domingo, 30 de marzo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. (¿Fragmento de novela de iniciación?).


Le ofreció a Andrés Calamaro dirigir un libro compuesto por los posteos salmonescos que él, comunicacionalmente, se encargaría de recopilar y corregir. ¿Qué hay por corregir?, le preguntó Calamaro, más sorprendido que ofuscado. Yo vengo escribiendo letras –no me importa poner las letras- desde hace más de treinta años y jamás ningún productor o colega me había propuesto tamaña irreverencia como corregir alguna de mis creaciones, sean poemas vueltos canciones o los ensayos que, desde hace más de diez años, vengo subiendo, esporádicamente ¿no?, a la web. A la blogosfera, agregó Calamaro Masel, ahora sí un poco más ofendido que sorprendido. No, Andrés, está bien –respondió apurado él, tratando de que las intermitencias que habían generado los inevitables malentendidos comunicacionales no atentaran contra su proyecto de editor un libro con el que había sido el mayor ídolo (no de barro, sino de papel) de su adolescencia, ni de que eso afectara la relación de admiración pero también de cofradía que los unía, relación sustentada más sobre conversaciones sobre discos o, en todo caso, películas, que sobre libros o pintura. Él no leyó el Deleuze sobre artes plásticas, pensó en silencio, explicándose a sí mismo porqué resultaba injusto reclamarle a él, su ídolo -junto con The Beatles y Bob Dylan- de su infancia y adolescencia, una combinación de filosofía y arte que, a decir verdad, si de ponerse estrictos se trataba, él tampoco podía sostener más allá de referencias generales y conocimientos disciplinarios –o sea, militares más que profesionales- que su carrera universitaria le había deparado de parado. Es más, siguió pensando para sí, mientras Calamaro preparaba unos mates, le pedía, por favor, a su empleada doméstica de su palermitana casa si no podía ir a la panadería de la esquina a comprar una docena de facturas para acompañar el mate –y viceversa, pero, eso sí, las doce facturas sin dulce de leche, ya para dulce estaba él, el mayor educador sentimental argentino de los últimos diez años-, y ponía en el equipo de sonido a todo culo de su hogar un disco de Thelonious Monk para amenizar la conversación, claro, prosiguió en su soliloquio interior, no sólo que jamás leyó aquel libro sino que jamás leyó ningún libro, como él mismo alguna vez me comentó. Lo que los libros, sus discos -entre muchos otros-, y la pintura han sido para mí, para él lo fueron otros discos -más tempranos, más sesentistas y setentistas-, y las películas, siguió pensando. Todo lo que leyó son los subtítulos en castellano de las películas en ingles, francés o alemán que tampoco entiende en sus idiomas originales porque, para ser sinceros, no sabe más que castellano, continuó asociando, no sabiendo, a esta altura, si esta concatenación de pensamientos y asociaciones más o menos libres iba a terminar en algún paradero feliz o en el comienzo del fin del proceso de admiración e idolatría que tanto lo había marcado e identificado de cara a sus compañeros de colegio, club e institutos de idiomas en su adolescencia. Recordó, mientras Calamaro regresaba de su hermosa cocina con el equipo de mate listo –siempre el mismo equipo pensó, ese mate pequeño y como de porcelana, y el termo inmenso y plateado que, prácticamente, posee toda la nación argentina- y la docena de facturas que su empleada doméstica acababa de hacer entrar desde la mejor panadería de esa coqueta fracción del barrio a su lado, que en su adolescencia inferior –el dividía su adolescencia en tres periodos que nada tenían que ver con triunfos o fracasos sentimentales sino con su edad biológica: inferior, a secas, y superior-, entre sus diez y trece años, algunos co-habitantes del pueblo grande o ciudad chica a la que, por laborales asuntos familiares, se había mudado a sus cuatro años –junto con el resto de su familia: mamá, papá y hermana menor-, lo llamaban, le gritaban mientras caminaba desprevenidamente por la calle, Andrés o Calamaro. A él esto no le hacía ninguna gracia. Tenía escuchado, algo, a Calamaro, sobre todo en sus trabajos con Los Abuelos, carrera solista ochentista y ochentona, y los argento-españoles Los Rodríguez, un poco menos en sus trabajos previos o menos conocidos, Raíces y las grandes aglomeraciones grupales de individualidades-estrella que jamás parieron un disco, pero jamás le había llamado mucho la atención. Sería, recién, con Alta Suciedad cuando un par de canciones simples pero bellas inclinarían uno de los dos platos de la balanza hacía el costado de la admiración y la idolatría, idolatría que durante la adolescencia a secas y adolescencia superior adquirió las magnitudes enfermizas de la absoluta imitación e idiota mimetización para con el referente musical admirado. Pero para ese disco todavía faltaba un año, el tenía solamente trece años, caminaba el ‘96 y del ‘97 no había, todavía, noticias. A él no le gustaba ni un pelín que le gritaran cosas como Andrés o Calamaro, aunque, seguramente, lo que no le gustaba nada era que le gritaran, a secas, ya sea Andrés, Calamaro o los nombres de los jugadores de fútbol con los que, en ese tiempo, se identificaba mucho más que con nacionales estrellas de rock-and-pop. Por entonces, en su adolescencia inferior, que lo reconocieran de ese modo tampoco le hacía ningún gracia, al punto de potencialmente indignarlo, porque aquella identificación también marcaba, aunque él se negara a reconocerlo, la irreversible consumación de un proceso que él venía suspendiendo en su aceptación desde su traumático paso de la pos-niñez a la adolescencia inferior: su cabello había cambiado. Cuando nació, en una clínica del mismo barrio en donde Calamaro pasó algunos meses de los años más tóxicos y ermitaños de su vida –este tema iba a ser uno de los asuntos-eje de la charla-entrevista-, lo hizo con un pelo lacio, castaño claro, el tipo de pelo que, en su forma, no en su color –aunque también-, le gusta desde que recuerda tener uso de razón. Su madre, que había vivido por todo el país antes de mudarse de Córdoba a Buenos Aires para finalizar jurídicos estudios universitarios finalmente no terminados por el inesperado nacimiento de su primer hijo –él-, antes de mudarse del céntrico departamento en el que él aprendió a caminar caminando para atrás al interino patio mojado en donde él pronunció Qué asco la primera vez que tocó tierra mojada, le cortó el pelo de una forma que, aún hoy, él no sé explica cómo fue, pero la cuestión es que de un castaño claro lacio pasó, sin demoras ni mayores intermitencias, a un castaño claro rayando lo oscuro, con una forma que parecía más afro que calamaresca o dylaniana. Las fotos no mienten. Lo misterioso del caso es que antes o después de la mudanza, no recuerda, su madre le volvió a cortar el pelo, con el mismo peluquero o brujo u otro, y él, mágicamente, volvió a su castaño claro lacio que tanto le gusta cuando observa las fotos de su vida hasta su adolescencia inferior. Este fue el tipo de cabello que tuvo hasta sus once años, la mitad crítica de la traumática primera etapa de la adolescencia inferior –todo lo inicial es traumático-, tipo de pelo en la que le hubiera gustado quedarse para toda la vida. Para él, desde sus cuatro años, el secreto para conseguir chicas lindas –nunca le gustó demasiado Charly García- era tener el pelo lacio, castaño claro o castaño oscuro -ni morocho carbón ni rubio albino-, y ser chueco. Preferentemente, chueco para afuera más que chueco para dentro. O sea, chueco tipo recién caído del caballo y no chueco como lo chuecas que son algunas jugadoras de hockey de tanto andar con un palo y una bola en la mano. Bajo esta creencia, que para él, sobre todo en sus adolescencia a secas y adolescencia superior, era una certeza de proporciones científicas –a fin de cuentas, toda ciencia no es más que su creencia-, él simuló, cinco de los seis años de su interminable secundaria –aún más interminable que sus estudios universitarios-, ser chueco. Así, empezó por pensar si quería ser un chueco por el que podía pasar un perro –vivo- entre sus piernas o un chueco al que se le chocaban las rodillas y las puntas de los pies cuando caminaba. Convencido de que, junto con el pelo lacio castaño claro, sería lo que le aseguraría chicas lindas, se inclinó, ya chuecamente, por la primera opción. Desde segundo año de los seis años secundarios, comenzó a hacerse el chueco, tomando como modelo de imitación, no en esta oportunidad a Andrés Calamaro –eso lo haría después, en su adolescencia a secas y adolescencia superior, en su forma de hablar-, sino a Charles Chaplin. No había visto Modern times de Chaplin, sus pozos ciegos de erudición eran los libros y los discos, no las películas, como en el caso de Calamaro Masel, pero igualmente recordaba uno de sus personajes, quizá el más famoso, aunque no lo sabía a ciencia cierta ni incierta porque no sólo que no era un cinéfilo sino que resultaba, más bien, un absoluto ignorante en materia cinematográfica, que caminaba con las puntas de sus pies temerariamente abiertas, los talones casi chocándose a cada paso, y los patos de la laguna absolutamente ofendidos por tamaña mala imitación humana. Así, de ser llamado chueco -el primer año de la secundaria- por caminar con las puntas de los pies mirándose la una a la otra a la hora de pisar, pasó a ser llamado así, desde segundo hasta sexto año, por caminar como si estuviera balanceándose, alternadamente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de vuelta de derecha a izquierda, y así hasta llegar a destino. Ya que perdí la lacitud de mi castaño claro -que se había puesto tan claro por una vacaciones de una semana en Monte Hermoso, a las que había ido con su padre y tres hermanas, y, con ellos, un amigo de su padre, y amigos del amigo de su padre, pero, sobre todo, una amiga de la hija del amigo de su padre, rubia, de la que se enamoró toda esa semana, ya con catorce años, y se enamoró de ella porque tenía un culo tan parado que todavía hoy se estremece cuando lo recuerda; pero las cosas no salieron bien, la jugadora de voley, era ese el motivo por el que tenía tan buen culo, o sea, tan parado, se hizo amiga de un grupo de adultos de la carpa de al lado, adultos de dieciocho años, grandísimos para un niño de catorce, y en el viaje de vuelta viajaron juntos, muy juntos, tanto que estaba al lado de sus labios, como pegado a ellos, pero no pegado para besarlos sino para mirarlos, y cuando los miró por enésima vez se dio cuenta que ella tenía como una protuberancia en ellos, algo que salía de su trazado perfecto, como un auto que sale de la autopista y derrapa barranca abajo, y esa protuberancia que resaltaba y salía y caía barranca abajo no era más que una lastimadura, pero no una lástima que dura por un mosquito (Ludlud) que la había picado o porque, sin querer, se había mordido los labios, sino porque, queriendo, uno de los muchos adultos de la carpa de al lado se los había mordido; por supuesto, supuso él, con su consentimiento, de modo que ella había andado por ahí mordiéndose los labios con uno de los vecinos, en lugar de hacerlo con él, que en eso de morder los labios y besar mal, o sea, de dejar lastimaduras y cicatrices allí donde no debería haber más que buenos recuerdos y sabores, era ya, a sus jóvenes catorce años, todo un especialista-, ya que perdí la lacitud de mi castaño claro, pensó, al menos voy a hacerme acreedor de una chuequera de polista, a ver si esto me asegura alguna chica linda de las muchas que, con lo joven que soy, ya vengo perdiendo, se dijo. Entonces, del segundo de sus años secundarios al último de ellos pasó a ser interpelado como Chueco, o, en su variante, El chueco, apodo con el que se sentía absolutamente identificado, mucho más que con los nombres Andrés o Calamaro con los que, dos por tres, más seguido que a veces a partir de sus catorce años, algún transeúnte lo sorprendía por la calle, o algún trasnochador –trasnochado o no- bolichero lo gastaba y elogiaba al mismo tiempo a la salida del boliche al que los dos habían ido, único boliche, por cierto, al que él, a partir de sus catorce años, salía. Ya para entonces, lo que antes era una molestia o casi un insulto pasaba a ser prácticamente un elogio, del que se enorgullecía inflando el pecho, porque, a pesar de que sus interpelaciones callejeras Andrés o Calamaro demostraban, irrefutablemente, que su añorado pelo lacio, a sus catorce años, se había ido para ya nunca más volver, en ese año, 1997, al mismo tiempo que ahorraba dinero de los pocos y bajos billetes que su madre, la mejor de sus amigas o su abuelo paterno le daban para comprar la revista deportiva El gráfico por una sección dedicada a las jóvenes promesas del fútbol argentino con chances de ser convocadas por Pasarella para formar el equipo que representaría a la Argentina en el mundial de Francia ’98, apartaba parte de ese dinero para comprarse, a veces, un diario deportivo de reciente edición, una remera casual o pantalón de deportivo por mes, en el mejor de los casos un jean extraterrestre o sueter de salida, pero, también, un disco por mes. Uno de los primeros que se compró, el segundo, influenciado por una arbitraria recopilación –como toda recopilación, pero en este caso potenciadamente- de rock argentino -no nacional- de una revista política amante de los zoológicos y de los precedentes inmediatos de los seres humanos, pero también por el disco de Los Rodríguez Hasta luego –el primero que se compró con su dinero, como si el dinero tuviera dueño, porque los de Los Beatles o música clásica ya estaban en su casa, aunque vaya a saber uno a quién pertenecían originalmente-, fue Alta suciedad, de Calamaro, por quien ya comenzaba a ser una simpatía que más tarde se convertiría en admiración para, al poco tiempo, resultar una idolatría de una obsecuencia de la que ahora, a sus viejos un cuarto de siglo –aunque realmente viejos son los viejos que ya tienen la edad de Cobain (Superjoint), Evita o Guevara más dos pirulos-, no pocas veces se avergüenza. Aunque, vale aclarar, siempre la contextualiza, o sea, la justifica, además de que persiste, aunque ahora de una forma mucho más sofisticada, en sus dichos de que Calamaro le sigue pareciendo un cantaautor-rock popular –acá podrían opinar los viejos, aunque mejor que no- digno y legítimo, que, en su momento, se jugó casi la vida por la música –sean buenas canciones o canciones buenas-, y de lo mejorcito que ha dado la cultura musical argentina en los últimos veinte años. Tomá. Argumentá contra él. Andá a hacerlo, le dijo una de sus compañeras de secundaria a otro compañero de ella, su compañera preferida, casi amiga, de la que estuvo enamorado prácticamente toda la secundaria, salvo segundo año, cuando cayó a la división una mina más grande que había repetido el año pasado, y él, una vez que a sus jóvenes catorce años descubrió, copernicanamente, freudianamente, que había tensión sexual entre ellos, se comenzó a sentar a su lado, a su derecha desde el punto de vista del que entraba al curso, ubicación que le permitía tanto mantener su mano en el protuberante culo de ella –aunque no tan protuberante como sus tetas, en donde él soñó, por más de tres años, que ella le realizaba una turca- como, a veces, tocarle sus dos enormes tetas por encima del delantal, aunque, en la mayor cantidad de oportunidades, darse las manitos por debajo de las mesas y los bancos, para envidia y celos de dos de sus compañeras-amigas que, desde su derecha, la izquierda desde el ángulo de visión de quien entraba al curso, observaban como ellos se daban la mano por debajo de todo, aunque esto no fuera más que una sensibiloide excusa para que él pudiera mantener, durante las más de siete horas diarias de cursada, su mano derecha en el medio del culo de ella y ella, a veces, su mano izquierda en la pija dura de él, la que para entonces, a sus catorce años, era más una pijita durita que un pijón durón. Eso lo sabía hasta el novio de ella, de quien ella le contaba a él y al cuádruple aunque poco cuartetero grupo de amigos al que él pertenecía como ella le chupaba la pija, y le gustaba el esperma que él rociaba sobre su boca una vez que acababa en su cara, y ella tomaba o comía la leche que él disparaba como aceite caliente sobre su jeta o dos nuevas tetas, y cómo, una vez, habían roto una pata de la cama -creo que la derecha superior- de tanto coger, de coger animalmente, ella arriba de él a los saltos y gritos, o ella en cuatro y él penetrándola, vaginal o analmente, lo mismo daba, había tiempo y pija para las dos, por atrás, y ella gozando, pensando en él cuando su novio la cogía como a una trabajadora sexual, meretriz, prostituta, puta o perra humana por la que había pagado, poco o mucho, no importa, para cogérsela, y ella después dándose vuelta, en el caso de estar en cuatro boca abajo, o acercándose a la pija de él, en caso de estar acostada boca arriba con sus piernas a los hombros de él, para recibir, con toda su potencia, el esperma en el preciso instante en el que él acababa, y él obligándola a abrir la boca no sólo para bañarla de su leche sino también para que la aloje en su paladar y hasta para que la trague, y ella gozando de eso, pensando en él, en su novio o en el carnicero de la esquina del barrio popular –que los viejos ni abran la boca- en que vivía al momento de ser cogida y cogerse a su novio, de untarse en esperma y secarlo de leche a él, y, después, contándole esto a él por una carta que escribió en el baño del colegio y él leyó en el mismo lugar, una de esas veces que no usaron el baño para que ella le hiciera una pete o él se la cogiera de espaldas, casi tan animalmente como su novio, sólo que con mejor ropa y más rico perfume, con cabellos enrulados y castaños claros y aromas carolina herrera dos doce y remeras nique –ni que hubiera tanta diferencia en la forma en que te coge tu novio y como lo hago yo- y pantalones objetos voladores no identificados y zapatillas tipo look The Strokes.

¿Continuará?
¿Marzo, 2008, Buenos Aires?

jueves, 27 de marzo de 2008

Historia del campo, historia del llanto.


Alan Pauls, escritor, niño mimado de la carrera de Letras de la UBA y de la crítica literaria argentina, publicó el año pasado Historia del llanto (Anagrama, 2007). Esta novela fue precedida por El pasado, su novela inmediatamente anterior, mamotreto de más de quinientas páginas que fue tanto elogiada por escritores colegas, como premiada por concursos literarios. Aquellos títulos, Historia del llanto y El pasado, tanto como las consecuencias que sus publicaciones generaron –elogios, premios, críticas, indiferencias-, podrían ser utilizados y re-significados para abordar el tema que, desde hace más de dos semanas, es tapa de diarios, asunto preferido de los noticieros de la mañana, mediodía y tarde de la televisión, y temática que ocupa la mayor cantidad de minutos radiales y caracteres cibernéticos en las páginas webs.

Estamos hablando, claro, del conflicto entre los sectores del campo, mágicamente unidos -motivo por el cual no se incurre en mayores simplificaciones si se habla de el campo-, y el gobierno, o sea, el kirchnerismo, sea en sus versiones del gobierno anterior o del actual de C. Fernandez –por cierto, no se es poco machista cuando, para nombrar a la actual presidenta, no se apela sólo a su apellido de soltera sino también al de casada, como si cuando se nombraba al expresidente, es decir, a su esposo, se hubiera dicho no sólo el apellido que su padre le donó sino también el de la mujer con la que estaba casado-. Este conflicto habla de el campo, de los hasta hace poco tiempo heterogéneos sectores del mundo agrícolo-ganadero –ahora metafísicamente unidos bajo un mismo reclamo, no importa si unos, los societales rurales, se desplazan en avión, y otros, los menos, en rastrojeros-, en dos de las principales características de este sector desde que el ya lejanísimo y olvidado gobierno de Rivadavia diera el punto de partida a la hegemonía económica agrícolo-ganadera, y los sucesivos gobiernos posteriores, incluyendo a los tres radicales, recogieran el guante de esta hegemonía y afianzaran el dominio económico de las huestes rurales.

La ahora tan mentada Sociedad Rural, fundada, nada casualmente, en 1865, a menos de un lustro de la batalla de Caseros, puede ser tomada, en su fundación, como el puntapié inicial de la actitud lacrimógena y nostálgica que caracterizó y sigue caracterizando a aquellos pocos argentinos y argentinas –un invento más que reciente, hace menos de doscientos años no existía esto que ahora llamamos Argentina- que posee tierras -sean doscientas hectáreas o toda la patagonia-, vacas –que no es tanto que cuando vienen gordas son propias y cuando vienen flacas son de todos, sino que siempre son propias y ojito con tocarlas que sino apoyamos todos los golpes cívico-militares que tengamos ocasión de apoyar-, y ovejas –que quedan tan lindas en los suéteres hechos por Benetton pero tan feos en los otros con que suelen regresar los estudiantes de Sociales y Humanas de sus viajes por esas zonas donde la presencia de los pueblos originarios es bastante más fidedigna, de lo sucedido tiempo atrás, que en Capital Federal o las principales ciudades del país, sea que aquella zonas pertenezcan a la Argentina o a los países limítrofes que, para el norte, nos circundan.

El campo, como respondiendo secretamente aquella famosa y patética frase de Moria Casan, si querés llorar, llorá, llora. Y cómo. Quiere llorar y llora. Como un niño caprichoso, mal-criado -¿qué es bien-criar a un niño?-, al que sus padres, porque tenía que terminar la comida o hacer la tarea, le sacaron un juguete con el que se había encariñado, llora, patalea, y cada vez más fuerte. Sólo que, pequeño detalle, el juguete con el que este niño se ha encariñado, niño que a los fines de la mala metáfora tendría como padre –en un sentido nada hegelaniano y mucho menos kjèviano- al gobierno encabezado por C. Fernandez, sería las cuantiosas ganancias que, por motivo de un cambio alto que favorece las exportaciones y perjudica las importaciones – la otra cara de la moneda de la década menemista-delarruista, la que parte de el campo apoyó agrícola-ganaderamente, porque le permitía renovar la maquinaria-, los sectores rurales se están llevando -a sus bolsillos, no a las arcas públicas de los pueblos o ciudades del mal llamado interior-, desde hace más de cinco años. Es decir, un lustro. Casi el tiempo que pasó entre el ordenamiento, la normalización, unitaria de las forajidas tropas federales, con sus montas y estrellas punzó, y la fundación de la Sociedad Rural por -dato obvio, a esta altura no conocido sólo por un extraterrestre no marxista o un humano marmota- por el abuelo de José Alfredo Martínez de Hoz, primer ministro de economía –ministerio que antes se llamada de Hacienda, lo que muestra la hegemonía económica agrícolo-ganadera en la vida política del país- de la última dictadura cívica-militar, la que tuvo como pre-cedente el obrar genocida de los grupos paramilitares –que en realidad no paraban militares, sino los incentivaban- dirigidos por el peronista ministro de –vaya paradoja- Bienestar y Acción Social José Lopez Rega, mano derecha –la que luego le faltaría a su líder- del peronista gobierno de Isabel Martínez de Perón, primera presidenta argentina –aunque no elegida por el voto popular- que sucediera en el cargo a su difunto marido peronista Juan Domingo Perón. Quien no sólo sabía de la existencia de estos grupos sino que motivó su formación, alentó su funcionamiento, y aplaudió, secretamente, de modo que sus alicientes y felicitaciones no trascendieran no sólo a la opinión pública de entonces sino, tampoco, a las páginas de la historia, los éxitos que en sus dos años de funcionamiento iba sumando. Es decir, las amenazas, atentados y asesinatos que propinó, no sólo a militantes o simpatizantes de organizaciones político-militares o no, sino también a indefensos familiares, conocidos o abogados de las futuras víctimas. Víctimas, no está de más aclararlo, no porque lo fueran de malentendidos históricos o conducciones mentirosas y perversas, sino porque en toda relación o enfrentamiento –a muerte o no, la política como guerra o no- en donde uno tiene mucho y el otro poco -con el alarmante de que, supuestamente, debería ser el uno el encargado (o sea, el que tiene un encargo) de proteger al otro-, el otro, siempre, corre el riesgo de convertirse en víctima. No por estar sujeto a una peligrosa operación de victimización, sino porque, literal o figuradamente, político-militar o metafóricamente, no cuenta con las mismas armas que el adversario. Curiosamente, o no, fueron esas mismas genocidas y aventajadas armas las que los hoy muy ruidosos sectores agrícolo-ganaderos no sólo no impugnaron, como lo hacen hoy para con distintos destinatarios mediante el más que respetable método del corte de ruta –pero, a no confundirse, esto no es un paro laboral, es un lock-out patronal, como el que, en el ’73, derrocó a Allende-, sino, incluso, reclamaron y, una vez en el poder, festejaron, elogiaron y hasta defendieron. Es que, en términos generales, a estos sectores no les importa demasiado si, políticamente, el país consta de persecuciones, secuestros, torturas, desapariciones y robos, siempre y cuando, económicamente, el país marche liberalmente, no importa si con paso militar pero sí con una marcha donde el sucio Estado no pose sus usurpadoras manos sobre lo que un suelo increíblemente fértil, pero originariamente distribuido de un modo latifundista, germina para beneficio de los que poseen las tierras. O sea, de los que, más acá o más allá, fueron beneficiados con una escandalosa y monopólica distribución del suelo. Por eso es que, coincidiendo con Videla, pero también, menos simplistamente de nuestra parte, con el mito romántico de la historia, para estos sectores todo tiempo pasado fue mejor.

No importa si ese tiempo es el de Rivadavia, Mitre, Roca o la dictadura. La que, como recuerda Walsh en su carta abierta, tuvo como una de sus primera medidas un fuerte aumento de las rentabilidades agrícolo-ganaderas. Por eso, quizá, todo tiempo pasado fue mejor. Así como, también, su tiempo presente es lucha. No porque el futuro sea de ellos, sino porque saben que de esta siembra algo van a cosechar.

Marzo, 2008.

martes, 18 de marzo de 2008

Lo que ella es para él y viceversa.


Ella era, para él, su Rachel, sólo que él era, para ella, su Gunther. No el hombre cuyo nombre de pila es aquel, y su apellido césped o gramilla, ni bellezas científicas y objetivas sentadas a los pies de un banco de facultad, sino un simple dueño de una cafetería norteamericana en la que, a su vez, trabajaba detrás de la barra y servía copas de café a sus ocasionales o reincidentes clientes. Nada comparado con un paleontólogo sensible, gracioso e universitario, que publica papers en revistas científicas, y tuvo un hijo -que también podría ser pensando como una relación- con una mujer que luego descubrió sus verdaderos gusto sexuales. Estos, asimismo, podrían ser considerados como un vínculo largo y trabajoso, en donde una aprende del otro tanto como una aprende de una. El era, solamente, eso para ella, pero ella era, para él, prácticamente todo. La mujer con la que querría pasar el resto de su vida, con la que se veía envejecer, con niños y perros y autos y jardines dando vuelta alrededor de su felicidad matrimonial y monogámica. La mujer, en fin, a la que jamás podría ver –o intuir o pensar- con otro. La mujer, con dos brazos, piernas, ojos, tetas, cachetes del culo y orejas, y una nariz, boca, concha, ombligo y hermoso cabello lacio, que poseía los dos brazos sin los que él no podía vivir, dos brazos que sostenían no sólo el cuerpo de ella sino, también -a futuro pero asimismo en el presente-, la vida de él. El, que era su Gunther, no tenía forma de volver el tiempo atrás, de tomarse un colectivo desde su barrio a las cuatro de la tarde de un domingo y llegar a las cuatro al punto de arribo, aunque entre uno y otro lugar mediara más de quince minutos de viaje. El, Gunther –Ganzer-, no podía viajar en el tiempo, hacer en el pasado lo que en su vida pasada no había hecho, para así, potencialmente, hacer de él algo más que su Gunther. El, y yo sé de lo que hablo porque soy una de sus pocas y mejores amigas a las que él en su momento nos contó todo, se sentía mal e impotente por el hecho de que, decía él, lo que lo distanciaba y hacía Gunther para ella no era algo presente en el presente y por lo tanto modificable, ni algo latente en los días actuales que de algún modo se pudiera intuir con vistas al futuro, sino algo que él, muy discutiblemente, tildaba como imposible e inmutable: El pasado. Entonces, muy amistosamente, nos trenzábamos en discusiones en donde yo le decía, mientras me depilaba mis dos piernas antes de maquillarme mis dos pómulos y mejillas, que si los dos estábamos de acuerdo en que el presente y el futuro eran modificables también lo debíamos estar sobre las posibilidades de cambiar –y elegir y re-crear- el pasado. Porque, le decía mientras me maquillaba mis pómulos antes de hacerlo con mis mejillas y elegir el vestido que me pondría para la fiesta de esa noche, el pasado no es más que el presente o el futuro desde el que una lo lee: así, si podíamos cambiar el pasado -vivir un poco mejor o menos peor de lo que lo hacíamos ahora-, o el futuro -imaginarnos siendo algo diferente de lo que éramos-, también podíamos cambiar el pasado. Por supuesto, yo le concedía -ya maquillada e indecisa entre un vestido verde que resaltaba mis dos tetas y mi único culo pero me obligaba a no usar ropa interior-, que él no podría, tomando un colectivo mágico o entrando desnudo a una máquina del tiempo, viajar para atrás -como caminan algunos niños cuando dan sus primeros pasos- y dejar de haber sido un esperanzado estudiante de actuación –o correcto estudiante secundario de provincia- que alguna vez tuvo un papel importante en un serie de gran audiencia –o estudiante de muchos idiomas y auditor de música a montones-, pero que, después, no tuvo rutas por donde seguir –o no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-, se empantanó y estaqueó en trabajo ocasionales –mientras esperaba alcanzar el gran sueño de su vida- que terminaron siendo más definitivos que momentáneos –o no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-, para terminar, primero, como empleado de cafetería, y, luego, como el dueño que trabajaba detrás del mostrador y servía copas de café a sus habituales o esporádicos clientes –o correcto estudiante universitario, precoz y culpógeno, que no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-. Yo le decía eso, enfundada en un vestido negro con una camperita de igual color encima –este look no resaltaba mis tetas y mi culo pero era más pertinente teniendo en cuenta que no iba sola a la fiesta sino acompañada-, y lo dejaba tranquilo diciendo que su metáfora mass-mediática para intentar explicarme lo que él sentía que era para ella estaba bien, que no necesitaba apelar a citas cultas y no masivas o casi populares, porque, desde que su difunto abuelo octogenario había nacido, cómo separar tajantemente los cultismos de los populismos una vez que los masismos se metieron –precisamente- en el medio, e hicieron de lo pretendidamente claro un campo confuso y enmarañado, que generaba culpa en los cultos progresistas que no querían estar –también- alejados culturalmente de los populones a los que -populistamente- elogiaban, y envidia en los populones que sabían que lo que ellos tenían no era todo lo que se podía tener, queriendo alcanzar –así- los cultismos de los cultores de su propia religión, cada vez más alejados en sus torres de cristal y libros y discos. Similares culpas y envidas sentía él cuando pensaba, leyendo libros muy poco leídos o escuchando músicas que muy pocos apreciaban en todos sus detalles, que él era, para ella, meramente su Gunther, mientras que ella era, para él, totalmente su Rachel. Su sentido de vida, los brazos sin los que no podría sostener su existencia, el pelo y la nariz y el ombligo que nunca iba poder olvidar. Aunque perdiera sus libros y discos y películas. Yo, para este momento, estaba más interesada en terminar de escucharlo, decirle algo al pasar que lo dejara tranquilo y obligara a dejar de pensar en lo que pensaba obsesivamente, y repetirle, mentirosamente, que todo iba a estar bien, que no se hiciera problema, que iba a ser muy feliz, que iba a tener –incomprobablemente- muchas perdices y risas y caramelos y orgasmos. El, lo sé aunque no me lo dijo, no me creyó una palabra, seguramente se quedó pensando en la singularidad del fenómeno de que alguien sea, para alguien, todo, mientras que el primer alguien sea para el segundo alguien poco más que nada. Esto, de una u otra manera, siempre le había llamado la atención, siempre había creído -aún sin saberlo- en la idea del amor ideal, recíproco, correspondido, de dos corazones y almas y cuerpos que se quieren y desean mutuamente, no habiendo -en el medio- ni obstáculos, ni terceros ni medios masivos de comunicación que antepongan sus vallas de salto, conspiraciones o mensajes para obstruir la concreción de su irrefrenable amor. El se quedó pensando en esto, yo viéndolo llorar por dentro, ya coqueta y producida, cuando escuché las últimas palabras de su boca, antes de irme a la fiesta. El me contaba que, en su opinión, una belleza -no necesariamente científica u objetiva- no requiere de mayores producciones o lápices labiales, porque, avanzó en su argumentación, hay mujeres que aún recién levantadas, con mal aliento en el mundo de su boca, despeinadas y con un mar de algas en su ojos, son tan hermosas que dan la sensación de que, en ese instante -que en ese momento es la eternidad, subordinó-, no se necesita nada más. Aún sin haberse lavado todavía los dientes, y con una vieja y derruida remera de dormir rezando el refrán Relax, me concluyó, hay mujeres que le sacan cuerpos y almas de distancia a las bellezas científicas y objetivas. Rachel, me suspiró, con la puerta de salida mitad abierta y yo en el medio con muchas ganas de encontrarme con el muchacho con el que iba a la fiesta, es una de ellas. Una pena que, para ella, yo sólo sea su Gunther, me dijo mirando el piso, cuando mi cuerpo ya estaba mas del lado del pasillo y el ascensor que del departamento y su puerta. Sí, una pena, pensé, una verdadera pena. Nos vemos.

Marzo, 2008, Bs. As.

domingo, 16 de marzo de 2008

¿Cómo ir a escuchar a Dylan y no escribir sobre ello?

Debe volverse Yo, escribió Freud, aunque después se retractó de esta afirmación. Theodor Adorno, aquel por el que Cortázar -en La vuelta al día en ochentas mundos- escribiera que bautizó Adorno a su gato, escribió, pos segunda guerra mundial, que después de Auschwitz no se puede escribir poesía. Esta afirmación, como potencialmente toda afirmación, se ha dicho que fue malentendida -¿qué es entender bien una oración u obra?-, pero podríamos consensuar que se refería a la imposibilidades de la representación de reproducir o anteponer el horror irrepresentable de los campos de concentración. Esta idea sobre las limitaciones de la representación a la hora o des-hora de dar cuenta del pasado, ha sido discutida por algunos despliegues de la filosofía contemporánea, como Jean Luc Nancy o Maurice Blanchot –el mismo que los ocho integrantes de la guerrilla pos-moderna que secuestró a familiares lejanísimos de B. Rivadavia dejaron de leer para poner obras a la manos de realizar la operación político-cultural-militar-. La conexión puede resultar de mal gusto -¿es defendible el buen gusto?- o agarrada de los pelos –lo mismo que uno/a realiza cuando está perdidamente enamorado/a-, pero, aún así, ¿cómo ir a ver a Bob Dylan, una noche de sábado de marzo en la cancha porteña del club de fútbol Velez Sarsfield, y no escribir sobre ello? Dylan, para sorpresa de muchos de los que llegaron(mos) sobre la hora al estadio y a la puerta por la que se indicaba entrar al campo, comenzó el recital, con su compacta y elegante banda, a las puntualísimas 21.30 horas. El recital de León Gieco como telonero de su maestro –aunque, desde estos humildes dedos, se considera que, a pesar de todas las obvias diferencias del caso, el más digno heredero del legado dylanita (¿o dylaniano?) en la Argentina es Andrés Calamaro- había quedado atrás e irrecuperable para los despistados que dejaron(mos) todo para último momento, y llegaron(mos), incluso, cuando Dylan ya estaba tocando el primero –o segundo, todavía no lo sabemos- de los temas de la noche. Según conteos personales, absolutamente relativizables, fueron aproximadamente doce o trece temas, desde el momento en que estos dedos entraron al campo del estadio. En el caso de haber sido efectivamente así, cuatro menos que los tocados la noche anterior, un viernes, en Córdoba. Hubo un solo bis, pos engañoso saludo y retirada de Dylan y la banda, Blowin’ in the wind, al final del cual hubo permanencia de los asistentes en el estadio, palmas y cantitos más bajos que entusiastas. No obstante lo cual, como Clapton cuando pisara el escenario levantado en el Monumental, la banda y Dylan no regresaron de los camarines. Dylan y la banda se habían ido para ya nunca más volver. Antes de Blowin in the wind abundaron, dentro del escueto pero muy sobrio del recital, las canciones de los últimos tres discos del -no poco obsecuentemente- habitualmente llamado trovador de Minessotta: Time out of mind (1997), Love and Theft (2001) y Modern times (2006). Sin embargo, como es de esperarse con asistentes a un recital –dentro de los cuales estaba uno, claro- integrantes de una sociedad con panics attack a las transformaciones, no fueron las canciones de estos tres últimos discos las más cantadas, festejadas y hasta poguedas durante ellas, y aplaudidas una vez llegado su crepúsculo, sino las más conocidas dentro de las viejas: por ejemplo, Just like a woman –en la que se combinaron fantásticamente la clásica modificación rítmica de sus canciones que Dylan realiza en vivo con su no menos clásica forma de cantar a des-tiempo, o, mejor, a un tiempo que bloquea eficazmente que alguien más cante con él, ya que él canta al ritmo que se le antoja esa noche-, y, por supuesto, Like a rolling stone, la que, casi exclusivamente, a pesar de los cambios en la melodía y la particularísima y cada vez más nasal e incomprensible forma de cantar de Dylan, fue re-conocida desde el comienzo, una vez que el clásico y muy conocido verso Once upon a time you, aún con un tempo musical que nada tenía que ver con la primera versión o sus posteriores reversiones en vivo editadas en discos, fuera cantado por la agudísima voz de Dylan, y cayera, no como un balde de agua fría pero sí como una bocanada de respiro de algo conocido, previsible y por lo tanto acompañable, sobre la bella noche de sábado en la cancha de Velez. No mentimos demasiado si escribimos que el único pogo –bobo- que tuvo lugar en la noche, que Dylan y su banda dejaron desarrollar, fue con el estribillo, siempre pegadizo y potente a pesar de sus rimas fáciles y mil veces reversionadas, de Like a rolling stone. Unos temas después, Dylan haría un impasse a su breve pero irreprochable derrame de clásicos –algunos conocidos y acompañados, como los comentados, otros que pasaron desapercibidos, como la cada día más hermosa Stuck incide of Mobile with the Memphis blues again, también muy modificada musical y vocalmente- con canciones de los últimos tres discos de estudio –algunos de los cuales, tal vez, alcancen aquella categoría, de clásicos, en una década o dos- para presentar a su banda: la que, por lo que estos oídos pudieron escuchar de dos bocas mientras con otros oídos y dedos y bocas se esperaba el salvador arribo del 106 que nos llevara –como muy eurocéntricamente dijo una pasajera (nada en trance) del 109 en el que finalmente se viajó- de vuelta a la civilización de la calle Corrientes, tampoco había sido presentada al comienzo del recital, ese comienzo que, por desorganización o despiste, algunos se(nos) perdieron(mos) en sus comienzos más originarios y originales. Dylan, como el Bartleby de Melville o un inocente que se sabe inocente, motivo por el cual no cede a la testificación, no dijo palabra en todo recital. Salvo, claro, cuando presentó a la banda. No había necesidad de presentarse a sí mismo, o que alguien de la banda lo hiciera, como suele realizarse en los grupos en donde el cantante es el front-man y líder, porque todos sabían(mos) quién era. Todos habían(mos) ido a verlo a él, aun cuando, seguramente, la mayoría de los asistentes desconociera(mos) o no pudiera(mos) cantar la mayoría de las canciones instrumentadas en la noche, dada la imbatible combinación de trastocamientos musicales con una forma de cantar que a su voz nasal y absolutamente particularísima se suma saltearse voluntariamente las comas, fines y comienzos de verso, y ritmo de la canción en sus versiones primeras o sucedáneas. Está claro que Dylan no quería que nadie cantara con él, lo cual, a fin de cuentas, es bastante comprensible dado que los asistentes allí presentes habían(mos) pagado la entrada para escucharlo -más que verlo- cantar a él, no a ellos(nosotros) mismos o a sus(nuestros) co-asistentes al recital. El hombre –y la mujer también, claro- es un animal de costumbre, o, para decirlo con our friend Pascal, de hábito, lo cual hace considerablemente difícil que un público acostumbrado a consumos culturales en donde lo que pasa arriba del escenario es acompañado paso a paso –verso a verso, acorde a acorde- desde abajo del escenario, pueda des-prenderse, automáticamente, en un recital de un performer internacional, de aquellos hábitos y costumbres. Y Dylan, desde el comienzo hasta el final, vino a dar un recital en donde el espectáculo estaba, exclusivamente, arriba del escenario, no abajo. Ni tampoco arriba y abajo de él. Sólo arriba del escenario. Y, más allá de la brevedad del mismo, o de la comentada ausencia de interacción con el público mediante los habituales thanks o thanks you después de los aplausos y vivas al final de cada canción, Dylan, junto con su banda compacta que, por momentos, parecía más una formación de jazz que de rock –no sólo por la estética: allí estaban el contrabajo y una batería que sonaba a arena para mostrarlo- dió lo que vino a dar: un espectáculo. How did it feel, eh, how did it feel?

Marzo, 2008, Bs. As.

jueves, 13 de marzo de 2008

Un pueblo llamado Amorado.

Alguna vez estuve en Amorado. Es un pequeño pueblo de pocos habitantes. Tan pocos que, en tiempos de sequía o ausencia de cosecha, la población puede reducirse, pueblerinamente, a un par de ellos. Alguna vez estuve ahí, pero era muy niño: tenía, sólo, veintidós años. Hubo una época en la que pasé un largo periodo en el pueblo, yendo y viniendo, armando y desarmando valijas y mochilas para que mis estadías allí pudieran complementarse, más o menos bien, con mis estudios universitarios. No fue fácil. Cuando pasaba mucho tiempo en el pueblo, despertándome tarde, yendo a desayunar y almorzar –todo junto- al único bar del lugar –llamado Submarino Violeta- y volviendo, hacia la tardecita, por unas grapas y conversaciones con los parroquianos del lugar –por entonces, mis cófrades-, no tocaba, ni con la vista, los apuntes de la facultad. Ni hablar de los cuadernos de apuntes, en donde todo lo apuntado eran los gastos que el bar del pueblo me insumía en desayunos, almuerzos, meriendas y cenas tempranas, porque el bar, como buen bar de pueblo, para conocidos cerraba a las diez de la noche, mientras que para los amigos los gallegos dueños del lugar estiraban la hora de bajada de las persianas metálicas, post-limpieza de suelo y cocina y ubicación de las sillas arriba de las mesas, hasta las diez y media, cuando nos comenzaban a levantar los cadáveres de cerveza y platos con manises y tipitos fumados con una vehemencia que no quedaba ni el loro. Cuando estaba en el pueblo era poco lo que leía, y todo lo que hacía era pasármela pensando cuestiones que lejos estaban de ser trascendentales para ser, en cambio, absolutamente banales. Eran pensamientos totalmente pasatistas. Me acordaba, por ejemplo, de mi madre y padre contándome que, cuando a mis cuatro años nos mudamos del cemento urbano a la tierra provinciana, mi primera reacción al ensuciarme con tierra mojada en el jardín de mis abuelos maternos fue decir: Qué asco. Yo no me acuerdo de eso, pero es una de las pocas anécdotas familiares que me gusta y no me genera mayores contradicciones con lo que creo ser hoy día. Caminando por el pueblo, o apoyado sobre un arbol cercano al rio –el pueblo tiene río- o, directamente tirado boca arriba en el pasto a metros de la pequeña playa del lugar –el pueblo tiene gramilla y arena-, me acordaba, también, de lo que hoy recuerdo como mi primera novia, aunque, en ese momento, no sólo que no lo era sino que ni siquiera pronunciamos esa palabra en no sé cuántos meses de relación. Esos meses, por entonces, eran un montonaso, pero hoy, sin embargo, son muy pocos. Sentado en una de las dos mesas del bar que da a la calle, mientras -con la mirada perdida y una mano en la boca y la otra en la oreja izquierda- miraba el paso –justo a las doce menos cuarto de la mañana- del micro lechero por la calle principal del pueblo –micro que es lechero no porque lleve leche sino porque pasa por todos y cada uno de los pueblos de Latinoamérica-, me acordaba, no sin nostalgia, de las ganas que -cuando era muy niño, a mis dieciocho años- tenía de irme de la ciudad capital de provincia en la que, con mi madre, padre y hermana menor -a la que después se sumaron otras dos-, nos mudamos cuando yo tenía, apenas, cuatro años. Después vino uno de los dos gallegos del bar, atendido solamente por ellos, con la cuenta del desayuno, y la pregunta, más seca que materna, de qué iba querer para almorzar dentro de una hora y media, cuando, como de costumbre, lo bebido y comido en el desayuno comenzara a evaporarse como alguno de mis recuerdos de juventud, y el hambre del almuerzo, como la picazón estomacal que nos genera la mujer -u hombre- de la que nos enamoramos, comience a arremeter con una virulencia similar a la violencia con la que los dos gallegos –en esto no había distinciones, eran los dos muy cultos pero unos bárbaros a la hora de preguntarte que querías tomar o comer- te insinuaban que ya estaban por cerrar, y, en caso de que uno no se diera por aludido por la indirecta, a lustrarte las flecha con escobillonazos que no limpiaban una pulgada del cemento situado debajo de la mesa pero cumplían su cometido: que uno le dijera, está bien, ya nos vamos, hasta mañana, o sea, que pagara la cuenta, echara la silla hacia atrás, y se fuera del bar silbando un tango como si se lo supiera, para volver, con todas las del hambre, al día siguiente a la misma hora. Y al mismo lugar. En torno a ese lugar giraba mi vida en el pueblo: no hacía más que salir de la pensión -después de acostarme entrada la madrugada embebido del vino y las discusiones políticas que todas las noches perpetrábamos con los viejos no demasiado viejos del pueblo (no había lo que suele llamarse jóvenes)-, ir al bar de los gallegos, pedir un café con leche con tres medialunas que nunca pagaba Dios sino siempre yo, hacer la digestión del desayuno un poco en el bar y otro poco caminando por las diez cuadras -que a veces eran mil- del pueblo –contando a lo largo y a lo ancho-, volver a las dos horas y, para delicia de los jeques agrícolo-ganaderos de las inmediaciones del lugar, asesinar un especimen del género vacuno mediante el almuerzo de un bife con papafritas a caballo y ensalada de lechuga y cebolla, sólo que en el bar, de tan en serio que los gallegos se tomaban el rubro, lo de a caballo no era una involuntaria metáfora urbana y popular –urb. and pop.- sino una literalidad: el chango que, cada tres días, traía la bolsa con las papas sucias a lavar y pelar, lo hacía a caballo. Un caballo que no era de raza, ni sabía correr, pero vaya sí sabía aguantar, y no decía ni mu. No sólo porque, aún si quisiera, no podría hacerlo –aunque eso habría que chequearlo-, ni porque eso lo dicen las vacas y no los caballos, sino porque, como las dos esposas de los gallegos que vivían en casas vecinas al bar –una a la izquierda, la otra a la derecha- era un caballo abnegado: una esposa cornuda de una burguesa familia urbana de clase media, con un auto, dos hijos y un departamento de tres ambientes. Cuantas de mis conocidas de la universidad, en pocos años, no sólo van a terminar así -que es incluso peor que terminar en las drogas-, sino, aún, mucho peor: convencidas de que son felices, con hombres a sus lados que no sólo no son los hombres de sus vidas sino que ni siquiera lo son del de las verduleras que te cobran dos kilos de uva blanca cuando te pusieron uno y medio, y, para colmo, seguras de que son felices. Siempre seguras. Siempre lo mismo vos eh, me dijo uno de los gallegos, el más viejo, militante republicano, combatiente en la Guerra Civil española para los buenos peleados con los malos, y exiliado en la Argentina a fines de los ’30. Todos los días lo mismo vos: te levantás a cualquier hora, desayunas acá, caminás un poco, volvés para almorzar, te vas a dormir la siesta a la pensión, caminás otro poco, volvés para la grapa y la política, te volvés a ir de caminata, y volvés para cenar. Así todos los días. ¿A vos te parece que esto es vida?, ¿no te parece triste para un muchacho joven, fuerte y sano como vos, un muchacho que debería estar trabajando y con una novia que te quiera, y no todos los días de la semana comiendo y chupando en un bar? Pibe, ojo eh, yo te digo esto aun cuando no me conviene: por mí, quedate en este lindo pueblo todo el tiempo que quieras, vení al bar todo lo que gustes, siempre y cuando consumas, claro, y, claro, pagues en fecha y efectivo lo que consumís, pero, pibe, este no es lugar para vos, vos estás para mucho más, vos acá estás desubicado, este pueblo no es tu lugar, la mina que te gusta no te dio bola y vos estás triste por eso, querés dejar de estudiar y vivís como si estuvieras muerto, pero, como se dice en mis pagos, pasa página, olvidate, como se dice acá, borrón y cuenta nueva, que ese cuaderno que vos siempre llevas encima es en el que deberías estudiar y no en el que todo lo que hacés es anotar lo que gastás para mandarle las cuentas a tus papitos que te mantienen para que te giren guita, no pibe, vos acá estás desubicado, si las cosas con esa mina no salieron como esperabas, bueno, superalo de una vez y ya, vos no te podés quedar en Amorado eternamente.

Marzo, 2008, Bs. As.

La mujer más dulce del mundo.


A Mariana B., por su paciencia y amistad, y nuestras discusiones y silencios.

Te digo, che, ella es la chica más dulce del mundo. Sin embargo, siempre tuvo la habilidad de nunca derretirse a la intemperie del sol asesino del verano porteño. De tan dulce, cuando camina por avenida Pueyrredón hacia el sur, en caso de saber que está por toparse con una bombonería –en cuya vidriera, sorprendemente, junto a los bombones, hay libros de un joven que, si una le pregunta al dueño del local quién es, nos responde que un joven cuyos libros, de tan empalagosos, dejaron de ofrecerse en las librerías, donde nadie los compraba, para pasar a hacerlo en las bombonerías: la editorial chocha y dulce por el rédito económico-; te contaba, en caso de saber que está por toparse con una bombonería, obligatoriamente, a riesgo de perder irrecuperablemente su vida, debe cruzar de vereda. O, en el más extremo de los casos, pasar corriendo a toda velocidad -trote tres cuartos- por el frente, de modo que la exposición de su dulce cuerpo a los destructores rayos de oro negro de las cajas de bombones sea mínima.

En otro tiempo, y creeme lo que te digo porque estas son cosas de las que una se entera sin querer enterarse, por ejemplo, en la peluquería o en una reunión organizada para contar chismes, pero que jamás, y escuchame bien cuando te digo jamás, son mentira, o sea, son siempre verdad, en otro tiempo, te decía, ella tenía problemas con la bebida, estaba entregada y comprometida, no a una causa política-ideológica o a un compañero de vida para toda la vida, sino al alcohol, o sea, al chupi, vos me entendés. Y, entonces, cuando era poco menos que alcohólica, aunque eso jamás se notó en su físico porque siempre tuvo un cuerpo privilegiado -además de muy dulce- con un muy buen par de tetas y un solo pero contundente culo que daba envidia, tomaba cerveza todos los días. Era cosa, nomás, de verla dirigirse a la cocina, sacar el banquito del pequeño cuarto de porquerías para ponerlo en el piso, y así poder llegar a la elevada estantería en donde estaban los envases –vacíos, obvio, ¿qué me preguntás, tarada, cómo va a haber envases llenos en una estantería?: además, si están llenos ya no son envases, sino en todo caso botellas, infeliza-, sacar un envase, volver a guardar el banquito en su lugar, buscar y, con suerte, encontrar las llaves por el pequeño departamento, palparse –estaba sin novio, la pobre, y con una calentura tremenda- el bolsillo trasero del jean –Bette Davis style- para ver si tenía los dos pesos con sesenta y cinco centavos que valía la cerveza que ella compraba –ni las más barata, que valía unos cuarenta y cinco centavos menos, pero era poco menos que intomable, ni las suaves y prestigiadas, con las que siempre le daba gusto salir de despensas barriales o supermercados fanáticos del cine de Lee, pero que ya valían como un peso con cincuenta más-, y, una vez realizado todo este ritual de búsqueda, elevación, apertura, extracción y cierre, reordenamiento de cada cosa en su lugar, nueva búsqueda y encuentro, y chequeo y satisfacción por la posesión de lo chequeado, dirigirse hacia la puerta de su departamento, bajar –por la escalera, porque siempre estuvo más cerca del suelo que del cielo- el único piso que la separaba del portal de su edificio, salir y caminar los cincuenta metros que la distanciaban de la despensa de barrio, donde, todas las siestas o tardes, realizaba el ritual comercial consistente en efectuar el repetitivo y enloquecedor acto de entrega de metálico a cambio de víveres y productos de extrema necesidad: como, por ejemplo, una botella –llena, tarada, obvio- de cerveza.

Después, poner la cerveza dentro de una bolsa de plástico, o, directamente, rústicamente, llevarla en la mano, caminar con ella enfriando los dedos –la mano calentando la cerveza: con lo caliente que esta está mina, te digo, che, eso no era una buena idea- hasta la entrada del departamento, subir las escaleras, abrir la puerta, dejar la cerveza –con bolsa o sin ella- en la mesa de madera del living-comedor, ir a la cocina a buscar el destapador, traerlo a la mesa, abrir la cerveza, y, solitariamente, patéticamente, compartir con ella la siesta o la tarde. Entonces, como te decía che, esta mina hacía eso todos los días, y, más allá de la incontable cantidad de ñoquis que comió con la de vasos de cerveza que tomó, su cuerpo seguía siendo más o menos el mismo de esbelto y dulce. Así, claro, es que, cuando pasaba por enfrente de la vidriera de una bombonería, más allá de la de mares de cerveza esbeltamente sostenidos en su cuerpo, su parte dulce no podía exponerse a los rayos ultraempalagosos disparados por los bombones, teniendo que evitarlos con cruzadas de calle, corridas tres cuarto, o picadas de ojo al dueño de la bombonería por, a pesar de sus reiterados pedidos, haberlos dejado en la vidriera, justo al lado de los puemas y cuántos empalagosos de ese joven que resultaba invendible para una librería pero buen complemento de regalo para una caja de dulces comprada en una bombonería. También, y te lo cuanto rápido porque ya está viniendo la peluquera para hacerme los rulos o el jefe de la agrupación para armar el temario de la reunión, tenía que cuidarse no sólo de pasar y traspasar la línea que va de su vida a la muerte en caso de pasar por enfrente de la vidriera de una bombonería, sino también de lo que tomaba. Por ejemplo, todas esas bebidas cuyos segundos nombres son una de las dos partes más esbeltas de su cuerpo, bebidas que, para alguien dulce -obvio que no para mí- son asquerosamente empalagosas, estaban ortodoxamente prohibidas para su paladar, ella no quería saber nada de tomar y repetir esas bebidas negras –no por eso doradas-, empalagosas –no por eso levantadas en pala- y dulces –pero no por eso como ella misma- que el resto de la sociedad, para su asombro, tomaba. Entonces, bebía bebidas amargas, gaseosas paradas en la otra vereda de los líquidos –modernos, modernos- dulces y empalagosos y asesinos en su virtualidad de convertirla en caramelo –estos líquidos amargos estaban en la misma vereda a la que ella cruzaba para protegerse de los rayos ultra-violentos disparados por las cajas de bombones en las vidrierías de las bombonerías-, y ni se acercaba a las botellas –llenas, boluda, llenas- que llevan por segundo nombre -sin por esto ser su apellido- la parte trasera y más protuberante de su cuerpo, elogiada por propios –ella estaba muy orgullosa de su cintura- y ajenos –toda la gente de la bombonería-. Finalmente, todo el problema con el dueño de los bombones en la vidriera de aquella fue solucionado de una forma a lo Mónica: ella le aseguraría una buena cantidad de copias del LP con la canción que una banda under de origen neoyorquino -todavía sin nombre, ya que eran tan underground que todavía ni siquiera se habían bautizado y reconocido en ese bautizo- había escrito y musicalizado en su nombre, tomando como base de la que partir –e ideal como horizonte imposible al que llegar- una canción, intitulada The uglyest girl in the world, compuesta en los ochentas por un tal Robert Allen Zimerman. La nueva canción, obviamente influenciada por la anterior, se llamaría The sweetest girl in the earth, y narraría las desventuras de una muchacha con unos pechos y unas nalgas y unos churrascos envidiables y muy dulces, que todo el tiempo corre el riesgo –de muerte, o sea, de vida- de convertirse en caramelo, por estar las dieciséis horas despiertas de sus días expuesta a cajas de bombones, caramelos y gaseosas publicitadísimas, pero aún más empalagosas que sus posibilidades de aburrirnos. La canción, que los desfachatados integrantes de la banda under neoyorquina esperaban que no se confundiera -en su nombre- con la de los irish U2 The sweetest thing, fue tocada, en Velez, por Bob Dylan el sábado pasado, después de Don’t think it twice, it’s all right. Luego del verso I give her my heart, but she wanted my soul de esta canción, y esto es lo último que te cuento porque me tengo que ir a ayudar con la tarea a mis hijos y hacer la cena a mi marido -¿viste qué lindo me quedó el pelo?, sí, jefe, ¿cómo no?, usted tuvo esa brillante idea porque usted es brillante, no porque yo se la dije en el pasillo antes de entrar a la reunión-, ella se acordó de su pareja, Raquel, y se murió de ternura. Literalmente.

Marzo, 2008, Bs. As.

martes, 11 de marzo de 2008

Los locos y la loca.


No lo pueden hacer, dijo ella, y repitió esa frase –interna y externamente- hasta convencerse de ella. No lo pueden hacer, volvió a decir, cuando el frío le congeló los labios, impidiéndole así continuar su acto de auto-convencimiento, ante la atenta mirada de dos hombres: uno a la derecha, el otro a la izquierda.

No lo pueden, y ya no pudo terminar la frase por el frío y la niebla del lugar. ¿Qué no?, retrucó el hombre de la izquierda. Mirá todo el movimiento que hay en los pasillos y la cantidad de gente que anda dando vueltas por ahí. Además, está bien que de vez en cuando necesitemos tomar aire y refrescarnos un poco, pero, ¿hoy?, ¿a esta hora?, ¿con este frío? ¿Qué no?, sí que lo pueden hacer: estos buenos muchachos pueden hacer esto y mucho más.

No lo pueden hacer, volvió a repetir ella, que, mientras escuchaba lo que decía el de la izquierda, juntaba saliva para calentarse los labios y así poder hablar. El frío penetraba –meta mete y saca- el poco abrigo que llevaban encima –encinta de enfermarse se encontraban sus flacos cuerpos-, y la noche no era una muy buena consejera que digamos de la falta de explicaciones y las bajas temperaturas.

Sí que lo pueden hacer, negra, ¿cómo que no? ¿Cómo decís qué no? Preguntale al resto de personas qué piensan. Por ejemplo, a ella, le retrucó el de su derecha, que, hasta el momento, había permanecido callado, oyendo lo que conversaban los otros dos. Escuchaba de lejos el murmullo del resto, mientras miraba las luces que se encendían y apagaban allá arriba. Observaba todas las cajas y personas –o personas y cajas, lo mismo daba- que iban de un lado para el otro.

Está bien, concedió momentáneamente ella, puede que lo puedan llegar a hacer, pero, en el caso de que lo hagan: ¿qué van a decir? ¿Qué explicación van a dar? Además. Eso es lo de menos, che, interrumpió el hombre de la izquierda. Ellos no tienen porqué dar explicaciones. No lo necesitan hacer. Además, ¿quién se las va a reclamar? No sé ustedes, pero nosotros no. Nosotros vamos a hacer otras cosas. No, precisamente, pedirles explicaciones por esto que están a punto de hacer. Por cada uno de nosotros, pensó internamente, y dejó la frase por la mitad, divertido, riéndose de que a él -justo a él- se le hubiera venido a la cabeza –y casi a la boca- esa frase. Justo en ese momento. Al lado de esas dos personas. Qué diría la barra si me hubieran podido leer la mente. Y la sonrisa, pensó para sí. Se sacó de un manotazo un principio de nostalgia que le estaba creciendo, irreverentemente, en el ojo izquierdo, y volvió a la noche, la niebla y el frío. Y a la discusión con las dos personas que estaban a su derecha.

Está bien, puede ser. Pero, decía –prosiguió ella, algo ofendida por la interrupción del de la izquierda, teniendo en cuenta la ruptura de códigos que esta significaba-, puede ser que lo vayan a hacer, aún con este frío, esta niebla y esta lejanía. Puede que no vayan a dar explicaciones por lo hecho, y que tampoco necesiten darlas, pero, desde ya te digo, desde ya les digo, y escuchame bien vos, Negro, porque esto va, fundamentalmente, para vos -y miró fijo a su derecha, chocándose con los ojos de él, El Negro, que la miraban expectantes-: si lo hacen, esto no va a quedar así.

Como me calienta esta mina cuando habla así, con esa voz, esa seguridad y esa creencia en lo que cree, fantaseó El Negro, simulando oír atento y concentrando lo que ella le decía, cuando, en realidad, no hacía más que mirarle las tetas y las piernas.

No, desde ya que no, por supuesto que esto no va a quedar así, completó, mientras volvía del sueño al que había podido arribar a pesar del frío, el hambre y la situación. Por supuesto que esto no va a quedar así, siguió en lenguaje interior El Negro, porque esto que ahora está gordo y lleno de sangre y a punto de explotar antes no estaba así, y, con este frío, en breve, tampoco lo va a estar. Va a volver a su tamaño normal. Por dentro, se reía como loco de interpretar así la frase de ella, pero se recató, y volvió a la conversación anterior, a prestar atención a lo que discutían las otras dos personas.

Estos dos. Este pibe, esta mina, sentenció el de la izquierda, que había seguido de perfil la conversación de los otros dos, mientras miraba que arriba –y abajo, porque ya era arriba y abajo- el movimiento de personas y cosas era cada vez más espeso. El encender y apagar de luces había dejando de ser intermitente para volverse irremediablemente ininterrumpido. El ruido de escaleras y objetos que rodaban por ellas era, a cada instante, cada vez más continuo y audible.

Esta mina que hace promesas que después no van a saber cumplir, el otro que no le da ni bola de tanto que le mira el culo y las tetas, y, para colmo, simula que sí lo hace, y, como si todo esto fuera poco, éramos pocos y parió la abuela: estos buenos muchachos son cada vez más acá abajo, y cada vez con más cara de pocos buenos amigos, pensó de un tirón. Mientras, la codeaba con el brazo derecho a ella que se había quedado pensando en lo que había dicho. Porque le gustaba lo que había dicho.

Breve, directo y conciso, se dijo para sí, casi como un discurso de balcón vacío y plaza repleta, siguió, y eso que no fui a la escuelita como el jefe y alguno que otro, ¿no?, se auto-preguntó retóricamente, soberbia y pedante, pero dulce y muerta de risa por la ocurrencia. Ocurrencia que si la hubiera dicho en voz alta, mamita mía, pensó. Ahí te quiero ver, reflexionó. Asustada. Recordó, como un flash, a su abuela paterna repitiéndole esa frase en su infancia. Ahí te quiero ver, mamita querida.

Tampoco es que esté buena, pensaba, mientras la miraba de derecha a izquierda y de arriba a abajo, sino que es esa forma de hablar, de estar callada, de creer todo lo que cree, y, además, de defenderlo como lo defiende, pensó el Negro, que no prestaba demasiada atención a que los ruidos se hubieran trasladado, ya definitivamente, de arriba a abajo, que las luces que, allá, permanecían vivas no fueran las de siempre, y que el clima con sus dos vecinos, como con el resto del grupo, se estuviera enrareciendo y tensionando cada vez más. Al punto de que el frío de la pared, la falta de abrigo y el sueño por la hora ya parecían importar más bien poco.

Mi vieja se llega a enterar que estoy así y me mata, le dijo el de la izquierda a ella, que lo miró entre enternecida y distante. Tan flaco, mal abrigado, mal comido, y, encima, ahora con esto, prosiguió en su soliloquio interior. Esas cosas no te van a dar de comer, recordó que le repetía hasta el hartazgo -o la cena- su madre, pero ahora ya no podía diferenciar, discriminar, si se lo decía por la carrera elegida o por esas otras cosas.

Es verdad, lo pueden hacer. Y cómo. Miralos, espetó ella. Tan firmes, tan tiesos, tan serios. Pregunta: ¿estos buenos muchachos buenos cogerán con esa actitud y ese carácter?, le llegó la inquisición desde su izquierda. Repregunta, continuó él: ¿estos tipos cogerán? Estos tipos no cogen, acordate, le respondió ella. Segura. Ah, cierto, claro. Hacen el amor, ¿no? No, tampoco, corrigió. No me entendés: estos-tipos-no-cogen. Didáctica y pedagógica, repuso. Ah, está bien, entiendo, escuchó un retomar de guantes desde su izquierda. Claro, concluyó brevemente él, rojo de vergüenza de no haber entendido, desde un principio, lo que –elípticamente- ella le estaba diciendo.

Negro, ¿qué te pasa? ¿Te comieron la lengua los ladrones?, preguntó irónica, dándose cuenta de que faltaba poco. Buena gente, mancilló el, dándose por aludido del chiste. No, me quedé pensando en esto del discursito de balcón –o discurso de balconcito-, y en lo de que vos tampoco, como yo, fuiste a la escuelita, como sí lo hizo el jefe. O en que vos tampoco fuiste a la escuela, como sí lo hizo el jefecito. Y aun así.

Pero, ¿cómo?, preguntó sorprendida ella, después de voltear bestialmente su cabeza hacia la derecha para mirar fijo su cara. Silencio, carajo, rompió la niebla una voz. Puta, puta, puta, agregó poéticamente. Gracias, displicentemente respondió en voz baja, dejando pasar el insulto a la velocidad con que una rata gorda baja por un tirante ancho. Negro, sentime un cachito por favor: ¿cómo puede ser que hayas oído eso si no lo dije en voz alta? Si solamente lo pensé. ¿O lo dije en voz alta? Ay, Negro, por favor respondeme, me parece que me estoy volviendo loca. Negra, tranquilizate. No lo dijiste en voz alta, pero acá, y a estas alturas, ya somos muchos, y nos conocemos mucho. ¿No? Por cada uno de nosotros van a, ¿no? Silencio, carajo, mierda, volvió a gritar la poética voz. Putos, putos, putos. Que te recontra, buen muchacho, se le dijo, por lo bajo, desde la izquierda. Ella miraba a su derecha, entre divertida y asustada por la lectura de pensamientos. En Chile otros leían otras cosas, ignorantes de lo que, por entonces, estaba a punto de suceder. Después gritarían y llorarían, o se quedarían callados, mirando la mesa. Pero eso sería después. Algo después. Un poco después.

lunes, 10 de marzo de 2008

Una llama en el teléfono.


Siempre que escucho el que considero el mejor verso de la bella canción de Sabina Y sin embargo, un teléfono ardiendo en la cabina, me viene a la mente la imagen de la vieja e inglesa cabina telefónica que está a la entrada, por avenida Las Heras, de la Biblioteca Nacional. Esa cabina, ese tipo de cabina, estéticamente británica, tranquilamente podría haber formado parte de la portada de algún disco de Los Beatles. Pero no es, sólo, la idea de la cabina inglesa, y su potencial presencia tripartita en un parque delantero de entrada a una biblioteca, una canción y una tapa de un disco, sino, también, la imagen de un teléfono ardiendo dentro de ella. ¿Cómo arde un teléfono dentro de una cabina? Creo que la imagen menos interesante a la hora de pensar esta construcción es imaginarse, efectivamente, que el teléfono está en llamas –on fire, aún antes de acostarse- dentro de la cabina. Creo que no se trata, tanto, de imaginarse llamas y fuegos y plástico –o el material que fuere- derritiéndose o consumiéndose, y los bomberos llegando al lugar, sacando la faja de Peligro de la caja donde suelen guardarla, dos fire-man extendiéndola por la supuesta zona de riesgo que implican las llamas, luego de que otros dos –el fuego no era para tanto, después de todo, sólo era un teléfono ardiendo en la cabina- hayan apagado las llamitas con más espuma que esfuerzo. No, creo que, a la hora y deshora de leer y releer, escuchar y re-escuchar, estos versos de esta canción, lo menos interesante del caso es imaginarse que el teléfono, dentro de la cabina, está literalmente ardiendo. Siempre recuerdo, también, cuando, desde el caluroso interior de esa misma cabina telefónica ubicada a la izquierda del parque de la entrada por Avenida Las Heras a la Biblioteca Nacional, hace poco menos de un año, llamé, con más transpiración que habilidad, a una mujer de la que me encontraba momentáneamente atenazado sentimentalmente por sus encantos físicos y espirituales. Sin que ella se hubiera propuesto tal cosa, por cierto. Recuerdo, sí, que, creyéndome esa hermandad de imágenes de cosa entre la cabina empírica, los versos y la virtual tapa de un disco de Los Beatles con ese cubículo, antes de continuar marcha vertical y no marcial hacia la entrada más comercial a la sala de recepción de la biblioteca, la llamé, vaya tonta excusa uno antepuso para hacerlo, con el fin de comentarle que la película sobre Bob Dylan a la que la había invitado y ella, finalmente, no había ido -película rodada, no exclusivamente, en el típico festival porteño de cine de todos los años-, había sido muy buena, y no sabés lo que te perdiste, ¿estuvo linda?, sí, mucho, yo creo que deberías haber ido, es más, si me dejás, vuelvo el tiempo atrás, vos reconsiderás tu posición y en lugar de un no me espetás un sí, y la vamos a ver, vas a ver, la vas a disfrutar mucho, está muy linda, sí, aunque, en realidad, tampoco era para tanto, pero, sí, me gustó, estuvo linda y una pena que no hayas podido –o querido- ir.

Recuerdo que ya para esa altura -mucho antes, incluso, de toda la proyección imaginativa- yo era una sola gota que, dentro de la cabina, se derretía más rápido que lo que el teléfono lo haría sí, poco interesantemente, estuviera ardiendo por fuegos que lo consumieran. Recuerdo, también, que como el teléfono de la cabina andaba tan mal como mi antitranspirante -que a esa altura ya no sólo me había abandonado sino que hasta me había sacado la tenencia de nuestros hijos y todas y cada una de las propiedades que habíamos sabido construir-, dejé la cabina, bajé las escaleras que nos llevan a la vereda y alejan del parque, caminé cincuenta metros hacia el sur, entré a un local comercial que ofrecía cabinas telefónicas nada inglesas pero muy refrigeradas, y, desde allí, continué la patética conversación, que, desde ya, podría haberse omitido más que repetido. Cuando finalicé la lastimosa charla, volví a caminar los cincuenta metros, pero ahora en dirección al norte, a la biblioteca, subí las escaleras, ya un poco menos sudado pero aún así acompañado de gotas y vergüenza e incomodidad miré la cabina con más encono que nostalgia, y continué mi camino –nunca mejor dicho- hacia la biblioteca. Sin embargo, y esto nos recuerda que este texto -que tiene más que ver con el Fresán comentarista de Beatles y Calamaro y Dylan y Kubrick y Elliot Smith que con mis malos cuentos o inexistentes inicios de una corta novela de iniciación-, inicialmente trataba sobre Sabina, o, mejor dicho, sobre un verso, seis palabras, de una de sus canciones. Que ya, cómo no decirlo, no son de él, sus canciones, versos y palabras, pero no, como suele decirse, porque son de todos y han pasado a formar parte de nuestras historias personales de vida –aunque también-, sino, mejor, porque podríamos decir que no fue Sabina el que escribió ese bello verso de seis palabras sino –previsiblemente- ese hermoso verso de seis palabras el que lo escribió a Sabina, el que le dijo no sólo como continuar sino también como terminar: el que, como suele suceder –como el mismo Sabina, en una entrevista periodística, contó que le sucedió con su canción 19 días y 500 noches del homónimo disco- sabía algo que el mismo Sabina desconocía: o sea, sabía cosas que la persona a la que pertenecía –y pertenece, claro- la mano que lo estaba escribiendo no sólo no conocía, porque siempre es mejor no hablar ni saber de ciertas cosas, sino, tal vez, tampoco las sepa, quizá, ahorita mismo.

Esto nos retrotrae a intentar saber y responder la pregunta que planteamos al comienzo sobre cuál sería la forma menos poco interesante de pensar la imagen –poética, sin duda- de un teléfono ardiendo en la cabina. Yo, con perdón de los personalismos y las primeras personas, siempre que escucho y re-escucho esa canción y ese verso -como mínimo, una vez por bimestre-, me imagino, primero, que el teléfono ardiente está descolgado, mirando al piso y con una voz del otro lado que recibe tan poca respuesta como explicaciones reciben los ingresantes a la biblioteca de qué hacé una cabina telefónica inglesa plantada en la mitad de un parque que tampoco se explica muy bien qué hace por delante -caminando de sur a norte- de una biblioteca. Menos se explica qué hace una cabina abierta, con un teléfono descolgado, mirando al suelo, y una voz del otro lado que clama respuesta con una intensidad parecida al la del calor que se padece en caso de quedarse más de un minuto, con la puerta cerrada, dentro de la cabina. Esta claro que allí, en esta situación y escena, hay fuego y llamas y cosas que arden sin necesidad de un solo chispazo, brasa u olor a quemado. La mujer -u hombre- que está del otro lado, arde por una respuesta –telefónica- que nunca llega. El hombre -o mujer- que ingresó a la cabina para hablar con ella -o él-, primero ardió de calor dentro de ella y después de furia, lo suficiente como para dejar la conversación por la mitad y a la otra –o el otro- con el teléfono en la mano. No hay nada peor –digamos, pongamoslé- que aquellas personas que piensan –y actúan en consecuencia, créanme que lo hacen- que las conversaciones comienzan, temporal pero también temáticamente, cuando ellos quieren que comiencen, y finalizan con la misma arbitrariedad unidireccional con que comenzaron: terminan, también, cuando ellos quieren y deciden que terminen. Son las peores –personas, claro-. Nunca te embarques, martes trece o no, con una de ellas. Aunque si te enamorás de una de ellas, ¿cómo no te vas a casar o juntar o concubinar o besar o desnudar con una de ellas? De eso, tal vez, se trate el amor: de estar en el medio. En el medio entre un sí y un no. Entre un sí que, al mismo tiempo, es un sí pero también un no. Un no que, simultáneamente, es un no pero también un sí. En el medio. Tan en el medio como quedó el teléfono, también ardiendo, entre estas dos personas que ardían, pero al mismo tiempo se querían, no por eso dejándose de odiar. Y el teléfono ardiendo en la cabina, entre fuegos cruzados que iban pero venían, quemaban Y sin embargo gustaban, mirando al suelo, y con uno de los interlocutores sin respuesta, y el otro a cuadras de él. Light my fire, telephone, light my fire: light my telephone number.

Marzo, 2008, Bs. As

martes, 4 de marzo de 2008

El secuestro de Rivadavia por un guerrilla posmoderna argentina.


En realidad, de dos de sus familiares lejanos –lejanísimos-. Rivadavia, Alberdino, ya estaba durmiendo bajo tierra desde hacía mucho tiempo cuando esto sucedió. Todo comenzó con un inocente aviso publicitario callejero que fue avistado por disconformes pero igualmente quietistas estudiantes de humanidades y sociales. Allí, dos parientes lejanos del primer presidente argentino, muy jóvenes los dos, recomendaban el uso de cuadernos homónimos del primer presidente que pateara el toque de balón necesario para la construcción de la patria granera. El mentirosamente llamado granero del mundo. Granero de los pitucos, cuentan que alguien dijo por los ochentas decimonónicos, para igual escándalo de señoras católicas y señores roquistas.

Aquel cartel publicitario desató la ira metereológica de estudiantes humanos y sociales: demasiado sociales. Tras cartón, todos eran críticos de la existencia de orientaciones publicitarias en universidades públicas nacionales. Aquello era llover la gota que rebalsó el vaso, la ola que volvió el mar peligroso, la lluvia que, otra vez, inundó Buenos Aires. Dejaron los libros de Blanchot y Negri, pusieron pausa en sus monitores esbeltos a las películas de Lynch, avisaron que el próximo fin de semana no podrían ir a ver las obras teatrales de vanguardia frecuentadas todas las semanas, pero, para no levantar sospechas, dijeron que viajarían en barco al Uruguay, a cambiar un poco el aire y, si había suerte a favor, de paso, ir a algún recital de El Cuarteto de Nos.

Habían visto La vida por Perón y leído mucho sobre los setentas así que todo debía salir un kilo y dos pancitos. Se repartieron tareas: estaban en contra de la división social del trabajo –tanto como de la división del trabajo social-, pero el pragmatismo era el pragmatismo, y el éxito de la operación otro tanto, así que a callar y cada uno a sus puestos, preparados, ya. No querían repetir errores del pasado así que allí no habría machismos: serían las mujeres las encargadas de realizar las tareas de inteligencia previas a la operación, de interceptar a los actores en plena calle, introducirlos en el auto –que tampoco sería Falcon-, maniatarlos y vendarles los ojos, bajarlos en el aguantadero donde aguantarían –la vanguardia, incluso pos-moderna, es así- hasta la obtención de sus pedidos, alimentarlos y acompañarlos al baño, y, por último, llevarlos a la zona de puesta en libertad –vuelta a la disimulada cárcel social, corrigió uno, más rápida que innovadoramente- de los secuestrados. Los hombres tejerían los pasamontañas a ser utilizados por las mujeres para no ser reconocidas por sus buenas familias y compañeros de facultad y academia, se encargarían de asegurar el suministro de comida y bebida con las que mantendrían como perfectos pequeño-burgueses –como ellos mismos- a los prisioneros, recolectarían, lavarían y secarían la ropa sucia del lugar, volviéndola a poner, después, en su lugar, cuestión que la casa gozara de la misma organización y limpieza que sus respectivos hogares –buenos hogares- tenían por obra y gracia de la esforzada pero poco reconocida labor de sus sirvientas. A las que ellos nunca llamaban así: ellos les decían chica que ayuda en casa, muchacha que coopera con mi mamá, doña que hace todo lo que la cómoda de mi madre y el burgués de mi padre jamás hicieron ni harán, mujer que, prácticamente, me crió, y de la que yo, en realidad, soy hijo.

La operación fue un éxito: no bien los dos jóvenes, un chico y una chica, salieron de los estudios de fotografía en los que realizaban nuevas tomas para la segunda etapa de la campaña publicitaria, las cuatro mujeres encargadas de interceptarlos e introducirlos en el auto –debían ser cuatro, dos para cada uno-, tomaron primero la calle y después la vereda, para, por fin, tomar nuevamente la calle, donde un auto, manejado por una mujer y con otra de co-piloto, las dos armadas con pistolas cortas, las estaban esperando, nerviosas pero tranquilas, confiadas pero con la duda culpógena que la pos-modernidad, demoledora de todas las certezas tras-cendentales de la modernidad, había grabado a fuego en su discursiva y siempre contingente –la palabra que, junto con indeterminación y azar, más repetían- subjetividad –otra de las estrellas de la noche: no pasaban diez minutos o tres intercambios de distendido diá-logo sin que alguno de los interlocutores pronunciara alguna de las palabras mágicas-.

Los dos guardias de seguridad de los estudios de fotografía habían sido distraídos por dos hombres, compañeros de las seis que, dentro del auto casi último modelo, propiedad de una de las madres de las seis, viajaban hacia la casa donde soportarían la búsqueda de las fuerzas represivas del orden. Expresión que, ellos, no repetían en demasía, ya que les parecía anacrónica, y fuera de sincro histórico-social. Los dos hombres habían distraído a los dos guardias de seguridad, no con minifaldas que atraían la miraba de transeúntes o aseguraban ventas a la salida de las fábricas, sino con un inicial pedido de fuego para el cigarro y una posterior conversación sobre la inexplicable derrota del gordo Nalbandian ante un más o menos ignoto tenista español, y las vicisitudes –cuando pensó esa palabra, el más intelectualista de los dos, el menos deportivo, se acordó de Vallejo y Perlongher- de Argentinos Junios en la última fecha del clausura. Consumido el fuego, y ya cayendo las siete de la tarde de un friolento comienzo de marzo en Buenos Aires, los dos hombres se retiraron con la naturalidad con que camina de vuelta a casa todo hombre que ya cumplió su cuota de conversación deportiva diaria. El que se acordó de Perlongher y Vallejo cuando, al momento de preguntarle a los guardia de seguridad che, muchachos, ¿saben como salió Argentinos ayer?, pensó que lo que ellos, en verdad, estaban consultando eran las vicisitudes deportivas del cuadro deportivo Argentinos Junios, siguió pensando en Perlongher y Vallejo, e interrogándose cómo podía ser que su compañero fuera especialista en la Escuela de Frankfurt y en la francesa Escuela de Altos Estudios y, al mismo tiempo, en la mítica capacidad de desborde del palomo Usuriaga o en los vuelos de palo a palo del riverplatense Yrigoytia. Para mí que su nivel de charlatanería –se acordó de Poe- es inversamente proporcional a su caudal de lecturas, qué desgraciado, pensó, pero no le dijo nada porque el otro venía envalentadísimo de haber hablado mucho y muy bien –había monopolizado la palabra, el otro no había dicho vocal- con personas con las que tenía poco que ver, dos guardias de seguridad, y que todo, la operación, hubiera salido tan bien, y que ahora, seguramente, ellas ya estarían en la casa y, ya vas a ver, cuando nos comuniquemos primero con la empresa de publicidad, después con el diario ganadero –por lo agrícola, no por lo triunfador- y, finalmente, con todas y cada una de las entidades agrarias, ya vas a ver cómo a partir de esto comenzamos a remontar la hegemonía agrícola-ganadera que, desde Rivadavia, y por obra suya, ha asolado a nuestro país, vos haceme caso, de esta operación, y sin ánimos de extrapolar, a la revolución agraria, sólo queda no subsumir muchas luchas particulares en ningún enfrentamiento general, mucho humor y juego, y ya estamos, te digo que ya estamos.

El otro, eróticamente, pensó en un orgasmo –o varios- cuando aquel repitió ya estamos, te digo que ya estamos. Las mujeres estaban en la casa y todo había salido a la perfección: no sólo los guardias de seguridad ni se habían enterado de la operación, sino que la ruta hacia el lugar había sido tranquila y despejada, además de que todavía era muy pronto para que familiares o amigos de los familiares lejanos de Rivadavia se percataran de su ausencia, dieran parte a la policía y comenzara la búsqueda. Que estamos en un gobierno democrático, pero eso, my friend, no es garantía de nada, o, acaso, ¿vos no has leído lo que sucede en las cárceles? A ver si un poquito menos de videojuegos y masturbación y, además de los pocos libros que sé que últimamente estas leyendo, te acercás un poquito más -tampoco te digo mucho- a los diarios nacionales. Aunque sean burgueses y todo lo que ya sabemos, dijo una de las seis, la más verborrágica, sin que esa verborragia -hemorragia de verbos- fuera, siquiera, a sismar las horizontales relaciones de poder que el grupo había pactado y, foucaultianamente, respetaba a precio de ser mal mirado, y castigado con no poder repetir efectos de sentido, fórmulas todo es nada y nada es todo, y subjetividad, azar, contingencia e indeterminación por una hora. Eran muy críticos de los errores políticos de la militancia armada setentista pero, como queda claro, la radicalidad de los castigos por defectos revolucionarios era más o menos parecida, o, incluso, aún más desmedida.

Todos accedieron a sus pedidos. Desde la empresa publicitaria y la marca comercial para las que los actores habían trabajado, hasta el diario que, de tan ganadero, todos los domingos venía con una reproducción en tamaño reducido -pero exacto- de una vaca para usar como llavero, y todas y cada una de las heterogéneas entidades agrarias habían dicho que sí a sus pedidos para devolver a la cárcel social a los dos jóvenes, habían dado el visto bueno, de tanto contrabando de esclavos que hereditariamente llevaban en la sangre, de tanto pagar por el pito lo que el pito vale, de tanto conocer a fondo el mercado de la trata de blancas, de tanto evadir impuestos de la soja que sembraban hasta en los derruidos techos de viejas casas aristocráticas asentadas sobre fértiles suelos provincianos, habían dado el visto bueno para acceder a sus reclamos, siempre y cuando las dos jóvenes esperanzas de la ficción televisiva argentina fueran dejadas inmediatamente en libertad. Las mujeres se encargaron tanto de negociar con ellos los pedidos a obtener, como las condiciones en las que el intercambio, o devolución de actores ficcionalmente privados de su libertad ficcional, sería realizado.

Los dos jóvenes actores se fueron de la casa de aguante con la cabeza a punto de explotar por la proliferación de citas y subordinadas, y la certeza –moderna- de que, en contra de todas las afirmaciones de análisis político –la uvatera carrera de Ciencias Políticas no servía para nada-, en la Argentina, existía una organización político-militar de aceitado funcionamiento. Partieron más gordos y presumidos, y supuestamente concientizados de algo que, a fin de cuentas, les importaba poco: o sea, cabalmente pequeño-burgueses. Se llevaron libros, apuntes y fotocopias que las seis chicas y los dos chicos les regalaron, pero nunca su cara: jamás pudieron conocer la cara ni la voz original de ninguno de los ocho integrantes de la guerrilla sin nombre –no querían que el significante los enterrara, para indignación de un fenomenológico, opuesto, decía, a toda esa chorrada de soportes y flotamientos-. Las seis chicas y los dos chicos, los ocho integrantes de la guerrilla pos-moderna, estaban satisfechos por los resultados político-culturales de la operación político-militar: la Sociedad Rural dejaría de llamarse así para pasar a ser interpelada y reconocida en su interpelación como Sociedad Azar. La Nación cambiaría su nombre por Crisis de los Estados-Nación, así de largo y todo. La empresa de publicidad que organizó la campaña dejaría de requerirle a relativamente instruidos, pero absolutamente desesperados, egresados de carreras comunicativas de universidades públicas que hicieran tabula rasa de lo poco aprendido en la cursada si es que, verdaderamente, querían conseguir el trabajo: los primeros seis meses gratis, los segundos con un sueldo matemáticamente partido por la mitad en relación con la media canasta básica familiar, y después veremos, porque el trabajo es sin contrato y a prueba. Por último, la marca comercial para la que la empresa publicitaria ideó la campaña, le aseguraría a la guerrilla un importante caudal de cuadernos tapa dura, a entregar en un lugar con grado cero de militarismo, en los que los ocho integrantes de aquella, todos los días, escribirían los poemas vallejianos que suelen escribir, anotarían las frases perlonghianas que habitúan resumir, y apuntarían los cultos pero políticamente comprometidos comentarios que el vanguardista cine de Lynch les despierta. Lo que se dice, una operación político-militar de rotundo éxito. Rotundo che eh, rotundo.

Marzo, 2008. Bs. As.