martes, 30 de septiembre de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven, Cap. XIV, anteúltimo capítulo: Efecto grabador.


Las traviatas para contactarse con su ídolo adolescente fueron perforadas. Su madre, haciendo abuso de los desconectados contactos que su cargo en el prestigioso centro de investigación le deparaban, intentó comunicarse con los viejos de la edad de Evita, Guevara y Kobain -especialistas en obtener un sombrero a cambio de enterrar la cabeza con la suela derecha del pie-, pero los intentos fueron infructuosos. Finalmente, si a todo santo le llega su San Martín, su Cabían no iba a sufrir por nadie más que por ella. Su padre, mientras terminaba de regresar mentalmente de sus vacaciones más que labores en la patagonia cinematográfica, movía los hilos que pendían de sus manos en la industria cultural autóctona, pero los títeres no tan títeres estaban de paro. A la ausencia de guiones, ausencias en los estudios de grabación, y de esa forma las cámaras de los dos tipos iban a comenzar a contemplar sus reivindicaciones. A meses de recibirse y engrosar las filas de la intelectual mano de obra desocupada, estaba mucho menos solo pero igualmente incomunicado con el objetivo con el que no pretendía más que una conversación. Sí un dialogo de amigos, no una discusión.
Ellos, en su infancia, se habían comunicado mediante cartas. Vivían en el mismo barrio, aunque un par de décadas los separaban, por lo que él las escribía y su madre se las alcanzaba a la madre de aquel, vecina de la manzana. Ella, cuando veía a su todavía joven pero ya masivo hijo, se las entregaba. Este nunca dejó de responderle ni una sola carta. En ocasiones, con una semana de dilación, en otras, con meses de separación entre el envío y el acuse de recibo, pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. El le escribía sobre sus cuatro discos escuchados, sobre sus gustos musicales en común, sobre lo mucho que le gustaba Schubert. Aquel le respondía agradeciéndole modestamente sus comentarios, y enviándole recuerdos a su familia. El escribía sus cartas debajo de las camas, con la luz apagada, congelado por el frío invernal que subía del piso. Pensaba que la escritura de una misiva era lo suficientemente privado como para que nadie lo observara haciéndolo. Y su casa no era un sitio particularmente tranquilo. Mucha gente en poco espacio suele resultar una indeseable combinación para quienes desean soledad y aislamiento. Entonces, cuando su habitación estaba ocupada, todavía en su casa de padres y madres no divorciados, porque su padre se encontraba rompiendo el piano sobre el que había tomado seis años de clases que poco habían cooperado con su ductilidad musical, se colaba en el cuarto de sus tres hermanas, se deslizaba debajo de la cama, arrojaba primero las hojas y luego la lapicera, y ahí se pasaba horas, escribiendo una y otra vez la misma carta, docenas de versiones de una misma escritura que precisamente por la variedad jamás era la misma. Jamás lo descubrieron, nunca nadie de su familia -ni siquiera su madre- supo desde dónde escribía las cartas, era una especie de exiliado postal que, de todas maneras, hacía llegar sus gestos de llamado de atención a sus destinatarios. Con los años, el arma de doble filo de poseer un lugar a salvo del mundo dejaría de ser una suerte para convertirse en una suerte de pesadilla, las hojas de papeles se trocarían por papeles de cocaina de mala calidad, la birome por tijeras que observaban sus flacas muñecas con un deseo comparable al de un adolescente virgen mirando desnudarse a la muchacha con la que está a punto a perder su inocencia, el frío del suelo por escalofríos que le recorrían el cuerpo y le estallaban la cabeza.
Su ídolo adolescente nunca le respondió una carta de puño y letra. Pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. Prolífico y humilde, le agradecía la molestia tomada por él y el resto de la familia. Le recordaba que había mucha, demasiada música para escuchar, y que ya no le iba a alcanzar la vida para hacerlo. Pesimista aquel, optimista él, no le gustaba nada cuando leía eso. Lustros después, cuando comenzara las barbaries universitarias, entendería un poco más lo que había pretendido decirle, reinterpretaría el pasado epistolar que los unía y distanciaba. Eran románticos poetas malditos escribiéndose cartas en el siglo del teléfono, el ferrocarril y el socialismo, de la lucha armada y el fascismo. Aquel, hijo de un exministro de economía convencido de las bondades de las letrinas que los países desarrollados coliteaban sobre los países arrollados por el desarrollo de aquellos, había salido del secundario hacia pocos años, y, con poco más de veinte años, era un referente de la escena cultural local. Luego de seis años de colegio, en donde sus lecturas de Pascal, Nietzsche y Pavese marcarían su futura carrera musical, se había largado a la confección de discos solistas, estrellas de una sola punta que pocos compraban pero todos escuchaban. En las aulas del Nacional, en donde había compartido pupitre con un joven que poco tiempo después sería uno de los sociólogos más destacados del escenario poético nacional, había perdido los seis más largos años de su vida, a pesar de las sierras de cigarros de marihuana fumados en el baño. En su banda de juventud, un trío formado por dos estudiantes de una soleada escuela y él, avanzaron en la confección de un movimiento que veinte años después sería hegemónico en el rock local. Ya desde el nombre, Atando cabos, sentaban posición sobre quienes pretendían que los escucharan, porque la suya era una música para ser escuchada, no para bailarse, una música que se recepcionaba sentado, moviendo el pie por debajo de la silla, no parados, transpirados, a los gritos. Aunque la banda resultara ecléctica -una bolsa de gatos, había dicho un vecino que se indignaría por cajones incendiados y olvidos conciliatorios-, ya que se movía entre el folklore, el candomberock, el jazz, el pop y la cumbia, no dejaba de ser una música para escuchar calmo, con un copa de vino, en un teatro más que en un estadio. Hinchas fanáticos de Boca, jamás perdonarían una tribuna más que una puerta atascada, aunque sus padres agradecieran la tranquilidad con la que se caminaba por la ciudad.
La ciudad se rindió ante uno de sus hits. El disco, que llevaba el nombre de una materia del colegio en el que uno de los tres había padecido los seis años más disciplinarios de su vida, se vendía hasta en los supermercados, que ya empezaban a reemplazar a los anarquistas almacenes de barrio. La canción agraciada, filosóficamente preocupada por la ausencia de autoridad sin obediencia, hizo explotar los charts radiales. El continente estaba a sus pies. Como las groupies, madres de fanáticos, ex compañeras de colegio. Su ídolo adolescente jamás le perdonaría a sus padres que lo hubieran enviado al Nacional y no a la soleada escuela, que le hubieran privado de la experiencia de ser echado por estar tomando merca en el baño, que le hayan robado las clases de pintura expresionista y las lecciones de piano de un músico clásico. Buena parte de sus compañeros no estarían para escuchar sus reproches, pero, al tiempo que confundía izquierda y derecha, una mano y la otra, se filmaría recriminándole eso a sus padres, minutos antes de cazar la guitarra y, sobre la cama de su habitación en la casa de su madre, tocar un tema sobre gobernadores narcos, futuros presidentes y cabezas lyncheanas. El cine de Lynch -escribió en el texto de su primer disco-, no hace más que hablar sobre cabezas, motivo por el cual, bienvenidos a esta, a esta y a esta otra, pasen ustedes que serán bien venidos, los haremos sentir como en sus respectivos hogares, no se arrepentirán de haber emprendido este trip y haber llegado sanos y salvo a destino. Antes de que él se volviera un obsecuente del cine lyncheano, una de sus influencias adolescentes ya lo había sido. O porque una de ellas ya lo era fue que él lo fue.
Una de sus tres influencias adolescentes, contemporánea de Los Beatles, sucesora de Shubert, había cumplido una trayectoria educativa ejemplar, insubrayable. Paralelamente a sus sixtinos estudios secundarios, desarrollaba su carrera musical que, ya por entonces, navegaba viento en popa. Una vez terminados los primeros, y continuados los segundos, comenzó una carrera universitaria -donde se leía Pascal y Nietzsche- que terminó a los seis años, como Dios manda. Luego de esta, cuatro discos, contemporáneamente con su maestría y respectiva tesis, después el inicio del doctorado, y, finalmente, el forzoso exilio estético. El país, disfrutándolo, no estaba preparado para su música. El EstadoNación galo lo acogió, donde finalizó sus estudios metasuperiores, obtuvo una nueva beca, perpetuó la fuga con un postdoctorado y editó cuatro nuevos discos antes de volver al país, exitoso, poniendo a prueba el dicho sobre profecías autóctonas, continuando la composición de su música atonal, de sus libros dialogados, de su cine clase subalterna. Cuando las paredes del mundo comenzaban a resquebrajarse, y las cartas empezaban a dejar de ser escritas, volvía al pago natal, perpetraba el patetismo santificada y creyentemente impugnado, regresaba a disfrutar de las buenas empanadas acompañadas de un mejor vino que halagaba la mesa familiar.
No sé le hacía nada fácil ponerse en contacto con su ídolo adolescente. A las frustradas gestiones de sus progenitores, se sumaba el aislamiento de su ídolo, su encierro en territorios bombardeados por submarinos. El objetivo de su búsqueda estaba a determinados pies del piso, entre un piano y un chorizo seco colgando de la parte trasera de la puerta de la cocina, y él ya no tenía acceso a esas alturas: había vuelto a ser un niño correcto, uno de esos niños que si, por alguna anomalía -porque su vestimenta demarcaba su pertenencia clasemediera-, son parados por la policía, no son llevados a la comisaría, no son demorados, son dejados en libertad, con pertinentes pedidos de disculpas de por medio -¿sabe usted con el hijo de quien está hablando?-. Él no podía llegar y, su vida vuelta de la muerte, nada le interesaba más en el mundo.
Intentó escribiéndole una carta a un destinatario que sabía que había sido otro de los remitentes de su ídolo adolescente. No hubo caso. Si bien algunos informantes claves le hicieron caso y le dieron la dirección postal del remitentedestinatario, este, a diferencia del ídolo que los conectaba, no le respondió su misiva, y eso que es de buen caballero responder una carta. Si las cartas de amor se responden o se devuelven, las cartas a secas se contestan o se contestan. Aunque más no sean dos líneas, aunque más no sea un acuse de recibo. Si el saludo o el beso sí se les niega a quienes así no lo merecen, la respuesta de algo que llega no se le rechaza a nadie, ni siquiera al más desaparecedor de los torturadores, ese mismo con el que jamás se compartiría una mesa, mucho menos una reunión, muchísimo menos un acuerdo político para instrumentalizar el movimiento -reflotándolo de los húmedos fondos en los que los mismos reflotadores lo habían hundido- para hacer de él un bálsamo en mitad de la tormenta, un salva-vidas para alguien que daba muerte, un flotador para quienes no preguntaban a los paracaidistas con el preservativo pinchado si sabían nadar antes de largarlos en cabarets de mala muerte, en donde ni siquiera se tocaba jazz, en donde ni siquiera había un piano y un pianista, sólo bailarinas que no eran tales y cuyos bailes de falda dejaban mucho que desear, tanto como sus cuerpos que no tenían punto de comparación con el de su repitente compañera de secundario, su estilística profesora de tenis, su amiga de colegio. Fue Laura quien, cuando parecía que se estaba ahogando, cuando parecía que se estaba volviendo a enredar en su propia bufanda, le tiró una soga, una vieja madre encerrada en el cuerpo de su enfermizo hijo. Su madre, una sacrificada costurera que había perdido su trabajo cuando los bombardeos topográficos de los submarinos azules de la aviación flemática, trabajaba, desde entonces, como empleada doméstica. De sirvienta, como le decía el ala reaccionariaconservadora de la familia a su mucama. Si Laura, en su casa, sólo era bien recibida por ella, quizá fuera por eso, porque sabía reconocer en las personas a las hijas de sus colegas. Pero su empleada doméstica desconocía la profesión de la madre de la amiga que lo visitaba todos los días, tanto como Laura conocía de sobra sus postclásicas empatías para con su ídolo adolescente, antes de que las trompetas liberadas a la improvisación se comieran sus marañas y tardes de escucha. Porque lo sabía fue que no dijo nada. Porque sabía que él se encontraba en la búsqueda fue que no pronunció palabra. Porque se dio cuenta que se estaba volviendo a perder, al volver a encontrarse con una cortina que no podía deshierrar, una muralla que no podía medir, una pared que no podía derribar a martillazos, fue que abrió la boca, resumida pero contundentemente, con una economía de palabras de la que él siempre adolecía, de la que alguna vez se había hecho acreedor pero a muy alto precio, de la que ahora, de nuevo, era un extranjero en su propia patria, un marroquí en Francia.
La madre de Laura, Elvira, trabajaba como empleada doméstica en la casa -el departamento- de su ídolo adolescente. No habían sido pocas -ni zonzas- las cosas que le había contado de él a su hija, quien, como un cable a él, después de que se reencontraran y retomaran el contacto, se las había transmitido. Y todavía hay quienes siguen dudando de la vigencia de la transmisión. Le había contado sobre un piano, arropado la mitad de su cuerpo por una sábana blanca, un piano sin cola, sábana sobre la que en el departamento estaba prohibido hablar o preguntar. Le había contado sobre un teclado, un teclado que disparaba sonidos de circo o melodías alegres y agudas, un teclado que nunca dejaba de ser tocado, un teclado nunca paraba de ser instrumentado las veinticuatro horas del día. Una guitarra, que nunca nadie se había olvidado ahí, acompañada por latas de gaseosas achicharradas y esparcidas por todo el departamento, que poseía la calcomanía de un toro debajo de las seis cuerdas, una guitarra que un torero le había regalado en su exilio galo. En el departamento no había una sola biblioteca, no al menos una biblioteca poblada de libros. Había un mueble de madera en donde se apilaban verticalmente casettes vhs de películas clásicas. Había una musicoteca repleta de discos, una cantidad de discos que ningún ser humano -en su sano juicio- podría escuchar en su vida entera, aún si comenzara a hacerlo –obsesivamente- a los ocho años y no dejara hasta la hora de su muerte. Estaban, también, las persianas bajas, en clara señal de ruptura de relaciones diplomáticas con sus vecinos. El edificio era una señorial pero modesta construcción de comienzos de siglo de no más de cuatro pisos, en donde todos los vecinos se conocían entre sí, y no faltaban las viejas abuelas que llamaban a la policía porque veían más que olían a jóvenes indecentemente vestidos fumando cosas extrañas en el kiosco de la esquina. Esa misma abuela, cuando su nieto fuera a visitarla todo el fin de semana, le cocinaría hamburguesas en panes de hamburguesa con huevos fritos, lechuga, tomate y gaseosas. De postre, kiwi o naranja pelada y cortada. O ensalada de fruta. Su ídolo adolescente odiaba las abuelas, nunca había sido su predilecto. No menos odiaba a las madres, quienes le alcanzaban sus cartas. Nunca había sido, tampoco, el hijo preferido de ellas.
Elvira le contaba eso su hija y Laura, como era de esperarse, cuando esperó lo suficiente y se convenció que era el momento exacto en que debía hacerlo, se lo contó a él. Sus ojos, medalleramente, se abrieron como el dos de oro. Sólo por azar no besó sus labios, no pasó su lengua por la superficie de los labios de Laura, no posó sus labios sobre su sugerente boca. Todo lo que tanto él como su familia habían intentado no había resultado y los resultados, inverosímilmente, le habían sacado la mano pero le ofrecían un resistible abrazo de oso, le corrían la silla pero lo dejaban correr de aquí para allá en una búsqueda de su ídolo adolescente que ya se había tornado más imposible que improbable. Laura, cuyos deseos de que él volviera a caer en los recaimientos ya conocidos era inversamente proporcional al cariño que le profesaban su madre y el resto del harén femenino de la familia, pensó que era el momento de tomar la palabra y decirle, bueno, mirá, mi vieja no es investigadora pero es la sirvienta de tu ídolo de adolescencia, para que él se la quedara mirando anonadado y le corrigiera sirvienta no, mucama, lo mismo da, le respondió Laura, no, no es lo mismo, retrucó él, no es lo mismo decir una cosa que decir la otra, bueno, concedería ella, la cuestión es que ella es la empleada doméstica de tu ídolo adolescente y, teniendo en cuenta que no se los hizo nada fácil ponerse en contacto con él, no sé, yo había pensando que, por ahí, si a vos no te molesta, yo le podría pedir a mi vieja si no me hace el favor de preguntarle si no le molestaría recibir a un pibe que, además de ser fanático de él, yo ya no soy fanático de él, interrumpió él, bueno, está bien, se autocorrigió Laura, que, además de haber sido muy fanático de él, está haciendo un trabajo para la facultad relacionado con su música, y, bueno, eso, si no le molestaría cederle una entrevista, charlar un rato con él. Cuando terminó de hablar, se la quedó mirando como se queda mirando sólo lo que no se puede terminar de escudriñar o apreciar o entender, como se persiste en la mirada cuando una belleza magnética persuade de no separar los ojos de ella, haciendo de ella todo lo que hay por observar, negando las relaciones de fondo y contenido, porque ella es todo, el fondo y el contenido, la forma y el contenido, el ying y al yang, el beep y el jazz, el ton y el son, Perón y vos. Debería estar prohibido haber vivido y no haber amado. Separó, sólo por un par de segundos, sus ojos de ella, y le dio las gracias sin decir palabra. Uno de esos momentos en que las palabras ya no sólo esconden, ya no sólo sobran, ya no sólo molestan, sino que no existen. Habían llegado al punto de la comunicación, sino telepática, empáticamente silenciosa, musicalmente íntima. El punto en que las palabras no existen y deben buscarse o inventarse nuevos medios -que son fines- de comunicación. En punto en el que se le encuentra el puntito a lo que no hay color.
Habiéndole agradecido sin palabras, aceptó su propuesta con un escueto sí. El, que se burlaba del ascetismo estético bauhausiano, que caía rendido a los pies del brillo sobrecargado, no encontraba palabras -al tiempo que perdía los últimos resabios de reparos para con Laura- ya no sólo para agradecer su gesto sino incluso para aceptar su ofrecimiento, para poner primera a su Ford T y salir viento en popa al encuentro de su ídolo adolescente, de su piano demacrado, de su guitarra torera, de su viejo televisor arrojado por el pulmón del edificio. Recordó, en un flash under, cómo las voces del suicidio lo llamaban desde un primer piso para que comprobara desde un sexto piso cómo podía volar, para que probara sus alas de ángel santo más que virgen sobre los techos del barrio de Almagro, a pocas cuadras de donde acababa –siempre acababa- de ser secuestrado Silvio Frondizi, el hermano del presidente del que el padre de su ídolo adolescente había sido ministro de economía, hermano del que su adolescente ídolo también resultaba simpatizante, Cangallo y Río de Janeiro, a pocas cuadras de Parque Centenario. Recordó eso y borró el recuerdo despeinándose su ya despeinado cabello castaño claro enrulado. Volvió a mirarla a los ojos y entró adentro de ella. Desde adentro le dijo muchas gracias. Volvió a salir y le repitió su aceptación. Le ofreció poner una pava de mate pero era tarde y tenía que ir a encontrase con su novio, Paulo. La historia se repetía pero no exactamente. Verbigracia, la historia no se repetía.
Elvira, que adoraba a Paulo porque era del barrio y conocía a toda su familia, porque habían crecido prácticamente juntos con Laurita, porque era un buen muchacho que jamás le haría mal al corazón de su hija, aceptó el pedido de esta última y, después de cuatro días en los que estuvo a punto de comenzar a hablar pero en los que por timidez guardó silencio, después de cuatro días en lo que estuvo a punto de pedírselo pero por respeto al patrón no dijo nada, le preguntó si le molestaría que un muchacho joven, amigo de su hija, estudiante universitario, que estaba haciendo un trabajo para la facultad en relación con su música, cuando él pudiera o quisiera, viniera al departamento o a donde él dijera a charlar un rato con él, a hacerle unas preguntas. Su ídolo adolescente, parco como se encontraba en ese periplo, la miró seco y fijo y, moviendo la cabeza de arriba para abajo, asintió sin abrir la boca. Estaba sentado al sillón tocando el teclado con la guitarra torera al lado, mientras la mesa estaba repleta de bolsas de orégano, bomboncitos con tiza en su interior y pastillas para el mal aliento. Elvira se lo agradeció con la baja cantidad de palabras que su patrón le había antepuesto como una de las dos únicas condiciones para su contratación, y continuó con la limpieza del desmueblado departamento, en el que él vivía sólo seis de los doce meses del año. El resto de los meses los vivía en el galo país. La otra condición fue la discreción.
Elvira se lo dijo a Laura y ella a él. El no le caía nada bien a Elvira, pero ella, por respeto a su hija, jamás dijo nada, ni a él ni a Laura. Fueron contadas con la mitad de los dedos de una sola mano las oportunidades en que él visitó la casa de Laura y Elvira, por lo que esta última se veía obligada en muy pocas oportunidades a fingir hospitalidad a una persona a la que ni siquiera quisiera abrirle las puertas de su casa. Cuando ellos se sentaban en la mesa de la cocinalivingcomedor a tomar mate con bizcochitos de grasa, Elvira les acercaba el mate, el termo y el plato con galletitas, pero no se sentaba a la mesa a compartir charlas y rondas. Yo no me sentaría en su mesa, alguna que otra vez le dijo a Pedro, su esposo, el padre de Laura. Madre, me parece que estás exagerando, le respondió Pedro, en una de las dos oportunidades en las que su mujer le dijo eso, una tarde en la que el encuentro no sucedió en su casa sino en el hogar de Laura. Papi, ¿cómo me decís eso? ¿No viste cómo nos mira este pibe, con la distancia y la suficiencia que lo hace? Ni mi patrón me mira así. Este mocoso es un pedante de mierda. Además, escuchame un poco, desapareció por seis años, después de que terminaron la secundaria no se le vio más el pelo, y ahora que anduvo un poco mal, porque seguro que fue mucho menos grave de lo que él y su familia dijeron, porque estos son requeterecontra mantequitas, aparece de vuelta, se acuerda de la nena, le chifla cuando Laurita pasa en bicicleta por debajo del balcón de su casa, como me contó la nena. Abrase visto, si desaparecés desaparecés, hacete cargo, ¿qué es eso de borrarse y aparecer sólo cuando se necesita ayuda, cuando andás mal de salud o se te pasó la calentura con el pibe o la piba con la que cogías? En la vida hay que ser un poquito más digno y coherente, sobre todo coherente, si elegís algo, bueno, te felicito, suerte con lo que elegís, que te vaya bien, pero, si después te va mal, no hay tu tía, a llorar a la iglesia, no se puede estar en misa y en procesión, haciéndote el intelectual y requiriendo de la nena todos los días, las dos cosas no se pueden, no, las dos cosas no. Gorda, no te metas, son cosas de la nena, es su vida. Sí, es su vida, pero, fijate, ahora este muchacho, después de lo que le pasó, después de haberse recuperado, en lo que tuvo muchísimo que ver Laurita, volvió a la facultad, y, para un trabajo que tiene que hacer para ella, tiene que hacerle una entrevista o algo así a mi patrón, y, fijate vos, su familia intentó ponerse en contacto con él pero no pudo, claro, si el tipo está encerrado en su departamento desde hace seis meses y no sale ni a la calle, los únicos, atendeme Pedro, los únicos que, además de él, tenemos la llave del edificio somos un periodista amigo suyo y yo, y, claro, como su familia no pudo contactarse con mi patrón, y como Laurita se enteró de eso por él, y como ella también sabe que yo trabajo para él, me pidió el favor de si no le podría preguntar, por favor, si no le hacía el favor a un joven que era fanático de su música de darle una entrevista para un trabajo de la facultad, y, por supuesto, uno es buena gente así que lo hice, y mi patrón, obvio, como también es buena persona, viste que yo no trabajo para nadie que sea mala gente, no tuvo problema, me dijo que sí, que vaya cuando quiera, así que, fijate vos, es cosa de la nena, es su vida, pero ella le termina salvando las papas a él, y como ella tampoco tiene porqué probar si las papas están calientes o no las terminó probando yo, o sea, yo le termino salvando las papas al pibe este que, te digo, por más amigo que sea de la nena, no me cae nada bien, no me cae nada bien. Gorda, ¿qué hay de comer?, le preguntó Pedro, tirado en la cama matrimonial mirando televisión, después de que Elvira soliloquiera por más de cinco minutos en los que Pedro no hizo otra cosa que zapping, porque no escuchó más que las tres primeras palabras de lo que dijo su esposa y después desconectó, pero se conectó a dar la vuelta la rueda de la fortuna de los canales comenzando y terminando su numeración más de diez veces. El maravilloso invento del mando a distancia. Papi, recién son las seis, ¿ya estás pensando en la comida? Mami, ya lo sabés, con la comida yo soy como con el sexo, pienso en eso todo el tiempo. Te faltó el fútbol y la completabas. Y vos, princesa de mi reino. Princesa de mi reino te voy a dar a vos. Como me gusta cuando te enojás. Sacá la mano, Pedro, que los chicos están en el comedor. Bueno, mejor, están lejos. Sí, como a diez metros. Dale, no te hagas la estrecha, si te gusta. Vos sabés que no es justamente estrecha lo que soy, jamás me dejó de entrar, y muy bien, lo que tenés entre las piernas. Este termo. Bueno, esa bombilla. Ah, estás en chistosa, ya te voy a dar a vos. Pedro, la mano. Dale, si no nos escuchan, soplá el porongo, dale. El porongo, qué caradura. Gorda, no te pases eh, no te hagas la viva. Albóndigas, papi, albóndigas hay de cena, pero antes, mucho antes, hay que esperar primero que los chicos desocupen la cocina, y después que llegue la noche, no te voy a hacer la cena a las ocho de la tarcedita. Como digas, princesa.
Elvira, en no menor medida que su hija, aunque Laura jamás se lo hubiera contado a él, cuando era joven, hacía mucho tiempo, había soñado que, cuando alguien le dijera princesa, ese alguien iba a ser el príncipe de sus sueños, azul o rojo, no importaba, iba a ser el príncipe de sus sueños, alguien que se desviviera por ella y luego volviera a vivir sólo para cumplirle sus deseos, alguien que, después de cocinar un rico asado más crudo que cocido, le guardara los cortes más jugosos en la parrilla del patio, o que, al momento de servir en la mesa, a la primera que buscara con la vista para servir primero fuera a ella, después de preguntarle, ¿y, mi princesa, usted que va a comer?, y el usted no sonaba falso, artificial, impostado, sino radiofónicamente natural, metafóricamente literal, barrocamente simple. Pero la vida no fue como se la había imaginado, y la lucha fue larga y mucha, y por eso no quería que su historia se repitiera con su hija, no quería que ella cayera encandilada a las luces verbales de un joven que hablaba bien pero que, en cuanto tuviera oportunidad, iba a troskcarla por otra, mucho más joven, más firme, más nueva. Por eso adoraba a Paulo y a él lo odiaba, porque veía en sus ojos la potencialidad de hacerle mal a su hija, mientras que los ojos de Paulo no le transmitían más que amor y devoción para con Laurita, ese mismo enamoramiento y cuidado extremo que tanto cansaba y hasta hastiaba a su hija, por eso ella se alejaba de Paulo y se acercaba a él, aunque él la subestimara y jamás la tomara en serio, aunque él le repitiera más veces olvidate que te aprecio, dejá que te estimo, aunque hubiera sido ella, y Elvira, y Pedro, las que le hubieran sacado las papas del fuego y lo hubieran depositado enfrente de la puerta del edificio de su ídolo adolescente para que tocara el 4b y subiera, para que se presentara y le comentara su idea, para que su ídolo le ofreciera marihuana, merca o pastillas y todo volviera a empezar, como en eterno retorno cinematográfico, como en esas historias de amor que justo cuando parecen que están muriendo vuelven a nacer, quizá, porque amores que matan nunca mueren, le respondió su adolescente ídolo, y, entonces, ya lo estaba entrevistando, ya estaba charlando con él, luego de decirle, no, gracias, no fumo, ni tomo, ni aspiro.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Yo no soy hombre de una sola mujer.


Soy hombre de ninguna, dijo rápido y serio, después de despeinarse el pelo y desajustarse la corbata. Su compañero de oficina, cansado, lo relojeó de costado, se llevó un nuevo vaso de cerveza a la boca, y no dijo palabra. Estaba harto de sus derivas derrotistas. Para colmo, con el día que tuvimos en la oficina, este no va a parar de escupirme sus males, este día no podría ser peor. Es así, hermano, ya no sólo que los hombres somos científicamente más románticos que las mujeres sino también que habemos algunos que no somos hombres de una sola mujer porque lo somos de ninguna. Su novia, por tercera vez en tres meses, le había pedido un tiempo. De seguir así -le dijo, mientras su amigo se llevaba un nuevo vaso de cerveza a la boca-, nuestra relación se va a componer más de tiempos pedidos que de momentos compartidos. Es que vos la atosigás. ¿Qué te volviste, lopezrreguista?, ¿te ponés de su lado? Pero no seas brujo, sabés que te lo digo como amigo. Con amigos así. ¿Con amigos así qué, no hacen falta enemigos? Lo dijiste vos. Lo dije yo porque vos no tuviste los cojones de hacerlo. Pelotas, se dice pelotas. Vos sos un pelota. Bueno, gracias. Gracias hacen los monos, gorila. Mirá, un chino diciéndome gorila, la cruza que faltaba. A vos lo que te falta, como te iba a decir, es reconocer que soy tu amigo aunque te diga cosas de enemigos, porque vos no podés tener de amigo a un perro que se te muere a la semana, sos más egoísta que vos mismo en tus épocas menos solidarias. Te recuerdo, Gandi, que los dos estudiamos en Córdoba y Junín, y que el dos mil nueve no vio salir de sus puertas a un solo yuppie sino a dos. ¿Te acordás de las minas de Medicina que estaban en la cola para tomar el ciento seis? Y yo con novia. Vos siempre estuviste con novia, sos un novio crónico. El novio del olvido. Para colmo escuchás Calamaro, si no fueras mi amigo ya te hubiera pegado. ¿Qué problema tenés con Andrés? Con él ninguno, con vos escuchándolo a él todos. Andá a cagar. Andá vos, pelota. ¿Pedimos otra cerveza? Dale.

Te decía, no sé qué hacer, yo la quiero. Ella también. ¿Querés decir que ella también se quiere? Gracioso. Gracias. Quiero decir que ella también te quiere, pero que, cuanto más la persigas, más vas a lograr que comience a dejar de hacerlo. ¿A qué hora cursamos mañana la maestría? A las siete. ¿Salimos antes del trabajo y vamos juntos? Dale. Sí, puede ser, pero tampoco quiero que piense que porque no le presto atención ya no la quiero. Tu problema no es ese, tu problema es que le prestás demasiada atención, tu vida se reduce al laburo, el posgrado y ella, ¿hace cuánto que no jugás un partido de papi, que no perdés conmigo al tenis, que no vas a la cancha? Racing está jugando cada día peor, para colmo Yacob se hace odiar cada día más. ¿Sigue saliendo con tu hermana? Sí. Buen partido. ¿El del domingo pasado?, si el equipo rival no se lo comió porque en el país está condenado el canibalismo. Gracioso. Gracias. ¿Jugamos un tenis el sábado en el campo de deportes? No puedo, tengo el tobillo malo. Esas palabras que te quedaron de tu viaje por España, sonás tan ridículo como Fito Páez diciendo allí en lugar de ahí, o como esos que piensan que son cultos por decir luego en lugar de después, en eso sí que tu Calamaro es menos patético que muchos. En España me enamoré de María Adanez. ¿No decías que sos hombre de ninguna mujer? Vos te tomás demasiado a pecho lo que te digo. ¿Te bancás un ping pong? Siempre y cuando no me apuntes al pecho. A las bolas te voy a apuntar, nenita.

Si seguís transpirando así no vas a coger nunca vos. En todo caso no voy a coger esta noche, y no te hacía tan permeable a los rezos callejeros. ¿Pedimos otra? Dale, con antitranspirante incluido. Chistoso. Se agradece. Jugaste bien, lástima que perdiste. Es que el no jugar hace mucho tiempo al tenis te hace recordar los movimientos de la última vez que jugaste, pero si jugáramos un partido más te ganaría. ¿Qué dijimos de los pajeros postulados contrafácticos? Que los dejábamos para los masturbatorios cuentos literarios. ¿Vos ya habías pensado que masturbatorio rima con mingitorio? Y escritorio. Y aleatorio. ¿Por qué no te escribís un poema? Porque tengo la pluma prohibida. Cierto, el mito romántico de la inspiración y el artista maldito. Así es. Quién iba a decir que de Barrio Norte nos íbamos a mudar a Constitución. Al menos a vos te queda cerca de tu casa. De mi esposa y de mis dos hijos querrás decir. Al menos tenés esposa. ¿Me estás vacilando? Te estoy hablando en serio. Entonces dejá de hacerlo. ¿Pedimos otra? ¿Otra más? Recién es la tercera. Entonces pedí dos, para acortar los tiempos. Siempre tan voluntarista vos, después me aconsejás que baje la ansiedad. La diferencia es que yo ahogo la mía en un vaso de cerveza mientras que vos ahogás en repetidas oportunidades a tu novia en ella. Mozo, otra cerveza por favor.

Dejala en paz, dale tiempo y ya vas a ver como vuelve, solita y sola, porque la que se fue sin que la dejen vuelve sin que la extrañen. Destinalismo y, como si lo anterior fuera poco, concepción platónica del deseo. Maldigo el día que, evidentemente borrachos, acordamos anotarnos juntos a la maestría, cambiar de caminos. Exacto, se trata justamente de eso, de preguntar, voy a preguntarle qué quiere hacer, qué quiere que hagamos de nosotros. No hay nosotros. Entre vos y yo obvio que no. ¿No somos amigos? Está por verse, el próximo partido de ping pong lo define. Me vas a dar la revancha, te quedó la culpa en el ojo. Es que soy tan buen ganador y vos tan mal perdedor. No hay nosotros entre ustedes. ¿Vos me estás vacilando, si fuimos novios durante seis años? ¿Conjugación temporal del verbo utilizado en la pasada oración? No podés ser mitologicista de suponer un presente o futuro sin pasado. A lo pisado me remito. Dale, terminate el último vaso de la segunda cerveza así te doy otra paliza al pingpong. Siempre tan humilde. A seguro se lo llevaron preso y a modesto demorado.

Mejor quedemosnós acá, creo necesitás hablar de esto con un amigo. ¿Ves alguno cerca? Gracioso. Siempre. Te escucho. Yo no tengo demasiado que decir ni hablar, sólo que la quiero, que quiero estar con ella, y que no me imagino compartiendo el resto de mi vida con nadie más que con ella. ¿No te parece un poco demasiado lo que decís teniendo en cuenta que apenas tenés veintisiete años? Me lo dice el casado con dos hijos a la misma edad. Son cosas diferentes. Sí, porque uno es tu caso y el otro es el mío. No, también por cuestiones de historia, de momentos, de tiempos. Sí, es verdad, el día que se casaron por iglesia hacía un día asqueroso: frío, nublado y lluvioso. No, gracioso, de tiempos personales, y esos son los días que a mi más me gustan. Cada meteorólogo con su pronóstico. Así es. Por cierto, ¿cómo anda Lucía? Bien, hermosa, rebien en el jardín, peleándose todo el tiempo con su hermanito menor, la gorda parece un réferi de boxeo cuando tiene que separarlos. Qué mujer tu mujer, tu mujer es mucha mujer para vos, yo todavía sigo sin saber como la conquistaste y la convenciste de que desperdicie el resto de sus días con vos. La verdad, yo también. ¿Sigue con licencia? Sí, hasta dentro de tres meses. Mirá. No sabés el planteo que me hizo Lucía el otro día porque insulté al televisor cuando estaban repitiendo un programa del hijo de puta de Neustadd, y, claro, nosotros no le dejamos decir insultos a Lucía. Tu hija Lucía gorda de enojo por tu incoherencia. Un anoréxico chiste más sobre mi hija y te pongo contra el mostrador. Me parece que todo lo que vamos a poner sobre el mostrador es la cuenta. Pago yo, dejá. ¿Qué vas a pagar vos?, con esposa, dos hijos, una maestría paga y un trabajo de doce horas muy mal pago, olvidate, pago yo. ¿Qué vas a pagar vos?, con tu novia que te volvió a dejar por tercera vez en tres meses, el corazón partió, como Alejandro Sanz, y el mismo trabajo muy mal pago de doce horas que yo. Pago yo. No, pago yo. No seas machista, pago yo. Mirá quién vino a hablar, la abanderada queen del feminismo, pago yo. Yo estoy sufriendo por amor, no puedo ser machista, pago yo. ¿Lo dejados librado al ping pong? Mozo, pagamos las cervezas y otro pingpong, por favor.

10/09/08, Bs. As.

martes, 2 de septiembre de 2008

Cuando parecía que la postergación se comía la novela, Cap. XIII El día que Dalila le enseñó música a Beethoven: Carnet de membresía.


Los tiempos universitarios no se encontraban tan lejanos. Los tiempos universitarios nunca se encuentran lejanos. La universidad siempre está cerca. Sus aulas siempre están más cerca de lo que se piensa. Después de meses de recuperación, de rehabilitación psicosomática, de madres, hermanas, padres y empleadas domésticas girando a su alrededor como un rombo drogado, él había comenzado a dar nuevas señales de vida. No tanto por la internación psiquiátrica, o por las pastillas que habían hecho de su históricamente flaco cuerpo un estómago más barrigón que seductor, sino por su vieja compañera de secundaria, por su culo y sus charlas, por sus gustos y los disgustos de los que sistemáticamente lo privaba. Él había sido un joven -atravesado por el trasvasamiento generacional atravesador- que había hecho de la dificultad un culto, un altar al que sólo dificultosamente -y en muy pocas oportunidades- pudo acceder. Pero fue una muchacha que hacía fácil lo complicado, como un eximio futbolista sudamericano en un verde césped europeo, quien lo salvó de sí mismo. Ella, que tenía tanta idea de la Bauhaus y el menos es más como del neobarroco y del más es más, fue quien le tendió una mano, ya no cuando se estaba ahogando, sino cuando bien estaba en la superficie pero apenas sí podía mantenerse a flote. A él le gustaba mucho nadar, le recordaba sus tiempos de delgadez no anoréxica, sus épocas deportivas, sus gestas tenísticas y sexuales, la profesora de tenis que pasó por su espada mágica, los trofeos por mejor compañero, el torneo, local, que jamás puedo ganar, los campeonatos, provinciales y nacionales, a los que nunca pudo clasificar. Pero allí estaba él, competitivo, sacando un pecho del que adolecía. El mismo pecho que años después prácticamente desapareció, de lo desgarbado que andaba por las calles, dando pena a los transeúntes y monedas a los pibes. De ese estado de muerte en vida lo había ayudado a salir su familia, pero sólo al precio de precios que, como los amores no correspondidos, nunca se terminan de pagar. Pero fue ella quien inclinó la balanza de la muerte en vida más para el lado de la segunda que de la primera, porque de otro modo los filósofos fenomenólogos se hubiera escandalizado y ella odiaba los conflictos, ya para trotkista estaba el pasado político de él, tan enredado en enredaderas verticales y todopoderosas.
El cuatrimestre, que nunca es cuatrimestral, comenzó donde lo había dejado: retomó la carrera en el punto en el que la había abandonado. Pero ya no le encontraba el puntito. Las cosas habían cambiado demasiado y a nadie le gustan demasiado los cambios. A nadie le gusta que las cosas cambien demasiado. Si antes era un joven que se aprestaba a ser, a sus jóvenes veinticinco años, uno de los prometedores intelectuales profesionales púberes del país, ahora, con dos años más, era demasiado viejo para sus compañeros de curso pero demasiado joven para ahogarse en las neoliberaladas del precario mercado laboral. Se acordó de un encuentro en Riobamba y Corrientes, treinta años antes, mientras la luna rodaba por Callao, y suspiró. No era que la carrera fuera lo suficientemente positivista como para que los seis años se encontraran claramente demarcados. Después de todo, era una facultad humana y social, y eso, en relación con las ingenieriles o abogadiles, marcaba sus diferencias. No era que los alumnos más que estudiantes de las materias tuvieran la misma edad, ni mucho menos, así como tampoco sucedía el milagro de comenzar la carrera, ya no se diga con el mismo grupo, sino con la misma persona con la que se la terminaba. La carrera se hacía eco de la liquidización de las relaciones sociales que acontecía por fuera de las murallas de la facultad.
Él, sin embargo, estaba incómodo: transpiraba demasiado, le sudaban las manos, no podía quedarse mucho tiempo sentado en los derruidos bancos. Al menos, ya no se sentía observado, paranoicamente perseguido. Como un solo de Charlie Parker, en los primeros años de la facultad -mientras aprendía análisis del discurso, la barbarie de la cultura o el gorilismo vandoneril de Montoneros- llegó a sentir desde que estaba a punto de explotar, de tocar el techo de las desfinanciadas aulas con su cuerpo, hasta que todo lo que sucedía a su alrededor estaba organizado para él, desde los textos que leía hasta los docentes que idolatraba, en relación con los cuales se preguntaba porqué fingían, porqué continuaban con la farsa, porqué no reconocían, de una vez por todas, que estaban allí no más que para darle clases a él, para tomarle los disciplinarios exámenes, para ponerle sus meritocráticos ochos. Para su suerte, ya no sentía nada de esto, pero aún así se sentía extranjero, exiliado, un pez fuera de su pecera, un estudiante intelectualista repartiendo obreristas volantes izquierdosos.
Llegó el primer día de clases y todo volvió a ser como hace dos años. Todavía no estaba preparado, coincidieron doctores, psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras -todos egresados de la universidad pública más estatal que gratuita-, para cursar por las tardes, con sus discusiones políticas y conflictos, por lo que le sugirieron a la familia que lo persuadiera de anotarse a la mañana, cuando los climas facultativos son un verde prado regionalista más que un día de politología en los Balcanes. Su familia estuvo de acuerdo. Su padre, que recién había terminado de filmar una turística película en el sur del país, llegó al departamento de su ex-esposa y cuatro hijos pasada media hora de las ocho, cuando todavía nadie había bajado a la planta del edificio. Arriba, despiertos desde hacía hora y media, su hijo se encontraba ya bañado y con la mochila lista, los cuadernos en sus marcas, las lapiceras prestas a ser disparadas. Sus hermanas se habían marchado a sus públicos colegios hacía ya media hora, como de costumbre, en colectivo. Su madre, que todo lo que había tenido que hacer en la mañana era tomarse el desayuno que la empleada doméstica había depositado sobre la mesa pasados quince minutos de las siete, llegaría un poco más tarde al prestigioso instituto de investigación donde perpetraba la fuga hacia delante. La empleada doméstica, que asistía al espectáculo del hijo mayor recuperado volviendo a sus estudios universitarios, miraba la escena con asombro e indiferencia: sorpresa por el despliegue, pero desdén porque sabía que el que se fue sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. Él, aún más que la mucama, observaba distante: era el muñeco de torta de la mañana, con su madre a su lado, su padre debajo y la facultad a las mismas cinco cuadras de siempre. Podría haber ido caminando, como siempre, pero su padre y madre tenían miedo, la inseguridad era cada día más intimidante. Pero mamá, son las ocho y media de la mañana y, además, estoy a cinco cuadras. No importa, en cinco cuadras no sabés la cantidad de cosas que te pueden hacer, y la hora no tiene nada que ver, ¿o vos te pensás que sólo se roba de noche? Pensó, recuperadamente, en un atajo por izquierda, en la cantidad de robos que a esa misma hora, prácticamente las nueve de la mañana, se debían estar perpetrando en dependencias privadas y públicas, nacionales y extranjeras, pero el corredor polaco era demasiado oriental para él, así que se calló la boca y ajustó la bufanda, que agosto estaba más cerca de setiembre que de marzo pero aún hacía frío.
El primer día de clases fue olvidable. Como la inmensa mayoría de las clases. Estudiante de una impúdica universidad pública falsamente masificada, más plebeyizada que copada por cabecitas negras que harían del mito del ascenso social una realidad palpable, como un monedero, un bulto, un paquete, su presencia en la facultad pasó absolutamente desapercibida. Será mejor así, pensó. Sin embargo, no faltaron los pocos pero buenos compañeros más que amigos que lo chistaron y saludaron, después de cruzárselo en los pasillos y no en las aulas. Ellos ya se encontraban en los momentos culminantes de la carrera, cercanos al organismo final del orgasmo redentor, rindiendo los últimos exámenes finales obligatorios y comenzando a pensar la tesis. Él, después de dos años de abandono, de soberanía de la pérdida, todavía estaba en la mitad, en esa mitad en la que tanto pánico le daba empantanarse, como los norteamericanos en Vietnam o Irak, o como esas películas brasileras sobre los sesentas y sus organizaciones político-militares que se observan una noche de no se sabe qué día.
Sus compañeros lo encontraron bien y pedante, como de costumbre. Bien pedante, pedantemente bien. En esta época, la pedantería era por ausencia y no por presencia, por silencios más que por diarreas de palabras, autoritarias citas de autoridad u ocurrencias que no tenían otro fin que el de disentir con su interlocutor. Le molestaba corporalmente estar de acuerdo con alguien, y eso, a pesar de las caídas, internaciones, recaídas y rehabilitaciones, no había cambiado. Sus compañeras, en cambio, lo encontraron flaco y ojeroso, al mismo tiempo que triste y educado, esa educación pelotuda que lleva a no dar el zarpazo, a no decir lo que se debe decirse cuando se dialoga y bebe y camina unas horas con una mujer y se llega a la boca del subte y ¿vos bajás acá?, sí, ¿y vos?, no, yo sigo caminando, ¿por dónde?, por Corrientes, derecho hasta Pueyrredón, ah, entonces podés ir en subte, sí, pero prefiero caminar, ah, bueno, chau, chau, y los dos, antes de despedirse, se quedan expectantes, no sabiendo qué hacer, si besarse o no, si somos amigos o buenos compañeros o algo más, o si somos amigos, buenos compañeros y algo más, porque, ¿por qué una cosa debe prescindir de la otra?, ¿por qué unas relaciones deben entorpecer las otras?: es decir, el sexo puro y duro, pero no por eso menos placentero, un pete, una mamada, sexo oral, propiedad de románticos novios o aviesos amantes. Ellas lo encontraron así, y él se encontró con ellas, y automáticamente pensó en Laura, en que jamás podría compartir una conversación con ellos, pero cuánto que la extrañaba, cuánto que faltaba para que ella saliera de su trabajo y fuera a visitarlo como todos los días a su casa, dejando a Paulo, su novio, pagando, literalmente de garpe. Es un toque, pensó, curso estas cuatro horas, a la una ya estoy en casa, leo un par de horas hasta la tardecita y, ya entonces, ella va a estar ahí, se dijo, ante la más o menos atenta mirada de su compañeros y compañeras que lo observaban con cariño al mismo tiempo que con no poca actitud investigativa, eran sujetos de investigación escudriñando un posible objeto de estudio, un sujeto que se había ido a los territorios del silencio pero que había vuelto, con millones de ojeras en los ojos y ojos en las tristezas y tristezas en los lentes de contacto, pero vuelto al fin.
El encuentro con sus viejas compañeras lo llevó a posar la mirada sobre los carteles de las paredes: ninguna de ellas, salvo una, se merecía su atención, el título de belleza científica y objetiva. Sus colores, entre rojinegros y blanquicelestes, lo remontaban a los setentas, década que había vivido sin necesitar vivirla. Sus dos tíos desaparecidos, uno monto, la otra erpiana, había desaparecido de su memoria los últimos dos años, pero ahora volvían. Como los colores de las paredes sobre los ojos de los cursantes, algunos de los cuales, los más pelotudos -porque la pelotudez es tan democrática que nunca falta en lugar alguno-, llamaban contaminación visual. Escuchó a uno de sus compañeros de las cuatro materias que había vuelto a cursar -ya que no quería perder el ritmo y a su vez recuperar el tiempo perdido- afirmar aquella opinión, que el estado estético de la facultad contaminaba sus ojos, y se convenció que habían pasado dos años sin que pasara nada, que nada demasiado novedoso había pasado en ese tiempo en el que a él le habían pasado tantas cosas. En otra época, se dijo, cuando era joven, hubiera levantado la mano para obtener la venía del profesor para que me dispensara la palabra, hubiera inundado a ese compañero con contraarguementos y citas de autoridad de las que siempre quedan bien en aulas públicas, pero ahora, en recuperación, lo escuchó sin sacarle la vista de encima, con su mano derecha sobre su boca en gesto más de atención que de aberración, y no dijo palabra, se quedó en silencio. El tiempo había pasado y, sin ser veinte años, no había sido en vano.
Una de las cuatro materias que estaba cursando -no trabajaba y tenía tiempo de sobra, tiempo para saber y tiempo para aprender- era sobre cultores de los cultos y los que no lo son. De las otras tres, dos merecían su más absoluta indiferencia -como todas sus compañeras salvo una-, con excepción de una materia en la que se afirmaba que en una país lejano, no del primer mundo, un movimiento de mensajeros por celular había derrocado a un tiránico presidente, y no, como el marxista que nunca falta en cualquier aula de cualquier universidad pública contradijo, porque el ejército –el legítimo monopolio de la legítima violencia del ilegítimo estado-, al observar la magnitud del movimiento opositor y la voluminosidad de los mensajes de texto enviados, decidió no salir a reprimir a los insurgentes cibernéticos, sino, sin apoyarlos, no defender al gobierno. Lo que se dice una acción por omisión. Afirmar aquello era tan ridículo como insistir en que fueron las jornadas del diecinueve y veinte de diciembre del dos mil uno, y no la oposición aparateril del Partido Justicialista, las que motivaron la renuncia de un neoliberal y asesino presidente radical, el mismo que se cargó más de veinte personas, ensangrentado una plaza emparchada de pañuelos blancos. Las otras dos materias no eran menos cuestionables: en una, premordernamente, se obligaba a reproducir aquello de la premura de los fetos en los fértiles vientres maternos, mientras en la otra, superprofesionalmente, se les inculcaba a los estudiantes cómo aborrecer el trabajo en grupo pero aprovechando para llevarse una infartante rubia a la cama: es decir, se les enseñaba cine. Documental, no ficción, para ello ya estaba la filosofía.
Fue en el marco de la materia sobre los cultores de los cultos que algo volvió a despertarle interés. El interés, como la buena cara, se habían borrado de su cuerpo en los últimos dos años, a pesar de los intentos no sexuales que Laura practicaba en sentido contrario. En esa materia, donde se continuaba repitiendo la burrada de que Sarmiento fue uno de los grandes escritores del siglo XIX argentino, cuando para él, junto con Sartre, Sarmiento fue un reverendo hijo de puta, lo obligaron, tanto como al resto de los alumnos, a ir a Lugano a leer las pintadas que rezaban las paredes, a realizarle entrevistas a los nativos del barrio, llevando siempre un traductor que mediara entre ellos y sus informantes claves. Quizá, después de realizado el trabajo, ser presentado, muy bien, diez, y acreditar la asignatura, alguno de ellos entraría a la materia, incluso a la academia, hasta se ganaría una beca, mientras los informantes claves nativos gozaban de una nueva represión de la policía. Porque en este barrio, a diferencia del país que no era del primer mundo, la policía sí reprimía, si defendía al Estado, sí se tomaba muy en serio eso de ser su erecto brazo armado. A los días, colectivo –no taxi, ni auto de los padres- mediante, él estaba en el barrio, sintiéndose de nuevo un paria, pero esta vez fuera de la universidad, lo que volvía menos patético el sentimiento.
En el barrio se encontró con un pibe de no más de treinta años que, mientras fumaba un faso, lo miraba de reojo, especulando en qué momento lo podía pungear. No era un punga, pero sí pintaban fácil veinte pesos no iba a decir que no. Llevaba zapatillas de goma iguales a las suyas, sólo que las de él eran herederas de las que llevaban por nombre uno de los adminículos que los Tacuara esgrimían como uno de los elementos con los que combatirían por la liberación del país, mientras que las suyas eran frágiles: con dos meses más eran nuevo objeto en el higiénico tacho de basura. Los dos de pantalón largo, él de corderoy y aquel de jean gastado, después de que le preguntara si le molestaba que le hiciera algunas preguntas y él le respondiera que no, pero siempre y cuando le pagara una birra para que no se le secara la boca, se sentaron en una de las mesas de un kiosco de la esquina, cerveza de por medio, para hablar sobre lo que él tenía para preguntar. La entrevista, sólo interrumpida por el pedido de una nueva cerveza y porque él, con frío, se levantó unos minutos para ir a buscar una campera de jean a su casa, a metros del kiosko, dejándolo solo por unos minutos, obligándolo a sentirse nada tranquilo y mucho menos seguro, fue cordial, un remanso de preguntas y respuestas y grabador de por medio y los efectos que las sustancias externas al cuerpo ejercen sobre el mismo. Por ejemplo, un bife, alguna vez le había dicho su psicoanalista, freudiano más que lacaniano, marcusiano más que althusseriano, los mismos temas de los que habló con el pibe de Villa Lugano que tocaba en una banda de rock, y que de un tiempo a esta parte había dejado de escuchar a los Rolling Stones y se estaba abriendo a otros géneros, a otras bandas, que le contó que había cambiado su concepción del amor, que ya no pensaba a las mujeres como simples objetos de consumo que se agotan en las postimetrías del acto sexual, y que en eso había tenido que ver mucho Lynch, con sus amores a primera vista que son amores pero no a primera vista, aunque esto último lo había interpretado él, lo había agregado entre guiones del trabajo que presentó y aprobado, muy bien alumno, lo felicito, tiene un ocho.
La charla lo había movilizando, sedentariamente, volviendo en el colectivo hacia la casa de su madre. El bondi lo dejó en Las Heras y Pueyrredón, caminó cuatro cuadras y ya estaba en el living comedor materno. Habían pasado dos semanas desde el reinicio de las clases y había respondido tan bien que, con la anuencia del médico, el psiquiatra, el psicólogo y el freudianomarcusiano psicoanalista, la familia ya lo dejaba hacer. Iba y volvía solo a la facultad, y a las visitas de Laura se le sumaba recibir a algún que otro compañero o compañera de la universidad los viernes y sábados por la noche. Había vuelto a cursar la misma cantidad de materias que cursaba antes del derrumbe, cuatro, pero ya no podía soportar la intensidad, no podía seguir el ritmo. Sin embargo, no dejó de cursarlas, aunque ya no podía leer como antes. Si hace dos años su rutina eran cuatro horas de cursada con doce de lectura y diez de sueño, ya que su vida se restringía a eso, a cursar y leer, ni siquiera escribir, apenas si ahora podía leer diez minutos sin cansarse, sin levantarse o tirar la lapicera al piso para perder tiempo. Su familia le insistía que no se exigiera, la mayor de sus hermanas lo miraba distante, la del medio le ofrecía su mp4 para que se distraiga, la menor no dejaba de ofrecerse para tocar Bartók más que Schubert, aunque a él tanto le gustaran Brahms, Listz y Pachelbel, la sirvienta le proponía sánguches de milanesa, su madre lo consentía como una abuela con un único nieto, su padre suspendía la lucha a muerte que los enfrentaba y le repetía que le pidiera lo que deseaba, pero ninguna obsecuencia parecía apartarlo del convencimiento de que ya no era el de antes, y tenía pánico que eso se extendiera al terreno sexual. De sexo, pensó, de sexo nos faltó hablar con el pibe de Lugano, se dijo, y cerró la puerta de la habitación para entregarse a una de las tantas siestas que consumían sus días.
Sin embargo, había algo de lo que sí habían conversado con el flaco de Lugano que lo había dejado pensando, y lo había dejado pensando porque lo había obligado a recordar, y lo que le había obligado recordar no era placentero, lo que redoblaba la potencia del pensamiento. Él me habló del amor –reflexionó-, y no es tan común que alguien con quien charlás por primera vez te hablé tan desprejuiciadamente de amor, pensó, y siguió reinando en el lugar en el que lo estaba haciendo, uno de esos lugares que son ambientes pero no son considerados como tales a la hora de alquilar o comprar un departamento. ¿Qué pasa en Lugano –se preguntó- que alguien, de campera de jean, jean gastados y zapatillas de goma, la primera vez que hablamos, me habla de amor? Y, para más, me habla como él me habló: sensiblemente, con un romanticismo digo de siglos decimonónicos más que bolivarianos. ¿Me habrá tirado los galgos? ¿Me habrá arrojado los tejos?, como dicen los españoles más que gallegos. En el fondo, creo que más que esto lo que más me sorprendió fue la remera que el pibe tenía debajo de su campera de jean. Yo hubiera esperado una remera de un equipo de fútbol. Barrialmente, de Nueva Chicago. Sin embargo, no era esa la remera, no era esa la tela, era de algodón, de un algodón no muy bueno pero aún así algodón. Llevaba puesta una remera con la cara del Andrés Calamaro de Alta Suciedad del ’97. ¿Habrá sido ese el motivo por el que me habló del amor de esa manera?, apuntó en uno de sus cuadernos de la facultad, cuando la puerta de su pieza se abrió y una de sus hermanas le avisó que su madre le ordenaba que bajara a comer. Se había quedado pensando pero, para peor, recordando, porque había algo allí que tenía que salir pero que no podía encontrarse, algo que sin buscarse tenía que salir a la luz, como el rincón de una habitación.