viernes, 20 de junio de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte VIII. El orto de Adorno.


Ahora era un refugiado en su habitación de infancia a post-adolescencia de la casa de su madre. Un convicto por propia voluntad y recomendación médica, después de que sus estancias en el psiquiátrico hayan resultado tan suficientes como sus experimentos subjetivos. En esos días, sus días comenzaban tarde, poco después de las diez, unas horas después de que su madre se hubiera ido al prestigioso centro de investigación de estudios sociales donde trabajaba, y dos o tres horas más tarde de la llegada al hogar de la empleada doméstica –una más de la familia- que ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos. Esta mujer –que era llamada sirvienta por el sector neoliberalneoconservador de la familia- era realmente una más del grupo familiar reducido, una tercera madre de él y sus tres hermanas, porque, si la primera era la madre biológica de los cuatro, la segunda era su mejor amiga. Esa misma en la que, de su preadolescencia a su postadolescencia -antes de su inicialmente triunfal y posteriormente tragicómica entrada a la premadurez-, pensaba cuando se mataba a pajas en su pieza de hermano mayor, o en el baño de su casa. Con la empleada doméstica, la misma que lo despertaba con un doble knock de puerta, le preparaba el desayuno y lo cuidaba hasta que sus hermanas regresaran -al mediodía- de las instituciones primarías, secundarias o universitarias –los médicos habían indicado, expresamente, no dejarlo sólo-, pasaba algo similar. Ella era joven, linda, simpática, y, además, tenía un culo que no pocas veces pensó en coger. Pero, por esos días, no podía pensar en otra cosa que en juntar fuerzas para levantarse de la cama, esa en la que tan bien se sentía. Dormía mucho, pero tampoco era un buen sueño, era un sueño más bien obsesivo. Una vez que este se cortaba, porque la única mujer de la casa a la que se quería coger lo despertaba, siempre hacía lo mismo: la miraba –ya estaba despierto cuando ella iba a despertarlo-, le sonreía amablemente y le decía gracias. Se quedaba, serio y en silencio, como quien piensa un tema que no puede dejar de pensar, boca arriba en la cama, mirando más el techo que los osos que la mayor de sus hermanas menores había depositado en los estantes superiores de su biblioteca. Esa biblioteca donde también estaban sus libros, esos libros que miraba con la paradójica sensación de orgullo, por haberlos leído, pero también de odio, porque sabía –estaba convencido- que esos libros mucho tenían que ver con su locura, su internación psiquiátrica y su más pausada que apresurada recuperación psicológica. Ella, la mucama, sabiendo que él hacia eso, agradecer pero quedarse, se lo quedaba mirando desde la puerta, esperando que defendiera con los hechos lo que había proferido con la boca. No le importaba verlo en calzoncillos, esos boxers posmodernos que a él tanto le gustaban. A él tampoco le importaba que ella lo viera en calzoncillos, aunque más le habría gustado que ella se hubiera metido en ellos, que le hubiera hecho las mamadas y galopadas que su compañera tetona de secundario le propinaba en el baño del colegio. Pero eso no iba a pasar. Entonces, ella, la empleada doméstica, se lo quedaba mirando, expectante, cruzada de brazos y desafiante, con una postura corporal que compartía aire de familia con la forma en que madres y padres se quedan mirando a sus hijos cuando los sorprenden construyendo torres gemelas de plástico sin que ellos se den cuenta que están siendo observados, escudriñados, explotados en su pureza, para llenar las arcas de plusvaliente orgullo de sus padres. Ella se lo quedaba mirando así, como una madre, como la madre que se había ido al trabajo una hora atrás. Entonces, él juntaba fuerzas y se levantaba, tapaba sus calzoncillos con el mismo jean derruido de siempre, se cambiaba la camiseta por un remera lisa y larga de las que siempre usaba, y se pertrechaba en sus infaltables zapatillas de ocio con las que bajaba la escalera, preguntándose a cada paso cuánto más iba a durar esa tortura, la tortura de tener que despertarse y saludar y sonreír y vestirse y caminar y vivir.

Sus mañanas no eran campestres. Eran absolutamente urbanas. Hasta las once tomaba el desayuno que ella le había preparado con el café con leche y tostadas con quesocrema que tanto le gustaban –odiaba el nesquick, le parecía demasiado dulce-, y después de esa hora, hasta el mediodía, hasta que llegaban sus hermanas de la primaria, la secundaria y la facultad, se quedaba sentado a la mesa del living comedor mirando y padeciendo las bibliotecas de su madre, el piano de su hermana menor, los diarios y cuadernillos que su progenitora había dejado todos desparramados sobre la mesa. Pero, sobre todo, se quedaba mirando la calle, la avenida que daba a la ventana del ambiente, los autos pasar, las pocas personas caminando, llegando a la conclusión de que, al fin y al cabo, la única diferencia entre el verano y el invierno era el aire. Y que el segundo, aunque le gustaba más –le parecía poético-, era menos popular que el primero. La sirvienta, de vez en cuando, lo relojeaba desde la puerta de la cocina, preguntándose cómo alguien tan joven podía parecer tan viejo, y cómo, un joven que seis años atrás explotaba de vida, ahora deseaba la muerte más que nada en el mundo.

Pasó el mediodía, llegaron sus hermanas de las aulas, y la menor de ellas, mientras se sacaba el guardapolvo blanco arremolinado en la cintura –para que los chicos miren pero no toquen, le explicó liberalmente, a él quien no tenía fuerzas, siquiera, para molestarse-, le ofreció tocarle algo en el piano: si es posible, le aclaró, no lo mismo de siempre, o sea, Schubert, sino, mejor, Bartok, ¿qué te parece?, le preguntó. Él, por entonces, sólo tenía fuerzas para asentir, no podía discutir nada. Su hermana menor terminó de sacarse el arremolinado guardapolvo –blancas palomitas-, levantó la tapa del piano, y posó sus dos manos en las negras más que en las blancas, y sus negras zapatillas de lona en los blancos pedales del piano. Aunque le tocó Concierto para Piano nº 2, primer movimiento, con su comienzo festivo que a él siempre le recordaba el surrealismo delirante de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band o Magical Mystery Tour de la pareja musical de su amado Schubert, no pudo dejar de estar triste, de pensar en el pasado y en el porvenir. Con la salvedad de que, para él, no existía el porvenir, no había nada por venir, era todo hoy: dependiente de un ayer que no podía olvidar.

Su hermana cerró la tapa del piano y lo vio mirando por la ventana, como desde la avenida que estaba mirando. No había cambiado de postura ni de mirada. No había cambiado, siquiera, la yerba del mate que la empleada doméstica le trajo media hora después de haber finalizado el café con leche: ese mate era un lago aún más mojado que el mar veraniego en donde había conocido a la rubia de buen culo que seguía recordando como el primero de sus amores. La primera mujer de la que se había enamorado. O engustado. En realidad, pensó en silencio, eso sería injusto con ella. Pensaba en una de sus compañeras de primaria que también lo fue de colegio secundario. Esa compañera de pelo enrulado -luego vuelto lacio a fuerza de planchas y sacrificios-, gran culo y risa estridente. Siempre recordaba su risa. Es más, la recordaba sólo por su risa. Había olvidado su cara, su cuerpo, hasta su culo, pero no su risa. Alta, estridente, graciosa. Lo gracioso no eran los comentarios que él le realizaba sólo para arrancarle una risa: lo gracioso era su sonrisa, su disponibilidad para con ella, su compromiso con la alegría. Ahí, en ese instante, con poco más de un cuarto de siglo a sus flacas espaldas, se dio cuenta de una cosa, una revelación lo iluminó en la sombra de su recuperación: hasta esa hora, siempre se había enamorado de mujeres sonrientes, simpáticas, agradables. Las pocas veces que lo había hecho –dos o tres veces en su vida: el resto sólo eran mujeres que se la chupaban o que él se cogía- lo había hecho para con muchachas con sonrisas grandes como entradas a carpas de circo. Toda una paradoja, pensó: las pocas veces que me engusté lo hice con mujeres que no paraban de reírse de mis chistes, pero hoy no puedo salir de esta seriedad heredada. Estoy enredado en una serialidad de seriedad, pensó segundos después que su hermana le avisara que se iba al primer piso de la casa con su mochila y guardapolvo. Gu-ar-da-pol-vo, se quedó lamiendo. No sé si hoy me podría coger a una mina, se dijo en voz baja, en el único segundo de la mañana en que apartó la mirada de la ventana con cortinas.

Cuando volvió a posarla allí, encontró lo que no esperaba encontrar. Observó como esta compañera del secundario, la del cabello lacio morocho, sonrisa molotoviana y orto bendecido, pasaba por enfrente de la ventana del livingcomedor manejando una de esas bicicletas relajadas, posmodernas, pero que parecen un invento del siglo diesiciete: bicicleta de manubrio ancho, postura erguida del conductor, y frenos en los pedales, moviéndolos para atrás, no para adelante, tal como se pedalea. Cuando la vio venir en esa bicicleta, pensó en los tres pedales del piano de su hermana, en que nunca había sabido para qué servía cada uno de ellos. Así como tampoco sabía porqué ella pasaba en ese momento por la puerta ventanal de la casa de su madre. Qué curioso: ella tan móvil y yo tan quieto, pensó. Es coherente: en la secundaria nunca me la pude mover, siguió. Al instante de haber pensando ese pensamiento, un conato de sonrisa se dibujó arquitectónicamente en su cara, la comisura de sus labios se comenzó a abrir, la distribución de su cara se comenzó a acumular en los pómulos exageradamente marcados que poseía, y el pocillo -que se le formaba en su mejilla izquierda cuando se reía- se comenzó a hundir, y se hundió más, y, prácticamente, ya era él sonriendo de nuevo. Una escena que no había ensayado en los últimos dos meses.

Aterrado por su sonrisa, no supo qué hacer. De haber sido lenninistatrotkista, podría haber pensando que esa sonrisa que se asomaba al precipicio de su cara era la sujeta revolucionaria de su proceso de cambio y recuperación psicológica, y que, por lo tanto, debía seguirla hasta las últimas consecuencias. A vencer o morir. Debía seguir los determinantes que había provocado esa sonrisa. Es decir, debía salir al balcón del livingcomedor de su madre –como alguna vez había salido, contenta e ingenua, la mujer que ahora pasaba por abajo en bicicleta- para alertar al vecindario que había vuelto a sonreír. Pero que, más importantemente, la persona que había provocado eso estaba a sus pies, pasando, en ese preciso instante, por debajo del balcón desde donde él estaba gritando, como un desaforado, algo que sus vecinos no descifraban. No obstante lo cual, de todas maneras, se encontraban atemorizados por los gritos y paranoicos por si las moscas. Debía salirse de sí mismo y ser algo que no era, un muchacho arrojado e impulsivo, alguien que no pensaba milimétricamente cada paso por dar. Aunque después se arrepintiera, eternamente, de haber pensando tanto algo que, justamente por todo ese pensamiento, se le escapó de las manos, de los besos, de las caricias.

No salió al balcón. Pensaba rápido, pero, cuando terminó de pensar esto, la muchacha de la bicicleta se encontraba por la esquina, y, si apenas podía hablar -para decir solamente que sí-, difícil era que tuviera el valor de levantarse de la silla en la que estaba sentado desde hacía tres horas, para acercarse hasta la puerta del balcón, salir a él, y, desde allí, sin importarle lo que pensarían los vecinos, su familia, él mismo, gritarle a ella que se detenga, que no siga, que suba a su casa, que charlen un rato y tomen unos mates, que le prometía cambiar la yerba y el agua de la laguna.

No hizo nada de todo esto. Perdió la chance. La oportunidad histórica. Su historia se lo demandaría. La Historia no lo absolvería. Rendiría cuentas ante el imparcial tribunal rebolucionario de las leyes de la historia. Sería tildado de escéptico, cobarde. No podría hablar, en el futuro, de lo sucedido en el pasado. Permanecería, siempre, en los márgenes de los relatos y las narrativas. Su nombre no se encontraría en Google. Se ahogaría en el anonimato y la muerte en silencio y soledad. Padecería, postmortem, un funeral con baja asistencia y recaudación. No habría homenajes en su nombre. Mucho menos boicots a ellos por amigos –alguna que otra mujer de su vida-, lo cual hablaría muy bien tanto de unos como de otros: de sus amigos como de él. Sería un hombre más en un océano de hombres y mujeres. Un número en la estadística, una hoja primaveral en el árbol genealógico familiar. Sería un nombre sin nombre. Un hombre a secas. Había dejado pasar la oportunidad de su vida. Se arrepentiría de ese paso por el resto de su muerte. Era un muerto en vida, con una vida que olía a estiércol.

Pero nada fue así. Había dejado pasar, por debajo de sus pies, a una de las poquísimas mujeres de las que se había enamorado, pero había encontrado, por fuera de sus desencuentros y tormentos subjetivos y psicológicos, un motivo para vivir. Ahora, las mañanas, y despertares y levantamientos y caminatas y desayunos y descansos, gozarían de sentido. Precisamente lo que consideraba que adolecía en su vida. Esa bicicleta, como un disco, había sido una señal. Una señal enviada desde el infierno. Desde el subsuelo de la patria sublevada. Desde la suerte y el azar y la contingencia y la indeterminación en las que, también, había dejado de creer, pero en las que, ahora, volvía a confiar. Había vuelto a nacer. Y, esta vez, su madre no podría arrogarse los créditos por tal nacimiento. No se podría mandar la parte con eso del parto y los padeceres. Su vuelta a la vida, triunfal y flamante, comenzaría a efectivizarse a partir del día siguiente, cuando volviera a sentir motivos para despertarse y vivir. Porque dormir es morir, a pesar del inconsciente, el psicoanálisis, el barroco y la máquina de hacer peronchitos. Su madre, peronista de izquierda, volví a su casa, luego de una ardua jornada de docencia e investigación, cuando encontró a su hijo mayor con mejor cara, hasta mirándole a los ojos. Le sorprendió, para empezar, que su hijo no estuviera pegado a la ventana, sentado a una silla que, de tan sentada, gozaba los últimos días de vida. Cuando entró a su casa, hasta se levantó del sillón en el que estaba recostado, le preguntó cómo le había ido en el trabajo, y se ofreció a ayudarla en lo que necesitara. A su madre le pareció extraño, pero le siguió el juego. Por las dudas, fue hasta la cocina para chequear si todavía estaba pegado en la heladera el papel con los teléfonos del médico, el psicoanalista y el psiquiatra. El papel, como la bolsa de basura llena de yerba usada que no fue secada al sol, estaba allí. Se preocupó un poco menos, aunque seguía sorprendida. Había algo que no entendía, una sobra de entendimiento que excedía sus capacidades de comprender. Subió a la habitación de sus hijas menores y les preguntó si algo extraordinario había sucedido en el día. La menor de sus hijas -la del medio había salido- le respondió negativa y monosilábicamente. Esta chica, si no fuera por sus atributos musicales, podría decirse que, por como responde –sí, no, afirmativo, negativo-, va a ser policía. Se acercó a su habitación, donde la empleada doméstica -ya caída la tarde- terminaba su jornada laboral limpiando el lomo de los libros ubicados en la biblioteca del cuarto. Pensó que su hijo, el día anterior, había pronunciado pieza y no habitación, cuarto o dormitorio. Ya en su habitación le preguntó si algo en especial había sucedido alrededor de su hijo. La sirvienta le respondió que no. Que, como siempre, había tardado en levantarse, bajar y desayunar, que después se había quedado en la silla mirando por la ventana, que cuando llegó la menor le tocó algo al piano que prácticamente no escuchó, aunque, le comentó infidencialmente, le parecía que poco a poco se estaba recuperando, porque cada día le miraba más el culo y las tetas. Podría ser que este recuperando el apetito sexual –le dijo su madre-, puede ser. Pero, no sé, está raro: se levantó, me preguntó cómo me había ido, me ofreció ayuda. Rarísimo, concluyó, con la empleada doméstica mirándola como una mejor amiga mira a la amiga que le cuenta sus secretos más íntimos. No sé qué decirte, che –le respondió la mucama-, pero para mí que poco a poco se va poniendo mejor. Dios quiera. Su madre la escuchó rezar, sonrió, y no dijo palabra. Giró su cuerpo ciento ochenta grados, miró a la menor de sus hijas mirar televisión en el cuarto de sus hijas menores, y bajó las escaleras que la llevarían a su hijo. Este la recibió con una sonrisa y una esperanza entre los dientes.

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