martes, 11 de marzo de 2008

Los locos y la loca.


No lo pueden hacer, dijo ella, y repitió esa frase –interna y externamente- hasta convencerse de ella. No lo pueden hacer, volvió a decir, cuando el frío le congeló los labios, impidiéndole así continuar su acto de auto-convencimiento, ante la atenta mirada de dos hombres: uno a la derecha, el otro a la izquierda.

No lo pueden, y ya no pudo terminar la frase por el frío y la niebla del lugar. ¿Qué no?, retrucó el hombre de la izquierda. Mirá todo el movimiento que hay en los pasillos y la cantidad de gente que anda dando vueltas por ahí. Además, está bien que de vez en cuando necesitemos tomar aire y refrescarnos un poco, pero, ¿hoy?, ¿a esta hora?, ¿con este frío? ¿Qué no?, sí que lo pueden hacer: estos buenos muchachos pueden hacer esto y mucho más.

No lo pueden hacer, volvió a repetir ella, que, mientras escuchaba lo que decía el de la izquierda, juntaba saliva para calentarse los labios y así poder hablar. El frío penetraba –meta mete y saca- el poco abrigo que llevaban encima –encinta de enfermarse se encontraban sus flacos cuerpos-, y la noche no era una muy buena consejera que digamos de la falta de explicaciones y las bajas temperaturas.

Sí que lo pueden hacer, negra, ¿cómo que no? ¿Cómo decís qué no? Preguntale al resto de personas qué piensan. Por ejemplo, a ella, le retrucó el de su derecha, que, hasta el momento, había permanecido callado, oyendo lo que conversaban los otros dos. Escuchaba de lejos el murmullo del resto, mientras miraba las luces que se encendían y apagaban allá arriba. Observaba todas las cajas y personas –o personas y cajas, lo mismo daba- que iban de un lado para el otro.

Está bien, concedió momentáneamente ella, puede que lo puedan llegar a hacer, pero, en el caso de que lo hagan: ¿qué van a decir? ¿Qué explicación van a dar? Además. Eso es lo de menos, che, interrumpió el hombre de la izquierda. Ellos no tienen porqué dar explicaciones. No lo necesitan hacer. Además, ¿quién se las va a reclamar? No sé ustedes, pero nosotros no. Nosotros vamos a hacer otras cosas. No, precisamente, pedirles explicaciones por esto que están a punto de hacer. Por cada uno de nosotros, pensó internamente, y dejó la frase por la mitad, divertido, riéndose de que a él -justo a él- se le hubiera venido a la cabeza –y casi a la boca- esa frase. Justo en ese momento. Al lado de esas dos personas. Qué diría la barra si me hubieran podido leer la mente. Y la sonrisa, pensó para sí. Se sacó de un manotazo un principio de nostalgia que le estaba creciendo, irreverentemente, en el ojo izquierdo, y volvió a la noche, la niebla y el frío. Y a la discusión con las dos personas que estaban a su derecha.

Está bien, puede ser. Pero, decía –prosiguió ella, algo ofendida por la interrupción del de la izquierda, teniendo en cuenta la ruptura de códigos que esta significaba-, puede ser que lo vayan a hacer, aún con este frío, esta niebla y esta lejanía. Puede que no vayan a dar explicaciones por lo hecho, y que tampoco necesiten darlas, pero, desde ya te digo, desde ya les digo, y escuchame bien vos, Negro, porque esto va, fundamentalmente, para vos -y miró fijo a su derecha, chocándose con los ojos de él, El Negro, que la miraban expectantes-: si lo hacen, esto no va a quedar así.

Como me calienta esta mina cuando habla así, con esa voz, esa seguridad y esa creencia en lo que cree, fantaseó El Negro, simulando oír atento y concentrando lo que ella le decía, cuando, en realidad, no hacía más que mirarle las tetas y las piernas.

No, desde ya que no, por supuesto que esto no va a quedar así, completó, mientras volvía del sueño al que había podido arribar a pesar del frío, el hambre y la situación. Por supuesto que esto no va a quedar así, siguió en lenguaje interior El Negro, porque esto que ahora está gordo y lleno de sangre y a punto de explotar antes no estaba así, y, con este frío, en breve, tampoco lo va a estar. Va a volver a su tamaño normal. Por dentro, se reía como loco de interpretar así la frase de ella, pero se recató, y volvió a la conversación anterior, a prestar atención a lo que discutían las otras dos personas.

Estos dos. Este pibe, esta mina, sentenció el de la izquierda, que había seguido de perfil la conversación de los otros dos, mientras miraba que arriba –y abajo, porque ya era arriba y abajo- el movimiento de personas y cosas era cada vez más espeso. El encender y apagar de luces había dejando de ser intermitente para volverse irremediablemente ininterrumpido. El ruido de escaleras y objetos que rodaban por ellas era, a cada instante, cada vez más continuo y audible.

Esta mina que hace promesas que después no van a saber cumplir, el otro que no le da ni bola de tanto que le mira el culo y las tetas, y, para colmo, simula que sí lo hace, y, como si todo esto fuera poco, éramos pocos y parió la abuela: estos buenos muchachos son cada vez más acá abajo, y cada vez con más cara de pocos buenos amigos, pensó de un tirón. Mientras, la codeaba con el brazo derecho a ella que se había quedado pensando en lo que había dicho. Porque le gustaba lo que había dicho.

Breve, directo y conciso, se dijo para sí, casi como un discurso de balcón vacío y plaza repleta, siguió, y eso que no fui a la escuelita como el jefe y alguno que otro, ¿no?, se auto-preguntó retóricamente, soberbia y pedante, pero dulce y muerta de risa por la ocurrencia. Ocurrencia que si la hubiera dicho en voz alta, mamita mía, pensó. Ahí te quiero ver, reflexionó. Asustada. Recordó, como un flash, a su abuela paterna repitiéndole esa frase en su infancia. Ahí te quiero ver, mamita querida.

Tampoco es que esté buena, pensaba, mientras la miraba de derecha a izquierda y de arriba a abajo, sino que es esa forma de hablar, de estar callada, de creer todo lo que cree, y, además, de defenderlo como lo defiende, pensó el Negro, que no prestaba demasiada atención a que los ruidos se hubieran trasladado, ya definitivamente, de arriba a abajo, que las luces que, allá, permanecían vivas no fueran las de siempre, y que el clima con sus dos vecinos, como con el resto del grupo, se estuviera enrareciendo y tensionando cada vez más. Al punto de que el frío de la pared, la falta de abrigo y el sueño por la hora ya parecían importar más bien poco.

Mi vieja se llega a enterar que estoy así y me mata, le dijo el de la izquierda a ella, que lo miró entre enternecida y distante. Tan flaco, mal abrigado, mal comido, y, encima, ahora con esto, prosiguió en su soliloquio interior. Esas cosas no te van a dar de comer, recordó que le repetía hasta el hartazgo -o la cena- su madre, pero ahora ya no podía diferenciar, discriminar, si se lo decía por la carrera elegida o por esas otras cosas.

Es verdad, lo pueden hacer. Y cómo. Miralos, espetó ella. Tan firmes, tan tiesos, tan serios. Pregunta: ¿estos buenos muchachos buenos cogerán con esa actitud y ese carácter?, le llegó la inquisición desde su izquierda. Repregunta, continuó él: ¿estos tipos cogerán? Estos tipos no cogen, acordate, le respondió ella. Segura. Ah, cierto, claro. Hacen el amor, ¿no? No, tampoco, corrigió. No me entendés: estos-tipos-no-cogen. Didáctica y pedagógica, repuso. Ah, está bien, entiendo, escuchó un retomar de guantes desde su izquierda. Claro, concluyó brevemente él, rojo de vergüenza de no haber entendido, desde un principio, lo que –elípticamente- ella le estaba diciendo.

Negro, ¿qué te pasa? ¿Te comieron la lengua los ladrones?, preguntó irónica, dándose cuenta de que faltaba poco. Buena gente, mancilló el, dándose por aludido del chiste. No, me quedé pensando en esto del discursito de balcón –o discurso de balconcito-, y en lo de que vos tampoco, como yo, fuiste a la escuelita, como sí lo hizo el jefe. O en que vos tampoco fuiste a la escuela, como sí lo hizo el jefecito. Y aun así.

Pero, ¿cómo?, preguntó sorprendida ella, después de voltear bestialmente su cabeza hacia la derecha para mirar fijo su cara. Silencio, carajo, rompió la niebla una voz. Puta, puta, puta, agregó poéticamente. Gracias, displicentemente respondió en voz baja, dejando pasar el insulto a la velocidad con que una rata gorda baja por un tirante ancho. Negro, sentime un cachito por favor: ¿cómo puede ser que hayas oído eso si no lo dije en voz alta? Si solamente lo pensé. ¿O lo dije en voz alta? Ay, Negro, por favor respondeme, me parece que me estoy volviendo loca. Negra, tranquilizate. No lo dijiste en voz alta, pero acá, y a estas alturas, ya somos muchos, y nos conocemos mucho. ¿No? Por cada uno de nosotros van a, ¿no? Silencio, carajo, mierda, volvió a gritar la poética voz. Putos, putos, putos. Que te recontra, buen muchacho, se le dijo, por lo bajo, desde la izquierda. Ella miraba a su derecha, entre divertida y asustada por la lectura de pensamientos. En Chile otros leían otras cosas, ignorantes de lo que, por entonces, estaba a punto de suceder. Después gritarían y llorarían, o se quedarían callados, mirando la mesa. Pero eso sería después. Algo después. Un poco después.

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