miércoles, 12 de noviembre de 2008

Ayer mi madre saludó a una cubana.


Porque me gustás más que el olor nuevo de los libros viejos.


Mi madre, en el día de ayer, saludó a una de sus amigas cubanas por motivo de su cumpleaños. Ella, agradecida, le contestó: Aquí estamos, chica, leyendo La revolución traicionada de León. Mi madre, que mientras hablaba con ella tenía entre sus manos El maestro ignorante de Ranciere –comunicación internacional, más economica después de las veintidós, veintitrés en la unitaria capital del país-, le dijo: En dos meses, Solidaridad, estaré por allí, en La Habana vieja y en la nueva. Ella, la cubana trotkista, le respondió: Aquí te esperaremos, chica, tomando mojito y comiendo frijoles, te esperaremos leyendo Qué hacer del compañero Vladimir. Mi madre, naif, tenía pensado llevarles –además de jabones- sus libros de Freire. No queremos más fraile, chica -le aclaró su amiga leninista-, todo lo que queremos es un poco de burbujas.

Cuando yo era joven, todavía un subveinte, recién eyectado de los subquince, fui cuadro armado de una organización militar con la que practicábamos tiro intentando darle a los bolivianos y peruanos y paraguayos que salían de los talleres clandestinos de las marcas que se venden en Avenida Santa Fe y que la porteña clase media consume. Nunca tuve buena puntería. Tanto que, una tarde, fallé tanto el ángulo de tiro que, en lugar de bajar un bolita o paragua o peruca, le di al dueño del taller clandestino, un wap de camisa y zapatos náuticos que estaba por subirse a su auto modelo dos mil siete para ir a buscar una canasta a su country de Pilar para, con todo listo, partir con toda su familia –mujer y cuatro hijos, nunca usaron pro-filácticos, las cuatro veces que tuvieron relaciones sexuales nació un hijo, la amante este fin de semana se quedaría en su departamento de dos ambientes de Gallo y Las Heras- hacia su quinta del Tigre.

Cuando militaba –militarmente- en esa organización politicomilitar me enamoré de una compañera marxista. Ella no era tan linda como Solidaridad –de un negro resplandeciente y un cuerpo que explicaba porqué eran siempre los morochos los que ganaban las competencias atléticas cuando todavía se hacían las olimpiadas, antes del ultimo atentado-, pero era hermosa. Cuando la quise cortejar, habiendo cotejado ya que era la compañera más modernamente encuadrable dentro de los racionales y burgueses cánones de belleza, le dije que su hermosura me hacia acordar a la pelada de Mao. Al escucharme, la compañera -no sin antes decirme compañero- me llamó la atención sobre mi machismo que presuponía que era yo el que debía avanzar –militarmente- sobre ella y no, en todo caso, ella la que, en el caso de yo interesarle, invitarme a ver la opera prima Los paranoicos, a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlin en el Coliseo, a ir a tocar las obras de artes experimentales que se exponían en no recuerdo bien qué renombrada galería. Atónito, más tonto de lo habitual, esbocé decirle: Compañera, usted tiene razón, no volverá a suceder. Todo lo que quería comunicarle, compañera, es que estoy enamorado de sus ojos y de su pensamiento leninista. Compañero -me interrumpió antes de que pudiera finalizar mi línea de levante-, dejé de plagiar objetos simbólicos de la cultura masiva, ¿qué tal si menos tele y mucho más lee?

Yo me enamoré de ella en una asamblea de nuestra organización que tuvo lugar en mi dormitorio de la casa de mi madre. Yo, recién entrado a la misma –a la organización, no a la casa de mi madre-, con una veintidós en la cintura, me repartía entre abrirles la puerta a los que iban llegado y atender –la casa de mi madre tiene dos pisos- a los compañeros y compañeras que se encontraban en mi habitación. Compañero –me corrigió el líder vertical de nuestra organización, un pelado de no más de treinta años que hablaba mal y pensaba peor-, decir cuarto, dormitorio o habitación es contrarrevolucionario, se dice pieza, como dicen los sujetos populares –decir negros también es contrarrevolucionario- a los que está destinada nuestra acción y de los que contamos con su absoluto apoyo. Bien, respondí, sartreanamente breve.

En esa asamblea, en donde todos estábamos agolpados en la pieza mía y de mi hermana –compañero, volvió a corregirme nuestro líder, ponerse por delante de otra persona es contrarrevolucionario, uno siempre debe ir atrás o al lado, como nosotros con los sujetos populares-, me enamoré de ella porque, en un momento, tomo la palabra para decir que los pósters de Calamaro que yo tenía pegados en mi parte de la pieza -dibujados por mi mismo: en realidad, nobleza obliga, calcados (compañero, me llamó la atención por tercera vez nuestro líder, hablar de nobleza es contrarrevolucionario, nosotros somos plebe, usted debería leer Nietzsche)- era contrarrevolucionario porque Calamaro representaba el ideal musical del desarrollismo frondizista, formaba parte de la reacción, motivo por el cual, soberanamente, habia que darle muerte, pero, por el momento, podíamos comenzar con ordenar que ninguno de los integrantes de la organización pudiera colgar pósters con su figura en su pieza o casa, así como también, por supuesto, quedaba prohibido que cualquiera vistiera una remera con su rostro y cabellera. La moción, al final de la asamblea, fue votada por unanimidad, incluso por mi mismo, que idolatraba a Calamaro, pero me daba corte mantener mi mano baja mientras la de mis compañeros de organización estaban alzadas, o, incluso, abstenerme.

Me enamoré de su oratoria, de su humanista confianza en si misma, de su neobarroca combinación de colores, de sus resplandecientes carteras de cuero colorado que connotaban buen gusto –compañero, me corrigió por cuarta vez nuestro líder, decir colorado y no rojo es contrarrevolucionario, hablar de buen gusto es contrarrevolucionario, usted debería leer Bourdieu, quien, sin prescindencia de lo anterior, también es contrarrevolucionario: usted entenderá que escribir que cultura popular es un oxímoron es algo que nosotros, los revolucionarios, no podemos tolerar-, de su forma de mirar los labios al momento de hablar. Va de suyo que son obvios los motivos por los que me encandilé por su candelabro. Cuando terminó de hablar, agaché la cabeza sin bajarla físicamente, miré los dibujos calcados de Calamaro prontos a ser quitados y rogué por que en ese momento no entrara mi madre a la pieza de mi hermana y mía ofreciendo café a los presentes porque, intuí, el café también era contrarrevolucionario, lo que debíamos tomar y cebar era mate, no café.

En esa asamblea semanal, como las que se realizaban todos los jueves o viernes de todas las semanas, lo que dividió posiciones tampoco fue el campo, menos la composición poética de los cánticos que las hinchadas –no hinchas- coreaban los fines de semana en los estadios de balompié, mucho menos el eructo con el que se formalizó el edicto que prohibía a los integrantes de la organización colgar o vestir nada relacionado con la contrarrevolucionaria imago de Calamaro, sino, por primera vez en la historia de las organizaciones políticomilitares latinoamericanas, ya no sólo los consumos simbólicos de sus integrantes sino también de sus familiares.

Sucedió que, mientras mi madre saludaba telefónicamente a su amiga cubana por el día de su cumpleaños, y esta le decía que aquí estamos, chica, leyendo Das Kapital de Carlitos, como le decía el Che, mi madre, además de abrigar un libro de Freire en su regazo, tenia puesto, en la primera compactera del menemista equipo de música, Quelqu’un m’dit, el disco que escuchaba mientras chamullaba telefónicamente, y, en la segunda, Oxford. Es sabido que ni Bruni, por su situación conyugal, ni Haydn, por su premodernidad, sin hits entre los consumos musicales de las orgas politicomilitares. Es revolucionario -dijo en un momento de la asamblea el líder de la organización que habia pedido la palabra recién por cuarta vez- escuchar Rodríguez, que es cubano y comunista, o Los Redondos, que fue la banda nacional –y popular- que resistió las políticas neoliberales que asolaron a los sujetos populares de nuestro país y que no los tuvo más que de victimas, hasta se puede escuchar Serrano o Sabina, porque uno le hace canciones a las madres y otro se cartea con Marcos, pero no podemos escuchar Bruni o Haydn, eso es ser cómplice de Sarkozy o de los filósofos políticos contemporáneos que, en su afán de criticar algunos pocos discutibles conceptos forjados por la modernidad, terminan siendo medievales. Yo, una vez más, escuché sin decir palabra y rogué porque me tragara la tierra, porque mi casa se derrumbara por un pro-yectil ingles, porque la madre naturaleza hiciera de mi el humus que combatiera el agrario lifosato para que en ella pudieran crecer fuerte y fértiles nuevas generaciones de plantas y plantos. Como una madre que da a luz al primero de sus hijos, pensé.

En ese momento de la asamblea, que se encontraba claramente a mi disfavor, jamás hubiera podido confesar que, basado en la tapa de Quelqu’un m’a dit, cuando escuchaba atentamente lo que ella decía, tras lo cual me enamoré perdida y encontradamente, habia pensado en proponerle que se acostara en el suelo, con su pelo lacio, su remera de entrecasa y una guitarra criolla, para hacerle una fotos, para pedirle que se acostara mirándome a mi, al lugar en donde yo estaba agachado con la cámara de fotos, y que pusiera la guitarra con su cola boca abajo delante de ella, y que pasara su mano izquierda por debajo del traste boca abajo de la guitarra, y que sólo dejara su ojo izquierdo por encima del traste de la guitarra, y que se quedara así, por sólo cinco segundos, así la podía fotografiar. Jamás hubiera podido contar eso. Eso, más que un cuento, era una confesión, un bochorno, algo que nada tiene que hacer en una asamblea. Entonces, conforme a los pactos locales y convenciones convencionales, no dije nada, volví a agachar la cabeza sin apoyarla en el piso y, cuando me fue cedida la palabra –después de levantar la mano y haber sido anotado en el acta de reunión en donde también moraba la lista de oradores y oradoras y oradoros- dije que me parecía bien, que, ya nomás, si todos y todas estaban de acuerdo –el anarquista asambleismo y el posmoderno género era muy importante-, bajaba a planta baja de la casa de mi madre para decirle que retirara esos dos compactos del noventista equipo y que la próxima vez no dejara sus cajas en uno de los muebles del livingcomedor a la vista de todos y, mucho menos, a la de los ojos de mis compañeros de organización.

Un silencio hospital asoló la ronda que habíamos formado entre la cama de mi hermana y la mía, entre la biblioteca y el televisor. Todos comenzaron a mirarse entre si, siendo yo el único que no era mirado y que, por ese motivo, no tenia más opción que mirar a todos, ir pasando, como en ronda, por las caras de todos los integrantes de la orga, intentando adivinar sus rostros. Yo, evidentemente, había dicho algo que no debía decir, habia dicho algo fuera de lugar, aunque la pieza fuera mía y la casa de mi madre. Nuestro líder, por quinta vez en las cuatro horas de asamblea, tomó la palabra y, después de un corto pero significativo suspiro que preanunció que lo que estaba a punto de decir era muy importante, me dijo: Compañero, no es así como todos nosotros solucionamos este tipo de inconvenientes. La compañera –señalando a la compañera de la que compañerilmente me habia enamorado- lo dejó bien en claro cuando, soberanamente, habló de darle muerte a Calamaro, por musicalmente frondizista. Yo, tonto más que atónito, no terminaba de entender. Lo que todos nosotros, la compañera y yo, estamos tratando de explicarte, compañero, es que estas diferencias musicales no se resuelven más que de una manera: con la punta de la pistola, la verdadera política. .

Estupefacto más que tonto, miré a todos los integrantes de la organización -ella y él- y atisbé un no puede ser. ¿Qué no puede ser?, me repregunto nuestro líder, acelerado e intempestuoso. Que me estén diciendo que tengo que matar a mi madre porque escucha Bruni y Haydn. Compañero, primero que nada, decir madre es contrarrevolucionario, nosotros, los revolucionarios, decimos vieja. Segundo, sí que puede ser porque no se trata de una madre o de la otra, nosotros estamos por encima de esas miserabilidades familieras: la familia es fascismo, el hogar, el contrarevolucionariamente llamado hogar, es reaccionario. ¿O usted, compañero, me va a decir que, como revolucionario, va del trabajo a casa y no de casa al trabajo? Porque, no sé si me sigue pero, no sé si se da cuenta pero, no es lo mismo. Yo, cada vez que él me preguntaba retóricamente si lo seguía, si lo entendia, si me daba cuenta, me insuflaba por dentro de la paradoja de que alguien que hablaba mal y pensaba peor me preguntara si iba a su mismo ritmo, si no me perdía, si no dejaba de observar detalles. Evidentemente era de esos que piensan –es una forma de decir- que si su interlocutor no repite sí cada cinco segundos, o no menea la cabeza al ritmo de sus palabras, no sigue, no entiende, no se da cuenta. No es lo mismo -me repitió-, porque una cosa es ir de casa al trabajo y otra muy distinta es ir del trabajo a casa: nosotros, los revolucionarios, hacemos lo primero, no lo segundo. Yo, estupefacto por su intimidación y la del resto de la organización -la compañera de la que me habia enamorado- de que de muerte a mi madre porque estaba escuchando a la esposa de Sarkozy y a un premoderno, comencé a distraerme como esos compañeros que no pueden estar concentrados dos horas y se pierden a poco de haber comenzado la reunión -más si hubo opiniones antagónicas a las propias- y pensé en silencio, sin exteriorizarlo, que era contradictorio decir que nosotros, los revolucionarios, hacíamos lo primero pero no lo segundo, teniendo en cuenta que, haciendo lo primero, se podía hacer lo segundo. Entonces –prosiguió-, porque no es lo mismo, porque la familia es fascista, es que usted, compañero, si quiere seguir formando parte de esta organización revolucionaria, tiene que hacer lo que, con la compañera –y señaló con la vista a la mujer de la que me habia enamorado en mi habitación-, le dijimos que tiene que hacer, lo que venimos haciendo. Además, no sé si usted me sigue pero, no sé tampoco si usted leyó Freud y Deleuze pero, en el caso de haberlo hecho, sabrá que el edipismo, un hijo que se niega a matar a su madre aunque esta escuche música contrarrevolucionaria, es reaccionario, es decir, es contrarrevolucionario. No sabía –me atreví a decir- que usted, compañero, era antifreudiano y prodeleziano. No sabe, compañero, es verdad, porque yo no soy ni una cosa ni la otra, yo todo lo que soy es revolucionario, pero, además, también soy el líder de esta organización y, como jefe, lo conmino a que cumpla con el deber que el resto de la organización –la Bruni de la que me habia enamorado en mi dormitorio- le asigno.

Cercado, entre las órdenes de nuestro lider y la mirada hermosa pero gélida de la compañera de la que me había enamorado en mi cuarto, saqué la veintidós que portaba en la cintura y, por un instante, me pregunté por qué le pegaba un tiro a los dos extraños que, en ronda, estaban sentados en mi habitación en lugar de, como me ordenaban, salir del dormitorio, bajar las escaleras y escuchar a mi madre decirme: Che, ya saqué los discos de Bruni y de Haydn del equipo y del mueble, así tus amigos no se enojan, y, antes de que me olvide, te mandó recuerdos Solidaridad, que espera verte en tu viaje del próximo año a Cuba. Fue lo último que dijo. Un balazo en el centro de su frente postergó indefinidamente su cercano viaje a la isla castrista, aunque permitió que finalizara la comunicación telefónica con su leninista amiga cubana. Mientras limpiaba la sangre que había manchado El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, pensé que ahora no podría irme ni a Europa ni a Cuba: era ella quien iba a pagarme los viajes. De todas maneras, a la isla, tampoco hubiera podido entrar. Me dijeron todos mis compañeros de organización que no aceptan la entrada de homosexuales.

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