jueves, 31 de julio de 2008

El mito del mino-Paulo. El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Cáp. XII.


No era que ella fuera buena. No. Era que las demás habían sido muy malas. Sí. Así pasaron los siguientes cuatro meses –tamaño vicio universitario, contar las vidas por cuatrimestres-, menos entre mates, bizcochitos y bailes, que entre visitas, charlas y desprejuiciaciones. Él se levantaría a las diez de la mañana -como desde hacía seis meses-, una hora después de que su madre partiera al prestigioso instituto de investigación donde desarrollaba su viento en popa carrera académica. Quince minutos después, mientras miraba cada vez menos por la ventana, ya que lo que no buscaba ya había encontrado en uno de sus avistajes pasados, la empleada doméstica del hogar –la que era llamada mucama o sirvienta por el ala reaccionariaconservador de la parentela- le ponía sobre la mesa del livingcomedor su desayuno: café con leche –poca leche, mucho café, el que lo mantenía vivo todo el día-, clásicas galletitas –que él deglutía en cantidad, comiéndose un paquete por desayuno, ya que las iba mojando de a dos, de modo que un paquete de veinte galletitas terminaban siendo diez mojadas por pares-, y quesocrema que ocasionalmente untaba sobre la superficie de aquellas. Las untaba con una dedicación menor a la pleitesía que, desde hacía cuatro meses, un cuatrimestre, dos parciales y un trabajo práctico grupal, un promoción y un final oral obligatorio, le rendía a ella, su compañera de colegio de inmejorable culo, la audicionista de cumbiasrocanroles y roconarolescumbieros, la mujer de pelo lacio y morocho.
No pocas veces, mientras los días se iban –sanamente- consumiendo y se hacían semanas que –perecederamente- se vencían para –camaleonicamente- convertirse en meses, pensó en Nietzsche y en Cortázar cuando empezó a pensar sobre sus hábitos alimenticios. Lo de pensar no era indiferente. Tenía la sensación que desde hacía casi dos años no lo practicaba. Una cosa era saber con qué pierna levantarse, qué cepillo de dientes usar, o saber cómo comportarse cuando su mucama –que también tenía un buen culo, característico de un sociedad ortocéntrica- lo iba a despertar a su habitación y se quedaba esperando que se levantase, y otra cosa era pensar, reflexionar, realizar eso que los siempre tan solemnes filósofos llaman la tarea del pensamiento. Que siempre es diferente de lo pensado, claro. Y a él le parecía que los recuerdos del bigotudo filósofo alemán y del gangoso escritor belga, que lo comenzaban a visitar por las mañanas, implicaban algo más de lo que significaban, escondían algo por detrás de la obviedad de que significan la memoria de dos personas que, cada uno en su materia, habían pensado. Y habían pensado sobre cómo alimentarse, cuántas horas al día caminar, cómo hacer que un viaje que duraba un día terminara durando una vida. Como el amor. O el enamoramiento. Así, se acordaba de las recomendaciones nietzschianas sobre las conveniencias de que cada uno creara su propia dieta, o las descripciones cortazarianas sobre la alimentación que degustaban con su última compañera de viaje cuando hicieron en más de treinta y tres días y noches un trip que podía realizarse en horas. Como un ácido, pensó fanfarrón, recordando con distancia y control sus tiempos tóxicos.
El recuerdo del enfermo y el afrancesado, pensaba, implicaban otra cosa, algo que -como todo lo anterior- no podía terminar de captar, de decir, de clausurar. No es casual que esta memoria me visite ahora y no antes, en mis épocas de patología o de irrecuperable recuperación. No es casual, tampoco, que este recuerdo haya sucedido después de vernos, salir, charlar y conectar con Laura, quien, por una noche y un domingo a la tarde –como un tango de Piazzola, o un movimiento de Verni-, se pudo librar de las garras de Paulo, su celoso novio. No es casual, por último, que me haya acordado del virgo y del autoexiliado justo cuando estaba desayunando: es decir, alimentándome en una de las cuatro comidas que los siempre comedidos dietólogos aconsejan -o, directamente, recetan, obligan, fuerzan- efectuar al día. Nada es casualidad, y a mí que tanto me gustaba la contingencia y el azar, la determinación y los bebes mágicos, y ahora estoy tan positivista, tan desinteresado por mujeres con aromas mortales y balanceos estéticos, pensó, mientras llevaba dos galletitas a la superficie de un café con leche arrugado porque había pasado seis minutos con cuatro de los cinco dedos de la mano derecha a la altura de su único mentón pensando lo anterior.
Yo sé –se decía en silencio, mientras la mucama iba y venía entre la cocina y el livingcomedor, calentando el agua en la pava llena de sarro para hacerle el mate que tomaba quince minutos después de terminar el desayuno- que esto es mucho decir, que el psicoanalista me va a sacar carpiendo -como al libro de Deleuze y Guattari-, y que el psiquiatra –psi, psi, conexión, down control to Major Tom- peor, me va a inflar a pastillar y desflorar a frascos, me va a romper el orto con medicaciones y la voluntad con culpas y remordimientos. Yo sé que es mucho decir pero me parece que me estoy recuperando, que -como una reconciliación con una novia- me estoy reamigando con mi pasado, que -como después de hacer el duelo luego de un abandono- estoy olvidando eso que no podía olvidar, y dolía e insistía y pinchaba como pocas cosas.
Pensó eso, mojó las últimas dos galletitas en un café con leche más frío que tomable, y bebió de un trago el último trago de su comida de mañana. Lo esperaba -en quince minutos- un mate, -en tres horas- el almuerzo, -en cinco- la llegada de sus hermanas de las instituciones educativas en las que se barbarizaban, -en cinco horas- la siesta, -en seis- levantarse y tomar el café con leche de la tardes, -en siete- la llegada de su renombrado trabajo de su señora madre, -en ocho- una nueva pava de mate, -en diez- la temprana cena, -en doce- acostarse a dormir. Lo que se dicen un moderno y racional día. Y así todos los días. Pero esto no podía durar demasiado. No al menos así.
Pasaron cuatro meses, y los días no se diferenciaban uno del otro. Eran todos iguales. Como las canciones. O las mujeres, le había dicho el carnicero de la esquina de su casa. En las últimas semanas había comenzado a hacer los mandados –sin la bolsa de mercado de plástico que utilizaba su abuela paterna-, a salir a la calle, a no perderse en ella, a no asustarse por la gente y su fealdad y estupidez, a no sentirse constantemente observado, a no entrar en pánico cuando -al pasar por el frente de la librería de la otra esquina de su casa- veía el libro gordo de Sartre, verde y obeso, en la vidriera. La Biblia y el calefón, solía repetir su madre, sobre la distribución geográfica de los locales comerciales en el barrio más inmediato a su departamento. ¿No era que eras atea vos?, le preguntaba él, cuando solía tener fuerzas para discutir, cuando solía tener fuerzas. Sí, claro –le respondía segura su madre, desconociendo a qué venía la pregunta-, ¿y eso que tiene que ver? El dicho la Biblia y el calefón –sermoneaba él-, ya sólo por el contenido del refrán, en donde la novela de los judeocristianos resulta elípticamente elogiada por contraposición a eso que sólo serviría para dar calor –como si sus textos sagrados no les dieran el calor del conformismo, solía acotar, para paroxismo de las subordinadas-, es un dicho religioso. No necesariamente –contradecía su madre, y lo que venía después de esta respuesta era música de Vivaldi, una ajustada improvisación de jazz, un acto sexual coordinado y sincronizado: es decir, una hecatombe, un diluvio, un derrumbe-.
A él nada de esto le importaba ahora que, después de casi dos años, podía salir por el barrio a hacer los recados, podía recibir la sombra allí donde no da el sol, podía escuchar al carnicero diciendo que las mujeres son todas iguales, por eso hay que tenerlas contenta, darles masa y chorizo, y con eso, torito, las tenés satisfechas. Él, cuando escuchaba eso, tan burgués y civilizado, se sonrojaba, se avergonzaba ante las prácticamente octogenarias vecinas del barrio con las que compartía suelo de la carnicería, vecinas que dos años antes habían salido a mostrar lo relucientes de sus caceloras a la vía pública indignadas por no recuerda qué presidente -pero seguro que indignadas (qué barbaridad, es una vergüenza, una-ver-güen-za)-, y veinte años atrás habían mandado en cana a un homosexual que había levantado a una mendiga de la calle, acusándolo de estupro. Pero, sobre todo, acusándolo de homosexual. Habrase visto, este es un barrio de gente buena, trabajadora, digna. Acá no hay homosesuales ni violadores. Acá nunca hubo homosesuales violadores. Pobre niña, Dios la tenga en la gracia. Yo siempre que pienso en ella me arrodillo a los pies de mi cama y rezo diez padres nuestros. Ojalá que el señor le depare un buen futuro. Pero es que también es negrita y pobre, y esa gente lleva los problemas en la sangre, en los genes, decía el artículo que su madre le dio a leer cuando le contó lo que había escuchado en la carnicería, artículo que había salido en la independiente prensa argentina veinte años atrás. Hacía treinta años, por cierto, estas vecinas no habían salido a la calle ni a los tribunales. En ese momento viajaban mucho o hacían mucho ejercicio. La bicicleta, por entonces, estaba muy de moda, le explicó una vieja a sus jóvenes oídos, lo que fue editorializado por su madre como el clásico comentario reaccionario de la doña Rosa de clase media, igual de desagradable que el machismo de los carniceros que, freudianamente, piensan que las mujeres, feministas o no, poseemos envidia del pene, sólo que, claro, un carnicero no lo dice así, sino que te dice mamita, te voy a dar chorizo hasta que te salgan amapolas por el orto. Su madre, que no solía contaminarse con la cloacal práctica de la paráfrasis, lo sorprendió. Él, en un momento de su locución, pensó en la cocaína: en amapolas y erutos cleptómanos y vaginas blancas como la nieve.
Le dejó el resultado del recado sobre la mesa –un kilo de pan migñon, una cerveza cara y un vino fino, un kilo de milanesas de carne y otro de pollo, y un alfajor costoso pero delicioso-, se sacó la campera, la bufanda y el sueter –en ese orden, para no alterar la formación de su malformado cuerpo-, y se fue a su habitación a esperar la cena, a hacer el duelo del termo de mate que acababa de finalizar y a construir la ansiedad que le generaría la última de las cuatro comidas. Su madre, mientras él subía las escaleras del departamento en dirección a su habitación, mientras ella bajaba unos peldaños en las escalas de su idealización, le comentaba que, a colación del machista comentario del carnicero, ella estaba dirigiendo una investigación sobre género y des-generamientos, una investigación en donde la investigadora más joven que tenía en su equipo –insoportable, tiene veintinco años y piensa que se las sabe todas, que, como suele decirse, va a comerse el mundo, cuando este ni siquiera está interesado en picarla como aperitivo, le dijo, para su total indiferencia- había presentado un proyecto de investigación a una convocatoria en la que no había tenido suerte, porque la política académica no es lo mío, yo estoy muy formada intelectualmente pero cualquier monigote con una carrera de grado, que haya realizado un par de funciones políticas en la universidad, ya suma más puntos que todos los que yo puedo sumar por todos los escritos, ponencias, publicaciones, maestrías y doctorados que realicé en mis más de veinticuatro años en la docencia y la investigación. Él le dijo: mirá vos, ni la miro, dio media vuelta y se fue diciéndole con el cuerpo: si te he visto, no me acuerdo, menos vale autoreferencialista conocida, que ermitaño por conocer.
El ermitaño es una persona que posee poco capital social, pensó, ya en su habitación, la que compartía con su hermana primera la menor. Enfrente estaba la biblioteca atiborrada de libros, la cual cada día lo amedrentaba menos, y a su derecha la puerta del dormitorio, la que se abrió en un despliegue sin solución de continuidad. Mientras lamía las últimas sobras de la ocurrencia que lo había ocurrido a él más que ocurrírsele a él -la que extendía con desconocimiento de su destino el recuerdo del alemán y el belga-, la empleada doméstica abría la puerta de su cuarto para avisarle que tenía visitas, que bajara pronto, que no demorara lo que solía demorarse cuando ella -todas las mañanas- lo despertaba y esperaba en la puerta esperando que se levante.
Como desde hacía seis meses, en la tardenoche de todos los días que cada día se parecían un poco menos a la muerte para asimilarse un poco más a la vida, lo había venido a visitar Laura, con su culo radiante y su grado de dilatación del mismo tan bajo, tan buena muchacha que era, tan buena chica de familia, tan correcta y respetuosa.
Su madre, a juzgar por los consumos simbólicos de la amiga de su hijo, no juzgaba lo mismo, no podía aceptar que aquel, todos los días, después del segundo termo de mate y antes de la cena, recibiera la visita de esa chica que entraba con todas sus potestades a su propia casa. Ella, cumbiera, no contaba con el beneplácito –bene, Plácido, molto bene- de ella, investigadora formada y destinada a la formación. A él esto poco le interesaba: la única vez en el día que bajaba las escaleras del departamento de su madre prácticamente corriendo, cediendo al riesgo de caerse y prolongar por otro semestre los ya dos años de recuperación, era cuando ella tocaba el timbre y esperaba detrás de la puerta, con las manos en los bolsillos de la campera negra, recién llegada del trabajo, ese trabajo del que él se podía abstraer por los cinematográficos viajes por el sur de su padre y los meritocráticos ámbitos en los que se manejaba y regodeaba su madre. Para un hijo no hay nada peor que una madre, había empezado a pensar en el último tiempo, ese tiempo en que había vuelto no sólo recordar sino también a reflexionar, a flexionarse intelectualmente, a pensar.
Le abrieron la puerta de su habitación, le dieron el aviso –no maten al cartero, solía repetir su padre, cuando traía, a su madre, las malas noticias que los psiquiatras producían industrialmente en sus épocas de internación, desintoxicación y resubjetivación-, y bajó corriendo las escaleras de madera. Ella estaba allí, solitaria pero radiante, hermosa pero disimulada, padeciendo el vacío que tanto su madre como sus tres hermanas –la sirvienta era un poco menos cortesana y solía saludarla cortésmente, le preguntaba cómo andaba y cómo le había ido en la jornada laboral, le ofrecía un vaso de jugo o de gaseosa o de agua- habían construido a su alrededor. Él le daba un beso en la mejilla, bien lejos de los labios –tenía novio y él no estaba seguro de todavía poder cumplir con una muchacha-, y, dado que los seis meses -además de bebés seismesinos- también construían confianza, y la invitaba directamente a subir a la habitación de él y su hermana, que ahí vamos a estar solos y tranquilos, vamos a poder hablar largo y tendido. Ella, políticamentecorrecta, a pesar de su cumbierismo, le contestaba que sí, que claro, que como quieras, y así subían, él adelante y ella atrás. Una verdadera pena, para él, pero una gran tranquilidad, para ella.
Desde hacía seis meses, desde que él la vio pasar por debajo del balconcito del livingcomedor de la casa de su madre y la llamó, y ella subió y charlaron, y quedaron en salir y salieron, y fueron a tomar unas cervezas y se divirtieron, ella era la única visita de todos los días que él recibía. Metódicamente, ella salía del trabajo a la tarde, postergaba día tras días las obligaciones con su novio, y se dirigía a su casa, sabiendo que en ella nadie la iba a recibir bien, salvo la mucama. Pero sabiendo, también, que él estaba arriba esperándola, pasando la tarde entre dvds de Bob Dylan y los programas de prensa rosa de la siesta, padeciendo cada día menos –pero aún así padeciendo- el piano de su hermana –donde Schubert ni pintaba y Bartók era la banda oficial de sonido del hogar- en la parte inferior de la casa de dos pisos de su madre, esperando que ella tocara él timbre para bajar las escaleras a las corridas y subirlas igual de envalentonado. Pero ahora acompañado, como si se hubiera corrido -como si hubiera acabado- en su panza, después de coger apasionada pero dulcemente, frenética pero respetuosamente. Como hacen el amor los hombre de izquierda, había dicho un locutora y conductora de programas radiales y televisivos del principal emporio mediático del país. Licenciada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, ella.
Él, en cambio, así como había recordado a filósofos y literatos, y bromeado con sociólogos propios del afrancesado College du France, se estaba desdiciendo de algo que acababa de pensar, en silencio, por dentro, con ella enfrente, sebándole mates y haciéndole compañía, hablando cuando hacía falta, y sino, simple pero complejamente, partiendo en dos el silencio circundante, no interrumpiéndolo, besándolo sin acercar sus labios. Se desdecía de esto de coger –hacer el amor, acotaba que acotarían los puritanos- respetuosamente. No creía en el respeto. Menos el respeto en la cama. La educación por parejas que su madre y su mejor amiga, por un lado, y Schubert y Dylan y Calamaro, por el otro, le habían impartido, lo convertían -además de en el prototipo del producto producido fordianamente por los manufactureros colegios secundarios humanistas- en todo un joven respetuoso. Con el paso de los años -y de los polvos-, por momentos más y por momentos menos, había comenzado a poner sobre el telar de la duda esas influencias, las pertinencias del respeto en la cama, ahí donde las leyes eran esquivas e inmanentes y desconfiadas de cualquier trascendentalidad que excediera ese ámbito de aplicación. Ahí, en fin, en el amor, en la cama, donde el respeto, como el prurito, no sólo que de poco servían, sino que resultaban absolutamente inservibles. La cama era un territorio de excepción, había comenzado a pensar. Como un campo de concentración, agregaba, y no se atemorizaba por la comparación.
Algo había cambiado. O, mejor, algo estaba cambiado. Algo, de nuevo, lo emparentaba con el postadolescente que se mataba a pajas pensado en la tetona y culona que se la había chupado y se había cogido en el baño del colegio -escapados de la clase de Latín de la señora Fernandez-, o en la amiga de su madre que decidió mostrarle a ella y al resto de sus amigas la nueva lencería que se había comprado esa tarde, la misma que esa noche estrenaría con su marido, quien tendría que arrancársela con los dientes y el alma para estar a la altura de las circunstancias, la cama y los polvos. Es decir, con lencería nueva, como mínimo, tres, pensó él, y ella ya le estaba reclamando el mate, que no es mamadera de beba, le dijo, para sumar porotos de soja a su favor.
-¿Por dónde andabas? –le preguntó, mientras se cuidaba de no volcar agua, sino después su madre también le echaría la culpa de ensuciar lo que limpiaba la mucama-.
-No, por ningún lugar en especial –le contestó, evitando (con un firulete clásicamente tanguero o futbolístico) su pregunta-.
-No dijiste palabra en diez minutos, entre que tomé mi mate, te cebé el tuyo y estuviste como cinco minutos con el mate en la mano. Enfriándolo.
-Bueno, es cierto, pero sería largo de contar y fatigoso de escuchar. Créeme –remató, pretendiendo hacerse de la virtud de la vehemencia y la confianza-.
-Tengo tiempo y paciencia. Tiempo hasta la noche, cuando vos cenás, y paciencia de por vida, por esto del dicho más largo que esperanza de pobre.
-Tenés tiempo para saber si lo que buscás termina en algo –le acotó, de vuelta, más para él que para ella-.
-¿Eh? –preguntó sorprendida, cebándose un nuevo amargo con gusto a café, y esperando, expectante, con los ojos como dos centellas a media marcha, su respuesta-.
-No importa, una canción.
-Me respondés una vez más que no importa o que me olvide y, antes de irme, te tiro el mate caliente en las bolas.
-Bueno, precisamente a colación de eso venía lo que estaba pensando cuando me dijiste que estaba distraído, o que estaba pensando en algo que no te quería contar.
-¿Estabas pensando en que te tire agua caliente en los huevos? Me parece un poco doloroso, pero si te gusta lo podemos hacer. Contá conmigo –le dijo, y él volvió a recordar porqué, en la secundaria, le había gustado tanto, porqué había estado tan enamorado de ella y no sólo de su culo, porque ese comentario chistoso, como la pregunta de una bella mujer no poco infantil sobre los balanceos estéticos entre una persona y la otra, lo mataba a risas-.
-No justamente, -le respondió, apurado, sonriente-, pero gracias por tu disponibilidad. Estaba pensando, no tanto en las diferencias entre el amor y el enamoramiento, sino en las relaciones entre el respeto y el amor, y recordando, entre otras cosas, que el respeto, como tantas otras cosas, no tiene nada que hacer en la cama, en el acto sexual a punto de consumarse o en plena consumación.
-Que el respeto en la cama está más desubicado que chupete en el culo, o sea. Eso es lo que querés decir, ¿no?
-Bueno, yo no diría de esa manera, pero, sí, claro, hablaría de desubicación, de falta de oportunismo. Quizá, tal vez, mejor, de impertinencia.
-¿Y en eso estabas pensando cuando estuviste diez minutos en las nubes sin decirme palabra y sin devolverme el mate?
-Sí –respondió él, monosilábicamente, monocordemente, casi policíacamente, a centímetros de sus afirmativos y negativos tan indudablemente poéticos-.
Llegó la noche y, así como la empleada doméstica lo hacía para despertarlo y obligarlo a que bajara, su madre –notoriamente desagradada por la visita- subió a la habitación de dos de sus hijos, dónde se encontraba su hijo mayor en su cada día más empinada recuperación, a avisarle que la cena ya estaba lista. Eso era una indirecta para que ella, con sus discos de Antonio Ríos y su culo al que tantas pajas él le había dedicado, se fuera. Y así fue. Así lo hizo. No sin antes despedirse de él y quedar en verse mañana, cuando se repetiría, naturalmente, la misma escena de hoy y de hace seis meses: que ella saliera de su trabajo, dejara encerrado en los laberintos de la indiferencia a su novio Paulo, y fuera su casa, donde sería mal atendida pos sus hermanas y su madre pero correctamente recibida por la empleada doméstica. Ahí, él bajaría la escalera a las corridas, la saludaría efusivamente, y la invitaría a subir. No para coger sino para platicar. Él iría adelante y ella atrás, para lamento de él, que siempre quiso y seguía queriendo correrse sobre su posterior. Y así todos los días de los últimos seis meses. Así cada semana y cada mes. Pero siempre que paró, llovió.

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