jueves, 27 de noviembre de 2008

¿Hay algo que no hable de vos?


El miércoles pasado al anterior, te lo dije, fue a la presentación de una travesti divina que se auto-re-interpeló con tu mismo diminutivo de paternal-maternal interpelación. Como no podía ser de otra manera, me hizo pensar en vos. El martes pasado, hace dos días, fui a la presentación de otro libro –esta vez de poesía, no de narrativa: sí, ya sé, no me digas nada, estoy snobistamente frecuentador de ambientes pseudointelectualoides- con una amiga, una amiga en el más estricto sentido del término, y me crucé con una chica que, tranquilamente, podría ser la hermana menor de Scarlett Johansson. Ya sabés mejor que yo lo que hemos hablado de la belleza de Scarlett. Eso, no podía ser de otro modo, también me hizo pensar en vos. Ayer, mientras miraba una capítulo de la serie española Aquí no hay quien viva -sí, la que fue pésimamente adaptada aquí en la Argentina, a pesar de la actuación de Hendler, claro-, la serie que siempre pongo en la computadora cuando no quiero pensar, y escuché y vi a una personaje, masculino, diciéndole a otro personaje, también masculino, que otro personaje, femenino, era la mujer de su vida, la madre de sus hijos, que él era el abuelo de sus nietos, el bisabuelo de sus bisnietos, el tatarabuelo de sus tataranietos. Esto, una vez más, me hizo pensar en vos. Me hizo pensar en que querría ser yo el que te embarace, en que me gustaría que nos embarazásemos juntos, en que quisiera ser yo quien escuche tu confirmación de que estás embarazada, quien te abrace y sienta pánico al mismo tiempo, quien comparta las lágrimas y las risas en el abrazo, quien te acompañe (por una de las pocas veces que vas a ir) al ginecólogo, quien te toque la panza y le hable al bebe y le lea cuentos, quien te asista en el parto, quien se parta al medio al ver ser eso que sale de vos, quien se convenza que (ahora sí) no va a estar nunca más solo, no sólo porque siempre va a estar ella o él, sino, también, porque siempre vas a estar vos, ya sea por presencia o por ausencia. ¿Hay algo en el mundo que no hable de vos? Gracias a Barthes, con permiso de Freud, por recordar que todo objeto porta sentido, sexual o no. Repito, ¿hay algo en el mundo que no hable de vos?

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Ayer mi madre saludó a una cubana.


Porque me gustás más que el olor nuevo de los libros viejos.


Mi madre, en el día de ayer, saludó a una de sus amigas cubanas por motivo de su cumpleaños. Ella, agradecida, le contestó: Aquí estamos, chica, leyendo La revolución traicionada de León. Mi madre, que mientras hablaba con ella tenía entre sus manos El maestro ignorante de Ranciere –comunicación internacional, más economica después de las veintidós, veintitrés en la unitaria capital del país-, le dijo: En dos meses, Solidaridad, estaré por allí, en La Habana vieja y en la nueva. Ella, la cubana trotkista, le respondió: Aquí te esperaremos, chica, tomando mojito y comiendo frijoles, te esperaremos leyendo Qué hacer del compañero Vladimir. Mi madre, naif, tenía pensado llevarles –además de jabones- sus libros de Freire. No queremos más fraile, chica -le aclaró su amiga leninista-, todo lo que queremos es un poco de burbujas.

Cuando yo era joven, todavía un subveinte, recién eyectado de los subquince, fui cuadro armado de una organización militar con la que practicábamos tiro intentando darle a los bolivianos y peruanos y paraguayos que salían de los talleres clandestinos de las marcas que se venden en Avenida Santa Fe y que la porteña clase media consume. Nunca tuve buena puntería. Tanto que, una tarde, fallé tanto el ángulo de tiro que, en lugar de bajar un bolita o paragua o peruca, le di al dueño del taller clandestino, un wap de camisa y zapatos náuticos que estaba por subirse a su auto modelo dos mil siete para ir a buscar una canasta a su country de Pilar para, con todo listo, partir con toda su familia –mujer y cuatro hijos, nunca usaron pro-filácticos, las cuatro veces que tuvieron relaciones sexuales nació un hijo, la amante este fin de semana se quedaría en su departamento de dos ambientes de Gallo y Las Heras- hacia su quinta del Tigre.

Cuando militaba –militarmente- en esa organización politicomilitar me enamoré de una compañera marxista. Ella no era tan linda como Solidaridad –de un negro resplandeciente y un cuerpo que explicaba porqué eran siempre los morochos los que ganaban las competencias atléticas cuando todavía se hacían las olimpiadas, antes del ultimo atentado-, pero era hermosa. Cuando la quise cortejar, habiendo cotejado ya que era la compañera más modernamente encuadrable dentro de los racionales y burgueses cánones de belleza, le dije que su hermosura me hacia acordar a la pelada de Mao. Al escucharme, la compañera -no sin antes decirme compañero- me llamó la atención sobre mi machismo que presuponía que era yo el que debía avanzar –militarmente- sobre ella y no, en todo caso, ella la que, en el caso de yo interesarle, invitarme a ver la opera prima Los paranoicos, a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlin en el Coliseo, a ir a tocar las obras de artes experimentales que se exponían en no recuerdo bien qué renombrada galería. Atónito, más tonto de lo habitual, esbocé decirle: Compañera, usted tiene razón, no volverá a suceder. Todo lo que quería comunicarle, compañera, es que estoy enamorado de sus ojos y de su pensamiento leninista. Compañero -me interrumpió antes de que pudiera finalizar mi línea de levante-, dejé de plagiar objetos simbólicos de la cultura masiva, ¿qué tal si menos tele y mucho más lee?

Yo me enamoré de ella en una asamblea de nuestra organización que tuvo lugar en mi dormitorio de la casa de mi madre. Yo, recién entrado a la misma –a la organización, no a la casa de mi madre-, con una veintidós en la cintura, me repartía entre abrirles la puerta a los que iban llegado y atender –la casa de mi madre tiene dos pisos- a los compañeros y compañeras que se encontraban en mi habitación. Compañero –me corrigió el líder vertical de nuestra organización, un pelado de no más de treinta años que hablaba mal y pensaba peor-, decir cuarto, dormitorio o habitación es contrarrevolucionario, se dice pieza, como dicen los sujetos populares –decir negros también es contrarrevolucionario- a los que está destinada nuestra acción y de los que contamos con su absoluto apoyo. Bien, respondí, sartreanamente breve.

En esa asamblea, en donde todos estábamos agolpados en la pieza mía y de mi hermana –compañero, volvió a corregirme nuestro líder, ponerse por delante de otra persona es contrarrevolucionario, uno siempre debe ir atrás o al lado, como nosotros con los sujetos populares-, me enamoré de ella porque, en un momento, tomo la palabra para decir que los pósters de Calamaro que yo tenía pegados en mi parte de la pieza -dibujados por mi mismo: en realidad, nobleza obliga, calcados (compañero, me llamó la atención por tercera vez nuestro líder, hablar de nobleza es contrarrevolucionario, nosotros somos plebe, usted debería leer Nietzsche)- era contrarrevolucionario porque Calamaro representaba el ideal musical del desarrollismo frondizista, formaba parte de la reacción, motivo por el cual, soberanamente, habia que darle muerte, pero, por el momento, podíamos comenzar con ordenar que ninguno de los integrantes de la organización pudiera colgar pósters con su figura en su pieza o casa, así como también, por supuesto, quedaba prohibido que cualquiera vistiera una remera con su rostro y cabellera. La moción, al final de la asamblea, fue votada por unanimidad, incluso por mi mismo, que idolatraba a Calamaro, pero me daba corte mantener mi mano baja mientras la de mis compañeros de organización estaban alzadas, o, incluso, abstenerme.

Me enamoré de su oratoria, de su humanista confianza en si misma, de su neobarroca combinación de colores, de sus resplandecientes carteras de cuero colorado que connotaban buen gusto –compañero, me corrigió por cuarta vez nuestro líder, decir colorado y no rojo es contrarrevolucionario, hablar de buen gusto es contrarrevolucionario, usted debería leer Bourdieu, quien, sin prescindencia de lo anterior, también es contrarrevolucionario: usted entenderá que escribir que cultura popular es un oxímoron es algo que nosotros, los revolucionarios, no podemos tolerar-, de su forma de mirar los labios al momento de hablar. Va de suyo que son obvios los motivos por los que me encandilé por su candelabro. Cuando terminó de hablar, agaché la cabeza sin bajarla físicamente, miré los dibujos calcados de Calamaro prontos a ser quitados y rogué por que en ese momento no entrara mi madre a la pieza de mi hermana y mía ofreciendo café a los presentes porque, intuí, el café también era contrarrevolucionario, lo que debíamos tomar y cebar era mate, no café.

En esa asamblea semanal, como las que se realizaban todos los jueves o viernes de todas las semanas, lo que dividió posiciones tampoco fue el campo, menos la composición poética de los cánticos que las hinchadas –no hinchas- coreaban los fines de semana en los estadios de balompié, mucho menos el eructo con el que se formalizó el edicto que prohibía a los integrantes de la organización colgar o vestir nada relacionado con la contrarrevolucionaria imago de Calamaro, sino, por primera vez en la historia de las organizaciones políticomilitares latinoamericanas, ya no sólo los consumos simbólicos de sus integrantes sino también de sus familiares.

Sucedió que, mientras mi madre saludaba telefónicamente a su amiga cubana por el día de su cumpleaños, y esta le decía que aquí estamos, chica, leyendo Das Kapital de Carlitos, como le decía el Che, mi madre, además de abrigar un libro de Freire en su regazo, tenia puesto, en la primera compactera del menemista equipo de música, Quelqu’un m’dit, el disco que escuchaba mientras chamullaba telefónicamente, y, en la segunda, Oxford. Es sabido que ni Bruni, por su situación conyugal, ni Haydn, por su premodernidad, sin hits entre los consumos musicales de las orgas politicomilitares. Es revolucionario -dijo en un momento de la asamblea el líder de la organización que habia pedido la palabra recién por cuarta vez- escuchar Rodríguez, que es cubano y comunista, o Los Redondos, que fue la banda nacional –y popular- que resistió las políticas neoliberales que asolaron a los sujetos populares de nuestro país y que no los tuvo más que de victimas, hasta se puede escuchar Serrano o Sabina, porque uno le hace canciones a las madres y otro se cartea con Marcos, pero no podemos escuchar Bruni o Haydn, eso es ser cómplice de Sarkozy o de los filósofos políticos contemporáneos que, en su afán de criticar algunos pocos discutibles conceptos forjados por la modernidad, terminan siendo medievales. Yo, una vez más, escuché sin decir palabra y rogué porque me tragara la tierra, porque mi casa se derrumbara por un pro-yectil ingles, porque la madre naturaleza hiciera de mi el humus que combatiera el agrario lifosato para que en ella pudieran crecer fuerte y fértiles nuevas generaciones de plantas y plantos. Como una madre que da a luz al primero de sus hijos, pensé.

En ese momento de la asamblea, que se encontraba claramente a mi disfavor, jamás hubiera podido confesar que, basado en la tapa de Quelqu’un m’a dit, cuando escuchaba atentamente lo que ella decía, tras lo cual me enamoré perdida y encontradamente, habia pensado en proponerle que se acostara en el suelo, con su pelo lacio, su remera de entrecasa y una guitarra criolla, para hacerle una fotos, para pedirle que se acostara mirándome a mi, al lugar en donde yo estaba agachado con la cámara de fotos, y que pusiera la guitarra con su cola boca abajo delante de ella, y que pasara su mano izquierda por debajo del traste boca abajo de la guitarra, y que sólo dejara su ojo izquierdo por encima del traste de la guitarra, y que se quedara así, por sólo cinco segundos, así la podía fotografiar. Jamás hubiera podido contar eso. Eso, más que un cuento, era una confesión, un bochorno, algo que nada tiene que hacer en una asamblea. Entonces, conforme a los pactos locales y convenciones convencionales, no dije nada, volví a agachar la cabeza sin apoyarla en el piso y, cuando me fue cedida la palabra –después de levantar la mano y haber sido anotado en el acta de reunión en donde también moraba la lista de oradores y oradoras y oradoros- dije que me parecía bien, que, ya nomás, si todos y todas estaban de acuerdo –el anarquista asambleismo y el posmoderno género era muy importante-, bajaba a planta baja de la casa de mi madre para decirle que retirara esos dos compactos del noventista equipo y que la próxima vez no dejara sus cajas en uno de los muebles del livingcomedor a la vista de todos y, mucho menos, a la de los ojos de mis compañeros de organización.

Un silencio hospital asoló la ronda que habíamos formado entre la cama de mi hermana y la mía, entre la biblioteca y el televisor. Todos comenzaron a mirarse entre si, siendo yo el único que no era mirado y que, por ese motivo, no tenia más opción que mirar a todos, ir pasando, como en ronda, por las caras de todos los integrantes de la orga, intentando adivinar sus rostros. Yo, evidentemente, había dicho algo que no debía decir, habia dicho algo fuera de lugar, aunque la pieza fuera mía y la casa de mi madre. Nuestro líder, por quinta vez en las cuatro horas de asamblea, tomó la palabra y, después de un corto pero significativo suspiro que preanunció que lo que estaba a punto de decir era muy importante, me dijo: Compañero, no es así como todos nosotros solucionamos este tipo de inconvenientes. La compañera –señalando a la compañera de la que compañerilmente me habia enamorado- lo dejó bien en claro cuando, soberanamente, habló de darle muerte a Calamaro, por musicalmente frondizista. Yo, tonto más que atónito, no terminaba de entender. Lo que todos nosotros, la compañera y yo, estamos tratando de explicarte, compañero, es que estas diferencias musicales no se resuelven más que de una manera: con la punta de la pistola, la verdadera política. .

Estupefacto más que tonto, miré a todos los integrantes de la organización -ella y él- y atisbé un no puede ser. ¿Qué no puede ser?, me repregunto nuestro líder, acelerado e intempestuoso. Que me estén diciendo que tengo que matar a mi madre porque escucha Bruni y Haydn. Compañero, primero que nada, decir madre es contrarrevolucionario, nosotros, los revolucionarios, decimos vieja. Segundo, sí que puede ser porque no se trata de una madre o de la otra, nosotros estamos por encima de esas miserabilidades familieras: la familia es fascismo, el hogar, el contrarevolucionariamente llamado hogar, es reaccionario. ¿O usted, compañero, me va a decir que, como revolucionario, va del trabajo a casa y no de casa al trabajo? Porque, no sé si me sigue pero, no sé si se da cuenta pero, no es lo mismo. Yo, cada vez que él me preguntaba retóricamente si lo seguía, si lo entendia, si me daba cuenta, me insuflaba por dentro de la paradoja de que alguien que hablaba mal y pensaba peor me preguntara si iba a su mismo ritmo, si no me perdía, si no dejaba de observar detalles. Evidentemente era de esos que piensan –es una forma de decir- que si su interlocutor no repite sí cada cinco segundos, o no menea la cabeza al ritmo de sus palabras, no sigue, no entiende, no se da cuenta. No es lo mismo -me repitió-, porque una cosa es ir de casa al trabajo y otra muy distinta es ir del trabajo a casa: nosotros, los revolucionarios, hacemos lo primero, no lo segundo. Yo, estupefacto por su intimidación y la del resto de la organización -la compañera de la que me habia enamorado- de que de muerte a mi madre porque estaba escuchando a la esposa de Sarkozy y a un premoderno, comencé a distraerme como esos compañeros que no pueden estar concentrados dos horas y se pierden a poco de haber comenzado la reunión -más si hubo opiniones antagónicas a las propias- y pensé en silencio, sin exteriorizarlo, que era contradictorio decir que nosotros, los revolucionarios, hacíamos lo primero pero no lo segundo, teniendo en cuenta que, haciendo lo primero, se podía hacer lo segundo. Entonces –prosiguió-, porque no es lo mismo, porque la familia es fascista, es que usted, compañero, si quiere seguir formando parte de esta organización revolucionaria, tiene que hacer lo que, con la compañera –y señaló con la vista a la mujer de la que me habia enamorado en mi habitación-, le dijimos que tiene que hacer, lo que venimos haciendo. Además, no sé si usted me sigue pero, no sé tampoco si usted leyó Freud y Deleuze pero, en el caso de haberlo hecho, sabrá que el edipismo, un hijo que se niega a matar a su madre aunque esta escuche música contrarrevolucionaria, es reaccionario, es decir, es contrarrevolucionario. No sabía –me atreví a decir- que usted, compañero, era antifreudiano y prodeleziano. No sabe, compañero, es verdad, porque yo no soy ni una cosa ni la otra, yo todo lo que soy es revolucionario, pero, además, también soy el líder de esta organización y, como jefe, lo conmino a que cumpla con el deber que el resto de la organización –la Bruni de la que me habia enamorado en mi dormitorio- le asigno.

Cercado, entre las órdenes de nuestro lider y la mirada hermosa pero gélida de la compañera de la que me había enamorado en mi cuarto, saqué la veintidós que portaba en la cintura y, por un instante, me pregunté por qué le pegaba un tiro a los dos extraños que, en ronda, estaban sentados en mi habitación en lugar de, como me ordenaban, salir del dormitorio, bajar las escaleras y escuchar a mi madre decirme: Che, ya saqué los discos de Bruni y de Haydn del equipo y del mueble, así tus amigos no se enojan, y, antes de que me olvide, te mandó recuerdos Solidaridad, que espera verte en tu viaje del próximo año a Cuba. Fue lo último que dijo. Un balazo en el centro de su frente postergó indefinidamente su cercano viaje a la isla castrista, aunque permitió que finalizara la comunicación telefónica con su leninista amiga cubana. Mientras limpiaba la sangre que había manchado El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, pensé que ahora no podría irme ni a Europa ni a Cuba: era ella quien iba a pagarme los viajes. De todas maneras, a la isla, tampoco hubiera podido entrar. Me dijeron todos mis compañeros de organización que no aceptan la entrada de homosexuales.

martes, 11 de noviembre de 2008

Alumnado, barrido y limpieza.


Un escritor no es tanto alguien que tiene algo para decir sino aquel que ha encontrado un proceso que proveerá nuevas ideas que no habría pensando si no se hubiera puesto a escribirlas (Stafford, 1982, en Carlino, 2005:26).

El cuatrimestre pasado –vaya vicio universitario el de contar el tiempo en plazos de cuatro meses-, en el marco de la materia Didáctica Específica y Aplicada. Cátedra: Gamarnik, del Profesorado en Enseñanza Media y Superior de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires –todas las acreditaciones juntas, una guía telefónica de ellas-, enmarcado en un ensayo autobiográfico sobre cualquier experiencia educativa significativa que hizo las veces de primera evaluación de la anual materia, intenté escribir sobre lo que intuía una paradoja personal –política, es decir, didáctica, o sea, didáctico-política- de sentirme profundamente atraído por el tipo de clases que las pedagogías desde críticas hasta revolucionarias –palabra cara a todo sub-30: ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica, decía Allende- analizaban o bien como reproductoras del injusto orden socio-económico o bien, directamente, como bancarias: es decir, un tipo de clases en donde el que se paraba o sentaba al frente –siempre al frente, nunca al costado, de suerte que todos miren a esa persona pero que ella no mire a nadie en particular, es decir, que pueda estar mirando a cualquiera- es el banco –de arena, de descanso, pero sobre todo- de erudición que, como un acreedor no usurero, un acreedor que más que esperar la devolución con interés tiene tiempo para observar la formación de los amorfos que va formando, derrama su sapiencia sobre las rapadas o desmelenadas cabezas situadas por encima de los impolutos o sucios delantales de los desalumbrados alumnos. Porque son alumnos, no estudiantes: es decir, seres sin luz, tabulas rasas, tablas rasas, y no hombres y mujeres con historias personales, familiares, sentimentales. Intenté escribir sobre esa paradoja político-pedagógica pero, vaya a saber uno porqué motivo, quizá porque uno escribe sobre lo que puede no sobre lo que quiere, tal vez porque uno escribe sobre lo que uno mismo se deja escribir, no pude hacerlo. No sabemos lo que puede un cuerpo, decía ese filósofo que luego tanto influenció a ese otro pensador que hablaba por igual de los gases empresariales como de las fugas bachianas. Es curioso que, en los recreos del Colegio Nacional Buenos Aires de los setentas, se reproducía Bach por los alto o bajo parlantes de los claustros. Porque no pude escribir sobre lo que quería voy a testear si, en este trabajo, puedo escribir sobre lo que deseo.

A mí, en mis cinco años y medio de cursada de carrera, me gustaban aquellas clases, esas clases en donde el docente –por lo general de teóricos, es decir, desde mil setecientos hasta cuatrocientos estudiantes (no alumnos) en un aula (no) preparada para no más de la mitad de los segundos, un aula que antes había sido fábrica, la famosa unión obrero-estudiantil- hablaba por el lapso de dos horas y no dejaba de hablar incluso cuando ya era la hora, y casi todos los estudiantes (no alumnos) tomando nota, apuntes, cuenta de lo tarde que es y que uno no viene a la facultad sólo a estudiar, también viene a ver compañeras y compañeros, a respetar menos que obedecer el profesional mandato paterno-filial de que los hijos de profesionales primero deben estudiar y después trabajar, viene a engustarse y enamorarse y amistarse y enemistarse con novias y novios y compañeros y compañeras, viene a coger, a tratar de acostarse con esa compañera que no dejo de mirar en las dos horas en las que el docente estuvo hablando y prácticamente no cedió la palabra y no preguntó si había críticas más que dudas, porque, ¿por qué (por lo general cuando el docente medio -de promedio, no de mediopelo, Jauretche no es el daimon que vela sobre nuestros hombros- perdió el hilo de la clase y necesita poco menos que un minuto para leer sus apuntes y así retomar el ariadnítico hilo de la misma) lo que siempre se les ocurre preguntar –lo que uno, en caso de alguna vez habitar esos claustros adolescentes de capital económico pero rebalsantes de capital simbólico y social, intentará no re-producir- es si hay dudas o preguntas, como si todo lo que cuatrocientos o mil setecientos estudiantes (no alumnos) pudieran tener que decir ante una clase sean dudas o preguntas? ¿Los estudiantes –los alumnos seguro que no- no tienen otra cosa para espetar más que dudas, consultas o -como se dice en España al cabo de las juntas de vecinos en las comunidades autoorganizadas- ruegos y preguntas? ¿No pueden, por caso, proferir críticas, quizá, diferencias, tal vez, disidencias, capaz? A mí me gustaban mucho esas clases. Todavía conservo los cuadernos que gasté en estos cinco años y medio, cuadernos con mala letra pero con buena fe. La fe es fundamental para una disciplina laica como la educación moderna.
El mes pasado, en el marco desmarcado –como un jugador que pierde la marca, un perseguido que se libra de su perseguidor, un estudiante que se aparta de las miradas estúpidamente disciplinarias de los preceptores o prefectos- de la residencia (no médica, para fortuna de los pacientes o impacientes pacientes) de la misma materia, residencia efectuada en el ISER en el marco de la materia Publicidad, discutimos –como se discute entre recién conocidos: más una conversación que una dis-puta- con el docente a cargo de la clase –el que muy amablemente nos abriera las puertas de la misma- sobre las conveniencias o impertinencias de darles teoría a jóvenes estudiantes de un terciario: por lo general, pocos años menores que uno, o contemporáneos –de la misma quinta o generación-, o levemente mayores. Los aquí escribientes, a modo de nada religiosa confesión, ya portan un cuarto de siglo. Lo cual, afortunada y peronistamente, todavía los incluye dentro de la categoría de los jóvenes sub-30. La discutida conversación, precisamente, era sobre categorías. Sobre la adecuación de impartirles –es decir, de partir el contenido a dar y luego, al momento de ser dado, volverlo a armar, como una mamushka de la que uno va juntando las partes una vez que le mostró a su hijo o hija cómo muchas cosas pueden caber dentro de una sola, como la pedagogía- autores –verbigracia: personas academicistamente vueltas autores- como Barthes.
Luego de haber dado cuatro de las seis clases previstas -y que las que hayan estado a cargo de uno fueran conservadas en la memoria (prontas a olvidarse, por absoluta necesidad) como un absoluto fracaso, un engendro didáctico-pedagógico, una tortura sobre estudiantes que aún si fueran alumnos no tendrían porqué soportar eso-, recordamos los esfuerzos del demente y asesino sociólogo francés –el que escribió sobre sobredeterminaciones, desplazamientos y condensaciones- por levantar cortinas de hierro o muros de adoquines o alambradas electrificadas entre el psicoanálisis y el marxismo de modo que no se confundieran, de forma que cada una tenga su objeto y su método y su campo, de suerte que si después –posmoderna o humanistamente- nos la damos de multi-trans-inter-disciplinarios lo hagamos desde lugares bien demarcados y meados, y, cuando recordamos eso, nos dimos cuenta –como una divina revelación- que bajo ningún punto de vista eso había sido exclusividad de sociólogos que intentaron –sin lograrlo, habiendo sido eso sólo propiedad de un filósofo alemán y de otro griego, el que escribía sobre la dialéctica entre lo instituido y los instituyente, al igual que lo otro tan didáctico-pedagógicamente recuperado- mixturar Freud y Marx, con el convencimiento de que el lenguaje se dividía y divide en signos, significados y significantes como si la palabra –por sí solita- no tuviera sentido, que también habían habido educólogos, comunicólogos y los restantes logos precedidos de las respectivas especificidades muy preocupados -como después de una separación- por dejar bien en claro qué es de cada uno, a quién le corresponde cada cosa.
Y, claro, esos sociólogos y educólogos y comunicólogos estaban ocupados en sus disciplinarios menesteres tanto como otros filósofos los desconsideraban para poder dedicarse a lo que les interesaba: escribir cuarenta páginas de correspondencia por día, es decir, reconocer la importancia de la palabra, independientemente de que esas cartas fueran de amor –esas cartas que o se contestan o se devuelven- o políticas, esas cartas que, aparentemente, a partir de determinado momento, dejaron de escribirse, y que, ahora, según un sociólogo recientemente fallecido, han vuelto a ser escritas. Si no es -como decía uno de los tres filósofos argelinos- que toda carta es de amor, que sólo se escribe para querer más. Por amor al mundo, diría Hanna Arendt, esa mujer que la señora Carrió pronuncia Anna Harendt. ¿Qué habrá leído y escrito Carrió en su infancia y adolescencia para pifiarle tan feo en la tan básica pronunciación de una mujer-autora tan conocida? O, mejor dicho, ¿qué no habrá leído? ¿Arendt, tal vez? ¿Harendt, quizá? ¿Qué sentido, para esa mujer –que no es esa mujer-, tendrán las palabras?

Sólo se puede hablar de alumnos –y, por ende también, de alumnado, esa palabra tan decimonónica- si se cree –consciente o inconscientemente, eso será mettier de los psicoanalistas, de la configuración psi- que sobre ellos hay que ejercer una tarea de barrido –de sus creencias anteriores, de sus historias personales, de los conocimientos que sus familias (en el caso de no ser clasemedieramente WAP, haber ido al macrista festival porteño de jazz o estar por ir al Coliseo a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlín) les han impartido-, luego de limpieza –para dejar limpio y claro el campo sobre el que luego se recolectará lo cosechado, una vez que los lifosatos mata humus familiares y barriales hayan sido combatidos por ecologistas prevenciones-, para, finalmente, proceder a la inscripción, la escritura, el tallado.
El a-lumno, además de des-alumbrado, medievalmente oscuro, cavernicolamente –cavernosamente- falto de luz, es un sujeto no sujeto, un ser que sería pensando por los racionales sistemas educativos modernos como sujeto de sus elecciones, consciente de sus derechos y obligaciones, pero que ya en la forma en que es nombrado -y la palabra ya revela tanto la prontitud con la que la denominación se arroja sobre nuestros rostros como que el mundo es la forma en que lo nombramos y que uno actúa (o no) sobre él de acuerdo con la forma en que lo piensa (y pensamos en palabras: es decir, de acuerdo con la forma en que lo nombra)- nos muestra todo lo contrario: que es imposible, antagónicamente contradictorio –esas contradicciones cuyos términos se oponen y no se potencian-, hablar de alumno pensando en un sujeto, o pensar un sujeto como alumno: o se es alumno y no se es sujeto, o se es sujeto y no se es alumno. El sujeto alumno –o el alumno sujeto- es un oxímoron, una contradicción de términos, un enunciado imposible. Y la didáctica, al menos de la forma en que algunos la entendemos, sería una materialista refutación de la idealidad del imposible: sería, entre otras muchas cosas, la posibilidad –la potencia, si se quiere recaer en lugares revisitados por la jergosa jerga académica- de enseñar cualquier cosa a cualquier persona. Pero, eso sí, consideramos que para que cualquier cosa pudiera ser enseñada a cualquier persona esta debe ser pensada –hablada, escrita- como estudiante –o, llegado el género, estudianta- no como alumna. Enseñarle algo a un alumno es como buscar el corazón de la cebolla, definir adentro y afuera del anillo de Moebius, pensar que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Intentar enseñarle algo a un estudiante, con un estudiante, además del alma matter de la didáctica, es una tarea política, un emprendimiento político-ideológico, un proyecto –una proyección hacia el futuro- personal pero también generacional.
Una de las frases más inteligentes que escuché –no leí- en los últimos meses –y eso que cuatro meses es mucho tiempo en la vida de un sub-treinta- fue alguien diciéndome que no era casual que hubiera comenzando el profesorado para comenzar a dar clases -aunque ya hubiera terminado de cursar la carrera-, que no era casual que se proyectara siendo docente en Provincia y participando políticamente en determinado gremio –aunque los posibles caminos a seguir hubieran sido varios y muchos de ellos mucho más academicistas-, que no era casual. Empleo político del tiempo, consciencia de la politicidad del tiempo, asunción y reconocimiento de que somos responsables de lo que hacemos con nuestro tiempo y nuestras vidas y de cómo lo hacemos. Si una persona –docente-, al cabo de un cuatrimestre o año, logra construir estas reflexiones con los estudiantes –no alumnos- con los que comparte espacio áulico, puede darse por más que satisfecha. Es decir, la tarea docente sería restituida en su politicidad esencial, al mismo tiempo que las proyecciones y prácticas en relación con los estudiantes serían satisfactoriamente coherentes y no intimidatoriamente esquizofrénicas. Porque es esquizofrénico hablar sobre motivar el pensar o la construcción de pensamiento crítico de alumnos. Si se los piensa como alumnos, si ya se los piensa como alumnos, ¿qué pensamiento crítico puede construirse, qué invitación al pensar puede efectuarse?
Con lo agradable y hermoso que es recibir invitaciones o convides.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Obediendia debida.


¿Y quién me mandó a mí a engustarme de esta mina, a que, de repente, más allá de lo atractiva que siempre ha sido, me comenzaran a gustar cosas que antes no me gustaban, costados que habían permanecido ocultos, escondidos detrás de su belleza prepotente? ¿Quién me mandó a esperar su llamado sabiendo que nunca jamás va a llamar, que ni siquiera va a hacerlo con la excusa de un motivo estúpido sabiendo los dos que no es más que la burda justificación para entablar contacto, para escucharnos todos los días y no sólo cada semanas o meses? ¿Quién me mandó a esperar su llamado sabiendo que ahora -o antes o después, no importa- debe estar muy ocupada, cogiendo como animala o como colegiala, chupando conchas o dejándosela chupar, obviando, además, que está totalmente fuera de mi alcance, de lo que mi cara y mi verga y mi cuerpo pueden alcanzar, olvidando, adrede, como si tal cosa fuera posible, que ella es tan comprometida y yo tan escéptico, tan desesperanzado, tan poca cosa, simulando no saber, como si lo anterior fuera poco, que jamás me llevaría el apunte, que jamás me daría bola, que no es sólo que sea demasiado linda para mí, para mi fealdad física, sino que es demasiadas cosas para lo tan poca cosa que soy, no sólo escéptico sino también egoísta, no sólo desesperanzado sino también mentiroso, no sólo poca cosa sino también garca, alguien que no se merece a nadie al lado -o adelante o atrás, no importa- por todo lo malo que ha hecho, por todo el mal que ha infringido, y eso que hay que haber sido muy malo o haber hecho mucho mal para no merecer a nadie, hasta los torturadores y desaparecedores tienen amigos y novias o esposas, hasta los torturadores y desaparecedores tienen alguien al lado -o adelante o atrás, no importa-, pero yo no, yo soy, fui y seré demasiada poca cosa para que ella se pudiera, se pueda, se hubiera podido fijar en mí, para que hubiera podido fijar sus fijadores en el cuero cabelludo de mi cuerpo y yo, naif, pensando que sí, que tal cosa era posible, que podía ser, que podría haber sido, haciéndome la cabeza -toda de vuelta- en ese sentido, una dirección que no llevaba a ningún lado, que no se bifurcaba, que no tenía pasadizos secretos, que era sino un callejón sin salida, angosto, delgado, asfixiante, y ya sé que esto puede sonar un poco exagerado, que puede sospecharse que me estoy mandando la parte o que me gusta sufrir, pero no es así, a mí en todo caso lo que me gusta es engustarme, me gusta demasiado engustarme, me engusto con demasiada facilidad y, claro, después alguien tiene que pagar los platos rotos -o sanos, no importa-, alguien tiene que afrontar el gasto de la vajilla rota por la entrada de un elefante en el bazar de los engustamientos, en las recaídas engustamentales, en la facilidad del protoenamoramiento y la reconquista -cual una nueva conquista de la vanguardia no armada de la no invisible clase obrera- de una musa inspiradora, de un motivo desde y por el que escribir y sufrir, en el que quedarse pensando todo un fin de semana, esperando un llamado que, como las llamadas desencontradas, como las cartas cifradas durante las dictaduras, no llegan a destino, se pierden en los recovecos de las ocupaciones o los desintereses, no llegan ni a la esquina, como los rezos o los deseos ausentes de trenes pasando al momento de ser pedidos.

Por eso es que te pido que me escuches un poco, que me dejes desahogarme en tu fuente, que me permitas mojar mis penas en el agua de tu suciedad, porque parece que ya no está bien ahogarlas en el fondo de un vaso de cerveza, además, no sé si te habrás dado cuenta, pero yo te lo cuento igual, yo fui alcohólico, fui alcohólico por más de un año, era joven y borracho, me fue mal, me dijeron que no y me entregué a la bebida, y ella me recibió con los brazos abiertos, en mi familia, como en las buenas familias de buenas costumbres, dijeron que yo tenía problemas con la bebida, pero, como se dice en las tres fondas de mala muerte de Viamonte donde soy siempre el cliente del mes, la bebida y yo no teníamos ningún problema, nos llevábamos de puta madre, como Rosario y Los Beatles, como Liverpool y Chicago, vos me entendés lo que quiero decir, no hace falta que ahonde en mayores explicaciones, para ahondar ya están los fondos de los vasos donde solía hacerle submarinos a mis penas, pero ya no más, eso quedó atrás, eso forma parte de mi pasado, y, sino, fijate como enfrento este nuevo infortunio engustoso, talante y palante, no tomé ni una sola gota de alcohol desde que esperé y esperé un llamado que jamás llegó, desde que esperé pero jamás desesperé una llamada de ella, de su voz, de su carrasposidad, de sus dos atados diarios de cigarrillos hablándome al teléfono, de su no tengo pensado dejar el tabaco aunque el Estado me amenace con la cárcel o el exilio, aunque me aprese y maniate y torture y viole y mate, con lo linda que es, quien se privaría, en caso de ser torturador y desaparecedor, en esa situación de absoluta omnipotencia y total impunidad, de violarla, de tocarla de arriba a abajo, de meterle los dedos hasta donde no tiene orificios, de cogerla hasta odiar el sexo, hasta no querer coger más en tu puta vida, quién se privaría, con lo linda que es.

Por eso es que va a ser tan buena madre, la mejor madre del país, va a tener cinco hijos y un esposo y un perro y un jardín delantero y una biblioteca repleta de libros de literatos cuarentones pero hermosos y no se le va a morir ni un solo hijo, todos van a nacer y crecer sanitos y salvos, después van a ir a colegios privados, no públicos, y nada les va a faltar, nada les va a hacer falta, sus abuelos se van a encargar de que nada les falte, y ella va a ser muy buena madre, sin por eso dejar de ser mejor amante, un puta en la cama, una leona que copula con la marmota de la jaula de enfrente pero jamás con el elefante que acaba de cargarse el bazar de un solo engustamiento, va a ser la madre fetiche de los maestros jardineros cuando vaya a buscar a la salita de tres al más grande de sus cinco hijos, va a ser la madre más linda de todas, la madre más linda del mundo, va a coger con muchos, con todos, con casi todos los docentes y maestros y profesores de los veintiún años que sus cinco hijos van a pasarse en el sistema educativo desde jardín hasta la universidad, se va a pasar ciento cinco años cogiendo con investigadores y maestritos y babysiters, desperdiciando su vida, desconociendo que se merece más, que siempre va a merecerse más, que independientemente del encuentro en el que se encuentre, siempre va a merecerse más, siempre va a haberse merecido más de lo que tuvo, siempre merecerá más de lo que va a tener, siempre, siempre.

Y yo te digo esto porque la conozco bien, porque se mucho de ella aunque no hayamos hablado el fin de semana pasado -que puede ser el que pasó o el que viene, no importa-, y te pido disculpas porque no pudimos hacer nada, porque cuando estoy triste, angustiado, apenado, no se me para y no puedo coger, de todas maneras lo tuyo está allá arriba, encima del velador, te dejé lo que habíamos arreglado, gracias por escucharme, aunque supongo, y creo que no equivocarme en mi suposición, que a vos te da lo mismo coger o poner la oreja conmigo, que hasta puede serte menos displacentero coger, o no, no sé, todo lo que sé, no te creas que no lo sé, es que doy asco, doy asco no sólo porque pago por sexo sino también porque te torturo con mis miserias engustamientales, porque te obligo a quedarte desnuda de ese lado de la cama escuchando por una hora como lloro, como me avergüenzo de ser el tipo que soy, como me gustaría ser otro, ser invisible y ver sin ser visto, mirarla sin que se de cuenta que la estoy mirando, mirar a los que la miran y ver si ella los mira o no sin ser visto, pero no soy ni una cosa ni la otra, ni otro tipo ni el hombre invisible, a duras penas si soy un hombre, un hombre que paga por sexo que no puede tener pero que no por eso deja de ser menos asqueroso, menos repugnante, menos paciente de una llamada que jamás va a llegar.

20/10/08, Bs. As.