odiar cada día más. ¿Sigue saliendo con tu hermana? Sí. Buen partido. ¿El del domingo pasado?, si el equipo rival no se lo comió porque en el país está condenado el canibalismo. Gracioso. Gracias. ¿Jugamos un tenis el sábado en el campo de deportes? No puedo, tengo el tobillo malo. Esas palabras que te quedaron de tu viaje por España, sonás tan ridículo como Fito Páez diciendo allí en lugar de ahí, o como esos que piensan que son cultos por decir luego en lugar de después, en eso sí que tu Calamaro es menos patético que muchos. En España me enamoré de María Adanez. ¿No decías que sos hombre de ninguna mujer? Vos te tomás demasiado a pecho lo que te digo. ¿Te bancás un ping pong? Siempre y cuando no me apuntes al pecho. A las bolas te voy a apuntar, nenita.

Si seguís transpirando así no vas a coger nunca vos. En todo caso no voy a coger esta noche, y no te hacía tan permeable a los rezos callejeros. ¿Pedimos otra? Dale, con antitranspirante incluido. Chistoso. Se agradece. Jugaste bien, lástima que perdiste. Es que el no jugar hace mucho tiempo al tenis te hace recordar los movimientos de la última vez que jugaste, pero si jugáramos un partido más te ganaría. ¿Qué dijimos de los pajeros postulados contrafácticos? Que los dejábamos para los masturbatorios cuentos literarios. ¿Vos ya habías pensado que masturbatorio rima con mingitorio? Y escritorio. Y aleatorio. ¿Por qué no te escribís un poema? Porque tengo la pluma prohibida. Cierto, el mito romántico de la inspiración y el artista maldito. Así es. Quién iba a decir que de Barrio Norte nos íbamos a mudar a Constitución. Al menos a vos te queda cerca de tu casa. De mi esposa y de mis dos hijos querrás decir. Al menos tenés esposa. ¿Me estás vacilando? Te estoy hablando en serio. Entonces dejá de hacerlo. ¿Pedimos otra? ¿Otra más? Recién es la tercera. Entonces pedí dos, para acortar los tiempos. Siempre tan voluntarista vos, después me aconsejás que baje la ansiedad. La diferencia es que yo ahogo la mía en un vaso de cerveza mientras que vos ahogás en repetidas oportunidades a tu novia en ella. Mozo, otra cerveza por favor.

Dejala en paz, dale tiempo y ya vas a ver como vuelve, solita y sola, porque la que se fue sin que la dejen vuelve sin que la extrañen. Destinalismo y, como si lo anterior fuera poco, concepción platónica del deseo. Maldigo el día que, evidentemente borrachos, acordamos anotarnos juntos a la maestría, cambiar de caminos. Exacto, se trata justamente de eso, de preguntar, voy a preguntarle qué quiere hacer, qué quiere que hagamos de nosotros. No hay nosotros. Entre vos y yo obvio que no. ¿No somos amigos? Está por verse, el próximo partido de ping pong lo define. Me vas a dar la revancha, te quedó la culpa en el ojo. Es que soy tan buen ganador y vos tan mal perdedor. No hay nosotros entre ustedes. ¿Vos me estás vacilando, si fuimos novios durante seis años? ¿Conjugación temporal del verbo utilizado en la pasada oración? No podés ser mitologicista de suponer un presente o futuro sin pasado. A lo pisado me remito. Dale, terminate el último vaso de la segunda cerveza así te doy otra paliza al pingpong. Siempre tan humilde. A seguro se lo llevaron preso y a modesto demorado.

Mejor quedemosnós acá, creo necesitás hablar de esto con un amigo. ¿Ves alguno cerca? Gracioso. Siempre. Te escucho. Yo no tengo demasiado que decir ni hablar, sólo que la quiero, que quiero estar con ella, y que no me imagino compartiendo el resto de mi vida con nadie más que con ella. ¿No te parece un poco demasiado lo que decís teniendo en cuenta que apenas tenés veintisiete años? Me lo dice el casado con dos hijos a la misma edad. Son cosas diferentes. Sí, porque uno es tu caso y el otro es el mío. No, también por cuestiones de historia, de momentos, de tiempos. Sí, es verdad, el día que se casaron por iglesia hacía un día asqueroso: frío, nublado y lluvioso. No, gracioso, de tiempos personales, y esos son los días que a mi más me gustan. Cada meteorólogo con su pronóstico. Así es. Por cierto, ¿cómo anda Lucía? Bien, hermosa, rebien en el jardín, peleándose todo el tiempo con su hermanito menor, la gorda parece un réferi de boxeo cuando tiene que separarlos. Qué mujer tu mujer, tu mujer es mucha mujer para vos, yo todavía sigo sin saber como la conquistaste y la convenciste de que desperdicie el resto de sus días con vos. La verdad, yo también. ¿Sigue con licencia? Sí, hasta dentro de tres meses. Mirá. No sabés el planteo que me hizo Lucía el otro día porque insulté al televisor cuando estaban repitiendo un programa del hijo de puta de Neustadd, y, claro, nosotros no le dejamos decir insultos a Lucía. Tu hija Lucía gorda de enojo por tu incoherencia. Un anoréxico chiste más sobre mi hija y te pongo contra el mostrador. Me parece que todo lo que vamos a poner sobre el mostrador es la cuenta. Pago yo, dejá. ¿Qué vas a pagar vos?, con esposa, dos hijos, una maestría paga y un trabajo de doce horas muy mal pago, olvidate, pago yo. ¿Qué vas a pagar vos?, con tu novia que te volvió a dejar por tercera vez en tres meses, el corazón partió, como Alejandro Sanz, y el mismo trabajo muy mal pago de doce horas que yo. Pago yo. No, pago yo. No seas machista, pago yo. Mirá quién vino a hablar, la abanderada queen del feminismo, pago yo. Yo estoy sufriendo por amor, no puedo ser machista, pago yo. ¿Lo dejados librado al ping pong? Mozo, pagamos las cervezas y otro pingpong, por favor.

10/09/08, Bs. As.