domingo, 16 de marzo de 2008

¿Cómo ir a escuchar a Dylan y no escribir sobre ello?

Debe volverse Yo, escribió Freud, aunque después se retractó de esta afirmación. Theodor Adorno, aquel por el que Cortázar -en La vuelta al día en ochentas mundos- escribiera que bautizó Adorno a su gato, escribió, pos segunda guerra mundial, que después de Auschwitz no se puede escribir poesía. Esta afirmación, como potencialmente toda afirmación, se ha dicho que fue malentendida -¿qué es entender bien una oración u obra?-, pero podríamos consensuar que se refería a la imposibilidades de la representación de reproducir o anteponer el horror irrepresentable de los campos de concentración. Esta idea sobre las limitaciones de la representación a la hora o des-hora de dar cuenta del pasado, ha sido discutida por algunos despliegues de la filosofía contemporánea, como Jean Luc Nancy o Maurice Blanchot –el mismo que los ocho integrantes de la guerrilla pos-moderna que secuestró a familiares lejanísimos de B. Rivadavia dejaron de leer para poner obras a la manos de realizar la operación político-cultural-militar-. La conexión puede resultar de mal gusto -¿es defendible el buen gusto?- o agarrada de los pelos –lo mismo que uno/a realiza cuando está perdidamente enamorado/a-, pero, aún así, ¿cómo ir a ver a Bob Dylan, una noche de sábado de marzo en la cancha porteña del club de fútbol Velez Sarsfield, y no escribir sobre ello? Dylan, para sorpresa de muchos de los que llegaron(mos) sobre la hora al estadio y a la puerta por la que se indicaba entrar al campo, comenzó el recital, con su compacta y elegante banda, a las puntualísimas 21.30 horas. El recital de León Gieco como telonero de su maestro –aunque, desde estos humildes dedos, se considera que, a pesar de todas las obvias diferencias del caso, el más digno heredero del legado dylanita (¿o dylaniano?) en la Argentina es Andrés Calamaro- había quedado atrás e irrecuperable para los despistados que dejaron(mos) todo para último momento, y llegaron(mos), incluso, cuando Dylan ya estaba tocando el primero –o segundo, todavía no lo sabemos- de los temas de la noche. Según conteos personales, absolutamente relativizables, fueron aproximadamente doce o trece temas, desde el momento en que estos dedos entraron al campo del estadio. En el caso de haber sido efectivamente así, cuatro menos que los tocados la noche anterior, un viernes, en Córdoba. Hubo un solo bis, pos engañoso saludo y retirada de Dylan y la banda, Blowin’ in the wind, al final del cual hubo permanencia de los asistentes en el estadio, palmas y cantitos más bajos que entusiastas. No obstante lo cual, como Clapton cuando pisara el escenario levantado en el Monumental, la banda y Dylan no regresaron de los camarines. Dylan y la banda se habían ido para ya nunca más volver. Antes de Blowin in the wind abundaron, dentro del escueto pero muy sobrio del recital, las canciones de los últimos tres discos del -no poco obsecuentemente- habitualmente llamado trovador de Minessotta: Time out of mind (1997), Love and Theft (2001) y Modern times (2006). Sin embargo, como es de esperarse con asistentes a un recital –dentro de los cuales estaba uno, claro- integrantes de una sociedad con panics attack a las transformaciones, no fueron las canciones de estos tres últimos discos las más cantadas, festejadas y hasta poguedas durante ellas, y aplaudidas una vez llegado su crepúsculo, sino las más conocidas dentro de las viejas: por ejemplo, Just like a woman –en la que se combinaron fantásticamente la clásica modificación rítmica de sus canciones que Dylan realiza en vivo con su no menos clásica forma de cantar a des-tiempo, o, mejor, a un tiempo que bloquea eficazmente que alguien más cante con él, ya que él canta al ritmo que se le antoja esa noche-, y, por supuesto, Like a rolling stone, la que, casi exclusivamente, a pesar de los cambios en la melodía y la particularísima y cada vez más nasal e incomprensible forma de cantar de Dylan, fue re-conocida desde el comienzo, una vez que el clásico y muy conocido verso Once upon a time you, aún con un tempo musical que nada tenía que ver con la primera versión o sus posteriores reversiones en vivo editadas en discos, fuera cantado por la agudísima voz de Dylan, y cayera, no como un balde de agua fría pero sí como una bocanada de respiro de algo conocido, previsible y por lo tanto acompañable, sobre la bella noche de sábado en la cancha de Velez. No mentimos demasiado si escribimos que el único pogo –bobo- que tuvo lugar en la noche, que Dylan y su banda dejaron desarrollar, fue con el estribillo, siempre pegadizo y potente a pesar de sus rimas fáciles y mil veces reversionadas, de Like a rolling stone. Unos temas después, Dylan haría un impasse a su breve pero irreprochable derrame de clásicos –algunos conocidos y acompañados, como los comentados, otros que pasaron desapercibidos, como la cada día más hermosa Stuck incide of Mobile with the Memphis blues again, también muy modificada musical y vocalmente- con canciones de los últimos tres discos de estudio –algunos de los cuales, tal vez, alcancen aquella categoría, de clásicos, en una década o dos- para presentar a su banda: la que, por lo que estos oídos pudieron escuchar de dos bocas mientras con otros oídos y dedos y bocas se esperaba el salvador arribo del 106 que nos llevara –como muy eurocéntricamente dijo una pasajera (nada en trance) del 109 en el que finalmente se viajó- de vuelta a la civilización de la calle Corrientes, tampoco había sido presentada al comienzo del recital, ese comienzo que, por desorganización o despiste, algunos se(nos) perdieron(mos) en sus comienzos más originarios y originales. Dylan, como el Bartleby de Melville o un inocente que se sabe inocente, motivo por el cual no cede a la testificación, no dijo palabra en todo recital. Salvo, claro, cuando presentó a la banda. No había necesidad de presentarse a sí mismo, o que alguien de la banda lo hiciera, como suele realizarse en los grupos en donde el cantante es el front-man y líder, porque todos sabían(mos) quién era. Todos habían(mos) ido a verlo a él, aun cuando, seguramente, la mayoría de los asistentes desconociera(mos) o no pudiera(mos) cantar la mayoría de las canciones instrumentadas en la noche, dada la imbatible combinación de trastocamientos musicales con una forma de cantar que a su voz nasal y absolutamente particularísima se suma saltearse voluntariamente las comas, fines y comienzos de verso, y ritmo de la canción en sus versiones primeras o sucedáneas. Está claro que Dylan no quería que nadie cantara con él, lo cual, a fin de cuentas, es bastante comprensible dado que los asistentes allí presentes habían(mos) pagado la entrada para escucharlo -más que verlo- cantar a él, no a ellos(nosotros) mismos o a sus(nuestros) co-asistentes al recital. El hombre –y la mujer también, claro- es un animal de costumbre, o, para decirlo con our friend Pascal, de hábito, lo cual hace considerablemente difícil que un público acostumbrado a consumos culturales en donde lo que pasa arriba del escenario es acompañado paso a paso –verso a verso, acorde a acorde- desde abajo del escenario, pueda des-prenderse, automáticamente, en un recital de un performer internacional, de aquellos hábitos y costumbres. Y Dylan, desde el comienzo hasta el final, vino a dar un recital en donde el espectáculo estaba, exclusivamente, arriba del escenario, no abajo. Ni tampoco arriba y abajo de él. Sólo arriba del escenario. Y, más allá de la brevedad del mismo, o de la comentada ausencia de interacción con el público mediante los habituales thanks o thanks you después de los aplausos y vivas al final de cada canción, Dylan, junto con su banda compacta que, por momentos, parecía más una formación de jazz que de rock –no sólo por la estética: allí estaban el contrabajo y una batería que sonaba a arena para mostrarlo- dió lo que vino a dar: un espectáculo. How did it feel, eh, how did it feel?

Marzo, 2008, Bs. As.

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