martes, 24 de junio de 2008

De risas y sonrisas.


Sucede que conozco a una mujer –porque es una mujer y no una mina o una muchacha o una piba- que, tripartitamente, piercianamente, posee asombrosos parecidos estéticos con una actriz actuando en una película sometida bajo los designios de una método –no científico, no-, una vieja guerrillera integrante de una organización políticomilitar marxistalenninista de los setentas en la Argentina –una integrante de esa guerrilla antepuesta en la película Trelew. Una fuga que fue masacre- y con una actriz -una mujer de la que por estos días me enteré que es una actriz- cuya foto poseemos y observamos y disfrutamos en el margen izquierdo superior de la pantalla.

No es menor que una mujer –porque, repito, es una mujer y no una mina o una minita o una señorita- sea parecida, al mismo tiempo, a tres mujeres, y más teniendo en cuenta el porte y deporte de estas tres mujeres. Una mujer linda e inteligente, que, en la película El método Gronholm, se ofrece a quedar embarazada de sus competidores para un puesto laboral-potenciales compañeros de trabajo, sólo con el objetivo de quedar seleccionada para la próxima ronda de entrevistas. Otra mujer, vieja pero igualmente bella, de hablar pausado y sabio, que relataba -lo recuerdo aún hoy como si hubiera observado la película ayer- cómo los presos comunes del penal de Trelew observaban a los guerrilleros de Montoneros, FAR y el PRT-ERP –presos políticos- que se escapaban de la cárcel, con el silencio que comportaba, al mismo tiempo, el respeto que les profesaban y el deseo de que su fuga saliera bien, lo cual sólo en parte fue así. Y la última mujer, la de la foto, foto pequeña que antepone una belleza grande, mirando hacia atrás como si buscara algo: ¿qué busca, qué no puede encontrar? Vetusta a saber.

Y esta mujer –porque es una mujer y no una chica que se hace pasar por el amor de su vida de todos los muchachos que pasa por su espada mágica-, además, como si lo anterior fue poco y polvo, posee una sonrisa que huele a patagonia, que rebosa y rebalsa de sures y mares y arroyos y paisajes. No es tanto que su sonrisa sea azul –no, no, no: azul, como el mar, azul-, sino, menos peor, que su sonrisa es sureña –en el sentido no geográfico y mucho menos despectivo de la construcción-, ruidosa pero propia de un alegre intermezzo de buena música clásica o de las más inspiradas improvisaciones jazzeras, una sonrisa que provoca cosquillas pero también erecciones, atenciones, conatos de beso, enternecimientos y tristezas; innegables tristezas, cuando uno, en el living comedor de su casa, en frente de la ventana que da al balcón, al pulmón interno o al patio interior de nuestros –cabeza de departamento- dos, tres o cuatro ambientes, abre la boca y vuelve a ver –oh mi dios, oh boy, oh girl, como cantaban The Beatles- sus dientes, nuestros dientes, nuestra sonrisa: la cual, obvio y desde ya, jamás va a ser como aquella, jamás va a ser sureña y clásica y jazzera y erótica y patagónica, y no.

Además, como si lo anterior fuera poco, como si lo anterior fuera nadar, esta sonrisa, equilibrada y contorsionista, más dionisiaca que apolínea, implica una contorsión del cuerpo, una con-torsión corporal, un gesto lenguajero, silencioso y significativo, consentido y con-sentido, estruendoso y molotov. Ese tipo de sonrisa, para escándalo de los escandalosos y radicalización odiosa de los estúpidamente enamorados, comporta un arrojarse hacia atrás de los hilos corporales, una suerte de suspensión temporariaespacial de la humanidad de la sonriente. Al mejor estilo del viejo Michael Jordan entrando en bandeja en los hoy alicaídos Chicago Bulls, o del por entonces joven pero hoy también viejo –tiene prácticamente treinta años, y uno sólo un cuarto de siglo- Pablito Aimar con su suspendido –por lo antigravitatorio, no porque el gol no se contabilizara- tanto en el mundial sub-20 de Qatar de –hace ya once años, cómo pasa el tiempo: vení a contarme que veinte años no es nada- 1997 de cabeza, esta sonrisa es un estilo de sonrisa que, primero, arroja hacia atrás el cuerpo propio, el cuerpo de ella que sonríe y nos sonríe, pero que, luego, atrae hacia sí los cuerpos ajenos, los cuerpos –cósmicos, cómicos, cosméticos- que por allí anden rondando, y hayan observado y disfrutado al mismo tiempo que padecido la sonrisa.

Esta sonrisa, entonces, rebalsa de campings, caminos y fríos, esos campings que todos conocimos cuando fuimos al sur –cuando, en la intelectualoide porteña, estaba de moda ir al sur, antes de viajar al norte o relajar en aquellos costeros pueblos del Uruguay que, en los sesentasetentas, hicieron de alojamiento de los integrantes de las organizaciones políticomilitares buscados por fuerzas represivas internas y externas-, esos caminos que, en Villa Traful o donde fuera, caminamos desistiendo que civilizadas traficcs nos acortaran el camino y nos robaran la mística –mentirosa, pero sensacional al fin- de -al menos por dos semanas- ser campestres y menos urbanos y hasta humildes y modestos, esos fríos que padecimos pero que, combinado con el singular sol sureño, ese sol que calienta al mismo tiempo que broncea de un modo diferente a cómo lo realiza el sol playero, es menos lo que se padece que lo que se disfruta, y se lo disfruta porque nos permite atestarnos con abrigos y bufandas y cayeses y vinos cálidos. Y su sonrisa, de algún modo, es todo eso, no sólo un camping, un camino, o un fresquito, sino, también, un abrigo, una bufanda, una café precisamente azucarado, un vino cálido y suave, o áspero pero igualmente oportuno, mientras nos olvidamos y desentendemos de leer el diario todos los días, pero podemos leer un libro por día, mientras nos olvidamos de los amores de nuestras vidas que casi nos provocan la muerte subjetiva, pero encontramos nuevas razones para vivir y por las que morir, mientras nos quedamos, horas, mirando el mar, mientras las montañas, lejanas pero accesibles, vitalismo mediante, se nos quedan mirando como preguntando: ¿qué será lo que aquel pelotudo mirá con tanta atención?

Y es que, sincera y autocríticamente, hay que ser bastante pelotudo para escribir tanto sobre una sonrisa, o para morir de tristeza y dolor y sufrimiento sobre un amor o enamoramiento que, en verdad, en el pasado, sólo debería habernos deparado alegrías y sonrisas y sensaciones de eternidad. Pero, como todas sabemos, una vez por mes o más asiduamente, con la ayuda de Andrés o sin él, a veces aparece una sonrisa que nos hace reaparecer y no desaparecer en los oscuros pero placenteros recovecos de la tristeza, una sonrisa que no sólo abre bocas y dientes sino, también, puertas y compuertas, garajes y aviones, autos, yets, aviones, barcos, no todo el mundo se está yendo, pero sí poniéndose de novios y yéndose a vivir juntos, y que sean muy felices y la pasen muy bien, felicitaciones, me alegro por usted, no, por favor, faltaba menos, si no es nada.

Entonces, una sonrisa, es una son-risa, un risa que ríe al ritmo del son y viceversa, una sonrisa que, en este caso, en esta mujer que no es una muchacha o una minita o una señorita o una mina, es una sonrisa menos azul que patagónica, menos pornográfica que fresca y refrescada, más agradable y visible que la propia. Una sonrisa que combina, en uno o dos haces de luces y remisiones, una actriz treintañera y hermosa, una vieja guerrillera interesante y reflexiva, y una actriz –con padre ilustre e ilustrísimo director cinematográfico a cargo cinematográficamente de ese padre, no Herzog sino Hérzog-, igualmente bella y sugestiva, mirando para atrás, vaya a saber uno buscando qué cosa, o, quizá, mirando hacia delante: tal vez, lo que está de espaldas a su cara, de frente a su cuerpo, sea el pasado con su carga de presente que la actriz en cuestión está intentando dejar, por ahí, lo que se da vuelta para mirar y buscar o pispear no sea el pasado, o algo que quedó atrás en el tiempo, sino, en cambio, un algo que no termina de nacer, de germinar, de darse a luz. Por ejemplo, una sonrisa que se queda en la mueca, una carcajada que muere en la risa educada y políticamente correcta, ajustada y sujetada al quédirán y lasbuenascostumbres, las mismas que suelen ser tan malas por aburridas, a pesar de todo lo bien que hablan de ellas los quienquédiremos, es decir, esos mismos que forman el quédirán y se conforman con las buenas –en realidad malas- costumbres a las que tan desacostumbrados nos encontramos. Y así es que estamos.

2 comentarios:

Luc Pierrot dijo...

Confieso que he leído, y empecé por acá porque era el más corto (sugerencia: el fondo negro mata la vista). Es lo que se dice platónico. Y sí, con todita esa descripción de algo que parece tan banal, pero oh, ni ahí, yo también me engancho eh.

Qué te importa. dijo...

Me han dicho lo del negro. Gracias por la lectura. Es banal, es verdad. Es platónico, también puede ser. Pero, espero, deseo, barrocamente insistente por la insistencia sobre la forma.