martes, 30 de septiembre de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven, Cap. XIV, anteúltimo capítulo: Efecto grabador.


Las traviatas para contactarse con su ídolo adolescente fueron perforadas. Su madre, haciendo abuso de los desconectados contactos que su cargo en el prestigioso centro de investigación le deparaban, intentó comunicarse con los viejos de la edad de Evita, Guevara y Kobain -especialistas en obtener un sombrero a cambio de enterrar la cabeza con la suela derecha del pie-, pero los intentos fueron infructuosos. Finalmente, si a todo santo le llega su San Martín, su Cabían no iba a sufrir por nadie más que por ella. Su padre, mientras terminaba de regresar mentalmente de sus vacaciones más que labores en la patagonia cinematográfica, movía los hilos que pendían de sus manos en la industria cultural autóctona, pero los títeres no tan títeres estaban de paro. A la ausencia de guiones, ausencias en los estudios de grabación, y de esa forma las cámaras de los dos tipos iban a comenzar a contemplar sus reivindicaciones. A meses de recibirse y engrosar las filas de la intelectual mano de obra desocupada, estaba mucho menos solo pero igualmente incomunicado con el objetivo con el que no pretendía más que una conversación. Sí un dialogo de amigos, no una discusión.
Ellos, en su infancia, se habían comunicado mediante cartas. Vivían en el mismo barrio, aunque un par de décadas los separaban, por lo que él las escribía y su madre se las alcanzaba a la madre de aquel, vecina de la manzana. Ella, cuando veía a su todavía joven pero ya masivo hijo, se las entregaba. Este nunca dejó de responderle ni una sola carta. En ocasiones, con una semana de dilación, en otras, con meses de separación entre el envío y el acuse de recibo, pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. El le escribía sobre sus cuatro discos escuchados, sobre sus gustos musicales en común, sobre lo mucho que le gustaba Schubert. Aquel le respondía agradeciéndole modestamente sus comentarios, y enviándole recuerdos a su familia. El escribía sus cartas debajo de las camas, con la luz apagada, congelado por el frío invernal que subía del piso. Pensaba que la escritura de una misiva era lo suficientemente privado como para que nadie lo observara haciéndolo. Y su casa no era un sitio particularmente tranquilo. Mucha gente en poco espacio suele resultar una indeseable combinación para quienes desean soledad y aislamiento. Entonces, cuando su habitación estaba ocupada, todavía en su casa de padres y madres no divorciados, porque su padre se encontraba rompiendo el piano sobre el que había tomado seis años de clases que poco habían cooperado con su ductilidad musical, se colaba en el cuarto de sus tres hermanas, se deslizaba debajo de la cama, arrojaba primero las hojas y luego la lapicera, y ahí se pasaba horas, escribiendo una y otra vez la misma carta, docenas de versiones de una misma escritura que precisamente por la variedad jamás era la misma. Jamás lo descubrieron, nunca nadie de su familia -ni siquiera su madre- supo desde dónde escribía las cartas, era una especie de exiliado postal que, de todas maneras, hacía llegar sus gestos de llamado de atención a sus destinatarios. Con los años, el arma de doble filo de poseer un lugar a salvo del mundo dejaría de ser una suerte para convertirse en una suerte de pesadilla, las hojas de papeles se trocarían por papeles de cocaina de mala calidad, la birome por tijeras que observaban sus flacas muñecas con un deseo comparable al de un adolescente virgen mirando desnudarse a la muchacha con la que está a punto a perder su inocencia, el frío del suelo por escalofríos que le recorrían el cuerpo y le estallaban la cabeza.
Su ídolo adolescente nunca le respondió una carta de puño y letra. Pero jamás dejó de contestarle una sola misiva. Prolífico y humilde, le agradecía la molestia tomada por él y el resto de la familia. Le recordaba que había mucha, demasiada música para escuchar, y que ya no le iba a alcanzar la vida para hacerlo. Pesimista aquel, optimista él, no le gustaba nada cuando leía eso. Lustros después, cuando comenzara las barbaries universitarias, entendería un poco más lo que había pretendido decirle, reinterpretaría el pasado epistolar que los unía y distanciaba. Eran románticos poetas malditos escribiéndose cartas en el siglo del teléfono, el ferrocarril y el socialismo, de la lucha armada y el fascismo. Aquel, hijo de un exministro de economía convencido de las bondades de las letrinas que los países desarrollados coliteaban sobre los países arrollados por el desarrollo de aquellos, había salido del secundario hacia pocos años, y, con poco más de veinte años, era un referente de la escena cultural local. Luego de seis años de colegio, en donde sus lecturas de Pascal, Nietzsche y Pavese marcarían su futura carrera musical, se había largado a la confección de discos solistas, estrellas de una sola punta que pocos compraban pero todos escuchaban. En las aulas del Nacional, en donde había compartido pupitre con un joven que poco tiempo después sería uno de los sociólogos más destacados del escenario poético nacional, había perdido los seis más largos años de su vida, a pesar de las sierras de cigarros de marihuana fumados en el baño. En su banda de juventud, un trío formado por dos estudiantes de una soleada escuela y él, avanzaron en la confección de un movimiento que veinte años después sería hegemónico en el rock local. Ya desde el nombre, Atando cabos, sentaban posición sobre quienes pretendían que los escucharan, porque la suya era una música para ser escuchada, no para bailarse, una música que se recepcionaba sentado, moviendo el pie por debajo de la silla, no parados, transpirados, a los gritos. Aunque la banda resultara ecléctica -una bolsa de gatos, había dicho un vecino que se indignaría por cajones incendiados y olvidos conciliatorios-, ya que se movía entre el folklore, el candomberock, el jazz, el pop y la cumbia, no dejaba de ser una música para escuchar calmo, con un copa de vino, en un teatro más que en un estadio. Hinchas fanáticos de Boca, jamás perdonarían una tribuna más que una puerta atascada, aunque sus padres agradecieran la tranquilidad con la que se caminaba por la ciudad.
La ciudad se rindió ante uno de sus hits. El disco, que llevaba el nombre de una materia del colegio en el que uno de los tres había padecido los seis años más disciplinarios de su vida, se vendía hasta en los supermercados, que ya empezaban a reemplazar a los anarquistas almacenes de barrio. La canción agraciada, filosóficamente preocupada por la ausencia de autoridad sin obediencia, hizo explotar los charts radiales. El continente estaba a sus pies. Como las groupies, madres de fanáticos, ex compañeras de colegio. Su ídolo adolescente jamás le perdonaría a sus padres que lo hubieran enviado al Nacional y no a la soleada escuela, que le hubieran privado de la experiencia de ser echado por estar tomando merca en el baño, que le hayan robado las clases de pintura expresionista y las lecciones de piano de un músico clásico. Buena parte de sus compañeros no estarían para escuchar sus reproches, pero, al tiempo que confundía izquierda y derecha, una mano y la otra, se filmaría recriminándole eso a sus padres, minutos antes de cazar la guitarra y, sobre la cama de su habitación en la casa de su madre, tocar un tema sobre gobernadores narcos, futuros presidentes y cabezas lyncheanas. El cine de Lynch -escribió en el texto de su primer disco-, no hace más que hablar sobre cabezas, motivo por el cual, bienvenidos a esta, a esta y a esta otra, pasen ustedes que serán bien venidos, los haremos sentir como en sus respectivos hogares, no se arrepentirán de haber emprendido este trip y haber llegado sanos y salvo a destino. Antes de que él se volviera un obsecuente del cine lyncheano, una de sus influencias adolescentes ya lo había sido. O porque una de ellas ya lo era fue que él lo fue.
Una de sus tres influencias adolescentes, contemporánea de Los Beatles, sucesora de Shubert, había cumplido una trayectoria educativa ejemplar, insubrayable. Paralelamente a sus sixtinos estudios secundarios, desarrollaba su carrera musical que, ya por entonces, navegaba viento en popa. Una vez terminados los primeros, y continuados los segundos, comenzó una carrera universitaria -donde se leía Pascal y Nietzsche- que terminó a los seis años, como Dios manda. Luego de esta, cuatro discos, contemporáneamente con su maestría y respectiva tesis, después el inicio del doctorado, y, finalmente, el forzoso exilio estético. El país, disfrutándolo, no estaba preparado para su música. El EstadoNación galo lo acogió, donde finalizó sus estudios metasuperiores, obtuvo una nueva beca, perpetuó la fuga con un postdoctorado y editó cuatro nuevos discos antes de volver al país, exitoso, poniendo a prueba el dicho sobre profecías autóctonas, continuando la composición de su música atonal, de sus libros dialogados, de su cine clase subalterna. Cuando las paredes del mundo comenzaban a resquebrajarse, y las cartas empezaban a dejar de ser escritas, volvía al pago natal, perpetraba el patetismo santificada y creyentemente impugnado, regresaba a disfrutar de las buenas empanadas acompañadas de un mejor vino que halagaba la mesa familiar.
No sé le hacía nada fácil ponerse en contacto con su ídolo adolescente. A las frustradas gestiones de sus progenitores, se sumaba el aislamiento de su ídolo, su encierro en territorios bombardeados por submarinos. El objetivo de su búsqueda estaba a determinados pies del piso, entre un piano y un chorizo seco colgando de la parte trasera de la puerta de la cocina, y él ya no tenía acceso a esas alturas: había vuelto a ser un niño correcto, uno de esos niños que si, por alguna anomalía -porque su vestimenta demarcaba su pertenencia clasemediera-, son parados por la policía, no son llevados a la comisaría, no son demorados, son dejados en libertad, con pertinentes pedidos de disculpas de por medio -¿sabe usted con el hijo de quien está hablando?-. Él no podía llegar y, su vida vuelta de la muerte, nada le interesaba más en el mundo.
Intentó escribiéndole una carta a un destinatario que sabía que había sido otro de los remitentes de su ídolo adolescente. No hubo caso. Si bien algunos informantes claves le hicieron caso y le dieron la dirección postal del remitentedestinatario, este, a diferencia del ídolo que los conectaba, no le respondió su misiva, y eso que es de buen caballero responder una carta. Si las cartas de amor se responden o se devuelven, las cartas a secas se contestan o se contestan. Aunque más no sean dos líneas, aunque más no sea un acuse de recibo. Si el saludo o el beso sí se les niega a quienes así no lo merecen, la respuesta de algo que llega no se le rechaza a nadie, ni siquiera al más desaparecedor de los torturadores, ese mismo con el que jamás se compartiría una mesa, mucho menos una reunión, muchísimo menos un acuerdo político para instrumentalizar el movimiento -reflotándolo de los húmedos fondos en los que los mismos reflotadores lo habían hundido- para hacer de él un bálsamo en mitad de la tormenta, un salva-vidas para alguien que daba muerte, un flotador para quienes no preguntaban a los paracaidistas con el preservativo pinchado si sabían nadar antes de largarlos en cabarets de mala muerte, en donde ni siquiera se tocaba jazz, en donde ni siquiera había un piano y un pianista, sólo bailarinas que no eran tales y cuyos bailes de falda dejaban mucho que desear, tanto como sus cuerpos que no tenían punto de comparación con el de su repitente compañera de secundario, su estilística profesora de tenis, su amiga de colegio. Fue Laura quien, cuando parecía que se estaba ahogando, cuando parecía que se estaba volviendo a enredar en su propia bufanda, le tiró una soga, una vieja madre encerrada en el cuerpo de su enfermizo hijo. Su madre, una sacrificada costurera que había perdido su trabajo cuando los bombardeos topográficos de los submarinos azules de la aviación flemática, trabajaba, desde entonces, como empleada doméstica. De sirvienta, como le decía el ala reaccionariaconservadora de la familia a su mucama. Si Laura, en su casa, sólo era bien recibida por ella, quizá fuera por eso, porque sabía reconocer en las personas a las hijas de sus colegas. Pero su empleada doméstica desconocía la profesión de la madre de la amiga que lo visitaba todos los días, tanto como Laura conocía de sobra sus postclásicas empatías para con su ídolo adolescente, antes de que las trompetas liberadas a la improvisación se comieran sus marañas y tardes de escucha. Porque lo sabía fue que no dijo nada. Porque sabía que él se encontraba en la búsqueda fue que no pronunció palabra. Porque se dio cuenta que se estaba volviendo a perder, al volver a encontrarse con una cortina que no podía deshierrar, una muralla que no podía medir, una pared que no podía derribar a martillazos, fue que abrió la boca, resumida pero contundentemente, con una economía de palabras de la que él siempre adolecía, de la que alguna vez se había hecho acreedor pero a muy alto precio, de la que ahora, de nuevo, era un extranjero en su propia patria, un marroquí en Francia.
La madre de Laura, Elvira, trabajaba como empleada doméstica en la casa -el departamento- de su ídolo adolescente. No habían sido pocas -ni zonzas- las cosas que le había contado de él a su hija, quien, como un cable a él, después de que se reencontraran y retomaran el contacto, se las había transmitido. Y todavía hay quienes siguen dudando de la vigencia de la transmisión. Le había contado sobre un piano, arropado la mitad de su cuerpo por una sábana blanca, un piano sin cola, sábana sobre la que en el departamento estaba prohibido hablar o preguntar. Le había contado sobre un teclado, un teclado que disparaba sonidos de circo o melodías alegres y agudas, un teclado que nunca dejaba de ser tocado, un teclado nunca paraba de ser instrumentado las veinticuatro horas del día. Una guitarra, que nunca nadie se había olvidado ahí, acompañada por latas de gaseosas achicharradas y esparcidas por todo el departamento, que poseía la calcomanía de un toro debajo de las seis cuerdas, una guitarra que un torero le había regalado en su exilio galo. En el departamento no había una sola biblioteca, no al menos una biblioteca poblada de libros. Había un mueble de madera en donde se apilaban verticalmente casettes vhs de películas clásicas. Había una musicoteca repleta de discos, una cantidad de discos que ningún ser humano -en su sano juicio- podría escuchar en su vida entera, aún si comenzara a hacerlo –obsesivamente- a los ocho años y no dejara hasta la hora de su muerte. Estaban, también, las persianas bajas, en clara señal de ruptura de relaciones diplomáticas con sus vecinos. El edificio era una señorial pero modesta construcción de comienzos de siglo de no más de cuatro pisos, en donde todos los vecinos se conocían entre sí, y no faltaban las viejas abuelas que llamaban a la policía porque veían más que olían a jóvenes indecentemente vestidos fumando cosas extrañas en el kiosco de la esquina. Esa misma abuela, cuando su nieto fuera a visitarla todo el fin de semana, le cocinaría hamburguesas en panes de hamburguesa con huevos fritos, lechuga, tomate y gaseosas. De postre, kiwi o naranja pelada y cortada. O ensalada de fruta. Su ídolo adolescente odiaba las abuelas, nunca había sido su predilecto. No menos odiaba a las madres, quienes le alcanzaban sus cartas. Nunca había sido, tampoco, el hijo preferido de ellas.
Elvira le contaba eso su hija y Laura, como era de esperarse, cuando esperó lo suficiente y se convenció que era el momento exacto en que debía hacerlo, se lo contó a él. Sus ojos, medalleramente, se abrieron como el dos de oro. Sólo por azar no besó sus labios, no pasó su lengua por la superficie de los labios de Laura, no posó sus labios sobre su sugerente boca. Todo lo que tanto él como su familia habían intentado no había resultado y los resultados, inverosímilmente, le habían sacado la mano pero le ofrecían un resistible abrazo de oso, le corrían la silla pero lo dejaban correr de aquí para allá en una búsqueda de su ídolo adolescente que ya se había tornado más imposible que improbable. Laura, cuyos deseos de que él volviera a caer en los recaimientos ya conocidos era inversamente proporcional al cariño que le profesaban su madre y el resto del harén femenino de la familia, pensó que era el momento de tomar la palabra y decirle, bueno, mirá, mi vieja no es investigadora pero es la sirvienta de tu ídolo de adolescencia, para que él se la quedara mirando anonadado y le corrigiera sirvienta no, mucama, lo mismo da, le respondió Laura, no, no es lo mismo, retrucó él, no es lo mismo decir una cosa que decir la otra, bueno, concedería ella, la cuestión es que ella es la empleada doméstica de tu ídolo adolescente y, teniendo en cuenta que no se los hizo nada fácil ponerse en contacto con él, no sé, yo había pensando que, por ahí, si a vos no te molesta, yo le podría pedir a mi vieja si no me hace el favor de preguntarle si no le molestaría recibir a un pibe que, además de ser fanático de él, yo ya no soy fanático de él, interrumpió él, bueno, está bien, se autocorrigió Laura, que, además de haber sido muy fanático de él, está haciendo un trabajo para la facultad relacionado con su música, y, bueno, eso, si no le molestaría cederle una entrevista, charlar un rato con él. Cuando terminó de hablar, se la quedó mirando como se queda mirando sólo lo que no se puede terminar de escudriñar o apreciar o entender, como se persiste en la mirada cuando una belleza magnética persuade de no separar los ojos de ella, haciendo de ella todo lo que hay por observar, negando las relaciones de fondo y contenido, porque ella es todo, el fondo y el contenido, la forma y el contenido, el ying y al yang, el beep y el jazz, el ton y el son, Perón y vos. Debería estar prohibido haber vivido y no haber amado. Separó, sólo por un par de segundos, sus ojos de ella, y le dio las gracias sin decir palabra. Uno de esos momentos en que las palabras ya no sólo esconden, ya no sólo sobran, ya no sólo molestan, sino que no existen. Habían llegado al punto de la comunicación, sino telepática, empáticamente silenciosa, musicalmente íntima. El punto en que las palabras no existen y deben buscarse o inventarse nuevos medios -que son fines- de comunicación. En punto en el que se le encuentra el puntito a lo que no hay color.
Habiéndole agradecido sin palabras, aceptó su propuesta con un escueto sí. El, que se burlaba del ascetismo estético bauhausiano, que caía rendido a los pies del brillo sobrecargado, no encontraba palabras -al tiempo que perdía los últimos resabios de reparos para con Laura- ya no sólo para agradecer su gesto sino incluso para aceptar su ofrecimiento, para poner primera a su Ford T y salir viento en popa al encuentro de su ídolo adolescente, de su piano demacrado, de su guitarra torera, de su viejo televisor arrojado por el pulmón del edificio. Recordó, en un flash under, cómo las voces del suicidio lo llamaban desde un primer piso para que comprobara desde un sexto piso cómo podía volar, para que probara sus alas de ángel santo más que virgen sobre los techos del barrio de Almagro, a pocas cuadras de donde acababa –siempre acababa- de ser secuestrado Silvio Frondizi, el hermano del presidente del que el padre de su ídolo adolescente había sido ministro de economía, hermano del que su adolescente ídolo también resultaba simpatizante, Cangallo y Río de Janeiro, a pocas cuadras de Parque Centenario. Recordó eso y borró el recuerdo despeinándose su ya despeinado cabello castaño claro enrulado. Volvió a mirarla a los ojos y entró adentro de ella. Desde adentro le dijo muchas gracias. Volvió a salir y le repitió su aceptación. Le ofreció poner una pava de mate pero era tarde y tenía que ir a encontrase con su novio, Paulo. La historia se repetía pero no exactamente. Verbigracia, la historia no se repetía.
Elvira, que adoraba a Paulo porque era del barrio y conocía a toda su familia, porque habían crecido prácticamente juntos con Laurita, porque era un buen muchacho que jamás le haría mal al corazón de su hija, aceptó el pedido de esta última y, después de cuatro días en los que estuvo a punto de comenzar a hablar pero en los que por timidez guardó silencio, después de cuatro días en lo que estuvo a punto de pedírselo pero por respeto al patrón no dijo nada, le preguntó si le molestaría que un muchacho joven, amigo de su hija, estudiante universitario, que estaba haciendo un trabajo para la facultad en relación con su música, cuando él pudiera o quisiera, viniera al departamento o a donde él dijera a charlar un rato con él, a hacerle unas preguntas. Su ídolo adolescente, parco como se encontraba en ese periplo, la miró seco y fijo y, moviendo la cabeza de arriba para abajo, asintió sin abrir la boca. Estaba sentado al sillón tocando el teclado con la guitarra torera al lado, mientras la mesa estaba repleta de bolsas de orégano, bomboncitos con tiza en su interior y pastillas para el mal aliento. Elvira se lo agradeció con la baja cantidad de palabras que su patrón le había antepuesto como una de las dos únicas condiciones para su contratación, y continuó con la limpieza del desmueblado departamento, en el que él vivía sólo seis de los doce meses del año. El resto de los meses los vivía en el galo país. La otra condición fue la discreción.
Elvira se lo dijo a Laura y ella a él. El no le caía nada bien a Elvira, pero ella, por respeto a su hija, jamás dijo nada, ni a él ni a Laura. Fueron contadas con la mitad de los dedos de una sola mano las oportunidades en que él visitó la casa de Laura y Elvira, por lo que esta última se veía obligada en muy pocas oportunidades a fingir hospitalidad a una persona a la que ni siquiera quisiera abrirle las puertas de su casa. Cuando ellos se sentaban en la mesa de la cocinalivingcomedor a tomar mate con bizcochitos de grasa, Elvira les acercaba el mate, el termo y el plato con galletitas, pero no se sentaba a la mesa a compartir charlas y rondas. Yo no me sentaría en su mesa, alguna que otra vez le dijo a Pedro, su esposo, el padre de Laura. Madre, me parece que estás exagerando, le respondió Pedro, en una de las dos oportunidades en las que su mujer le dijo eso, una tarde en la que el encuentro no sucedió en su casa sino en el hogar de Laura. Papi, ¿cómo me decís eso? ¿No viste cómo nos mira este pibe, con la distancia y la suficiencia que lo hace? Ni mi patrón me mira así. Este mocoso es un pedante de mierda. Además, escuchame un poco, desapareció por seis años, después de que terminaron la secundaria no se le vio más el pelo, y ahora que anduvo un poco mal, porque seguro que fue mucho menos grave de lo que él y su familia dijeron, porque estos son requeterecontra mantequitas, aparece de vuelta, se acuerda de la nena, le chifla cuando Laurita pasa en bicicleta por debajo del balcón de su casa, como me contó la nena. Abrase visto, si desaparecés desaparecés, hacete cargo, ¿qué es eso de borrarse y aparecer sólo cuando se necesita ayuda, cuando andás mal de salud o se te pasó la calentura con el pibe o la piba con la que cogías? En la vida hay que ser un poquito más digno y coherente, sobre todo coherente, si elegís algo, bueno, te felicito, suerte con lo que elegís, que te vaya bien, pero, si después te va mal, no hay tu tía, a llorar a la iglesia, no se puede estar en misa y en procesión, haciéndote el intelectual y requiriendo de la nena todos los días, las dos cosas no se pueden, no, las dos cosas no. Gorda, no te metas, son cosas de la nena, es su vida. Sí, es su vida, pero, fijate, ahora este muchacho, después de lo que le pasó, después de haberse recuperado, en lo que tuvo muchísimo que ver Laurita, volvió a la facultad, y, para un trabajo que tiene que hacer para ella, tiene que hacerle una entrevista o algo así a mi patrón, y, fijate vos, su familia intentó ponerse en contacto con él pero no pudo, claro, si el tipo está encerrado en su departamento desde hace seis meses y no sale ni a la calle, los únicos, atendeme Pedro, los únicos que, además de él, tenemos la llave del edificio somos un periodista amigo suyo y yo, y, claro, como su familia no pudo contactarse con mi patrón, y como Laurita se enteró de eso por él, y como ella también sabe que yo trabajo para él, me pidió el favor de si no le podría preguntar, por favor, si no le hacía el favor a un joven que era fanático de su música de darle una entrevista para un trabajo de la facultad, y, por supuesto, uno es buena gente así que lo hice, y mi patrón, obvio, como también es buena persona, viste que yo no trabajo para nadie que sea mala gente, no tuvo problema, me dijo que sí, que vaya cuando quiera, así que, fijate vos, es cosa de la nena, es su vida, pero ella le termina salvando las papas a él, y como ella tampoco tiene porqué probar si las papas están calientes o no las terminó probando yo, o sea, yo le termino salvando las papas al pibe este que, te digo, por más amigo que sea de la nena, no me cae nada bien, no me cae nada bien. Gorda, ¿qué hay de comer?, le preguntó Pedro, tirado en la cama matrimonial mirando televisión, después de que Elvira soliloquiera por más de cinco minutos en los que Pedro no hizo otra cosa que zapping, porque no escuchó más que las tres primeras palabras de lo que dijo su esposa y después desconectó, pero se conectó a dar la vuelta la rueda de la fortuna de los canales comenzando y terminando su numeración más de diez veces. El maravilloso invento del mando a distancia. Papi, recién son las seis, ¿ya estás pensando en la comida? Mami, ya lo sabés, con la comida yo soy como con el sexo, pienso en eso todo el tiempo. Te faltó el fútbol y la completabas. Y vos, princesa de mi reino. Princesa de mi reino te voy a dar a vos. Como me gusta cuando te enojás. Sacá la mano, Pedro, que los chicos están en el comedor. Bueno, mejor, están lejos. Sí, como a diez metros. Dale, no te hagas la estrecha, si te gusta. Vos sabés que no es justamente estrecha lo que soy, jamás me dejó de entrar, y muy bien, lo que tenés entre las piernas. Este termo. Bueno, esa bombilla. Ah, estás en chistosa, ya te voy a dar a vos. Pedro, la mano. Dale, si no nos escuchan, soplá el porongo, dale. El porongo, qué caradura. Gorda, no te pases eh, no te hagas la viva. Albóndigas, papi, albóndigas hay de cena, pero antes, mucho antes, hay que esperar primero que los chicos desocupen la cocina, y después que llegue la noche, no te voy a hacer la cena a las ocho de la tarcedita. Como digas, princesa.
Elvira, en no menor medida que su hija, aunque Laura jamás se lo hubiera contado a él, cuando era joven, hacía mucho tiempo, había soñado que, cuando alguien le dijera princesa, ese alguien iba a ser el príncipe de sus sueños, azul o rojo, no importaba, iba a ser el príncipe de sus sueños, alguien que se desviviera por ella y luego volviera a vivir sólo para cumplirle sus deseos, alguien que, después de cocinar un rico asado más crudo que cocido, le guardara los cortes más jugosos en la parrilla del patio, o que, al momento de servir en la mesa, a la primera que buscara con la vista para servir primero fuera a ella, después de preguntarle, ¿y, mi princesa, usted que va a comer?, y el usted no sonaba falso, artificial, impostado, sino radiofónicamente natural, metafóricamente literal, barrocamente simple. Pero la vida no fue como se la había imaginado, y la lucha fue larga y mucha, y por eso no quería que su historia se repitiera con su hija, no quería que ella cayera encandilada a las luces verbales de un joven que hablaba bien pero que, en cuanto tuviera oportunidad, iba a troskcarla por otra, mucho más joven, más firme, más nueva. Por eso adoraba a Paulo y a él lo odiaba, porque veía en sus ojos la potencialidad de hacerle mal a su hija, mientras que los ojos de Paulo no le transmitían más que amor y devoción para con Laurita, ese mismo enamoramiento y cuidado extremo que tanto cansaba y hasta hastiaba a su hija, por eso ella se alejaba de Paulo y se acercaba a él, aunque él la subestimara y jamás la tomara en serio, aunque él le repitiera más veces olvidate que te aprecio, dejá que te estimo, aunque hubiera sido ella, y Elvira, y Pedro, las que le hubieran sacado las papas del fuego y lo hubieran depositado enfrente de la puerta del edificio de su ídolo adolescente para que tocara el 4b y subiera, para que se presentara y le comentara su idea, para que su ídolo le ofreciera marihuana, merca o pastillas y todo volviera a empezar, como en eterno retorno cinematográfico, como en esas historias de amor que justo cuando parecen que están muriendo vuelven a nacer, quizá, porque amores que matan nunca mueren, le respondió su adolescente ídolo, y, entonces, ya lo estaba entrevistando, ya estaba charlando con él, luego de decirle, no, gracias, no fumo, ni tomo, ni aspiro.

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