jueves, 26 de junio de 2008

Cáp. IX El día que Dalila le enseñó música a Beethoven: Telegrama de despido.


Cambió la yerba, recalentó el agua, desmontó los montes de su autismo y ella ya estaba ahí, sentada en una de las desvencijadas sillas del livingcomedor de la casa de su madre, con su envidiable orto sobre almohadones y maderas, y él en frente, mirándola, robándole a su mamá la sonrisa que le había ofrendado para dársela ahora a ella, con todo lo que se la quería dar. La conversación fue de rigor. De rigores, disciplinas y honores. ¿Qué hiciste en los últimos seis años?, bueno, muchas cosas, entre ellas volverme loco, lo cual desató, nuevamente, su espectacular y estruendosa risa, esa que tanto le había gustado en el secundario, uno de los motivos por los cuales se había enamorado de su persona. Terminó de reírse, recuperó la compostura estoica, recompuso su bello cuerpo en la silla, y le continuó preguntando si hablaba en serio, si, una vez más, no le estaba tomando el pelo, porque vos, durante seis años, durante los seis años del colegio, no hiciste más que reírte de mí, de nosotras, de todo el grupo de amigas, recordándonos, cada día, lo tontas que éramos, lo poco cultas que resultábamos para vos, y todo, obvio, con esa forma de hablar tan tuya, esa forma de hablar por cantidades y hasta por los codos, así que ahora, deenserio, dedeveras, si querés que me tome en serio lo que acabaste de decirme, boludo, aclarame si estabas hablando en serio o en joda. Lo que te dije, querida, fue tan en serio como una frase solemne y grandilocuente de Sartre. ¿De quién?, le preguntó sorprendida ella, cuando ya le había arrebatado el termo y los mates ahora estaban a cargo de su cebada y endulzamiento. Por favor, no le pongas azúcar, acotó él, vos sabés que sigo igual que siempre, los mates dulces me parecen empalagosos: además, como bien sabés, para dulce estoy yo, y si tomo o como más dulce me hago caramelo, y entonces necesito alguien que me revuelva, y no sabés lo solo que he estado de dos años a esta parte. ¿Quién es Zartrre?, insistió ella. ¿Quién?, repreguntó él, mientras su madre bajaba y subía las escaleras y la empleada doméstica se despedía de la casa hasta una nueva jornada laboral. No sé, respondió entre dubitativa y molesta ella, eso o ese que me dijiste que era solmene y no me acuerdo que otra cosa más, eso que nombraste cuando me dijiste que lo que me habías dicho iba en serio. Ah, ok, entendió él, Sartre, está bien. Sí, bueno, un filósofo francés, no importa. Un pelotudo. Pero, sí, lo que te conté es absolutamente cierto. Pero, por favor, te sentiste identificada con mi interpelación, te bajaste de la bici, te acercaste hasta la casa de mi madre, aceptaste mis mates fríos y aguados, bajo ningún punto de vista vamos a hablar de mí, no vamos a seguir reproduciendo lógicas secundarias. Por el colegio, claro, no por no importante, aclaró él, pero ella no lo había entendido desde la primera oración. Bueno, en fin, contame, ¿en qué andás?
Él hizo la pregunta y ella abrió el paraguas. No para defenderse de aquella, o de una potencial fuga de símenores saltando desde el piano de su hermana, sino para desplegarse ante él. Menos para abrirse de piernas ante su progresivamente erecto miembro sino para contarle sus intimidades, sus más bochornosas y vergonzantes intimidades de los últimos seis años. La verdad, lo cierto verdadero, es que no tengo mucho para contarte, se justificó ella, mientras ataba su lacio pelo con una de esas gomas que, anudadas entre el dedo pulgar y el dedo gordo de la mano, simulan la forma de una pistola, una de esas que su tío y su tía dispararon cuando eran guerrilleros de organizaciones políticomilitares de los setentas, cuando eran subversivos de asociaciones ilícitas terroristas, le había escuchado decir alguna vez a su padre, sos un facho, no tenés respeto ni por los muertos, con lo desaparecidos no se jode, había sido todo lo que su madre, furiosa pero contenida, indignada pero sin perder los carriles de los intocables derechos humanos, le había respondido.
No tengo demasiado para contarte: comencé una carrera que dejé al poco tiempo, me puse de novia, le puse muchas fichas a eso, pero terminé en rojo, me fui a vivir sola hace poco, y estoy trabajando en un laburo que no me satisface pero es lo que hay: ¿qué le voy a hacer?, seguro que esta vida no es la mía, por ahí en la próxima me toca algo mejor, remató mientras se reía, intentando quitarle dramatismo y tragicidad a lo contado. Cuando lo hizo, cuando se rió una vez más, su pija se paró otros tantos centímetros, y pensó en patagonias y orgasmos.
Su madre había seguido su relato desde la cocina, simulando no escuchar, pero sin haberse perdido una sola palabra de lo dicho por su compañera de buen culo y sonrisa compradora. Cuando se fuera, le reprocharía a él, justamente a él, que ella no hubiera seguido estudiando, que hablara de otras vidas, que fuera tan conformista. Él no le dijo nada, no tenía fuerzas, pero algo en su mirada había cambiado, la miraba con ojos que mezclaban desconfianza y distancia, algo de desdén y mucho de respeto.
Bueno, che, eso fue lo que hice en los seis años. Estuvo tentado de preguntarle ¿nada más?, pero hacía sólo cuarenta y cinco minutos que había entrado en la casa de su madre, hacía más de seis años que no se veían y, aunque cada minuto estaba mejor, lo cierto es que tampoco juntaba proteínas como para preguntarle semejante cosa: más con esa cosa que tenía en la parte posterior de su cuerpo, la que alejaba todo tipo de pregunta molesta o incordiosa. Che, ¿y, vos?, ¿qué contás?, ¿qué hiciste en este tiempo?, le preguntó, mientras él miraba con ojos de fuego a su madre, quien insistía en quedarse en la cocina simulando no escuchar, cuando a esa altura de la conversación era evidente que no tenía nada qué hacer, y que todo lo que quería era oír lo que hablaban, lo que decía esa chica que estaba sentada en su livingcomedor, en una de sus derruidas sillas, esa chica que había logrado lo que nadie en la familia, que él dejara de mirar la ventana y la avenida, que dejara de escuchar Schubert o Bartók como un tren que pasa ante el que se piden deseos, que dejara, en resumen, de ser un vivo en vida con una vida más cercana a la muerte que a la tan mentada viveza criolla. Su madre entendió el mensaje que su mirada connotaba, y subió las escaleras hacia su habitación, dando, con cada paso, una muestra de la incomprensión que la alejaba de su hijo, y dejando, en cada escalón, una huella de la rabia provincia que de allí en adelante profesaría para con esa muchacha: la piba de buen culo, pelo lacio y sonrisa insoportable. Finalmente, el psicoanalista freudianoantilacaniano tenía razón. Toda una paradoja: un psicoanalista con razón. Su madre estaba ganando un hijo en progresiva pero lentísima recuperación de su patología, pero estaba perdiendo un esclavo, un sirviente familiar, un dependiente fulltime, una persona que no podía valerse por sí misma.
Más vale que vale la pena que hayas conseguido un trabajo para irte de tu casa, independizarte de tus padres, dar tus primeros pasos en la senda de la autonomía, le dijo, mientras ella lo miraba con mas asombro que atención, pensando -sólo por momentos, y sin demasiada profundidad- cómo alguien notoriamente desmejorado, muy flaco y desarreglado, podía hablar de esas cosas: autonomía, independecia, sendas. Nada sabía de guevarismos, pero sí de la vida, a la que intuía como un camino arremolinado, laberíntico y contradictorio. Por lo que me decís, le dijo él, cuando me decís que tu vida presente es ingrata y que esperás de la futura la gratitud negada en el presente, me estás diciendo que tu vida es enmarañada, confusa y paradójica, algo sin entrada y sin salida, sin soluciones finales ni coherencias internas, algo que te excede y te hace a vos antes de que vos te puedas mosquear y comenzar a intentar hacerla vos a ella. Sí, qué sé yo, comentó ella, la verdad que las cosas no me han salido bien, o sea, como yo quería, capaz que esto fue así por responsabilidad mía y de nadie más, pero, igual, espero que más adelante o en futuras reencarnaciones me vaya mucho mejor que hoy por hoy. Es probable, aportó él, ojalá. Tal vez, quizá, agregó, tampoco necesites de mucho más allá en el tiempo, ni de potenciales pero improbables vidas futuras. ¿Lo qué?, preguntó ella, notoriamente molesta, incómoda de que le dijera cosas sin terminar de decírselas, siempre a medias, faltando una parte de lo dicho, que, claro, siempre se podía interpretar erróneamente, y, agarrate Catalina, ahí los malentendidos incendiaros de la subjetividad eran más la regla que la excepción. No importa, olvidate, propuso él, y, ante su mirada seria y escudriñadora, le devolvió el mate, seguramente lo único que, en esa mesa, poseían en común. Ella lo quería entender, pero no podía, él hablaba siempre tan confuso, aún a pesar del paso del tiempo, su delgadez y sus ojeras -que le sobran a tus ojos, corazón-. El se la quería coger, pero no podía, además de que no se lo había propuesto, ni siquiera sugerido. Así pasó la tarde, entre mates e incomunicaciones, pero con mucha mística de por medio, un ángel asexuado, armado de flechas, ametralladoras y novelas, había sentado posición en el centro de la mesa del livingcomedor de la casa de su madre y desde allí intermediaba todo lo que fuera para un lado como para el otro, restituía esa tranquilizante sensación de lo conocido a una mujer que hacía años decía no sentirla, y traía nuevamente a la vida, con más pausa que prisa, a un joven que empezaba a mirar con malos ojos ya no sólo su biblioteca, la de su madre o el piano de la más menor de sus hermanas, sino, también, a su madre misma.
Él había pasado, con incontables interludios patológicos e intermezzos depresivos, de la autoobservación destituyente, del obsesivo repliegue sobre sí mismo, hacia el avistaje de lo exterior, hacía la crítica crítica y constructiva, no por eso menos anarquista y destructiva, de todo lo que lo rodeaba. Fundamentalmente, en lo que a ámbitos familiares respectaba. De haber querido asesinar a la mayor de sus hermanas menores, de haberse sentido apenado por la del medio –mientras tomaba una ducha en su departamento de enfermedad, después de haber tomado cocaína y anfetaminas hasta por el orto- porque iba a tener un hermano loco, vuelto demente, atado a un chaleco de fuerza y encerrado en la habitación menos accesible del hogar, había pasado, después de psiquiátricos y progresivos pero aletargados procesos de recuperación, a comenzar a descargar toda la furia que otrora descargara sobre sí mismo sobre el mundo que lo rodeaba. Sobre su madre, su casa, su barrio. Sin ningún tipo de violencia física, sin jamás haberle levantado la mano a nadie, había comenzado a considerar la posibilidad de dejar de agachar la cabeza, de dejar de ser una subjetividad estoica y replegada sobre sí para pasar a ser una psique lúdica y erótica, en franco desarrollo sobre el mundo circundante, en ininterrumpido ascenso hacia la toma de las riendas del cielo que alguna vez había intentado copar pero no había podido: las fuerzas represivas de su consciencia lo habían estado esperando agazapadas detrás del portón del regimiento de su intento, y, una vez que entró, notoriamente delatado por filtros que simularon ser histriónicos pero resultaron ser enloquecedores, jugadores a dos bandas sobre el verde billar de una subjetividad en trance, resultó fusilado, en un refusilo de fuegos naturales y balas de plomo, por esas fuerzas que simularon ser propias pero resultaron ser contras, fuerzas que hicieron fuerza para que un joven lúdico y erótico no pudiera recorrer la transición hacia un hombre serio pero calmo en un marco de paz mental y estabilidad psicológica.
Cuando terminó de pensar esto, ella ya estaba volviendo de la cocina de la casa de su madre con un nuevo mate recién preparado y la invitación entre los dientes de hacer algo el próximo viernes, a cuatro días del lunes sobre el que pisaban. Sí, claro, le respondió él, cuando ella le formalizó la propuesta. Te aclaro, le confesó, que, por motivos varios, poco más, poco menos, hace tres años que no salgo a ningún lugar, por lo cual, muy seguramente, no voy a ser justamente el mejor de tus acompañantes para una salida divertida. Dejá de llorar y atajarte, y tomá el mate, ¿querés?, le respondió ella, con esa simpática sonrisa entre los dientes de la que nunca se distanciaba, segura, convencida de que entre los dos algo positivo iban a poder construir. Mirá, nos aguantamos por seis años, ¿no nos vamos a poder aguantar seis horas?, le preguntó irónica, mientras él chupaba la bombilla, pero, en verdad, deseaba estar chupando otras cosas. Se imaginaba lamiéndola a ella, limpiándola como un gato que no se basta a sí mismo y necesita de la colaboración de sus pares. Es cierto, es cierto, aunque, dejame decirte, falsa modestia aparte, me parece que, en realidad, no fue tanto que nos aguantamos durante seis años, sino, más bien, que vos, o ustedes, me aguantaron durante toda la secundaria. Yo, por entonces, era insoportable: soberbio, pedante, verborrágico. Dejate de joder, lo interrumpió, no te mandes la parte. Vos lo dijiste, en una de esas tantas aclaraciones que haces y resultan tan insoportables: lo que dijiste es un buen ejemplo de la mala falsa humildad que tomaste como hábito desde que terminamos el colegio, desde hace seis años. Es verdad, continuó, vos eras sobrador, agrandado y charlatán, pero también simpático, siempre haciendo muchos chistes muy divertidos, dulce, eras uno de los compañeros que mejor trataba a las mujeres, e inteligente, todo el tiempo respondías bien las preguntas que los profesores hacían, y eso, dejame decirte, la simpatía, la dulzura y la inteligencia, si bien no justifica la pedantería, la charlatanería y la arrogancia, de algún modo las compensa, o, digamos, mejor dicho, las pone en su sitio. O sea, es verdad, vos eras agrandado, verborrágico e insoportable, pero también eras tierno, cariñoso y soportable, ¿me entendés?
Desde que pronunció la segunda palabra la había entendido perfectamente, lo que decía, pensó, era elemental, pero, sin embargo, no la interrumpió, la dejó extenderse sobre el cuerpo de su discurso y las paredes repletas de cuadros y porquerías del livingcomedor de la casa de su madre. Mientras, al modo de una cinta transportadora, ella se deslizaba sobre la cadencia inconsciente de sus palabras, él miraba su cuerpo y lo admiraba, lo pulía en su cerebro, se imaginaba entrando y saliendo de su sexo y a ella arriba de su miembro o protegiéndolo con su boca de la locura del mundo exterior, de la agresividad de las vidrieras de las librerías, del frío que chambergos, bufandas o camperas no podían aplacar. Imaginaba su boca sobre su sexo, la boca de ella sobre su erecto miembro, como una bufanda alrededor de la corteza de la piel de su verga, sus manos suaves bajando y subiendo por el trampolín vigoroso de su pija como un ascensor que perdió los estribos de su botonera y no sabe dónde parar y abrir sus puertas, su pelo lacio y morocho sobre su vientre como una lluvia de cosquillas que lo protegería de las incontinencias violentas del afuera. Se imaginó todo eso, pero ella ya había terminado de hablar hacía un minuto y, expectante, esperaba su respuesta, su confirmación o negación de que la había entendido, de que, después de todo, él no había sido tan malo en su pasado, no había resultado tan cruel con sus compañeras o amigas de colegio. En ese momento se acordó de otra de sus compañeritas, ya no de vecinitas con irresistibles perfumes o singulares formas de presentarte en público en el livingcomedorpieza de la casa del amor de su vida, sino de su compañera carnosa y tetona, la que tantas veces le había chupado la pija o lo había dejado penetrarla por el orto, esa boca, concha o culo en el que tantas veces había acabado, en las rateadas de Inglés o Química, antes de las partidas de pingpong o ajedrez, después de las rabonas futbolísticas e invertidas tenísticas. Se acordó de ella y ya no se sintió tan mal como antes. No estaba seguro si eso era bueno o malo, en rigor de verdad, por entonces, estaba seguro de muy pocas cosas, pero eso fue lo que sintió, lo que sus tripas y su carne le comentaron. La miró de vuelta a su interlocutora, bien mirada, como se observa a los amores para toda la vida, y le dijo gracias sin decírselo, silenciosamente, telepáticamente. Quedaron en encontrarse el viernes a las diez de la noche en la esquina de la casa de su madre, la confluencia de una sureña avenida y una calle que conduce a los recintos más coquetos de un clasemediero barrio, y esa misma noche, seguramente entre las veintidós y las veintitrés, decidirían qué hacer, si ir a cenar o al cine, si cena-cine-café o café-cine-cena, si tu auto o nos tomamos un taxi, si vino o cerveza, si nos cogemos y acabamos en tu casa o en la mía. Los hoteles alojamientos estaban repletos, una delegación de filósofos franceses homosexuales atestaba la ciudad.

martes, 24 de junio de 2008

De risas y sonrisas.


Sucede que conozco a una mujer –porque es una mujer y no una mina o una muchacha o una piba- que, tripartitamente, piercianamente, posee asombrosos parecidos estéticos con una actriz actuando en una película sometida bajo los designios de una método –no científico, no-, una vieja guerrillera integrante de una organización políticomilitar marxistalenninista de los setentas en la Argentina –una integrante de esa guerrilla antepuesta en la película Trelew. Una fuga que fue masacre- y con una actriz -una mujer de la que por estos días me enteré que es una actriz- cuya foto poseemos y observamos y disfrutamos en el margen izquierdo superior de la pantalla.

No es menor que una mujer –porque, repito, es una mujer y no una mina o una minita o una señorita- sea parecida, al mismo tiempo, a tres mujeres, y más teniendo en cuenta el porte y deporte de estas tres mujeres. Una mujer linda e inteligente, que, en la película El método Gronholm, se ofrece a quedar embarazada de sus competidores para un puesto laboral-potenciales compañeros de trabajo, sólo con el objetivo de quedar seleccionada para la próxima ronda de entrevistas. Otra mujer, vieja pero igualmente bella, de hablar pausado y sabio, que relataba -lo recuerdo aún hoy como si hubiera observado la película ayer- cómo los presos comunes del penal de Trelew observaban a los guerrilleros de Montoneros, FAR y el PRT-ERP –presos políticos- que se escapaban de la cárcel, con el silencio que comportaba, al mismo tiempo, el respeto que les profesaban y el deseo de que su fuga saliera bien, lo cual sólo en parte fue así. Y la última mujer, la de la foto, foto pequeña que antepone una belleza grande, mirando hacia atrás como si buscara algo: ¿qué busca, qué no puede encontrar? Vetusta a saber.

Y esta mujer –porque es una mujer y no una chica que se hace pasar por el amor de su vida de todos los muchachos que pasa por su espada mágica-, además, como si lo anterior fue poco y polvo, posee una sonrisa que huele a patagonia, que rebosa y rebalsa de sures y mares y arroyos y paisajes. No es tanto que su sonrisa sea azul –no, no, no: azul, como el mar, azul-, sino, menos peor, que su sonrisa es sureña –en el sentido no geográfico y mucho menos despectivo de la construcción-, ruidosa pero propia de un alegre intermezzo de buena música clásica o de las más inspiradas improvisaciones jazzeras, una sonrisa que provoca cosquillas pero también erecciones, atenciones, conatos de beso, enternecimientos y tristezas; innegables tristezas, cuando uno, en el living comedor de su casa, en frente de la ventana que da al balcón, al pulmón interno o al patio interior de nuestros –cabeza de departamento- dos, tres o cuatro ambientes, abre la boca y vuelve a ver –oh mi dios, oh boy, oh girl, como cantaban The Beatles- sus dientes, nuestros dientes, nuestra sonrisa: la cual, obvio y desde ya, jamás va a ser como aquella, jamás va a ser sureña y clásica y jazzera y erótica y patagónica, y no.

Además, como si lo anterior fuera poco, como si lo anterior fuera nadar, esta sonrisa, equilibrada y contorsionista, más dionisiaca que apolínea, implica una contorsión del cuerpo, una con-torsión corporal, un gesto lenguajero, silencioso y significativo, consentido y con-sentido, estruendoso y molotov. Ese tipo de sonrisa, para escándalo de los escandalosos y radicalización odiosa de los estúpidamente enamorados, comporta un arrojarse hacia atrás de los hilos corporales, una suerte de suspensión temporariaespacial de la humanidad de la sonriente. Al mejor estilo del viejo Michael Jordan entrando en bandeja en los hoy alicaídos Chicago Bulls, o del por entonces joven pero hoy también viejo –tiene prácticamente treinta años, y uno sólo un cuarto de siglo- Pablito Aimar con su suspendido –por lo antigravitatorio, no porque el gol no se contabilizara- tanto en el mundial sub-20 de Qatar de –hace ya once años, cómo pasa el tiempo: vení a contarme que veinte años no es nada- 1997 de cabeza, esta sonrisa es un estilo de sonrisa que, primero, arroja hacia atrás el cuerpo propio, el cuerpo de ella que sonríe y nos sonríe, pero que, luego, atrae hacia sí los cuerpos ajenos, los cuerpos –cósmicos, cómicos, cosméticos- que por allí anden rondando, y hayan observado y disfrutado al mismo tiempo que padecido la sonrisa.

Esta sonrisa, entonces, rebalsa de campings, caminos y fríos, esos campings que todos conocimos cuando fuimos al sur –cuando, en la intelectualoide porteña, estaba de moda ir al sur, antes de viajar al norte o relajar en aquellos costeros pueblos del Uruguay que, en los sesentasetentas, hicieron de alojamiento de los integrantes de las organizaciones políticomilitares buscados por fuerzas represivas internas y externas-, esos caminos que, en Villa Traful o donde fuera, caminamos desistiendo que civilizadas traficcs nos acortaran el camino y nos robaran la mística –mentirosa, pero sensacional al fin- de -al menos por dos semanas- ser campestres y menos urbanos y hasta humildes y modestos, esos fríos que padecimos pero que, combinado con el singular sol sureño, ese sol que calienta al mismo tiempo que broncea de un modo diferente a cómo lo realiza el sol playero, es menos lo que se padece que lo que se disfruta, y se lo disfruta porque nos permite atestarnos con abrigos y bufandas y cayeses y vinos cálidos. Y su sonrisa, de algún modo, es todo eso, no sólo un camping, un camino, o un fresquito, sino, también, un abrigo, una bufanda, una café precisamente azucarado, un vino cálido y suave, o áspero pero igualmente oportuno, mientras nos olvidamos y desentendemos de leer el diario todos los días, pero podemos leer un libro por día, mientras nos olvidamos de los amores de nuestras vidas que casi nos provocan la muerte subjetiva, pero encontramos nuevas razones para vivir y por las que morir, mientras nos quedamos, horas, mirando el mar, mientras las montañas, lejanas pero accesibles, vitalismo mediante, se nos quedan mirando como preguntando: ¿qué será lo que aquel pelotudo mirá con tanta atención?

Y es que, sincera y autocríticamente, hay que ser bastante pelotudo para escribir tanto sobre una sonrisa, o para morir de tristeza y dolor y sufrimiento sobre un amor o enamoramiento que, en verdad, en el pasado, sólo debería habernos deparado alegrías y sonrisas y sensaciones de eternidad. Pero, como todas sabemos, una vez por mes o más asiduamente, con la ayuda de Andrés o sin él, a veces aparece una sonrisa que nos hace reaparecer y no desaparecer en los oscuros pero placenteros recovecos de la tristeza, una sonrisa que no sólo abre bocas y dientes sino, también, puertas y compuertas, garajes y aviones, autos, yets, aviones, barcos, no todo el mundo se está yendo, pero sí poniéndose de novios y yéndose a vivir juntos, y que sean muy felices y la pasen muy bien, felicitaciones, me alegro por usted, no, por favor, faltaba menos, si no es nada.

Entonces, una sonrisa, es una son-risa, un risa que ríe al ritmo del son y viceversa, una sonrisa que, en este caso, en esta mujer que no es una muchacha o una minita o una señorita o una mina, es una sonrisa menos azul que patagónica, menos pornográfica que fresca y refrescada, más agradable y visible que la propia. Una sonrisa que combina, en uno o dos haces de luces y remisiones, una actriz treintañera y hermosa, una vieja guerrillera interesante y reflexiva, y una actriz –con padre ilustre e ilustrísimo director cinematográfico a cargo cinematográficamente de ese padre, no Herzog sino Hérzog-, igualmente bella y sugestiva, mirando para atrás, vaya a saber uno buscando qué cosa, o, quizá, mirando hacia delante: tal vez, lo que está de espaldas a su cara, de frente a su cuerpo, sea el pasado con su carga de presente que la actriz en cuestión está intentando dejar, por ahí, lo que se da vuelta para mirar y buscar o pispear no sea el pasado, o algo que quedó atrás en el tiempo, sino, en cambio, un algo que no termina de nacer, de germinar, de darse a luz. Por ejemplo, una sonrisa que se queda en la mueca, una carcajada que muere en la risa educada y políticamente correcta, ajustada y sujetada al quédirán y lasbuenascostumbres, las mismas que suelen ser tan malas por aburridas, a pesar de todo lo bien que hablan de ellas los quienquédiremos, es decir, esos mismos que forman el quédirán y se conforman con las buenas –en realidad malas- costumbres a las que tan desacostumbrados nos encontramos. Y así es que estamos.

viernes, 20 de junio de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte VIII. El orto de Adorno.


Ahora era un refugiado en su habitación de infancia a post-adolescencia de la casa de su madre. Un convicto por propia voluntad y recomendación médica, después de que sus estancias en el psiquiátrico hayan resultado tan suficientes como sus experimentos subjetivos. En esos días, sus días comenzaban tarde, poco después de las diez, unas horas después de que su madre se hubiera ido al prestigioso centro de investigación de estudios sociales donde trabajaba, y dos o tres horas más tarde de la llegada al hogar de la empleada doméstica –una más de la familia- que ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos. Esta mujer –que era llamada sirvienta por el sector neoliberalneoconservador de la familia- era realmente una más del grupo familiar reducido, una tercera madre de él y sus tres hermanas, porque, si la primera era la madre biológica de los cuatro, la segunda era su mejor amiga. Esa misma en la que, de su preadolescencia a su postadolescencia -antes de su inicialmente triunfal y posteriormente tragicómica entrada a la premadurez-, pensaba cuando se mataba a pajas en su pieza de hermano mayor, o en el baño de su casa. Con la empleada doméstica, la misma que lo despertaba con un doble knock de puerta, le preparaba el desayuno y lo cuidaba hasta que sus hermanas regresaran -al mediodía- de las instituciones primarías, secundarias o universitarias –los médicos habían indicado, expresamente, no dejarlo sólo-, pasaba algo similar. Ella era joven, linda, simpática, y, además, tenía un culo que no pocas veces pensó en coger. Pero, por esos días, no podía pensar en otra cosa que en juntar fuerzas para levantarse de la cama, esa en la que tan bien se sentía. Dormía mucho, pero tampoco era un buen sueño, era un sueño más bien obsesivo. Una vez que este se cortaba, porque la única mujer de la casa a la que se quería coger lo despertaba, siempre hacía lo mismo: la miraba –ya estaba despierto cuando ella iba a despertarlo-, le sonreía amablemente y le decía gracias. Se quedaba, serio y en silencio, como quien piensa un tema que no puede dejar de pensar, boca arriba en la cama, mirando más el techo que los osos que la mayor de sus hermanas menores había depositado en los estantes superiores de su biblioteca. Esa biblioteca donde también estaban sus libros, esos libros que miraba con la paradójica sensación de orgullo, por haberlos leído, pero también de odio, porque sabía –estaba convencido- que esos libros mucho tenían que ver con su locura, su internación psiquiátrica y su más pausada que apresurada recuperación psicológica. Ella, la mucama, sabiendo que él hacia eso, agradecer pero quedarse, se lo quedaba mirando desde la puerta, esperando que defendiera con los hechos lo que había proferido con la boca. No le importaba verlo en calzoncillos, esos boxers posmodernos que a él tanto le gustaban. A él tampoco le importaba que ella lo viera en calzoncillos, aunque más le habría gustado que ella se hubiera metido en ellos, que le hubiera hecho las mamadas y galopadas que su compañera tetona de secundario le propinaba en el baño del colegio. Pero eso no iba a pasar. Entonces, ella, la empleada doméstica, se lo quedaba mirando, expectante, cruzada de brazos y desafiante, con una postura corporal que compartía aire de familia con la forma en que madres y padres se quedan mirando a sus hijos cuando los sorprenden construyendo torres gemelas de plástico sin que ellos se den cuenta que están siendo observados, escudriñados, explotados en su pureza, para llenar las arcas de plusvaliente orgullo de sus padres. Ella se lo quedaba mirando así, como una madre, como la madre que se había ido al trabajo una hora atrás. Entonces, él juntaba fuerzas y se levantaba, tapaba sus calzoncillos con el mismo jean derruido de siempre, se cambiaba la camiseta por un remera lisa y larga de las que siempre usaba, y se pertrechaba en sus infaltables zapatillas de ocio con las que bajaba la escalera, preguntándose a cada paso cuánto más iba a durar esa tortura, la tortura de tener que despertarse y saludar y sonreír y vestirse y caminar y vivir.

Sus mañanas no eran campestres. Eran absolutamente urbanas. Hasta las once tomaba el desayuno que ella le había preparado con el café con leche y tostadas con quesocrema que tanto le gustaban –odiaba el nesquick, le parecía demasiado dulce-, y después de esa hora, hasta el mediodía, hasta que llegaban sus hermanas de la primaria, la secundaria y la facultad, se quedaba sentado a la mesa del living comedor mirando y padeciendo las bibliotecas de su madre, el piano de su hermana menor, los diarios y cuadernillos que su progenitora había dejado todos desparramados sobre la mesa. Pero, sobre todo, se quedaba mirando la calle, la avenida que daba a la ventana del ambiente, los autos pasar, las pocas personas caminando, llegando a la conclusión de que, al fin y al cabo, la única diferencia entre el verano y el invierno era el aire. Y que el segundo, aunque le gustaba más –le parecía poético-, era menos popular que el primero. La sirvienta, de vez en cuando, lo relojeaba desde la puerta de la cocina, preguntándose cómo alguien tan joven podía parecer tan viejo, y cómo, un joven que seis años atrás explotaba de vida, ahora deseaba la muerte más que nada en el mundo.

Pasó el mediodía, llegaron sus hermanas de las aulas, y la menor de ellas, mientras se sacaba el guardapolvo blanco arremolinado en la cintura –para que los chicos miren pero no toquen, le explicó liberalmente, a él quien no tenía fuerzas, siquiera, para molestarse-, le ofreció tocarle algo en el piano: si es posible, le aclaró, no lo mismo de siempre, o sea, Schubert, sino, mejor, Bartok, ¿qué te parece?, le preguntó. Él, por entonces, sólo tenía fuerzas para asentir, no podía discutir nada. Su hermana menor terminó de sacarse el arremolinado guardapolvo –blancas palomitas-, levantó la tapa del piano, y posó sus dos manos en las negras más que en las blancas, y sus negras zapatillas de lona en los blancos pedales del piano. Aunque le tocó Concierto para Piano nº 2, primer movimiento, con su comienzo festivo que a él siempre le recordaba el surrealismo delirante de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band o Magical Mystery Tour de la pareja musical de su amado Schubert, no pudo dejar de estar triste, de pensar en el pasado y en el porvenir. Con la salvedad de que, para él, no existía el porvenir, no había nada por venir, era todo hoy: dependiente de un ayer que no podía olvidar.

Su hermana cerró la tapa del piano y lo vio mirando por la ventana, como desde la avenida que estaba mirando. No había cambiado de postura ni de mirada. No había cambiado, siquiera, la yerba del mate que la empleada doméstica le trajo media hora después de haber finalizado el café con leche: ese mate era un lago aún más mojado que el mar veraniego en donde había conocido a la rubia de buen culo que seguía recordando como el primero de sus amores. La primera mujer de la que se había enamorado. O engustado. En realidad, pensó en silencio, eso sería injusto con ella. Pensaba en una de sus compañeras de primaria que también lo fue de colegio secundario. Esa compañera de pelo enrulado -luego vuelto lacio a fuerza de planchas y sacrificios-, gran culo y risa estridente. Siempre recordaba su risa. Es más, la recordaba sólo por su risa. Había olvidado su cara, su cuerpo, hasta su culo, pero no su risa. Alta, estridente, graciosa. Lo gracioso no eran los comentarios que él le realizaba sólo para arrancarle una risa: lo gracioso era su sonrisa, su disponibilidad para con ella, su compromiso con la alegría. Ahí, en ese instante, con poco más de un cuarto de siglo a sus flacas espaldas, se dio cuenta de una cosa, una revelación lo iluminó en la sombra de su recuperación: hasta esa hora, siempre se había enamorado de mujeres sonrientes, simpáticas, agradables. Las pocas veces que lo había hecho –dos o tres veces en su vida: el resto sólo eran mujeres que se la chupaban o que él se cogía- lo había hecho para con muchachas con sonrisas grandes como entradas a carpas de circo. Toda una paradoja, pensó: las pocas veces que me engusté lo hice con mujeres que no paraban de reírse de mis chistes, pero hoy no puedo salir de esta seriedad heredada. Estoy enredado en una serialidad de seriedad, pensó segundos después que su hermana le avisara que se iba al primer piso de la casa con su mochila y guardapolvo. Gu-ar-da-pol-vo, se quedó lamiendo. No sé si hoy me podría coger a una mina, se dijo en voz baja, en el único segundo de la mañana en que apartó la mirada de la ventana con cortinas.

Cuando volvió a posarla allí, encontró lo que no esperaba encontrar. Observó como esta compañera del secundario, la del cabello lacio morocho, sonrisa molotoviana y orto bendecido, pasaba por enfrente de la ventana del livingcomedor manejando una de esas bicicletas relajadas, posmodernas, pero que parecen un invento del siglo diesiciete: bicicleta de manubrio ancho, postura erguida del conductor, y frenos en los pedales, moviéndolos para atrás, no para adelante, tal como se pedalea. Cuando la vio venir en esa bicicleta, pensó en los tres pedales del piano de su hermana, en que nunca había sabido para qué servía cada uno de ellos. Así como tampoco sabía porqué ella pasaba en ese momento por la puerta ventanal de la casa de su madre. Qué curioso: ella tan móvil y yo tan quieto, pensó. Es coherente: en la secundaria nunca me la pude mover, siguió. Al instante de haber pensando ese pensamiento, un conato de sonrisa se dibujó arquitectónicamente en su cara, la comisura de sus labios se comenzó a abrir, la distribución de su cara se comenzó a acumular en los pómulos exageradamente marcados que poseía, y el pocillo -que se le formaba en su mejilla izquierda cuando se reía- se comenzó a hundir, y se hundió más, y, prácticamente, ya era él sonriendo de nuevo. Una escena que no había ensayado en los últimos dos meses.

Aterrado por su sonrisa, no supo qué hacer. De haber sido lenninistatrotkista, podría haber pensando que esa sonrisa que se asomaba al precipicio de su cara era la sujeta revolucionaria de su proceso de cambio y recuperación psicológica, y que, por lo tanto, debía seguirla hasta las últimas consecuencias. A vencer o morir. Debía seguir los determinantes que había provocado esa sonrisa. Es decir, debía salir al balcón del livingcomedor de su madre –como alguna vez había salido, contenta e ingenua, la mujer que ahora pasaba por abajo en bicicleta- para alertar al vecindario que había vuelto a sonreír. Pero que, más importantemente, la persona que había provocado eso estaba a sus pies, pasando, en ese preciso instante, por debajo del balcón desde donde él estaba gritando, como un desaforado, algo que sus vecinos no descifraban. No obstante lo cual, de todas maneras, se encontraban atemorizados por los gritos y paranoicos por si las moscas. Debía salirse de sí mismo y ser algo que no era, un muchacho arrojado e impulsivo, alguien que no pensaba milimétricamente cada paso por dar. Aunque después se arrepintiera, eternamente, de haber pensando tanto algo que, justamente por todo ese pensamiento, se le escapó de las manos, de los besos, de las caricias.

No salió al balcón. Pensaba rápido, pero, cuando terminó de pensar esto, la muchacha de la bicicleta se encontraba por la esquina, y, si apenas podía hablar -para decir solamente que sí-, difícil era que tuviera el valor de levantarse de la silla en la que estaba sentado desde hacía tres horas, para acercarse hasta la puerta del balcón, salir a él, y, desde allí, sin importarle lo que pensarían los vecinos, su familia, él mismo, gritarle a ella que se detenga, que no siga, que suba a su casa, que charlen un rato y tomen unos mates, que le prometía cambiar la yerba y el agua de la laguna.

No hizo nada de todo esto. Perdió la chance. La oportunidad histórica. Su historia se lo demandaría. La Historia no lo absolvería. Rendiría cuentas ante el imparcial tribunal rebolucionario de las leyes de la historia. Sería tildado de escéptico, cobarde. No podría hablar, en el futuro, de lo sucedido en el pasado. Permanecería, siempre, en los márgenes de los relatos y las narrativas. Su nombre no se encontraría en Google. Se ahogaría en el anonimato y la muerte en silencio y soledad. Padecería, postmortem, un funeral con baja asistencia y recaudación. No habría homenajes en su nombre. Mucho menos boicots a ellos por amigos –alguna que otra mujer de su vida-, lo cual hablaría muy bien tanto de unos como de otros: de sus amigos como de él. Sería un hombre más en un océano de hombres y mujeres. Un número en la estadística, una hoja primaveral en el árbol genealógico familiar. Sería un nombre sin nombre. Un hombre a secas. Había dejado pasar la oportunidad de su vida. Se arrepentiría de ese paso por el resto de su muerte. Era un muerto en vida, con una vida que olía a estiércol.

Pero nada fue así. Había dejado pasar, por debajo de sus pies, a una de las poquísimas mujeres de las que se había enamorado, pero había encontrado, por fuera de sus desencuentros y tormentos subjetivos y psicológicos, un motivo para vivir. Ahora, las mañanas, y despertares y levantamientos y caminatas y desayunos y descansos, gozarían de sentido. Precisamente lo que consideraba que adolecía en su vida. Esa bicicleta, como un disco, había sido una señal. Una señal enviada desde el infierno. Desde el subsuelo de la patria sublevada. Desde la suerte y el azar y la contingencia y la indeterminación en las que, también, había dejado de creer, pero en las que, ahora, volvía a confiar. Había vuelto a nacer. Y, esta vez, su madre no podría arrogarse los créditos por tal nacimiento. No se podría mandar la parte con eso del parto y los padeceres. Su vuelta a la vida, triunfal y flamante, comenzaría a efectivizarse a partir del día siguiente, cuando volviera a sentir motivos para despertarse y vivir. Porque dormir es morir, a pesar del inconsciente, el psicoanálisis, el barroco y la máquina de hacer peronchitos. Su madre, peronista de izquierda, volví a su casa, luego de una ardua jornada de docencia e investigación, cuando encontró a su hijo mayor con mejor cara, hasta mirándole a los ojos. Le sorprendió, para empezar, que su hijo no estuviera pegado a la ventana, sentado a una silla que, de tan sentada, gozaba los últimos días de vida. Cuando entró a su casa, hasta se levantó del sillón en el que estaba recostado, le preguntó cómo le había ido en el trabajo, y se ofreció a ayudarla en lo que necesitara. A su madre le pareció extraño, pero le siguió el juego. Por las dudas, fue hasta la cocina para chequear si todavía estaba pegado en la heladera el papel con los teléfonos del médico, el psicoanalista y el psiquiatra. El papel, como la bolsa de basura llena de yerba usada que no fue secada al sol, estaba allí. Se preocupó un poco menos, aunque seguía sorprendida. Había algo que no entendía, una sobra de entendimiento que excedía sus capacidades de comprender. Subió a la habitación de sus hijas menores y les preguntó si algo extraordinario había sucedido en el día. La menor de sus hijas -la del medio había salido- le respondió negativa y monosilábicamente. Esta chica, si no fuera por sus atributos musicales, podría decirse que, por como responde –sí, no, afirmativo, negativo-, va a ser policía. Se acercó a su habitación, donde la empleada doméstica -ya caída la tarde- terminaba su jornada laboral limpiando el lomo de los libros ubicados en la biblioteca del cuarto. Pensó que su hijo, el día anterior, había pronunciado pieza y no habitación, cuarto o dormitorio. Ya en su habitación le preguntó si algo en especial había sucedido alrededor de su hijo. La sirvienta le respondió que no. Que, como siempre, había tardado en levantarse, bajar y desayunar, que después se había quedado en la silla mirando por la ventana, que cuando llegó la menor le tocó algo al piano que prácticamente no escuchó, aunque, le comentó infidencialmente, le parecía que poco a poco se estaba recuperando, porque cada día le miraba más el culo y las tetas. Podría ser que este recuperando el apetito sexual –le dijo su madre-, puede ser. Pero, no sé, está raro: se levantó, me preguntó cómo me había ido, me ofreció ayuda. Rarísimo, concluyó, con la empleada doméstica mirándola como una mejor amiga mira a la amiga que le cuenta sus secretos más íntimos. No sé qué decirte, che –le respondió la mucama-, pero para mí que poco a poco se va poniendo mejor. Dios quiera. Su madre la escuchó rezar, sonrió, y no dijo palabra. Giró su cuerpo ciento ochenta grados, miró a la menor de sus hijas mirar televisión en el cuarto de sus hijas menores, y bajó las escaleras que la llevarían a su hijo. Este la recibió con una sonrisa y una esperanza entre los dientes.

domingo, 15 de junio de 2008

Sobre el amor y el enamoramiento.


El asunto es nada original y muy pretencioso. Nada original por lo recurrente, y muy pretencioso por el mismo motivo. Por los muchos que lo transitaron –y, mamita querida, los que hicieron-, y por cómo lo hicieron. Pero resultó que anteayer, en unos de esos momentos laborales en que no hay nada para hacer -pero que luego son señalados como ejemplos de que uno no hace nada en el trabajo-, para intentar matar de un disparo certero al aburrimiento, mi dispuse –sí, me dis-puse, menos de mente que de cuerpo- a leer esas revistas que, sin ser estrictamente del corazón, le pasan raspando, y dan consejos patronales a ser implementados por los trabajadores en sus puestos laborales, y son frívolas por los cuatro costados, pero si la edición justo coincide con el cuadragésimo aniversario del Mayo Francés no podemos dejar de hacer mención a la gesta de obreros y estudiantes parisinos. Entonces, en una de esas, entre página y página, revista y revista, leí una mención, breve y escueta, a La educación sentimental de Flaubert, y me acordé de una novela que se está intentando escribir en ese sentido, y volví a pensar en una tema que, el semestre pasado, más desde las ficciones freudianas que las novelas flaubertianas, me había interesado al punto de obsesionarme.

Es sabido y conocido que algunos, muchos, podríamos decir -aunque, dentro de la generalidad, pocos-, además de intereses y áreas de incumbencia, también poseemos obsesiones, temas sobre los que no podemos –aún a nuestro pesar- dejar de leer e intentar pensar. El amor y el enamoramiento, en sus diferencias más que en sus parecidos, es una de ellas. Con el agravante de que este asunto, además de su presencia literaria en novelas editadas en una década que, de alguna u otra manera, nos marcó mucho a muchos –los ’70: Los pasos previos de Urondo, Libro de Manuel de Cortázar-, posee, también, su inevitable acto de presencia en nuestra vida cotidiana. En nuestras vidas cotidianas. Ya que nuestra vida, como nuestra identidad, no es una sola, sino muchas. No es sólo que uno es otro o muchos, sino, asimismo, que esa otredad o variedad sobre la que se sostiene la identidad del ser se asienta sobre una vida que no es una sino muchas. Entonces, al modo de un juego teórico –que no por teórico fue menos divertido-, ese semestre algunos compañeros y compañeros nos dedicamos a leer los textos freudianos –aunque no sólo de Don Sigmond, sino también de Don Ansart, el gil de Deleuze y Rene no me descartes Descartes- desde la clave de lectura de sus referencias al amor y el enamoramiento, y sus muchas diferencias y pocas coincidencias. El semestre pasó, llegaron navidades y noches buenas, veranos porteños calurosos, y todos, en algún momento, escribiremos las ponencias que debemos escribir para ese seminario: para producir conocimiento, para cumplir los cada vez más –eso, objetivamente, no es así, sí subjetivamente- retrógrados formalismos académicos, para zafar el trabajo y poseer una materia aprobada más.

Sin embargo, al modo de una idea recurrente, ese tema no dejó de rondar los viernes o sábados por la noche en soledad, los domingos por la tarde, los viajes en colectivo a la universidad –acompañado, o no, de misteriosas y bellas compañeras rubias y facultativas-. No pocas veces me pregunté –de hecho, ahorita mismo lo vuelvo a hacer-, sí, para hablar del amor, hace falta estar enamorado. Sí, para referirse al enamoramiento, se requería estar engustado: es decir, lo que vendría a ser el paralelo –para lelos- de estar enamorado en el estado del amor. Teniendo en cuenta, claro, que una hipótesis de trabajo personal -que no por personal o trabajosa deja de ser amorosa y afectiva- es que el amor y el enamoramiento no son lo mismo. No es lugar, ni tiempo, de entrar en detalles de esta diferenciación, pero, por el momento, atengámonos, atentamente, a la recurrencia más que permanencia de una idea que se piensa un semestre pero permanece presente en el siguiente. O, mejor, a la pregunta de si para hablar de un estado hace falta estar en él: es decir, pisándolo, gozándolo, padeciéndolo.

A diferencia de una idea referencialista de los estados afectivos o las experiencias personales, según la cual, para referirse a determinada afección o vivencia, hay que estar viviéndola o haberla vivido, creo –y sólo creo- que ello no es así. Motivo por el cual, infidencialmente, me gustaría acercarme –lo suficientemente cerca como para poder mirarlo en detalle, pero, también, lo necesariamente lejos como para no quemarme- a algunas intuiciones alrededor del siempre tan solemne y meloso asunto del amor. El que, sin embargo, en pocas oportunidades es observado teórico-filosóficamente, o, en su variante -lejos de ser menos seria (como si, además, la seriedad fuera un mérito)-, literariamente. Y a partir de estas intuiciones y pareceres y obsesiones y lecturas pasatistas y lecturas que no lo fueron ni serán y experiencias personales me pregunto si algún enamorado, en algún momento de su estado de amor o de enamoramiento –los que, como dijimos, lejos están de ser lo mismo- no siente un sentimiento que lo lleva sentir que el mundo se acaba en el ser amado, que no hay nada por fuera de él o ella, y ellos o ellas dos, que, siempre que su enamorado o enamorada esté en frente, el mundo se completa y llena. O, mejor, el mundo no existe, ya no importa, está bien. Un poco eso de el mundo se cae se derrumba y nosotros nos enamoramos: entre otras referencias, título de una novela de Belgrano Rawson –oiga, don, ¡qué apellidación!-. Una contradicción no poco importante que suele atravesar a los convencidos de la finitud de las cosas es esa sensación que, más temprano que tarde, siempre se siente cuando se comienza o recomienza una relación, sensación según la cual, paradójicamente, ese vínculo pareciera ser para siempre, in-finito, no finito.

Esa contradicción o paradoja no sólo no es irrelevante sino que resulta muy importante, porque –por decirlo de alguna manera- es uno más de los ejemplos de los cortocircuitos entre lo que se piensa y lo que se siente: no porque el pensar no implique el sentir, o viceversa, o porque el sentir no se vea condicionado por el pensar, o al revés, sino porque, a veces, sentimos algo distinto o hasta opuesto de lo que, consciente o ideológicamente –la elección de las palabras no es antojadiza-, estamos convencidos que deberíamos sentir. Como las incongruencias entre el decir –que es un hacer- y el hacer –que es un decir-, las intermitencias entre lo que se siente y lo que se piensa que se debería sentir, entre lo que se piensa que se piensa y lo que efectivamente se piensa de acuerdo a lo que se siente, señala algo más profundo, primordial: no sólo el carácter inmanentemente contradictorio y paradójico del ser humano, sino, también, la posibilidad de volver sobre las incoherencias o incongruencias y hacerlas propias, aceptarlas, reconocerlas como tales, ya sea para -porque generan verdaderos conflictos subjetivos- avanzar en su resolución, hacia alguna de las muchas posibilidades abiertas, o bien para -en la senda de la posmoderna recomendación zizekiana de que gocemos nuestros respectivos síntomas- vivir en ellas y con ellas, embarrándonos en su cuerpo, haciendo del equilibrio entre unas y otras un verdadero arte de malabarista.

Por momentos, al releerlas, las líneas anteriores me resultaron propias de un libro de autoayuda. Espero que así no hayan sido leídas. Aunque, sí yo, en un momento, las leí así, ¿por qué no habrían de ser leídas de ese mismo modo por otros u otras? Esos mismos otros y otras que, reconozcamosló, cuando se enamoran o engustan se circunscriben a ese micromundo que es amor o el enamoramiento, se refugian en el cuerpo del otro o de la otra porque afuera están todos locos y hace mucho frío, se duermen –siguiendo el consejo bipartito de Key Biscaine y el contemporáneamente descolocado e internado Charly García- haciendo cucharita, nos damos cuenta que los convencimientos que tantos nos guían a la hora de tomar decisiones en otros ámbitos de las vidas de poco nos sirven en estos menesteres. Es que, ¿qué podemos contar o escribir sobre el amor o el enamoramiento que, antes, no haya sido escrito por Flaubert, Freud o quien sea? Ah, l’amour, l’ amour. All we need isn’t only love.

viernes, 13 de junio de 2008

Antes de la antología escrita de The good bye winners, un puema.


Escrito, hace ya más de dos años y medio, por y: A Yamila, por haber motivado estos textos, aunque no sepa de su existencia. Al futuro, por cooperar a que desde cada presente se lea un pasado.


De pistolas y guerrillas de besos trémulos

de paquetes que no muestro y regalos tristes

de paquitos y muchacha que no olvido más

esta hecha la sala la tarde la noche no.

Te defiende de bandidos de juguete y pan

que matan la niñez inocente de un viejo

si sos pobre si sos nuestra sos

la hermanita

del sol

defendida de los rayos por la pólvora.

Y en frente

un futuro acompañado un

futuro en soledad

huyendo del pasado

despavoridas melenas admiran nocturnas

la hermosura de tu dulce bella dulce belleza.

Campaneos y aljibes y cisternas y vos

sapiensales sapos sabios que saludan nuestro

plo plo wah wah we we vieja silencio tímido

posteriores a pantallas habitadas luego.

Sigue y sigue la ruleta la ensalada

la tristeza el cine

sigue y sigue ¿o no?

¿de qué lado la ilusión toma coraje y

fenecida reconoce su interruptus de qué?

Te defienden te defiendo de mí de mi de mí

no te olvides de morirme de matarme yo voy

a morirme de a pedacitos de tristeza y

doy mal olor y Rodolfo y paquito ¿y?

Yo lustro el viento de las pampas que en suelas

zapatea un llanto lindo un ombú ausente un

a luna una tarde suprimí lo Previo y

golpearon los hastíos se

enredó la vida.


domingo, 8 de junio de 2008

La educación de las niñas: Posdata. Te morí (Morite).


Querida madre:

En realidad, fue todo culpa de Sartre. Para no decirlo religiosamente, la única responsabilidad, exclusiva e indelegable, fue de Jean Paul. En el verano de mis diesiciete a mis dieciocho, cuando dejaba atrás la secundaria y me abría de piernas a la universidad, una tarde en la que había mucho para hacer pero no tenía nada por hacer, se me ocurrió comenzar a hurgar en una de tus bibliotecas, menos a la búsqueda de libros para leer que de títulos con los que luego pudiera burlarme de vos en el almuerzo familiar. Pero, fijate vos qué sorpresa -yo que tan poco adepto soy a ellas y a vos que tanto te gustan-, que, al lado de la tesis de grado hecha libro del filósofo nazi amante de la literatura, encontré aquel libro de Jean Paul, y ya sólo por lo grueso y verde e intocable que parecía, me dieron ganas de tomarlo, leerlo y subrayarlo todo. Ya sé que para vos, como para el abuelo y Sarmiento, los libros no están para ser subrayados sino para ser leídos y glorificados, para volverlos monumentos de papel tan inalcanzables como la mujer de la que uno se puede enamorar sin gozar de suerte en ese enamoramiento. Entonces, mate mediante, lo saqué de la biblioteca, lo violé abriéndolo todo lo que resistía para poder meter mi erecto bolígrafo en su concha de papel, y comencé a leerlo. En eso, cuando el mate ya había dejado de serlo y los cadáveres de cerveza comenzaban a acumularse y a molestar a la botella de vino que ya había copado políticomilitarmente la mesa de madera de tu livingcomedor, leí esa frase que tanto me impactó, que tanto me dejó pensando ese día y tres años después, que tanto odié cuando, en el manicomio, los médicos me inflaban a pastillas y las breves caminatas de recreo por el patio de sus brazos me hacían recordar más a Confesiones de invierno que a La naranja mecánica. Los revolucionarios son hombres serios, porque se preocupan y ocupan de asuntos serios, leí en el libro del pelotudo de Sartre, y, desde ese instante, lo odié con todo mi corazón y mi alma: en el caso de que creyera que tenemos alma y corazón. En verdad, en ese momento, hice todo lo contrario: lo amé, lo idolatré, lo tomé como referente a seguir y autor a citar; lo levanté en un podio de cristal y citas y defensas del que sólo muchos años después lo pude bajar, cuando el jueguito con lo que era y lo que quería ser se me fue de las manos. Se me fue tan lejos que terminé yendo a un psiquiátrico: no sabía quién era, me miraba en el espejo y nada, miraba a mis hermanas -a tus hijas- y nada. Las veía como eslabones de una conspiración cuyo último fin era asesinarme. Te imaginarás, yo, por entonces, no sólo era el hombre más bello y culto del mundo -como pensé en toda la secundaria y vos y tu amiga mucho ayudaron a creer-, sino que también me creía el más inteligente del país. Qué digo del país, del continente, qué digo del continente, de todos los tiempos de la política, la filosofía y el pensamiento. Allí donde había una risa, ahora -Sartre mediante- habría un gesto serio y adusto, donde antes estaba un chiste, mañana -con el beneplácito de Jean Paul- habría una mirada gélida de hielo, una distancia calculada e infranqueable, una castillo de indiferencia y cálculo que ningún amor o amistad podría atacar.

Pero se me fue de las manos. Al comienzo fue divertido: mis compañeros de departamento no dejaban de sorprenderse de cómo alguien podía cambiar tanto en tan poco tiempo, como alguien, de soberbio, verborrágico y chistoso, podía convertirse, en menos de lo que se termina un libro de quinientas páginas, en solidario, escueto y serio. Militarmente serio, demencialmente serio. De lo que se trataba era menos de creerme yo mismo el nuevo personaje que -entre los departamentos y la facultad- iba inventado, que el hecho de que se lo creyeran las personas con las que vivía o compartía cursadas facultativas. Y lo hicieron, mami, lo hicieron. Se tragaron el sapo de comienzo a fin, se creyeron la película, se comieron el verso. Esto demuestra, como vos nunca te encargaste de negarme, muy complaciente y populistamente de tu parte, que soy un gran actor, quizá el mejor actor joven de la ciudad, un actor que, aún sin necesidad de clases de teatro, le hace creer a personas educadas o recibidas que, de la noche a la mañana, puede cambiar como la noche se transmuta en madrugada. Y, mucho más importantemente que todo, querida madre, les hice creer que ese cambio, tan prematuro como radical, podía realizarse sin consecuencias, que no habría vueltas de boomerangs o rostros de Janos que, en contra de mi voluntad, en contra de mi supervivencia físicomental, se volverían sobre mí como recuerdos indeseables u obsesiones fatalistas.

Finalmente fue así. Me cansé de actuar. Me cansé de, todos los minutos de todos los días, ponerme en lugar del otro para, antes de que escuche, vea o lea, intuir como escucharía, vería o leería lo que estaba a punto de decirle, mostrarle o escribirle. Me cansé de poner cara de bueno, cuando, en verdad, en contra de lo que vos y la mejor de tus amigas me dicen y redicen, soy un reverendo hijo de puta. Me cansé de que mi cara dependiera de las caras de los otros, de los que me rodeaban. De que, cuando no había nadie alrededor, pudiera dejar de actuar y volver a ser –tentativamente- yo: alguien que no pone cara de bueno, ingenuo o inocente porque haya alguien alrededor, alguien que no habla pausada y cálidamente porque lo escuchan –al menos en potencia- oídos humanos, alguien que no es todo el tiempo todo lo bueno que la condición humana puede llegar a ser. Sin embargo, a partir de determinado momento, el juego dejó de ser de manos y pasó a ser de fuego y me quemé y casi rompo la parrilla del vecino de planta baja de lo cerca que estuve de testear si podía volar desde el sexto piso de nuestro departamento: a partir de determinado momento, ya no podía volver, era un exiliado de mi antigua subjetividad cuando todavía me sentía un extranjero en la nueva que me estaba inventado, ya no podía diferenciar tan claramente cómo ser en frente de personas y cómo volver a ser cuando estaba sólo y podía andar desnudo por el departamento, hacerme la paja en lugares públicos del mismo cuantas veces quisiera, cogerme a la novia que tuviera o prostituta que pagara en el sitio de la casa que se me viniera en gana, o quedarme sólo, sentado a la mesa del livingcomedor con la mirada perdida, escuchando el Dylan del ’66 con un té de tilo en una taza amarilla en frente, y pensando que ese era un momento poético por excelencia. Que, por serlo, me podía morir tranquilo, porque ya había vivido los quince minutos de momentos poéticos que, por ley de la historia, todos viviremos más tarde o más temprano. Como un muy buen orgasmo –habitus, sí, sí, sí-, como una verga entrando y saliendo de una concha perteneciente a un cuerpo que obtiene mayor excitación por la piel con el cuerpo de la verga que por la pija entrando y saliendo de su fuente de cristal, los momentos poéticos de una vida se cuentan con menos de la mitad de los dedos de una mano. Supongo, madre, que no te horrorizarás pequeñoburguesamente –pequebúsmente, como vos decís- porque te cuente esto que te cuento, con este nivel de explicitez y eroticidad, más cuando vos fuiste quien, a mis viejos doce años, me explicaste la técnica mediante la cual uno puede sacar un pegajoso y espeso líquido blanco de una parte del cuerpo que, por aquel entonces, era tan pequeño como los niveles de remordimientos que luego crecerán exponencialmente a medida que entrara al secundario y, después, a la universidad. Presumo que no lo considerarás, mojigatamente, un impertinencia, o, en un feroz arranque de psicoanálisis vulgar, una demostración de mi irrefutable complejo de Edipo, cuando también fuiste vos la que, pocos meses después, nos presentó en sociedad, a mi mejor amigo de entonces y a mí, un dispositivo que nosotros, los hombres, podíamos –y, más importantemente, debíamos- colocarnos en el mismo lugar del cuerpo del que manualmente extraíamos ese líquido blanco no apto para alimentar a los recién nacidos cada vez que tuviéramos un encontrado encuentro sexual con una persona del otro sexo. O, por qué no, del mismo. Si hay algo que jamás pudo decirse de vos es que fueras homofóbica. Ni xenófoba, racista o machista, claro. Por acá también anduvo el asunto: entre tanto estudios de género, tolerancia sexual, relativismo y multiculturalismo, no me encontraba. No sabía quién era pero, más gravemente, tampoco sabía quién había sido, qué había pensado, qué había hecho, qué haría de mí.

Me di cuenta del comienzo del fin una noche de sábado en la que, después de pitar un par de veces un cigarro de marihuana en un recital de una banda de culto del under porteño luego devenida estrellita pop de radios a base de rankings y charts, me di cuenta que no sabía quien era, que el último tema que estaban tocando no terminaba más, que el hecho de no comer por días y fumar cosas, aspirar líneas, inyectarme heroína y leer mucho tampoco iba a resultar gratuito. A la salida del recital, tenía que caminar casi veinte cuadras hasta casa, pero un inesperado problema surgió: no sabía dónde quedaba. Me había olvidado la dirección de mi hogar. Del departamento un ambiente de un sexto piso del que, esa misma noche, una vez que milagrosamente pude llegar hasta allí, estuve a punto de saltar desde la ventana del livingcomedorpieza hacia la parrilla del vecino de planta baja, porque, como efectivamente sucedió, tanto la ventana como el pulmón que se abría y levantaba hacia abajo y arriba de la ventana me invitaban a que lo hiciera, me desafiaban a hacerlo, me tildaban –silenciosamente, en el lenguaje de las ventanas y los pulmones departamentales- de cobarde si no lo hacía. Y, madre, vos lo sabés muy bien, muchas cosas se podían decir de mí –soberbio, pedante, culto, inteligente- pero no cobarde. Homofóbicamente, yo no era ningún maricón como para no aceptar el desafío de la ventana y el pulmón. La persiana, sabia como Schubert o Beethoven, decidió mediar –estadounidensemente- entre unos y otros, bajó su cuerpo hasta el piso de una ventana que no mermaba en sus imprecaciones, y santo remedio: aquí no ha pasado nada. Donde hubo conatos de suicidio, todo lo que hay es un muchacho acostado a una de las dos camas del departamentito, un muchacho que padece de sequedad gargamental y se levanta casa quince minutos a buscar una botellita de agua a la heladera ubicada a menos de cinco metros de su cama, y toma agua de las botellitas, pero se olvida que lo hace: su memoria no se remonta más que a un milésimo de segundo de lo que acaba de hacer. Se da cuenta que antes también había tenido sed y se había levantado a la heladera a buscar una botella de agua, no por las pisadas en el piso, o la cama desordenada, sino por la cantidad de cadáveres de botellitas de agua que, en el lapso de diez horas, se acumularon en la mesa del monoambiente. Mesa también ubicada a menos de cinco metros tanto de la heladera como de la cama.

Así fue, madre, que esa noche intuí que lo que había comenzado como un juego terminaría también como un juego, sólo que de fuegos, azares y contingencias. Vos sabés bien lo que me gusta la indeterminación, más después de mis enfermizos estudios universitarios, esos que tan poco me sirvieron en los años de manicomio y que tan poco, también, me sirven ahora, cuando estoy más encerrado que recostado en una de las habitaciones de tu casa, con vos y tus tres hijas -mis tres hermanas- poniéndome algodones por todos y cada uno de los costados de mi cuerpo deshechos por este experimento, y con papá, yendo y viniendo, entre sus películas en el sur y sus carnavales de martes en Brasil. Me gusta, sí, la indeterminación, pero no con mi cuerpo, no con mi identidad. Llegué, no sólo a no saber quién era, sino, también, a no saber quiénes eran los que me rodeaban. O quién había sido yo en el pasado. Ese pasado, madre, vos también lo sabés, que tanto me gustaba recordar cuando se trataba de las acciones políticomilitares de las organizaciones políticomilitares de los setenta, o de nuestros dos familiares -dos de tus hermanos- desaparecidos por la última dictadura cívicomilitar por su militancia políticobarrial en la JP o en Montoneros –a esa altura de la década, la absorción de la primera por los segundos ya era casi total, me aclarás ahora, más de treinta años después-, pero que ahora, postjueguitos identitarios y experimentos subjetivos, no podía recordar: me había declarado, sin declaración alguna, indemne al pasado. En el pasado, también, quedaban tus elogios y los de la mejor de tus amigas para conmigo, las escuchas de Shubert y Beatles, las discusiones familiares, las certezas –familiares pero también barriales- de que a los veinticinco, una vez que hubiera finalizado la carrera, tesis incluida-, iba a ser uno de los intelectuales –jóvenes, claro, siempre joven- más importantes del país. A los veinticinco, madre, como verás, soy un enfermo vuelto trapo de piso, flaco como palo de escoba y loco como el mayor de los cuerdos: un muerto en vida pero sin vida que necesita de la constante atención de su madre y hermanas para no perder el control de su mente e imaginación.

Eso fue lo que me jugó en contra, mamá, la imaginación: imaginé demasiado. Imaginé más de lo que mi cuerpo e inteligencia podían soportar. Si alguna vez, apenas comenzada la facultad, fantaseé que lo mejor para mi vida era irme a Colombia –no a fumar marihuana, o a romperme las fosas nasales de la cocaína que no necesite viajar para poder aspirar- a internarme en la selva y combatir políticomilitarmente del lado de las FARC en contra de los contras o del Estado-Nación colombiano, o sí, en otra oportunidad, imaginé que mis dos tíos –tus dos hermanos- desaparecidos estaban vivos, coleando entre nosotros, vírgenes del prestigio de ser desaparecidos pero manchados con las contradicciones y claudicaciones que imprime sobre nuestros cuerpos el estar vivos, en esa oportunidad, poco tiempo después de mis delirios selváticos y guerrilleros y más o menos contemporáneamente de mis deseos de idolatrar a dos heroes menos pero de poseer dos familiares más, imaginé que a los veinticinco iba a seguir los pasos de tantos, las pisadas que jamás supe leer, el futuro que, convengamos, no me supe construir. Leyendo doce horas por días, tomando cervezas y vinos y cocaínas, y fumando todo lo que se prestara a ser picado, envuelto en un papel fino y pitado, uno podía convertirse en todo un culto ser, o en un avezado consumidor de sustancias y bebidas, pero no en un joven que hacía de su presente la precondición de su futuro soñado, no un post-postadolescente que, como los caramelos que cayeron de la piñata que reventaron en mi último cumpleaños en donde la lista de invitados no superaba los dedos de una de mis manos, juntaba por los pisos y los cielos los capitales sociales que le permitieran tanto la toma por asalto de los barros como la permanencia de sus pies a nivel de nubes y autopistas celestiales. La imaginación, precisamente por intentar llegar al poder, se me fue de la manos y me cagó a cachetazos.

Así fue, madre, como pasó lo que pasó. Vos te perdiste los últimos seis años de mi vida, porque vivíamos lejos y poco comunicados, pero yo me perdí los últimos dos, porque fueron dos años en donde otros seres habitaron mi cuerpo, otros cuerpos moraban en mi subjetividad, y otras personas eran las que me devolvía el espejo cuando me miraba en él. No es la conocida frase rimboudsiana, la que dos por tres vos recordás que siempre cita Dylan, de que uno es otro: de que uno no está acá sino siempre allá, en otro lugar, lejos. No es eso, no. Es que el pelotudo se Sartre llegó demasiado lejos en su influencia sobre mi subjetividad. Si hay quienes dicen -y escriben y hablan- que Debray y compañía deberían dar cuenta por lo escrito en los sesentas en relación con sus neoliberalesneoconservadoras conversiones en los ochentas –vos lo sabés mejor que yo, vos das estos contenidos: en el medio cayó mucha sangre, que muchas veces sí que fue negociada-, yo creo que Sartre y el resto de los pelotudos existencialistas deberían dar explicaciones por frases como estas: El revolucionario es un hombre serio, porque se preocupa y ocupa de asuntos serios. ¿Cuántos jóvenes alegres, jolgoriosos, lúdicos -pero no por eso irresponsables- habrán querido cambiar su forma de ser, su subjetividad, después de haber leído al bizco francés, y, por eso, se volvieron locos, se volvieron otros, se volvieron estoicamente sobre sí para después no poder desplegarse jamás? ¿Cuántas camas y pastillas de los psiquiátricos –esas que habité y tragué en mis dos años de internación- estarán siendo ocupadas y tragadas por jóvenes como yo, jóvenes que intentaron ser otros y se quedaron a mitad de camino, no siendo lo que ya eran pero tampoco pudiendo ser lo que querían ser? Ya no quiero volver más ahí, mamá, ni al manicomio ni a Sartre. El libro verde y grueso y caro lo quemé, pero no puedo hacer lo mismo con el hospital de locos e insanos y genios en donde estuve dos años. Conviví veinticuatro meses con Napoleón y Maradona, pero yo era Robespierre o Perón. No quiero volver, ni a ese lugar ni a los nolugares mentales que habité por tres años. Me quiero quedar acá, en esta habitación, cerca tuyo y de mis hermanas, por siempre. No quiero salir más a la calle, me da miedo, me siento mirado, nunca llegó a donde quiero llegar y siempre parto de donde nunca debería salir. Ya no quiero. Además, en la calle, están todos locos. Además, en las veredas, hay librerías con el libro verde y grueso y caro. Me quiero quedar con vos, madre.

Te quiere mucho,

Tu hijo.

Pd. Sartre es un pelotudo.

viernes, 6 de junio de 2008

Autobiografía de vos: Yo soy otros.


No es fácil no tener inclinaciones –pendulares, bonapartistas- docentes con un abuelo y una madre que desempeñaron o desempeñan esa función. Abuelo maestro de escuela en el sur -por los pagos de Walsh-, luego director nacional de escuelas hogares, antes de que la última cívico-militar dictadura se llevara puesto un gobierno democrático –no por eso menos represivo, no por eso menos condición de posibilidad del genocidio posterior- y, con él, las escuelas hogares construidas durante el primer peronismo de la mano –femenina, jefamente espiritual- de la Fundación Eva Perón. Mi abuelo, además de docente, era peronista, de esos que metieron caños y después bombas: lo que se dice un adherente de movimientos bonapartistas y pendulares. Mi madre, en cambio, era y es un cuadro docente interesado por la política más que un cuadro político dedicado a la docencia. Interrumpida estudianta universitaria de jurídicos estudios por el nacimiento de su primer hijo –el aquí escribiente (aunque su pareja, el padre de sus hijos, pudo completar su ingenieril formación de grado, aunque tarde en tiempo más que en forma)-, mi madre comenzó a dedicarse a la docencia a la misma edad en la que mi padre completó sus estudios universitarios: sólo que, teniendo en cuenta que entre uno y otra hay seis años de diferencia, mientras uno completaba su formación de grado, la otra criaba a los dos hijos que la pareja ya había germinado, así como, un lustro después, mientras una iniciaba su carrera docente, el otro no interrumpía su carrera profesional, aunque aquella sí dejaba de estar tanto tiempo con sus hijos en su casa. Sin ánimos de volverme resueltamente psicoanalítico-freudiano, creo que fueron esos seis iniciales años de constante contacto con una madre hija de un padre docente, y esposa de un profesional culto en su materia aunque impaciente didácticamente, los que ejercieron una influencia posterior de la que nunca fui muy consciente, pero que, incluso, comenzó a ejercer su papel ya en los primeros años de la primaria. La forma de hablar, de escuchar, de mantenerme sentado aunque él o la que estuviera en frente no hiciera ningún mérito para ello, cierto respeto reverencial –prolongado incluso hasta recientes momentos de mi formación universitaria: aunque ya no más, ya-no-más- por la figura docente y su espiritual investidura, fueron aspectos que creería que mi madre me enseñó sin enseñármelos. Lecciones que me dio sin proponerse dármelas. Aunque, claro, a toda lección sobreviene –o, considero, debería sobrevenir- su subversión por el nada pasivo estudiante –en caso que lo haga, si no lo hace es un nada activo aprendiz- que recibe aquella lección.

Sin embargo, huelga una aclaración: por supuesto que esta influencia no fue unipersonal, y al lado, a la derecha o a la izquierda, de mi madre estaban tanto mi padre, o las dos familias –maternal y paternal- que se reparten asistencia de sus esperados nietos en religiosas navidades, optimistas años nuevos o sedientas y gramillescas llegadas de reyes, como, primordialmente, mi abuelo materno. Siempre recuerdo –es un decir, no lo hago siempre, sino muy de vez es cuando, lo cual aún así ya es mucho- cuando, para un trabajo del colegio secundario de la materia de lengua sobre autores argentinos, nos habían propuesto –obligado, en realidad- a elegir un literato o literata y uno de sus libros, para leerlo y escribir un análisis de una semana a otra. Es decir, en menos de siete días. El séptimo día, que debería haber sido de descanso después de seis noches de fatigosa creación, fue de arduo trabajo. En mi casa –en verdad, en casa de mi madre (que ahora sólo es de mi madre, luego de que mis padres siguieran la noventista moda de divorciarse por incompatibilidad de caracteres: este debería ser todo un tema de investigación para ponencias o tesinas: cómo las generaciones que en los ’70 habían roto -o pretendido romper- con sus padres, no sólo política-ideológicamente sino también en cuanto al modelo de familia que les habían inculcado, menos de veinte años después no pudieron sostener la vida en familia de esas nuevas familias que se habían propuesto construir y, cual una neoliberal fuga de capitales, finalizaron divorciándose, con abogados, para ellos, y psicoanalistas, para nosotros, de por medio)-; decía, en mi ex-casa, actual casa de mi madre, al igual que en el hogar de mi padre, no son los libros literaturescos los que abundan, sino, en todo caso, en el caso de la primera, los de didáctica, pedagogía y filosofía, y, en el caso del segundo, los de matemática y física. Ninguno de ellos me servía para hacer un trabajo sobre literatos argentinos para la materia de lengua de mi colegio secundario. En cambio, la casa de mi abuelo materno, de mis abuelos maternos, de la madre y padre de mi madre, era un lugar ideal para ello. Había una parte de ella que, desde infancia hasta mi adolescencia, jamás frecuenté en demasía, porque, para qué negarlo, no hay nada más aburrido para un niño que una biblioteca. Aún para un niño que lee. Entre un autito italiano de colección, o una pelota de fútbol fecha pedazos, y un libro -aún uno bueno y lindo- creo que un niño de menos de once años no tendría mayores dificultades para elegir. Yo, al menos, no las tuve. Pero, para este trabajo, ni el autito ni la pelota por las que -por lo general- me había inclinado hasta ese momento me resultaban de utilidad y, en cambio, esos libros buenos y lindos, esa parte poco explorada de la casa, se revelaba como una clave de bóveda que iba a permitirme el acceso no sólo a los autores y libros tras los que andaba, sino, también, al reconocimiento y la felicitación de la profesora de lengua por el literato y el libro elegido, y por el trabajo realizado. Es decir, esa sección desconocida del hogar de mis abuelos maternos era la garantía de esos nueve o diez que tanto me gustaba recibir en primaria o secundaria, sea en lengua o química. Nunca lo había pensado, pero creo que esos muy bien que mi madre, padre, abuelos o tíos me espetaban cuando volvía a casa -a alguna casa, a la mía o a la de ellos- con una buena nota bajo el brazo –en mi familia, como en determinado tipo de familia, las buenas notas comienzan del ocho para arriba- siguen ejerciendo su imperceptible aunque efectivísimo papel aún hoy, cuando ya terminé de cursar la carrera, comencé a hacer el profesorado, y mi flamante aunque desértica tesina posee sólo tres tiernas y tímidas páginas.

Esto era lo que sobraba en esa parte de la casa de mis abuelos maternos: páginas. Allí, en el estudio donde mi abuelo leía y escribía los artículos que un diario local santarroseño le publicaba luego de haberse jubilado de diputado nacional por una sesentista e izquierdista fuerza del por entonces proscripto peronismo, estaba la biblioteca, y, por lo tanto, las páginas. Que sobraban, chorreaban, se caían de las paredes. La biblioteca ocupaba –todavía ocupa, aunque cada vez menos: esa biblioteca es una suerte de país latinoamericano arrollado del que imperios centrales europeos o americanos (en este caso, una tía, un tío, mi madre y yo) saquean sus recursos, o sea, en esta vulgar metáfora, sus páginas- toda una pared del estudio, justo al lado de la puerta de entrada y en frente del escritorio donde se encontraba –no recuerdo si todavía se encuentra- la máquina de escribir donde mi abuelo escribía sus artículos y epístolas de las muchas que enviaba. Me acuerdo estimativamente lo que pensé y sentí corporalmente cuando entré al estudio en la búsqueda –instrumental y utilitaria, por entonces- del tan ansiado literato nacional para hacer el trabajo de lengua: primero, en esta maraña de libros ni por asomo encuentro lo que estoy buscando, seguro; segundo, en mi vida voy a llegar a leer esta cantidad de páginas. Si hubiera sido creyente podría haber dicho en ninguna de todas mis vidas, pero, ya por entonces, el ateismo –todavía no marxista- era uno de los tantos recuerdos que me llevaría de mi madre cuando ya no viviera con ella. Como escribió –recordó, en realidad- Pedro Mairal en el diario Crítica -breve artículo también publicado en el blog que comparte con otros dos escritores-, sobre una visita que hizo a la Feria del Libro cuando –long time ago- estaba en la secundaria -dentro de la que esta salida era de las más aburridas, motivo por el cual le preguntó a una de las tres docentes que estaba a cargo de más de cien chicos para qué venimos a este lugar, lo que le fue respondido para que vean todo lo que van a tener que leer en sus vidas, a lo cual la reflexión de Marial fue ya no llego, teniendo apenas once años-, mi sensación, al momento de entrar a ese estudio y echarle un vistazo a la biblioteca, era que no me iba a alcanzar la vida para leer esos libros. Para peor, me propuse indagar tanto cómo habían llegado a acumularse tantos libros en ese único lugar –con el agravante de que lo acumulado eran páginas, no tierra (como en mi habitación), porque la empleada doméstica de mis abuelos se encargaba semanalmente de mantener la biblioteca con una baja graduación de mugre-, como, asimismo, qué había hecho mi abuelo para haber podido leer esa cantidad de libros. Por entonces, joven e ingenuo, no sospeché que mucho de esos libros –seguramente la mayoría- no sólo no habían sido leídos sino, quizá, solamente comprados y ni siquiera hojeados. La respuesta que recibí a esa pregunta fue doble, pero igualmente demoledora. Por un lado, leer mucho.

No hay otra, pensé, para tener un estudio tan lindo como ese, y una biblioteca que lo acompañe tan bien, y tantos libros bellos y buenos en ella, no queda otra que leer. Estoy jodido, reflexioné. Por el otro lado, tu abuelo, me respondió no poco mitificadamente mi abuela, alguna de mis tres tías, mi tío o mi madre, siempre leyó mucho, hizo dos veces el último de los grados de la primaria porque en el pueblo pampeano donde creció no había secundaria y él no quería dejar de estudiar, después finalmente la hizo, más tarde se anotó a la mítica Filosofía y Letras de Paraguay y Uriburu a estudiar Filosofía y Letras pero sus padres -a diferencia de los tuyos, me atacaron- no eran de clase media sino de los sectores populares, motivo por el cual no podían ayudarlo mientras estudiaba universitariamente, así que tuvo que dejar la carrera ya nomás al año de haber empezado, aunque le iba muy bien, tenía muy buenas notas, aún viviendo en una pensión de mala muerte donde con sus compañeros de cuarto, que también eran estudiantes modestos del interior, todo lo que comían era sopa y más sopa, lo que les provocaba la burla de otra de las humildes habitantes de la pensión que les decía que ella será inculta y todo lo que ellos quisieran pero, al menos, en su puchero había más sólidos que líquidos, algún pedazo de carne entre tanta verdura, y no como ellos que eran muy leídos y todo lo que ustedes quisieran pero se la pasaban a sopa y galletitas, y estaban más flacos que un palo de escoba. Después, me dijeron, tu abuelo hizo el magisterio, se dedicó a la docencia conjuntamente con la política, y el resto es historia conocida. Y, si no la conocés, si tu madre no tuvo el tino de contártela, buscá el libro que tu abuelo escribió sobre la escuela antigua y su experiencia en ella. Leelo, no seas tan cómodo, y enterate de esto por tu propia cuenta, me respondió mi abuela, tío o tía, seguro que no mi madre. Mi madre jamás me hubiera hablado así, sino mucho más didácticamente. Tampoco mi abuelo, a quien decidí no hacerle la pregunta porque si esta respuesta había sido larga y cansadora e insoportable, de su boca estos tres atributos se hubieran multiplicado exponencialmente. Eso fue algo que siempre me fascinó de los docentes, de los docentes con los que viví en mi infancia y adolescencia -antes de irme a vivir solo-, o de los docentes -primarios, secundarios o universitarios- que formaban y forman parte de mi familia: la capacidad de explayarse, de hacer de una sobremesa una dimensión aún más prolongada que los preparativos pre-comida o que el almuerzo o la cena misma. Supongo que esta tendencia antibauhausiana y probarroca por el exceso, por el más es más antes que por el menos es más, esta debilidad y gusto por irse por las ramas y jamás volver –aunque esto no resulte deseable desde un punto de vista pedagógico- deviene de allí, de la habilidad de hacer de un concepto, justificadamente -eruditamente, si se quiere-, el asunto de conversación o disputa de dos o tres horas.

A la final, me fue bien en el trabajo de lengua pedido por la profesora de esa materia de mi colegio secundario. Aunque el literato que elegí no fuera uno argentino, como obligaba la consigna, sino uno extranjero: para mayores alardes de la memoria, Joseph Conrad, El duelo. La docente, poco exigente –o, menos peor pensado, poco apegada al disciplinamiento de las consignas-, no sólo tomó el trabajo como si este hubiera cumplido con las pautas que lo originaban, sino, incluso, lo elogió, lo felicitó: muy bien diez, aplauso, medalla y beso. No es tan fácil –sin que esto signifique un elogio para con aquella profesora ya perdida en los vericuetos de mi memoria- encontrar docentes –o docentas- que resulten tan poco ortodoxos con las consignas que, en muchas oportunidades, resultan escritos por sus mismas plumas. No es tan fácil, incluso, en ámbitos universitarios. Esos ámbitos donde, según mi experiencia de grado me sopla al oído por encima de mis hombros, no es tan inusual encontrarse –sea al comienzo o al final de la carrera: carrera con postas y piernas de bronce- con profesores –investigadores y académicos, obvio- con una verba super-ultra-hiper-revolucionaria y prácticas –sin que por esto diga que el decir no es hacer- super-ultra-hiper conservadoras. La vieja contradicción –aparente, fantasmática, o efectivísima, concreta- entre el decir y el hacer, entre decires insurgentes y haceres reaccionarios. No obstante lo cual, estos profesores –y profesoras, claro-, que pueden ser desde muy buenas personas hasta excelentes cuadros políticos o directores de tesis, pueden resultar, por un lado, invitados a mesas –rectangulares, a punto de romperse por el desfinanciamiento estatal de la educación pública en general- para hablar, cual referentes legítimos y legitimados, de eso mismo que uno más arriba criticaba –tomemos la Casa Rosada, pero usted, alumno desalumbrado, no me interrumpa cuando hablo-, como, por el otro, personas –seres, sujetos, individuos- considerablemente inconscientes de los dislates o incongruencias que uno –en este caso, este humilde escribiente- encuentra y desencuentra entre sus dichos –que son hechos- y sus hechos –que son dichos-.

En cambio, no hay cambios. Quiero decir, mientras que sus prácticas me parecen similares a un rio que fluye y en ese fluir repite irreflexivamente los ciclos circulares de la naturaleza o la pedagogía no reversible, es recién en otros casos donde uno –es decir, yo- se encuentra con profesores que, al menos relativamente, reconocen que así como son ellos los que están al frente del curso, ese lugar, más o menos tranquilamente, podría ser ocupado por otra persona. Porque, creo, un poco de esto se trata todo esto: si los lugares -la influencia familiar, la borgeana intimidación de las bibliotecas, las más poco exigentes que poco disciplinarias profesoras secundarias, los muy insurgentes pero muy disciplinarios docentes universitarios-, resultan repensables, y, por lo tanto, modificables, ¿cómo no lo habrían de serlo las personas? Para más detalles, o menos inexactitudes, las personas que están -¿estaremos?- al frente –nunca al costado: no es cuestión de perder migas de control simbólico en las relaciones de poder arquitectónicas al interior de un aula- de un curso. De un curso que, opino, justo cuando cierta pedagogía considera que ha perdido el curso -que se encuentra no a la deriva pero sí con un rumbo no muy preciso que digamos-, es cuando mejor ha tomado las riendas de su curso y devenir. Pocas cosas más patéticas que un aula en silencio o estudiantes –no alumnos- levantando la mano para hablar. ¿Qué estamos: en 1917, en 1967? Pero, también, pocas escenas más lastimosas que docentes preguntando preguntas –válgame la redundancia- a estudiantes no tanto con respuestas –como un as, o un gran punto de ping pong- bajo la manga, sino, mejor, con estructuras tan básicas –que motivan soluciones tan rápidas- que llevan a que las respuestas que los estudiantes saben y conocen no sean explicitadas no por timidez o pavor al error, sino, en cambio, como consecuencia de la obviedad de la pregunta, y, por lo tanto, la automaticidad de la respuesta. No recuerdo que los profesores que me hicieron pensar –una, dos veces en mi vida- en mi trayectoria educativa lo hayan hecho preguntándome preguntas cuyas respuestas ya sabía. Sino, más bien, todo lo contrario. Todo lo contrario.