domingo, 7 de diciembre de 2008

Más turbaciones.


Sospechaba que masturbarse le daba mala suerte. Invertidamente, conjeturaba que no hacerlo le aseguraba buena fortuna. Al menos ese día, ese partido de fútbol, ese parcial universitario. Así habían sido las cosas desde el americanizado mundial del ’94, el primero y último que miró con toma de conciencia. Cuatro años después, poco antes de su fiesta de quince, las consecuencias de las drogas adolescentes habían surtido efecto. Pero ahora, junio del ’94, su mente estaba sana y su cuerpo mejor. Por cábala, sumada a la de no tocarse durante el mundial, miraba los partidos en la casa de sus abuelos paternos. Fue allí donde recibió el primer revés a su irrefutable teoría de que no masturbarse le depararía buena suerte. Argentina, a pesar de los esfuerzos sobre la hora, fue eliminada por un país que había dejado de ser comunista cinco años antes de que la vanguardia campesina, con relativo apoyo de la siempre alienada pequeñoburguesía universitaria, se levantara armadamente contra un gobierno elegido democráticamente. Es decir, por las urnas y no por las dudas, con las bolas y no por las botas. Demolido, se dirigió a una de las tres habitaciones del departamento de sus abuelos paternos e intentó llorar como automuestra de lo mucho que la eliminación le había afectado. No lo logró. Las lágrimas no saltaron. Se acostó boca arriba, debajo del cuadro de Cristo rregado de un rosario y una corona de espinas, y pensó en lo más triste que podía imaginarse. Que sus padres se divorciaran, que las inferiores de Independiente donde jugaba de diez perdieran contra Racing, que el kioskero de la esquina subiera el precio de la gaseosa y el sándwich de jamón y queso que anotaba todas las tardes en la libreta de carnicero de su padre. Su padre, obrero fabril de una fábrica que había cerrado tres años atrás, le tenía terminantemente prohibido anotar. Incluso le había ordenado al kioskero que jamás le fiara. Él, con la complicidad del kioskero, que le anotaba de todas maneras, y de sus abuelos, que a fin de mes le acercaban el equivalente de lo gastado en los treinta días para que su padre no notara nada, anotaba igual. Esa tarde, después de salir de su clase de séptimo grado, había pasado por el kiosco a anotar lo de todos los días antes de dirigirse a lo de sus abuelos. Los padres de su padre vivían a seiscientos metros de la casa de su madre y padre. Después de observar la derrota del seleccionado, y de padecer no haber podido llorar a pesar de haber hecho fuerza, para hacerlo se quedó boca arriba pensando en cosas tristes: la muerte, la fatalidad de un destino trágico, las cartas suicidas que se escriben debajo de las camas de hermanas.
Con sus compañeros de grado jugaban carreras de masturbación en el baño. En las mismas, evaluadas por un compañero de curso que hacía de juez,y que por ese motivo no podía tocarse, se evaluaba tanto la rapidez como el alcance. Nadie quería hacer de árbitro. Se esperaban los recreos y se apropiaban de la zona del baño de los mingitorios. Además del juez, los otros dos compañeros de grado que no podían masturbarse eran los que se quedaban en la puerta haciendo de patovicas, evitando la entrada de toda persona extraña a la competición: compañeras de curso o escuela, preceptores o maestros, compañeros de los otros cursos del mismo grado. Con ellos habían llegado a un acuerdo. En cuatro horas y media de clase había tres recreos. Cada uno de los cursos se quedaría con uno de ellos de modo de poder desarrollar sus torneos. Pero había un problema. Había más cursos que recreos. Sin embargo, las actividades de la tarde solucionarían el inconveniente. Todas las tardes, durante hora y media, los alumnos de la institución tenían que ir a la escuela para asistir a computación e inglés. Esos ochenta minutos de clase eran interrumpidos a los treinta y cinco minutos, de modo de darles diez minutos para que pudieran comprar algo para beber y comer, antes de continuar con los restantes treinta y cinco minutos de la clase. Esos diez minutos, los menos codiciados de los cuatro recreos, eran utilizados por los cuatro cursos. Los viernes, las tres horas buenas se sortearían y el curso que no saliera favorecido tendría que quedarse con el recreo de la siesta.
Paradójicamente, teniendo en cuenta el futuro sexual de los participantes, en las competenciasa se evaluaba positivamente la velocidad y el alcance. Cuanto más precoces fueran, mejor. Pero, contradictoriamente, también se valoraba la capacidad de despegue. De espaldas a la entrada del baño, de costado a las dos filas de mingitorios, los seis concursantes, sin tocarse ni mirarse, se masturbaban intentando ser los más rápidos y los que más lejos tiraran el blanco y espeso líquido que salía de sus pequeñas partes. El dilema con el que contaba el torneo es que siempre el que más rápido terminaba era el que menos lejos llegaba, mientras que el que más se demoraba era el que menos cerca arrojaba su resto de humanidad. Cuando se masturbaban en clase, en alguna hora libre por motivo de la ausencia de algún profesor, en algún momento en que hubieran quedado excepcionalmente solos, los desempeños eran más regulares: mirando lascivamente a sus compañeras de curso que los observaban escandalizadas, simulando no mirar aunque en realidad lo hacían, terminaban rápido y dejando caer sus tristes cuerpos muy cerca del banco donde estaban sentados, manchándose pantalones y guardapolvos. Lo hacían sólo para molestar a sus compañeras. Y lo lograban. Tiempo después, alguna de ellas se llenaría la boca con una de esas pequeñas partes de donde salían expulsados esos grupúsculos espesos y blancos, parecidos a la nata de un café con leche. Y no estaba merendando.
Él no participaba de lo challengers. Maleducado por su madre, quien le había dicho que un blanco líquido en breve comenzaría a salir de su breve parte íntima, él esperaba tal momento como esperaba todo en la vida: pasivamente. Esperaba que la vida lo fuera a buscar más que salir a buscar la vida. Era un paranoico alegre y bienhumorado. Cuando sus compañeros competían, en uno de los cuatro recreos diarios que les correspondían, él iba al baño pero jamás se masturbaba. Tampoco hacía de árbitro ni de patovica. Mientras su confección le impedía lo segundo, su falta de ecuanimidad lo alejaba de lo primero. Iba sólo a mirar, coherentemente con su práctica pasiva y paranoica de la vida. Sólo una vez, siguiendo excepcionalmente la corriente a sus rebeldes compañeros, arrinconó a la compañera más linda del curso contra las dos puertas de la hemeroteca, junto con otros dos compañeros. En la primaria, a diferencia de en la universidad, la belleza se juzga sólo facialmente, no integralmente. Su cara parecía esculpida por los mismos dedos del ideal moderno de belleza. Mientras lo hacía, inconsciente pero juguetón, simulaba meterle mano a una de las dos compañeras de las que se había enamorado Cuando, ya adolescente, lo recordara, no podría dormir de la culpa. Ni hablar cuando, después de perder Argentina, compungido por la derrota y por no haber podido llorar en la cristiana cama de sus abuelos, en un arrebato de culpógena confesionalidad, le contara a su madre lo que había hecho con otros dos compañeros. Su madre, consternada por tener un hijo violador de once años, le juró que, cuando terminara el año, lo iba a internar en un campo de reeducación lacaniana. Ante tal amenaza, sabiendo que iba a cumplirse, lejos estuvo de recular. Como con todo en su vida, aceptó y tragó. Le dijo a sus amigos de curso que el año que viene no se reencontrarían en el colegio. Que su madre lo enviaría a un internado psicoanalítico. Terminó la clase de Matemática, dejaron de no escuchar a la profesora que hablaba para nadie, y salieron al patio. Con dos compañeros en la puerta del baño, dos a su derecha y tres a su izquierda, comenzó a hacer subir y bajar su mano por su cosa hasta que, a los cincuenta segundos, la competencia tenía un ganador. Con las blancas zapatillas de lona manchadas por el líquido que había salido de su parte, levantó sus manos en señal de victoria convencido que la cábala que había respetado hasta ese momento era absurda. Y convencido, también, que los futuros seis años de internación lacaniana iban a ser muy arduos. Tan duros como esa parte de su cuerpo que ahora, poco a poco, lentamente, comenzaba a relajarse.

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