sábado, 17 de enero de 2009

De médicos y doctores.

Es conocida la reflexión según la cual, mientras que a un cientista social –resumidamente: egresado de las facultades sociales o humanas más de universidades públicas que privadas- le demanda –promedialmente- de –en el mejor de los casos- doce a –en el peor de ellos: y aún así muy bueno- dieciséis años recibirse de doctor, a cualquier estudiante de las carreras de las facultades medicinales del país, ya sean públicas o privadas, con cinco años de cursada más doce meses de residencia, aquel prestigioso carné –m’hijo, el dotor-, con el par de años de espera que demanda la impresión de títulos de grado en la universidades públicas, es suyo. Así, mientras que –pongamoslé- un cominicólogo egresado de la UBA –por fuera de todo gesto corporativo, la carrera más larga de la universidad: en caso de desconfiar o directamente descreer de lo recién leído, remitirse a las sociológicas estadísticas de la propia institución-, en caso de querer perpetrar la fugada carrera académica que requiere de saltos sin jabalinas de maestrías y doctorados, recién podría hacerse del prestigiado título de doctor –en el mejor de los casos- entrados sus jóvenes treinta años, luego de haber escrito sus tres decimonónicas tesinas –institución universitaria del siglo XIX que la mayoría de las carreras, tal como se entendía por entonces, ya no poseen, para bien y para mal-, cualquier estudiante de las carreras médicas, ya sea de universidades públicas o privadas, que haya comenzado –digamos- a los dieciocho años –ni siquiera diecisiete- y que haya llevado con simple –ni siquiera necesaria de ser luterana- puntualidad el devenir de la carrera, a sus –digamos- jóvenes veinticinco años ya se haría acreedor del socioculturalmente muy reconocido epítote de doctor, ese que algunos egresados de estas facultades anteponen en cualquier lugar en donde esté escrito su nombre. No sólo una tarjeta de presentación profesional, o placa de entrada al consultorio en la casa o el estudio, sino, también, en los mensajes telefónicos que se graban para que la persona que llama identifique que lo hizo al número que deseaba hacerlo y deje su mensaje calma y tranquila, o, incluso, a la hora de llamar a algún lugar –pongámosle, un restaurant para reservar una mesa para la cena- anteponiendo la palabra dotada de mágicos poderes por delante del nombre y apellido -o del apellido a secas- del portador de la magia.

Por supuesto, lo anterior no fue más que una larga introductio, que no se trata de una cuestión de medievales encantamientos sino de muy modernos y burgueses prestigios. Pero, hete aquí la aparente o efectiva paradoja, así como no suelen ser los científicos enaltecedores de los avances tecnológicos los más aptos a la hora de evaluar los negativos o directamente catastróficos efectos de algunos avances técnicos –no sólo el obvio ejemplo de la bomba atómica, sino los mismos nazis o argentinos campos de concentración como súmmum de la científica y muy racional modernidad-, tampoco suelen ser los portadores del prestigioso –por decirlo estructuralistamente- significante doctor –ya sea del cuerpo entero como exclusivamente de la boca, ya sean médicos clínicos o nada simples y menos rasos odontólogos- los más sensibles a detectar o al menos reconocer que el prestigio en relación con su profesión en el que son educados a lo largo de la carrera, y que luego el orden sociocultural confirma más que refracta, no es más que una de las variadas consecuencias no sólo del positivismo cientificista que piensa que un ingeniero es poco menos que un genio mientras que un filósofo es apenas más que un charlatán, sino, y sobre todo, de determinada configuración histórico-político que, por lo pronto, llevó a la creación y consolidación de la institución sin la cual los prestigiosos y prestigiados no sólo no podrían sobrevivir sino que ni siquiera existir: la clínica. Mientras que un doctor -cualquier de ellos, sea un psiquiatra o un cirujano- es incompetente a la hora de evaluar lo que –con el filósofo que no se reconocía como tal sino como historiador- podríamos llamar las funciones de la clínica, el más bien reciente nacimiento de la misma y sus consecuencias y utilizaciones por el poder político desde las revoluciones burguesas hasta la actualidad, un comunicólogo o sociólogo sería un inútil en caso de pretender efectuar un tratamiento de caries o extraer una muela, evaluar –objetivistamente, tal como se educa a observar el cuerpo humano en las facultades medicinales de nuestro país- el cuerpo de un paciente –que un potencial enfermo sea llamado paciente, como ninguna nominación, no es inocente: el virtual padeciente es el paciente que pacientemente debe esperar el arribo del saber correspondiente que le salvará la vida, es decir, la bata y el título habilitante del médico-, o, en su defecto, pretender medicar a un paciente con un remedio que este debe comprar en la farmacia. Ningún farmacia responsable -es decir, ningún comercio atendido por un profesional relacionado con la medicina con grandes letras, sólo que relacionado con esta en un vínculo de subordinación y desprestigio- debería jamás venderle a nadie algo no sólo recetado sino incluso recomendado por comunicólogos o sociólogos. Hay pocas cosas –no merecen siquiera el epítote de personas, mucho menos de carrera, esos terciarios con apetencia de estudios universitarios en donde lo que menos se aprende y enseña es ciencia, la ciencia tal como la entendían los jóvenes del renacimiento- que un comunicólogo o sociólogo. Siempre buscándoles el pero, el sin embargo, el no obstante lo cual, el de todas maneras, a todo. Siempre, como decimos los hombres simples pero científicamente formados, porque no hace falta hablar raro para demostrar sabiduría, buscándole la quinta pata al gato o el pelo al huevo. Es como si tuvieran envidia o rencor o resentimiento o directamente odio de que nosotros, los científicos, los ingenieros o médicos, realmente estudiamos, y por eso seamos reconocidos, mientras que ellos, que eligieron hacer esas carreras cortas y para colmo poco serias, carreras en donde supuestamente se lee mucho pero siempre mal y en vano, esas carreras en donde, como dijo nuestro ministro, la metodología brilla por su ausencia y lo que escriben parecen tratados de teología del medioevo antiguo, no pueden decir lo mismo, ellos realmente no estudiaron tanto, ellos no se esforzaron tanto como nosotros, y, como la estructura de clases de nuestra sociedad lo demuestra, el orden social es justo y luego retribuye a cada uno lo que se merece, a los doctores o ingenieros el prestigio que sus años de estudio les demandó -aunque hayan pasado veinte años desde que egresaron y, coherentemente, se acuerden muy poco de lo leído hace veinte años- y a los egresados de sociales o humanas la indiferencia o subestimación que las toneladas de apuntes le otorgan a todo aquel que haya hecho con ellas maniquíes de papel –aunque, como tanto les gusta repetir a los neoliberales organismos de crédito, su formación sí sea realmente permanente, como un trotskismo insurreccionalita y espontaneísta aplicado al ámbito educativo-.

El miércoles pasado, en el marco del tratamiento ortodoncista que retomé luego de mi adolescente desplante antihumanista en donde me oponía al mantenimiento estético de las disciplinas medicinales subalternas y a la misma muy médica prolongación de la vida, volví a sentir la sensación -que ya la había sentido cuando regresé a los guantes y máquinas de mi odontóloga de adolescencia- que los ortodoncistas -que son médicos de los dientes tanto como los pediatras se hacen llamar médicos de niños- no son más que mecánicos -como el que puede leerse en La máquina de hacer el bien de Walsh- sólo que con batas y guantes y máquinas y, sobre todo, consultorios y secretarias que, cuando tienen que llamarlos, estás obligadas a interpelarlos como doctor y doctora. El lunes, cuando vaya a cortarme el pelo al peluquero de mi barrio, le voy a decir doctor, doctor capilar.