jueves, 31 de julio de 2008

El mito del mino-Paulo. El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Cáp. XII.


No era que ella fuera buena. No. Era que las demás habían sido muy malas. Sí. Así pasaron los siguientes cuatro meses –tamaño vicio universitario, contar las vidas por cuatrimestres-, menos entre mates, bizcochitos y bailes, que entre visitas, charlas y desprejuiciaciones. Él se levantaría a las diez de la mañana -como desde hacía seis meses-, una hora después de que su madre partiera al prestigioso instituto de investigación donde desarrollaba su viento en popa carrera académica. Quince minutos después, mientras miraba cada vez menos por la ventana, ya que lo que no buscaba ya había encontrado en uno de sus avistajes pasados, la empleada doméstica del hogar –la que era llamada mucama o sirvienta por el ala reaccionariaconservador de la parentela- le ponía sobre la mesa del livingcomedor su desayuno: café con leche –poca leche, mucho café, el que lo mantenía vivo todo el día-, clásicas galletitas –que él deglutía en cantidad, comiéndose un paquete por desayuno, ya que las iba mojando de a dos, de modo que un paquete de veinte galletitas terminaban siendo diez mojadas por pares-, y quesocrema que ocasionalmente untaba sobre la superficie de aquellas. Las untaba con una dedicación menor a la pleitesía que, desde hacía cuatro meses, un cuatrimestre, dos parciales y un trabajo práctico grupal, un promoción y un final oral obligatorio, le rendía a ella, su compañera de colegio de inmejorable culo, la audicionista de cumbiasrocanroles y roconarolescumbieros, la mujer de pelo lacio y morocho.
No pocas veces, mientras los días se iban –sanamente- consumiendo y se hacían semanas que –perecederamente- se vencían para –camaleonicamente- convertirse en meses, pensó en Nietzsche y en Cortázar cuando empezó a pensar sobre sus hábitos alimenticios. Lo de pensar no era indiferente. Tenía la sensación que desde hacía casi dos años no lo practicaba. Una cosa era saber con qué pierna levantarse, qué cepillo de dientes usar, o saber cómo comportarse cuando su mucama –que también tenía un buen culo, característico de un sociedad ortocéntrica- lo iba a despertar a su habitación y se quedaba esperando que se levantase, y otra cosa era pensar, reflexionar, realizar eso que los siempre tan solemnes filósofos llaman la tarea del pensamiento. Que siempre es diferente de lo pensado, claro. Y a él le parecía que los recuerdos del bigotudo filósofo alemán y del gangoso escritor belga, que lo comenzaban a visitar por las mañanas, implicaban algo más de lo que significaban, escondían algo por detrás de la obviedad de que significan la memoria de dos personas que, cada uno en su materia, habían pensado. Y habían pensado sobre cómo alimentarse, cuántas horas al día caminar, cómo hacer que un viaje que duraba un día terminara durando una vida. Como el amor. O el enamoramiento. Así, se acordaba de las recomendaciones nietzschianas sobre las conveniencias de que cada uno creara su propia dieta, o las descripciones cortazarianas sobre la alimentación que degustaban con su última compañera de viaje cuando hicieron en más de treinta y tres días y noches un trip que podía realizarse en horas. Como un ácido, pensó fanfarrón, recordando con distancia y control sus tiempos tóxicos.
El recuerdo del enfermo y el afrancesado, pensaba, implicaban otra cosa, algo que -como todo lo anterior- no podía terminar de captar, de decir, de clausurar. No es casual que esta memoria me visite ahora y no antes, en mis épocas de patología o de irrecuperable recuperación. No es casual, tampoco, que este recuerdo haya sucedido después de vernos, salir, charlar y conectar con Laura, quien, por una noche y un domingo a la tarde –como un tango de Piazzola, o un movimiento de Verni-, se pudo librar de las garras de Paulo, su celoso novio. No es casual, por último, que me haya acordado del virgo y del autoexiliado justo cuando estaba desayunando: es decir, alimentándome en una de las cuatro comidas que los siempre comedidos dietólogos aconsejan -o, directamente, recetan, obligan, fuerzan- efectuar al día. Nada es casualidad, y a mí que tanto me gustaba la contingencia y el azar, la determinación y los bebes mágicos, y ahora estoy tan positivista, tan desinteresado por mujeres con aromas mortales y balanceos estéticos, pensó, mientras llevaba dos galletitas a la superficie de un café con leche arrugado porque había pasado seis minutos con cuatro de los cinco dedos de la mano derecha a la altura de su único mentón pensando lo anterior.
Yo sé –se decía en silencio, mientras la mucama iba y venía entre la cocina y el livingcomedor, calentando el agua en la pava llena de sarro para hacerle el mate que tomaba quince minutos después de terminar el desayuno- que esto es mucho decir, que el psicoanalista me va a sacar carpiendo -como al libro de Deleuze y Guattari-, y que el psiquiatra –psi, psi, conexión, down control to Major Tom- peor, me va a inflar a pastillar y desflorar a frascos, me va a romper el orto con medicaciones y la voluntad con culpas y remordimientos. Yo sé que es mucho decir pero me parece que me estoy recuperando, que -como una reconciliación con una novia- me estoy reamigando con mi pasado, que -como después de hacer el duelo luego de un abandono- estoy olvidando eso que no podía olvidar, y dolía e insistía y pinchaba como pocas cosas.
Pensó eso, mojó las últimas dos galletitas en un café con leche más frío que tomable, y bebió de un trago el último trago de su comida de mañana. Lo esperaba -en quince minutos- un mate, -en tres horas- el almuerzo, -en cinco- la llegada de sus hermanas de las instituciones educativas en las que se barbarizaban, -en cinco horas- la siesta, -en seis- levantarse y tomar el café con leche de la tardes, -en siete- la llegada de su renombrado trabajo de su señora madre, -en ocho- una nueva pava de mate, -en diez- la temprana cena, -en doce- acostarse a dormir. Lo que se dicen un moderno y racional día. Y así todos los días. Pero esto no podía durar demasiado. No al menos así.
Pasaron cuatro meses, y los días no se diferenciaban uno del otro. Eran todos iguales. Como las canciones. O las mujeres, le había dicho el carnicero de la esquina de su casa. En las últimas semanas había comenzado a hacer los mandados –sin la bolsa de mercado de plástico que utilizaba su abuela paterna-, a salir a la calle, a no perderse en ella, a no asustarse por la gente y su fealdad y estupidez, a no sentirse constantemente observado, a no entrar en pánico cuando -al pasar por el frente de la librería de la otra esquina de su casa- veía el libro gordo de Sartre, verde y obeso, en la vidriera. La Biblia y el calefón, solía repetir su madre, sobre la distribución geográfica de los locales comerciales en el barrio más inmediato a su departamento. ¿No era que eras atea vos?, le preguntaba él, cuando solía tener fuerzas para discutir, cuando solía tener fuerzas. Sí, claro –le respondía segura su madre, desconociendo a qué venía la pregunta-, ¿y eso que tiene que ver? El dicho la Biblia y el calefón –sermoneaba él-, ya sólo por el contenido del refrán, en donde la novela de los judeocristianos resulta elípticamente elogiada por contraposición a eso que sólo serviría para dar calor –como si sus textos sagrados no les dieran el calor del conformismo, solía acotar, para paroxismo de las subordinadas-, es un dicho religioso. No necesariamente –contradecía su madre, y lo que venía después de esta respuesta era música de Vivaldi, una ajustada improvisación de jazz, un acto sexual coordinado y sincronizado: es decir, una hecatombe, un diluvio, un derrumbe-.
A él nada de esto le importaba ahora que, después de casi dos años, podía salir por el barrio a hacer los recados, podía recibir la sombra allí donde no da el sol, podía escuchar al carnicero diciendo que las mujeres son todas iguales, por eso hay que tenerlas contenta, darles masa y chorizo, y con eso, torito, las tenés satisfechas. Él, cuando escuchaba eso, tan burgués y civilizado, se sonrojaba, se avergonzaba ante las prácticamente octogenarias vecinas del barrio con las que compartía suelo de la carnicería, vecinas que dos años antes habían salido a mostrar lo relucientes de sus caceloras a la vía pública indignadas por no recuerda qué presidente -pero seguro que indignadas (qué barbaridad, es una vergüenza, una-ver-güen-za)-, y veinte años atrás habían mandado en cana a un homosexual que había levantado a una mendiga de la calle, acusándolo de estupro. Pero, sobre todo, acusándolo de homosexual. Habrase visto, este es un barrio de gente buena, trabajadora, digna. Acá no hay homosesuales ni violadores. Acá nunca hubo homosesuales violadores. Pobre niña, Dios la tenga en la gracia. Yo siempre que pienso en ella me arrodillo a los pies de mi cama y rezo diez padres nuestros. Ojalá que el señor le depare un buen futuro. Pero es que también es negrita y pobre, y esa gente lleva los problemas en la sangre, en los genes, decía el artículo que su madre le dio a leer cuando le contó lo que había escuchado en la carnicería, artículo que había salido en la independiente prensa argentina veinte años atrás. Hacía treinta años, por cierto, estas vecinas no habían salido a la calle ni a los tribunales. En ese momento viajaban mucho o hacían mucho ejercicio. La bicicleta, por entonces, estaba muy de moda, le explicó una vieja a sus jóvenes oídos, lo que fue editorializado por su madre como el clásico comentario reaccionario de la doña Rosa de clase media, igual de desagradable que el machismo de los carniceros que, freudianamente, piensan que las mujeres, feministas o no, poseemos envidia del pene, sólo que, claro, un carnicero no lo dice así, sino que te dice mamita, te voy a dar chorizo hasta que te salgan amapolas por el orto. Su madre, que no solía contaminarse con la cloacal práctica de la paráfrasis, lo sorprendió. Él, en un momento de su locución, pensó en la cocaína: en amapolas y erutos cleptómanos y vaginas blancas como la nieve.
Le dejó el resultado del recado sobre la mesa –un kilo de pan migñon, una cerveza cara y un vino fino, un kilo de milanesas de carne y otro de pollo, y un alfajor costoso pero delicioso-, se sacó la campera, la bufanda y el sueter –en ese orden, para no alterar la formación de su malformado cuerpo-, y se fue a su habitación a esperar la cena, a hacer el duelo del termo de mate que acababa de finalizar y a construir la ansiedad que le generaría la última de las cuatro comidas. Su madre, mientras él subía las escaleras del departamento en dirección a su habitación, mientras ella bajaba unos peldaños en las escalas de su idealización, le comentaba que, a colación del machista comentario del carnicero, ella estaba dirigiendo una investigación sobre género y des-generamientos, una investigación en donde la investigadora más joven que tenía en su equipo –insoportable, tiene veintinco años y piensa que se las sabe todas, que, como suele decirse, va a comerse el mundo, cuando este ni siquiera está interesado en picarla como aperitivo, le dijo, para su total indiferencia- había presentado un proyecto de investigación a una convocatoria en la que no había tenido suerte, porque la política académica no es lo mío, yo estoy muy formada intelectualmente pero cualquier monigote con una carrera de grado, que haya realizado un par de funciones políticas en la universidad, ya suma más puntos que todos los que yo puedo sumar por todos los escritos, ponencias, publicaciones, maestrías y doctorados que realicé en mis más de veinticuatro años en la docencia y la investigación. Él le dijo: mirá vos, ni la miro, dio media vuelta y se fue diciéndole con el cuerpo: si te he visto, no me acuerdo, menos vale autoreferencialista conocida, que ermitaño por conocer.
El ermitaño es una persona que posee poco capital social, pensó, ya en su habitación, la que compartía con su hermana primera la menor. Enfrente estaba la biblioteca atiborrada de libros, la cual cada día lo amedrentaba menos, y a su derecha la puerta del dormitorio, la que se abrió en un despliegue sin solución de continuidad. Mientras lamía las últimas sobras de la ocurrencia que lo había ocurrido a él más que ocurrírsele a él -la que extendía con desconocimiento de su destino el recuerdo del alemán y el belga-, la empleada doméstica abría la puerta de su cuarto para avisarle que tenía visitas, que bajara pronto, que no demorara lo que solía demorarse cuando ella -todas las mañanas- lo despertaba y esperaba en la puerta esperando que se levante.
Como desde hacía seis meses, en la tardenoche de todos los días que cada día se parecían un poco menos a la muerte para asimilarse un poco más a la vida, lo había venido a visitar Laura, con su culo radiante y su grado de dilatación del mismo tan bajo, tan buena muchacha que era, tan buena chica de familia, tan correcta y respetuosa.
Su madre, a juzgar por los consumos simbólicos de la amiga de su hijo, no juzgaba lo mismo, no podía aceptar que aquel, todos los días, después del segundo termo de mate y antes de la cena, recibiera la visita de esa chica que entraba con todas sus potestades a su propia casa. Ella, cumbiera, no contaba con el beneplácito –bene, Plácido, molto bene- de ella, investigadora formada y destinada a la formación. A él esto poco le interesaba: la única vez en el día que bajaba las escaleras del departamento de su madre prácticamente corriendo, cediendo al riesgo de caerse y prolongar por otro semestre los ya dos años de recuperación, era cuando ella tocaba el timbre y esperaba detrás de la puerta, con las manos en los bolsillos de la campera negra, recién llegada del trabajo, ese trabajo del que él se podía abstraer por los cinematográficos viajes por el sur de su padre y los meritocráticos ámbitos en los que se manejaba y regodeaba su madre. Para un hijo no hay nada peor que una madre, había empezado a pensar en el último tiempo, ese tiempo en que había vuelto no sólo recordar sino también a reflexionar, a flexionarse intelectualmente, a pensar.
Le abrieron la puerta de su habitación, le dieron el aviso –no maten al cartero, solía repetir su padre, cuando traía, a su madre, las malas noticias que los psiquiatras producían industrialmente en sus épocas de internación, desintoxicación y resubjetivación-, y bajó corriendo las escaleras de madera. Ella estaba allí, solitaria pero radiante, hermosa pero disimulada, padeciendo el vacío que tanto su madre como sus tres hermanas –la sirvienta era un poco menos cortesana y solía saludarla cortésmente, le preguntaba cómo andaba y cómo le había ido en la jornada laboral, le ofrecía un vaso de jugo o de gaseosa o de agua- habían construido a su alrededor. Él le daba un beso en la mejilla, bien lejos de los labios –tenía novio y él no estaba seguro de todavía poder cumplir con una muchacha-, y, dado que los seis meses -además de bebés seismesinos- también construían confianza, y la invitaba directamente a subir a la habitación de él y su hermana, que ahí vamos a estar solos y tranquilos, vamos a poder hablar largo y tendido. Ella, políticamentecorrecta, a pesar de su cumbierismo, le contestaba que sí, que claro, que como quieras, y así subían, él adelante y ella atrás. Una verdadera pena, para él, pero una gran tranquilidad, para ella.
Desde hacía seis meses, desde que él la vio pasar por debajo del balconcito del livingcomedor de la casa de su madre y la llamó, y ella subió y charlaron, y quedaron en salir y salieron, y fueron a tomar unas cervezas y se divirtieron, ella era la única visita de todos los días que él recibía. Metódicamente, ella salía del trabajo a la tarde, postergaba día tras días las obligaciones con su novio, y se dirigía a su casa, sabiendo que en ella nadie la iba a recibir bien, salvo la mucama. Pero sabiendo, también, que él estaba arriba esperándola, pasando la tarde entre dvds de Bob Dylan y los programas de prensa rosa de la siesta, padeciendo cada día menos –pero aún así padeciendo- el piano de su hermana –donde Schubert ni pintaba y Bartók era la banda oficial de sonido del hogar- en la parte inferior de la casa de dos pisos de su madre, esperando que ella tocara él timbre para bajar las escaleras a las corridas y subirlas igual de envalentonado. Pero ahora acompañado, como si se hubiera corrido -como si hubiera acabado- en su panza, después de coger apasionada pero dulcemente, frenética pero respetuosamente. Como hacen el amor los hombre de izquierda, había dicho un locutora y conductora de programas radiales y televisivos del principal emporio mediático del país. Licenciada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, ella.
Él, en cambio, así como había recordado a filósofos y literatos, y bromeado con sociólogos propios del afrancesado College du France, se estaba desdiciendo de algo que acababa de pensar, en silencio, por dentro, con ella enfrente, sebándole mates y haciéndole compañía, hablando cuando hacía falta, y sino, simple pero complejamente, partiendo en dos el silencio circundante, no interrumpiéndolo, besándolo sin acercar sus labios. Se desdecía de esto de coger –hacer el amor, acotaba que acotarían los puritanos- respetuosamente. No creía en el respeto. Menos el respeto en la cama. La educación por parejas que su madre y su mejor amiga, por un lado, y Schubert y Dylan y Calamaro, por el otro, le habían impartido, lo convertían -además de en el prototipo del producto producido fordianamente por los manufactureros colegios secundarios humanistas- en todo un joven respetuoso. Con el paso de los años -y de los polvos-, por momentos más y por momentos menos, había comenzado a poner sobre el telar de la duda esas influencias, las pertinencias del respeto en la cama, ahí donde las leyes eran esquivas e inmanentes y desconfiadas de cualquier trascendentalidad que excediera ese ámbito de aplicación. Ahí, en fin, en el amor, en la cama, donde el respeto, como el prurito, no sólo que de poco servían, sino que resultaban absolutamente inservibles. La cama era un territorio de excepción, había comenzado a pensar. Como un campo de concentración, agregaba, y no se atemorizaba por la comparación.
Algo había cambiado. O, mejor, algo estaba cambiado. Algo, de nuevo, lo emparentaba con el postadolescente que se mataba a pajas pensado en la tetona y culona que se la había chupado y se había cogido en el baño del colegio -escapados de la clase de Latín de la señora Fernandez-, o en la amiga de su madre que decidió mostrarle a ella y al resto de sus amigas la nueva lencería que se había comprado esa tarde, la misma que esa noche estrenaría con su marido, quien tendría que arrancársela con los dientes y el alma para estar a la altura de las circunstancias, la cama y los polvos. Es decir, con lencería nueva, como mínimo, tres, pensó él, y ella ya le estaba reclamando el mate, que no es mamadera de beba, le dijo, para sumar porotos de soja a su favor.
-¿Por dónde andabas? –le preguntó, mientras se cuidaba de no volcar agua, sino después su madre también le echaría la culpa de ensuciar lo que limpiaba la mucama-.
-No, por ningún lugar en especial –le contestó, evitando (con un firulete clásicamente tanguero o futbolístico) su pregunta-.
-No dijiste palabra en diez minutos, entre que tomé mi mate, te cebé el tuyo y estuviste como cinco minutos con el mate en la mano. Enfriándolo.
-Bueno, es cierto, pero sería largo de contar y fatigoso de escuchar. Créeme –remató, pretendiendo hacerse de la virtud de la vehemencia y la confianza-.
-Tengo tiempo y paciencia. Tiempo hasta la noche, cuando vos cenás, y paciencia de por vida, por esto del dicho más largo que esperanza de pobre.
-Tenés tiempo para saber si lo que buscás termina en algo –le acotó, de vuelta, más para él que para ella-.
-¿Eh? –preguntó sorprendida, cebándose un nuevo amargo con gusto a café, y esperando, expectante, con los ojos como dos centellas a media marcha, su respuesta-.
-No importa, una canción.
-Me respondés una vez más que no importa o que me olvide y, antes de irme, te tiro el mate caliente en las bolas.
-Bueno, precisamente a colación de eso venía lo que estaba pensando cuando me dijiste que estaba distraído, o que estaba pensando en algo que no te quería contar.
-¿Estabas pensando en que te tire agua caliente en los huevos? Me parece un poco doloroso, pero si te gusta lo podemos hacer. Contá conmigo –le dijo, y él volvió a recordar porqué, en la secundaria, le había gustado tanto, porqué había estado tan enamorado de ella y no sólo de su culo, porque ese comentario chistoso, como la pregunta de una bella mujer no poco infantil sobre los balanceos estéticos entre una persona y la otra, lo mataba a risas-.
-No justamente, -le respondió, apurado, sonriente-, pero gracias por tu disponibilidad. Estaba pensando, no tanto en las diferencias entre el amor y el enamoramiento, sino en las relaciones entre el respeto y el amor, y recordando, entre otras cosas, que el respeto, como tantas otras cosas, no tiene nada que hacer en la cama, en el acto sexual a punto de consumarse o en plena consumación.
-Que el respeto en la cama está más desubicado que chupete en el culo, o sea. Eso es lo que querés decir, ¿no?
-Bueno, yo no diría de esa manera, pero, sí, claro, hablaría de desubicación, de falta de oportunismo. Quizá, tal vez, mejor, de impertinencia.
-¿Y en eso estabas pensando cuando estuviste diez minutos en las nubes sin decirme palabra y sin devolverme el mate?
-Sí –respondió él, monosilábicamente, monocordemente, casi policíacamente, a centímetros de sus afirmativos y negativos tan indudablemente poéticos-.
Llegó la noche y, así como la empleada doméstica lo hacía para despertarlo y obligarlo a que bajara, su madre –notoriamente desagradada por la visita- subió a la habitación de dos de sus hijos, dónde se encontraba su hijo mayor en su cada día más empinada recuperación, a avisarle que la cena ya estaba lista. Eso era una indirecta para que ella, con sus discos de Antonio Ríos y su culo al que tantas pajas él le había dedicado, se fuera. Y así fue. Así lo hizo. No sin antes despedirse de él y quedar en verse mañana, cuando se repetiría, naturalmente, la misma escena de hoy y de hace seis meses: que ella saliera de su trabajo, dejara encerrado en los laberintos de la indiferencia a su novio Paulo, y fuera su casa, donde sería mal atendida pos sus hermanas y su madre pero correctamente recibida por la empleada doméstica. Ahí, él bajaría la escalera a las corridas, la saludaría efusivamente, y la invitaría a subir. No para coger sino para platicar. Él iría adelante y ella atrás, para lamento de él, que siempre quiso y seguía queriendo correrse sobre su posterior. Y así todos los días de los últimos seis meses. Así cada semana y cada mes. Pero siempre que paró, llovió.

domingo, 27 de julio de 2008

Sueños barrocos y azares.

Los vaivenes de una relación
-las relaciones van y vienen, y nosotros
acá, en el medio, como Jack
(pero El Destripador)- no pueden
depender del azar
más allá de las virtudes que la indeterminación
o la contingencia
segreguen sobre los determinismos estructurales.
De modo que si queremos hacer algo de nosotros
-si es que es dable hablar de un semiótico
nosotros inclusivo, si es que todavía
vale la pena hablar, si es que aún queda algo
por hacer- eso no puede quedar librado
a las manos de la suerte
o el azar
más allá de las positivizaciones
que antepongamos
a sus negativizaciones.
Un sueño puede ser un bálsamo
o una cárcel
lo que te permite acurrucarte
hasta acabar
con una militante trotkista
o aquello de lo que nunca jamás despertarse
para ya nunca más volver.
Otro tanto podría decirse de los amores
de iridiscencia
o de las personas -hermosas, pero estéticamente
desbalanceadas-
que hacen de fusibles -no fusiles- de relación
de todas
y cada una
de las relaciones de una vida.
No es el azar -no- sino las voluntades -sí,
propias y colectivas- las que hacen que algo
-una relación, una guerrilla, etc.- vaya para un lugar
o para otro
se quede en otro lugar
o se mueva de otro.
Cuando queramos acordar -nos (olvido, por favor,
olvidame)- va a ser tarde para ciertas
cosas -y para ciertas inciertas materias también-
y temprano para otras
sólo que estas
ya no nos van a incluir
estas
ya no nos van a tener como los factores
cuyo orden sí altera el producto.
Y lo que nos hemos alterado
y lo que nos podríamos haber alterado.

viernes, 25 de julio de 2008

Nat King Cole (de cigarrillo) y Aretha (aletas) Franklin (Benjamin, Weber y Walter).


Muñequita de belleza elegancia y compromiso piedra

libre que despeina el dedal de los amigos y distrae

la militancia del camino de sus pasos.

Nada sabés todo vivís y repetís la historia del

peinado abandonado en afán de la heroica toma

fuerte de los llantos que envilecen el Estado.

Tu cigarro amedrenta los silbidos de la niña que

descalza canta y salta la canción de la herejía y entona

una tona que no cabe en alfileres.

Tus lijadas partes frizan al ladrón de la cigarra e

incentivan al juguete que a menudo se achicharra ante

el vuelo indiferente de derrotas y mujeres.

El variado arco iris que paseás por tu cuerpo es

la lluvia incandescente que derrite los lamentos de

una lengua ensortijada que no toma sus remedios.

Y sulfurás la bragueta de un fruta aviejada que

por muertes o pudores no mastica su quijada sólo

mira de reojo la belleza de lo cierto.

Y tu cara es un drama con comienzo retardado tus

palabras nobles puentes que higienizan el estado de

dos ojos que admiran la vejez de nuevos cuentos.

Octubre 2005, Bs. As.

lunes, 14 de julio de 2008

Todos los guerrilleros son nuestros compañeros. Antepenúltimo capítulo de El día que Dalila le enseñó música a Beethoven.


A la final, no fueron ni a una casa ni la otra. El sexo, genuflexo exilir de los animales, podía esperar. Lo que no podía esperar era una nueva cerveza que se sumara a los cadáveres ya consumados. Siempre y cuando, claro, se la acompañara con su pertinente aunque modesto -más simbólico que llenador- platito de manises más que de picada. Porque, él se lo había dejado bien clarito -a pesar de lo nada claro que de un tiempo a esta parte tenía todo en su vida-, si había cedido con ir al lugar al que ella querían que fueran eso no se iba a extender a realizar una de las prácticas que menos había realizado en su vida, y que por lo tanto, a diferencia del sexo, peor practicaba: bailar. Ella insistía, meneando su posterior con una gracia que era la envidia del resto de la pista, con un movimiento hipnótico que no sólo erectaba su miembro sino también el de todos los hombres que machistamente veían a sus mujeres bailar a diez metros de distancia, con que se levantara y la acompañara, con que dejara el vaso de cerveza en la mesa y los manises en el platito y fuera con ella. Pero él no, dale con el no, que no y que no. Ella le pedía y le rogaba y hasta se arrodillaba a sus pies -a la altura de su zona más erógena- para que él dejara de estar sentado y se parara, para que dejara de mirarla y la tocara un poco, para que hiciera de mal compañero de baile –pero compañero al fin- en sus dances de Leo Mattioli, cumbiasrocanroleras y vicerversa. El se ajustaba su bufanda dylanita, celeste y con resabios de perfume carolina herrera dos doce imitación que la volvían su prenda favorita, miraba alrededor, volvía a mirarla, se reía educadamente -con la mirada y educación de quien sabe que no va a ceder un ápice en su posición pero que jamás va a levantar la voz para hacerlo-, y le decía que no, que ¿para que?, si vos bailás muy bien, sola, no me necesitás a mí. Es más –agregó-, si bailamos, si yo bailo con vos y no te sigo y te piso, vos vas a comenzar a bailar peor, a perder esa elegancia que supiste derrochar en la pista de baile. Eso es lo de menos, nene –le respondió-. Yo quiero bailar con vos más allá de lo que estos mamertos piensen. Además, el baile es de a dos. Una persona moviéndose sola no está bailando. No existe el baile monólogo.

El se la quedó mirando, como untándola de su admiración. Le había encantando lo que había dicho, le había parecido notable, adjetivos –encantamiento, notabilidad- que no solía pensar en relación con su persona, que no solía derramar sobre su humanidad. Ella no lo sospechó, pero, mientras él la observaba y ensayaba conatos de palabras, ella no había dejado de bailar, sola, de moverse sensualmente, de atraer todas y cada una de las miradas y erecciones de los hombres y mujeres del bar. En el restourant se comían pequeñas porciones en grandes y cuadrados platos, y, cuando un egresado del conservatorio de música no se sentaba al piano y golpeaba melodías de Monk, los altoparlantes -¡alto, parlantes!- del lugar rodaban cronopiadas de Armstrong. En el bar, ella bailaba y él hablaba, ella se movía y él la observaba, ella daba vida y él bebía sorbos de ella. Estaba seguro que ella estaba dándole cosas que nunca antes en su vida había conocido, o quizá recordándole recuerdos que había acostado a dormir –duérmase mi niña, duérmase mi sol- en el olvido de su memoria.

Sonó en el bar Adiós, amigos, adiós, de Andrés Calamaro, un tema que a él siempre le evocaba el recuerdo de su viaje a México, postfinalización de la escuela primaria. A los trece años, plena preadolescencia, o postniñez. Se acordaba de la canción En el último trago, la que le resultaba la versión azteca de la composición calamaresca. O viceversa. De los marciachis que ya no existen, y son el arte de México vuelto artesanía para consumo de turistas. De que, dos años antes de su llegaba, había sucedido lo que la gente del lugar, en Distrito Federal, le había explicado como el levantamiento zapatista: una horda de zurditos e indios manipulados por aquellos que no se adaptan a los tiempos actuales y quieren perderse, para el mal de México, porque en el fondo no quieren al país, el tren del progreso y la modernidad. Él escuchó atentamente lo que los paisanos del lugar -los empleados del hotel tres estrellas y los guías turistas que lo perdieron por las calles mexicanas- le dijeron, los miró en silencio, dio media vuelta, y se fue cantando Adiós, amigos, adiós. Ahora, en el bar, sonaba exactamente la misma canción, pero él se acordaba menos del Subcomandante Marcos y sus acólitos, que de sus periplos alcohólicos. Momentos universitarios y borrachos si los hubo. Recordaba menos la contaminación oxigenal, la polución poblacional o la herencia azteca en la megamáquina ciudadana mexicana, que las drogas inyectadas, fumadas o aspiradas. Se acordaba de lo que no se había podido acordar, o de lo que recordaba a costo de romper las cuatro paredes de la habitación, o los cuatro ambientes del departamento de su madre, en mil pedazos, minutos después del recuerdo.

Hacía mil que no escuchaba esta canción, dijo ella, y lo eyectó del recuerdo ensoñador en que se encontraba. Y desencontraba, perdía, resbalaba sobre las barandillas de su historia. Ajá, seco y cortante, le respondió él. Lo cortés no quita lo valiente –pensó-, así como tampoco lo breve quita lo educado. Lo cortés no quita lo valiente, volvió a pensar, imaginando posibles asociaciones. Claro –se dijo, en silencio, mientras ella miraba los altoparlantes como sorprendida porque pasaran un tema que hacía mil no escuchaba-, aztecas, Hernán Cortés, imperialismo monárquico español, complicidad de la Iglesia Católica, valientes los indígenas, cobardes, y asesinos y cretinos, los segundos. Se tranquilizó. Todo volvía a su lugar. Pensó, instantáneamente, que jamás podría compartir esas ramificaciones con ella, que con ella todo lo que podían com-partir eran, no las digresiones o asociaciones libres de una subjetividad política políticamente subjetivada, sino una cerveza con manises, una tema de Andrés Calamaro después de otro de Leo Mattioli, el recuerdo de los compañeros de colegio que ya están casados o tienen hijos, sus andanzas con la tetona, culona y petera remitente del año anterior que se la chupaba en él baño, las aventuras de ella con el muchacho que la desvirgó moviendo de aquí para allá una inverosímil camioneta. Eso, no todo lo otro, se dijo, y volvió a ella, cansado pero convencido.

Mirá, ¿y por qué hacía mucho que no oías esta canción? Porque yo en mi casa no escucho Calamaro. ¿Y qué escuchás?, le repreguntó, anteponiendo la y para que la pregunta no fuera bruta como un miembro que penetra sobre un himen que se rompe y abre, sino, en cambio, dulce como un beso que se da en las partes de los cachetes más cercanos a los labios después de servir una café con la tasita del azúcar al lado. Porque yo todo lo que escuché de Calamaro lo escuché por vos –le respondió, mientras se acomodaba la cola del pelo y desviaba la mirada para atender cómo un caballo fosforescente refusilaba en la calle de la vereda del bar-. Y cuando tus viejos se separaron, yo todo lo que escuchaba de Calamaro era en la casa de tu papi, cuando vos nos invitabas antes de ir al colegio y después de salir de él, a la noche. Pero después –continuó, en un insólito arranque de verborragia- vos te fuiste de ahí, te fuiste de los dos lados, de lo de tu vieja y de lo de tu viejo, te fuiste del grupo de los compañeros del colegio, y, bueno, entonces, yo dejé de escucharlo. Fue como un pacto –acotó sarcástico él-, hasta que yo no volviera a tu vida vos no ibas a volver a oírlo, yo era como un sinónimo de Calamaro, motivo por el cual, si yo había salido de tu vida, también él iba a salir de ella, ¿no?, ¿Puede ser?, ¿Qué opinás?, le preguntó por tercera vez, después de que ella no hubiera dicho palabra en las dos anteriores. Sos un estúpido –le escupió-, pero aún así gracioso. Dale, estúpido, terminate la cerveza, yo me ocupo de los manises, que te llevo a tu casa. Bueno, a la casa de tu vieja. Mañana será otro día, y, si bien no hay que laburar, hay que hacer muchas otras cosas, así que: taza, taza, cada uno a su casa. Taza, taza, el que no la gana, la empata, taza, taza, el que no la pierde la empalma, taza, taza, el que no la deja la arrasa, improvisó, mientras se bebía de un sorbo fuerte y largo la poca cerveza restante en su vaso. Se ajustó la bufanda, tomó la campera color crema del respaldar de la silla y se la puso haciendo tiempo para que ella se adelantara hacia su auto, así ella iba adelante y él atrás, él pudiéndola ver desde atrás, como a esa profesora de tenis que todo el club se la quería coger pero qué cara estaba la cuota y siempre llovía demasiado para aprovechar la cancha de tenis de césped.

El auto arrancó y, como en un cine, él no intentó cruzar su brazo izquierdo por encima de sus hombros. Como en unas de esas clases de conducir que jamás son tales porque siempre son meros prolegómenos de futuros actos sexuales, ver si él huele bien y no tiene mal aliento, si la tiene grande y es un caballero, si no me toca pero me toca tocarlo a mí, siguiendo la línea de su pierna hasta su verga, pero, también, ver si ella no es una frígida y toma la iniciativa, o si -como de costumbre- no me va a quedar otra que tomarla yo, si es una estrecha o no, si le puedo entrar sin miedo de que se rompa, sin miedo que de que no vaya a volver más. El cliente, como el necio, siempre tiene la razón. Y el remedio. Santa conjura. El no hizo nada de eso, y llegaron a destino: la casa de su madre. ¿Quedamos para mañana?, dijeron al mismo tiempo, y la coincidencia -y el miedo, el pavor, el terror- los hizo detenerse al mismo tiempo. Quedamos para mañana, dijo él, confiado, un producto en forma y calidad de los manufactureros colegios humanistas, aun a pesar de lo relativamente derruido que se encontraba, en un letárgico proceso de rehabilitación que se retrasa como un polvo que no llega a su final, que no termina, que van veinte minutos, que ella ya pasó por seis puestos de orgasmo y yo por ninguno, no puedo acabar, me voy a quitar la vida. El plan de mañana, como era de esperarse viniendo de un des-esperado como él, no lo elegiría ella.

Había pensado en un domingo casero sin ñoquis ni empanadas. Mucho menos felices pascuas o ravioles. Sus épocas de consumo habían pasado. La invitaría a un domingo en soledad en la casa de su madre, con el resto de la familia hormigueando en el primer piso del departamento. Le prepararía mate o café, musicalizaría el encuentro con Monk o Piazzola, compraría una docena de facturas de la panadería más rica del barrio, o, lisa y llanamente, pasaría a buscar uno o dos paquetes de bizcochos de grasa por el almacén del barrio. Cuando se dirigía a la despensa, una hora antes que ella llegara –siempre había sido un chico muy organizado-, recordó cuando, a una compañera de clínica, postsalida de ella de los dos, le propuso que se acercara a su casa, para escuchar al negro que manoseaba el piano y al argentino que tocaba el bandoneón, pero desnudos. Ellos dos desnudos y la música jazzera o tanguera desnudándolos a los dos. Ella, por supuesto, tan señorita, le contestó que no. A los desnudos, no a la música. Estaba entrando al almacén cuando se acordó de aquel otro bar, en la esquina de dos calles, atendido por dos viejos que vivían en la vieja casa de arriba, donde todas las tardenoches, a las nueve, sus respectivas esposas los esperaban con la cena lista, las pantuflas en sus marcas y la televisión encendida. Eran viejos españoles. Gallegos, les decían en el barrio. Habían combatido en la guerra civil española para los republicanos, luchando contra los dictadores fascistas españoles y extranjeros, porque los fascistas, a la hora de serlo, dejaban de ser patrioteriles para volverse resueltamente internacionalistas y perdían todo prurito fronterizo si de evitar la construcción de una república de izquierdas se trataba. Una cuadro de San Martín y un televisor mil pulgadas contradecían el confeso anarquismo de los viejos, quienes no dudaban una cerveza o un sánguche de jamón y queso en acercarse a una mesa si veían a algunos de sus escasos clientes leyendo un libro rojinegro, para apartar una silla, sentarse enfrente o al lado y discutir política: desde la Revolución Rusa, y el lenninistatrotkista exterminio de anarquistas en Kronstadt, hasta la última cívicomilitar dictadura argentina, y la anarcocomunista resistencia libertaria a las persecuciones militares, peronistas y peronistamilitares, y su mosqueteril oposición al vanguardismo militarista de Montoneros, PRT-ERP u OCPO, o al pseudobasismo, diluido por su pertenencia a un movimiento verticalista, de organizaciones como PB, FAR o FAP. Pensó en un puto, una pregunta como respuesta a una pregunta, un alemán revolucionario financiado por la contrarrevolución estadounidense, la tes de una señora protestante, se sacudió la cabeza, y pidió el pedido. Salió de la despensa con una bolsa de plástico –diferente de las bolsas de mercado que usaba su abuela paterna- en la mano derecha y dos paquetes de bizcochitos en su interior. Había pasado media hora, faltaba sólo otra mitad para que ella llegara, y cayera rendida ante el encanto de su propuesta de domingo por la tarde de jazz y tango y mate o café y facturas o bizcochitos de grasa y, sobre todo, charla, mucha charla. Que la vida es corta –pero ancha- y la lengua larga, como la esperanza.

Nada de eso –dijo ella, media hora después, luego de haber dejado su abrigo y quejidos por el frío exterior en uno de los percheros de la casa de su madre-. Vamos a tomar mate, sí, no café. Vamos a comer bizcochitos de grasa, sí, nada de facturas. Pero no vamos a escuchar al negro ese ni al otro viejo, sino, ¿adivina? ¿A qué no sabés que traje? -le preguntó retóricamente, yendo al mismo tiempo a buscar algo al bolso arrojado a uno de los dos sillones del livingcomedor-. El verde, el ecologista, no el amarillo, el maoísta. Un compilado de cumbia argentina contemporánea inundó el ambiente y expulsó de los ventanales las mil flores que habían florecido por recomendación china. Su madre y hermanas escuchaban los desarrollos de estos sucesos con el pavor -y la curiosidad- con la que se seguían las alternativas de la segunda guerra mundial por las viejas radios. Ella, ajena a todo, incluso a sí misma, no escuchó las ironías de él, ni sus lastimosos pedidos de que no lo hiciera, por favor, no, lo que quieras, pero eso no, y sacó el disco del bolso, se dirigió hacía el anacrónico equipo de audio, abrió la compactera, puso el cd, y las flores maoístas saltaron suicidas por la ventana del primer piso. Con la indeseable consecuencia de que, por ser un primer piso, lejos estuvieron de sacarse la vida, y todo lo que se rayaron fueron un par de raspones. Así cualquiera se suicida. Así no fue como planeé suicidarme yo, dijo para sus interiores. Ella ya estaba dando vueltas planeadoras alrededor de la mesa de madera circundante de los sillones, y lo miraba con una sonrisa entre los dientes que derretía al más duro de los troskoslenninistas. Extendía sus brazos en señal de compañía, como lo realizan los bebés cuando cómodamente pretenden ser alzados -porque nacieron prematuramente o porque vitalmente se mueren de hambre, o porque se cagaron en las patas-, pero él nada, serio como el sartreano que había sido, hermético como el ascético que alguna vez fue, vergonzoso como el pequebús que no podía dejar de ser.

Dale, che, soltate –le aconsejó, y él se acordó de un libro de autoayuda que había leído a sus once años, de una setentista canción de protesta que, dos por tres, volvía a escuchar por la radio en fechas de aniversarios progresistas, de que un suelto adolecía de la tranquilidad de ser un orgánico. Yo te sigo desde acá –le contestó-, yo bailo con vos desde mi silla, te acompaño con la mirada, le dijo, y ella desestimó su justificación, la arrojó al rio de maoístas flores cuasisuicidadas que se había formado debajo de la ventana. Así no vale, le retrucó ella, y se acercó al equipo de música, no a apagar las cumbiasrocanroleras, eso jamás –le aclaró, ante su inhóspito pedido de que lo hiciera- sino a bajar su volumen, a disminuir la intensidad del fuego musical. Vos sabés que a veces no entiendo cómo te podés quedar tan quieto, le confesó, y le sacó un mate de la mano, mientras con la otra mano se acomodaba el elástico de su corpiño que molestaba su espalda. Porque en el colegio eras igual, hacías exactamente lo mismo -y ya para entonces el mate era un territorio desolado, una zona invadida por tropas de ocupación, y sus manos habían pasado del porongo y su corpiño a los bizcochitos de grasa que moraban por la mesa-. Quiero decir –insistió, ya al punto de provocarle un conato de molestia, una mueca de fastidio-, desde primer año, las pocas veces que salías -porque nosotras siempre salíamos pero vos rara vez-, te decíamos una y otra vez de bailar, de que te enseñábamos para que vos no te sintieras un estúpido pero no, siempre no. Es que como bailarín soy un buen compañero de colegio, le escupió él, pretendiendo pasar por gracioso, intentando mantenerla a una distancia prudencial, no tan cerca como se estaba acercando. No en un sentido físico, pero sí en el más amenazador de los sentidos: el simbólico, el sentimental, el afectivo. Te estoy hablando en serio, boludo –le respondió ella, poniendo paños fríos a las temperaturas que había levantado su ludicismo vulgar, su histrionismo de barrio, sus humoradas baratas con zapatillas de goma-. Te estoy hablando en serio porque estaría bueno que te dejaras querer. Que no siempre levantaras esas barreras que levantás para tener a la gente lo suficientemente lejos como para que no te haga mierda. Que –le concedió-, te aclaro, me parece bien: hay gente de mierda que te suele hacer mierda, pero también hay buena gente que te hace bien. Y vos no estás sólo rodeado por la primera clase de personas, sino también por la segunda. ¿Me entendés lo que te digo? Ni sé para qué digo todo esto, me largo a hablar y me salen una zarta de pavadas. No son pavadas, para nada –la contradijo él, y tomó agua, después de haberme mantenido con la boca cerrada, no sólo para que no entraran moscas por sus labios, sino también para escucharla atentamente, para no faltarle el respeto-. No sólo que no con pavadas –agregó-, sino que está muy bien lo que dijiste, me gustó mucho, y te agradezco mucho por haber tenido la valentía de decírmelo, porque hay que ser muy valiente, dentro de los márgenes del caso –relativizó, no pudiendo con su nada ingenioso genio-, para decir algo como lo que dijiste. En serio, muchas gracias.

Leo Mattioli amenizaba tímidamente la charla, y el mate ya resultaba intomable, no tanto por lo feo como por lo frío. Lo que ella había dicho, y lo que él le había contestado, había insumido media hora de tarde de domingo, y las caras de Monk y Piazzola miraban expectantes desde uno de los coloridos y añejos muebles del livingcomedor de su madre. Los bizcochitos de grasa aún seguían en el mismo lugar en el que se habían instalado cuando entraron a la casa, sólo que ahora muy mermados en su cantidad, pero él se levantaría a arreglar el mate, a hacerlo de nuevo, a reinventarlo y pensar un poco en la cocina, mientras llenaba de agua la pava llena de sarro para el mate, mientras ponía la pava llena de sarro en una hornalla a mediana temperatura, mientras limpiaba el mate con una cucharita y la ayuda del agua que salía de la canilla derecha de la pileta, mientras rellenaba de yerba el mate y arrojaba el primer sorbito de agua tibia desde la pava llena de sarro al nuevo mate. Mientras, ella se quedaba en el living comedor y no le pedía que le enseñara cómo hacer para que el café instantáneo tuviera espuma en su superficie una vez que se le echaba agua caliente sobre sus cucharadas y las cucharaditas de azúcar, pero sí se levantaba en dirección al equipo de música y subía dos deditos la música, y volvía haciendo pasos de baile a la silla en la que estaba sentada, y, cuando él regresaba, lo recibía con una sonrisa entre los labios que volvía delicioso el mate y luminosa la tarde, volvía a ser la sonrisa que él tanto había mirado y admirado en seis años de secundario, volvía a dispararle una erección y las ganas de coger con ella sólo que ahora de otro modo, ya no sólo animalbestialmente, sino también dulcetiernamente, con flores maoístas saliendo de su vientre y acalorados copos de nieves siendo disparados por su miembro, un nuevo sexo practicado por un proyecto trunco de hombre nuevo y una mujer que jamás en su vida se había planteado ser una nueva mujer. Sin embargo, qué linda que era. Y agradable y dulce y tierna.

martes, 1 de julio de 2008

No somos más que monos afuera de zoo-lógicos. Cap. X: El día que Dalila le enseñó música a Beethoven.


- ¿Vos viste lo sola que está la ciudad de noche? Como la luna en una canción de Sabina, sólo que sin luna y sin Sabina -le dijo, después de pasarlo a buscar por el departamento de su madre, dar vuelta a la manzana en el auto de sus padres y enfilar hacia el centro de la ciudad, donde decidirían entre un programa y otro-.

- Sí, puede ser –respondió él, concediendo más cortesía de la que habitualmente estaba dispuesto a ofrecer-. De todas maneras, te confieso –agregó-, no soy muy devoto ni de uno ni de otra, ni del cantaautor gallego ni de la soledad que tanto gusta a los románticos, esa soledad en la que tanto suelen regodearse y empantanarse para escribir sus trágicas y tortuosas composiciones solitarias.

- ¿Hablás de las personas que son románticas, esas que regalan ramos de rosas, bombones, te llevan a restaurants caros con velas en la mesa, te envían desayunos o meriendas con deliverys, y que en caso de tener auto te llevan hasta tu casa, y sino te acompañan en taxi o colectivo? ¿Estás hablando de esas personas?, le preguntó ella, mientras buscaba un hueco en donde estacionar el auto, con un copiloto a su derecha que la miraba atentamente mientras hablaba, pero omitía manifiestamente prestar atención a cómo manejaba, a observar lo que sucedía más allá del parabrisas.

- ¿Sabés qué?: olvidate, por quintoagésima vez en cinco días le respondió, con la diferencia de que, en esta oportunidad, ella no podría mirarlo mal, no podría ponerle la cara de disconformismo que solía ofrendarle cuando pronunciaba esa frase, no podría suspirar y volver a colocar la mirada en otro lugar. Estaba concentrada manejando, buscando un lugar donde estacionar, tratando de no superar las tres maniobras.

Bueno, ¿qué hacemos?, le preguntó, mientras bajaba del auto con la campera y la bufanda en la mano, subiéndose disimuladamente el cierre de la bragueta y acomodándose -con aún mayor prurito- el paquete que siempre solía erectarse cuando viajaba sentado con algo sobre sus faldas. Mirá, le dijo, acá, sólo a tres cuadras, hay un lindo lugar donde se come bien, ruedan buena música sin por eso volverse monocordes, y hay un piano de cola a la vista y acceso de los mortales allí presentes: por ahí, si venzo la timidez que ha sabido matarme a goles en todos los partidos que hemos jugado hasta el momento, podría acercarme y tocar las tres cosas que sé de las cuatro clases de piano que tomé hace dos décadas. Por supuesto, lo que tocaría, para martirio de los presentes, vos incluida, lo dedicaría a tu persona: es decir, redoblaría el martirio y la vergüenza que sentirías mientras estés a la mesa comiendo algo y tomando un bueno vino.

- No me gusta el vino. Preferiría una cerveza en un lugar que se parezca más a un bar que a un restaurant, lo interrumpió secamente, cuando él todavía no había terminado la venta del programa, la publicidad de la noche.

- Entiendo. Te concedo que, hasta el momento, no te he sabido darte buenos motivos como para que te seduzca ir a este lugar y comer y beber algo allí.

- Es que no se trata de buenos motivos, sino de comodidades, retrucó, con su voz dulce pero firme, virtudes que los entendidos en el tema confirmaban que también poesía la parte de su cuerpo destacada de las demás por sus prominencias y bellezas.

- Está bien. Bueno, como quieras, decidí vos, entonces, adonde vamos. Lo que elijas me va a parecer bien. Seguro.

- ¿Seguro?, preguntó ella, desconfiada del desinterés rebosante en la frase de él, pero, no por eso, menos segura que no quería ir a ese lugar, no por eso culposa de no ir a un lugar donde su acompañante de salida, en primera instancia, le propuso ir.

- Seguro, más seguro que un moderno modernista y modernoso, o que esas personas que, dejame confesártelo, uno no sabe, o, menos peor dicho, al menos yo no sé, cómo pueden hablar tan seguras cuando hablan, responder con tanta seguridad cuando alguien, en la facultad o la calle, les pregunta algo, qué escribió tal autor, dónde queda Jean Jaures y San Luis, si son felices o no.

- En fin. ¿Estás seguro entonces? Bárbaro. Entonces borramos este lugar de la lista de posibilidades y vamos enfilando hacia un lugar que, ahora dejame confesarme a mí, me gusta mucho. No es que se coma especialmente bien, o que haya pianos de cola a la vista o al alcance de los que están comiendo en el lugar, pero el barcito está bueno. Va gente copada, pasan música piola. Además, yo voy siempre, me conocen. A veces, incluso, me dejan platos y hasta cervezas gratis. Ya vas a ver, te va a encantar.

- Si vos lo decís, acotó -irónico y escueto- él, al tiempo que reabrigaba sus manos en los bolsillos de la campera que le había regalado su abuelo paterno, la cual, en realidad, como sucedía con muchos libros y discos, se la había robado. Reajustó su bufanda dylanita -no dylaniana- alrededor de su flaco cuello, un cuello hablado por una nuez de Adán que jamás le había ofrecido ninguna fruta prohibida a su vecina Eva preferida, la misma bufanda que, junto con la campera color crema que le había robado a su abuelo paterno y su arremolinado pelo castañoclaro, lo volvía muy parecido, prácticamente igual, al Bob Dylan de 1966, ese de Blonde on blonde y todo lo que se sufre no sólo cuando se esta enamorado de alguien que también esta enamorado de uno, sino, también, cuando se está enamorado de una persona que nos acaba de dejar, que acaba de dejar de estar enamorada también de uno, que acaba de romper el hechizo, la co-incindencia, la correspondencia. Alguien que no ya no sólo no nos responde las cartas, sino, incluso, alguien que ya no las recibe, que pactó con el cartero que las tiré en el jardín o la calle antes de molestarla y tocarle el timbre para esa nimiedad, alguien que ya no gasta tinta o huellas dactilares para apuntar hacia nuestras direcciones postales o cibernéticas. Alguien que no era el alguien que él ahora tenía en frente, un alguien que podía ayudarlo a olvidarse de que él también, alguna vez, había dejado de ser alguien.

Ese alguien, alfombrada en similares camperas y bufandas, al mejor estilo de una vanguardia lenninistatrotkista, lo había conducido hacia el bar en cuestión: una taberna de mala muerte y similar vida donde una rockola suplantaba al piano de cola, aunque nadie jamás pusiera una ficha en ella, aunque nadie nunca gastara un peso que podía contribuir a la próxima cerveza en elegir los siguientes tres temas que educarían el bar. En el mismo, con igual desenfado y desenfreno, sonaban desde Los Redondos hasta Antonio Ríos, desde Charly García hasta Rodrigo, desde The Rolling Stones –que jamás eran llamados así por sus habitúes: ellos les decían los rollings- hasta Leo Mattioli. Ni siquiera La Mona Jiménez, sarcástico -al cabo de media hora de escucha y cervezas y manises y plática- pensó él, cuando ella ya se había sacado la campera y la bufanda, y el sueter que lucía –y hacía lucir- parecía ser la próxima estación de lo que se iba a dejar en la silla para que el del frente pudiera ver un poco más. Hay toda una erótica, una lúdica y una pornografíasoft, en la forma en que uno, en invierno, cuando entra a un lugar cerrado, se comienza a desprender de lo todo necesario para poder andar por afuera durante la estación más poética pero menos popular del año, pensó, y, ya para ese momento, su escudriñamiento de las piernas y el torso de su interlocutoracompañera de salida había dejado de ser disimulado para volverse manifiestamente explícito.

- ¿Te diste cuenta –le preguntó ella- que ninguno de los que están en este bar tienen nada que ver con vos?

Él se la quedo mirando, con la vista fija en sus ojos, con cuatro de los cinco dedos de su mano izquierda tapando sus labios, acomodando de a instantes sus anteojos, fascinado porque no podría entregarse ni hacia la desconfianza ni hacia la complicidad que le generaba, internamente, intestinalmente, esa pregunta.

- ¿En qué sentido lo decís?, le repreguntó él, calculador, frío, un poco a la defensiva pero más que nada sintiéndose la mala imitación de esos buenos jugadores de pocker que no necesitan saber si la mano les repartió buenas cartas para redoblar la apuesta o retirarse, esos jugadores que con sólo ver la cara de sus contrincantes, sus expresiones y muecas, sus suspiros y silencios, la forma en que parpadean o miran alrededor de la mesa, saben si van a ganar o no, si se quedan o se van a al mazo.

- En el único sentido posible, le respondió ella, levantando los hombros y abriendo su mano izquierda hacia su mismísima izquierda, mientras estiraba la derecha para acercar el vaso de cerveza que calentara, con su frialdad, como la nieve que quema y el calor que enfría, su garganta profunda por la que tantas palabras habían pasado.

- En todos y cada uno de los múltiples sentidos posibles, dijo en voz alta, menos para su interlocutora que para él, testeando si todavía podía recordar mucho de lo que había necesitado olvidar para poder seguir con vida en su vida misma. Qué bar de mala muerte, eh, le espetó en un tono que alejaba de sus palabras todo posible sentido de seriedad, pero consciente, muy al tanto, que diciéndole eso, con una pretendida orientación lúdica y agónica, escapaba de responderle su molesta pregunta sobre su consciencia o inconsciencia sobre la alteridad otra que lo rodeaba en el bar. Un bar en el que estaba bien, no cómodo, pero sólo porque estaba con ella, no por la música, ni por la bebida, ni por la decoración, ni por las mesas vecinas.

- Mirá, la verdad que, sí, me doy cuenta que no poseo demasiado en común con muchos de los que me rodean, pero, dejame decirte, creo que vos tampoco.

- Te equivocás -lo contradijo-, soy amiga de muchos de ellos. Además, cómo te dije, y por lo visto no me escuchaste, yo vengo acá todos los fines de semana. Me gusta lo barata que está la birra, la música que pasan y la buena onda de los dueños del bar. Y de la gente que viene al lugar.

Cuando le contestó eso volvió a sentir la violencia que, de un tiempo a esta parte, desde su enfermedad mediada por la internación que había intentado co-operar a su rehabilitación, le generaban las discusiones, las diferencias. De un preadolescente que sentía, corporal e intelectualmente, el placer de debatir por el sólo gusto de hacerlo, de llevar la contra, con el paso de una década había pasado a ser un postadolescente, un preadulto, que se amedrentaba ante el intercambio de opiniones disidentes, ante la violencia simbólica de comenzar la primera oración después de la última de su interlocutora con una negación o, en el más políticocorrecto de los casos, una relativización, ante la inevitabilidad de tener que sacarte los ojos, las palabras y los gestos al momento de tener que elegir a qué lugar ir, qué bebida tomar, qué conjunto musical escuchar. Ni siquiera la Mona Jiménez, había vuelto a pensar en la siguiente media hora de estadía en el bar entre cervezas, picadas y rocanrolescumbieros.

O cumbiasrocanroleras, se corrigió. Bueno, está bien –le dijo, retomando la conversación que había quedado trunca por su silencio atemorizado por la temeridad de la contestación de su compañera-, puede ser que vos tengas mucho en común con ellos. Pero, entonces, tenés poco en común conmigo. Sí así fuera, ¿qué hacemos acá esta noche?, ¿por qué estamos tomando una cerveza y charlando como si nada, como si no hubieran pasado seis años entre que terminamos el colegio y empezamos otras cosas?

- No sé –le contestó ella-, decímelo vos a mí. Vos fuiste el que me chistó e invitó a subir. El que me ofreció mate aguado y me dio charla por más de seis horas. El que no quería que me fuera de la casa de su madre. El que, sin decirme nada, me obligó a que fuera yo ya la que tuviera que invitarte a salir el fin de semana. Porque si esperaba que lo hicieras vos podíamos estar hablando otras seis horas que jamás lo ibas a hacer.

- Eso es científicamente cierto –le reconoció, con pocas palabras, mucha timidez, y algunos nudos que volvían a formarse en el estómago, le retorcían las tripas antes que excitarlo o encenderlo, lo obligaban a recodar lo que había sentido por esa muchacha, ahora mujer, sentada en la silla de enfrente a su mesa, en la secundaria, mucho antes de obsesiones, locuras, psiquiátricos, muertes en vida y recuperaciones.

- A mí lo científico me importa una mierda, la ciencia me importa tanto como saber cómo salió Argentinos Juniors en la última fecha de fútbol. Lo científico me refala, me chupa un huevo, le contestó ella, violenta pero educadamente, y él volvió a sentir esa violencia, esa incomodidad, esa regresión a seis años que no habían sido los seis años que había compartido con ella y su culo y todos los deseos que tenía de cogerla por atrás, pasional pero educadamente, suave y delicadamente, como alguna vez, durante sus interrumpidos estudios universitarios, había escuchado de boca de una periodista radial decir que así hacían el amor los hombres de izquierda, como, por ejemplo, su esposo, otro periodista progresista trabajador de uno de los mayores multimedios mediáticos del país. Al igual que ella. La periodista radial en cuestión, progresista y enemiga de los filósofos llamados posmodernos, había concluido los estudios universitarios que él no había podido finalizar por insanías varias.

- Entiendo que no te importe -le aclaró- lo mío no fue más que un chiste -aunque la aclaración resultó injustificada, infundada, estuvo absolutamente de más-. Seguro que un chiste malo, innecesario, inoportuno.

- Ningún chiste es malo –le retrucó ella-, y menos los tuyos, ya te lo dije. Seguís sin escucharme. Así vamos mal. No sé a dónde vamos a llegar. Y eso que esto es recién el comienzo de la salida. Todavía queda la tercera o cuarta cerveza y después, obvio, ir a bailar. A mover las cachas, el cuerpecito, el esqueleto.

Si un dibujante hubiera visto la expresión dibujada en su cara -no en su miembro- después de escuchar esto, la podría haber descripto como dos comisuras de los respectivos sectores de la boca que, mágica y misteriosamente, fueron pescadas por anzuelos que desde cañas parapetadas en el primer piso del bar se lanzaron sobre ellas, y, habiendo pescado lo buscado, comenzaron a recoger la caña, a traer sobre sí el pez todavía vivo por lo mojado pero a punto de morir por lo seco y golpeado, es decir, dos labios, uno superior y el otro inferior, que comenzaron a hacer lo necesario para que la boca apunte hacia arriba, y la cara hacia el mundo, y los dientes hacia el afuera, y la vergüenza muerta. Si, cinco días atrás, había sido ella la que había conquistado el milagro pagano de que sus dos pómulos comenzaran, tímidamente, a extenderse sobre sus costados y ya no se quedaran, siempre, quietos en sus lugares, levantado la mano para hablar, ahora, nuevamente, era ella la que, después de meses y semanas y días, le robaba una sonrisa. Y no tenía pensando devolvérsela.

Creía en la propiedad, no había leído Proudhon, detestaba los pianos de cola aunque tenía un flor de orto que él había gozado muchísimo en sus seis años de colegio, pero, sin embargo, lograba lo que nadie más, conquistaba nuevos continentes igual de previamente habitados pero últimamente no muy visitados, era una mujer que, a fuerza de simplezas -y negativas, cervezas y discusiones- lograba mover las montañas que él había intentado mover por seis años pero no había podido, lo habían movido a él, lo habían movido y cogido y violado y humillado. Ella, entre los rollings y Leo Mattioli, bien lejos de The Beatles y Dylan, ni hablar de Schubert y Bartók, había cachado perfectamente lo que se jugaba en la mesa, lo que mediaba las cervezas y los manises, había radiografiado un esqueleto que no se había movido por meses después de haber intentado moverse demasiado. Había, en fin, invitado a bailar cumbias y rocanroles, cumbiasrocanroleras y rocanrolescumbieros, a un joven que había bailado con la más fea. Y no había sabido bailar, la había pisado, le había dejado los pies como tobillos esguinsados. Y había bailado con la más fea, a pesar de todo lo lindo y culto e inteligente y castañoclaro y parecido al Bob Dylan del ’66 que era. Es que, como escribió un in-mundo en algún libro, las apariencias nunca –siempre- engañan.