domingo, 27 de julio de 2008

Sueños barrocos y azares.

Los vaivenes de una relación
-las relaciones van y vienen, y nosotros
acá, en el medio, como Jack
(pero El Destripador)- no pueden
depender del azar
más allá de las virtudes que la indeterminación
o la contingencia
segreguen sobre los determinismos estructurales.
De modo que si queremos hacer algo de nosotros
-si es que es dable hablar de un semiótico
nosotros inclusivo, si es que todavía
vale la pena hablar, si es que aún queda algo
por hacer- eso no puede quedar librado
a las manos de la suerte
o el azar
más allá de las positivizaciones
que antepongamos
a sus negativizaciones.
Un sueño puede ser un bálsamo
o una cárcel
lo que te permite acurrucarte
hasta acabar
con una militante trotkista
o aquello de lo que nunca jamás despertarse
para ya nunca más volver.
Otro tanto podría decirse de los amores
de iridiscencia
o de las personas -hermosas, pero estéticamente
desbalanceadas-
que hacen de fusibles -no fusiles- de relación
de todas
y cada una
de las relaciones de una vida.
No es el azar -no- sino las voluntades -sí,
propias y colectivas- las que hacen que algo
-una relación, una guerrilla, etc.- vaya para un lugar
o para otro
se quede en otro lugar
o se mueva de otro.
Cuando queramos acordar -nos (olvido, por favor,
olvidame)- va a ser tarde para ciertas
cosas -y para ciertas inciertas materias también-
y temprano para otras
sólo que estas
ya no nos van a incluir
estas
ya no nos van a tener como los factores
cuyo orden sí altera el producto.
Y lo que nos hemos alterado
y lo que nos podríamos haber alterado.

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