domingo, 15 de junio de 2008

Sobre el amor y el enamoramiento.


El asunto es nada original y muy pretencioso. Nada original por lo recurrente, y muy pretencioso por el mismo motivo. Por los muchos que lo transitaron –y, mamita querida, los que hicieron-, y por cómo lo hicieron. Pero resultó que anteayer, en unos de esos momentos laborales en que no hay nada para hacer -pero que luego son señalados como ejemplos de que uno no hace nada en el trabajo-, para intentar matar de un disparo certero al aburrimiento, mi dispuse –sí, me dis-puse, menos de mente que de cuerpo- a leer esas revistas que, sin ser estrictamente del corazón, le pasan raspando, y dan consejos patronales a ser implementados por los trabajadores en sus puestos laborales, y son frívolas por los cuatro costados, pero si la edición justo coincide con el cuadragésimo aniversario del Mayo Francés no podemos dejar de hacer mención a la gesta de obreros y estudiantes parisinos. Entonces, en una de esas, entre página y página, revista y revista, leí una mención, breve y escueta, a La educación sentimental de Flaubert, y me acordé de una novela que se está intentando escribir en ese sentido, y volví a pensar en una tema que, el semestre pasado, más desde las ficciones freudianas que las novelas flaubertianas, me había interesado al punto de obsesionarme.

Es sabido y conocido que algunos, muchos, podríamos decir -aunque, dentro de la generalidad, pocos-, además de intereses y áreas de incumbencia, también poseemos obsesiones, temas sobre los que no podemos –aún a nuestro pesar- dejar de leer e intentar pensar. El amor y el enamoramiento, en sus diferencias más que en sus parecidos, es una de ellas. Con el agravante de que este asunto, además de su presencia literaria en novelas editadas en una década que, de alguna u otra manera, nos marcó mucho a muchos –los ’70: Los pasos previos de Urondo, Libro de Manuel de Cortázar-, posee, también, su inevitable acto de presencia en nuestra vida cotidiana. En nuestras vidas cotidianas. Ya que nuestra vida, como nuestra identidad, no es una sola, sino muchas. No es sólo que uno es otro o muchos, sino, asimismo, que esa otredad o variedad sobre la que se sostiene la identidad del ser se asienta sobre una vida que no es una sino muchas. Entonces, al modo de un juego teórico –que no por teórico fue menos divertido-, ese semestre algunos compañeros y compañeros nos dedicamos a leer los textos freudianos –aunque no sólo de Don Sigmond, sino también de Don Ansart, el gil de Deleuze y Rene no me descartes Descartes- desde la clave de lectura de sus referencias al amor y el enamoramiento, y sus muchas diferencias y pocas coincidencias. El semestre pasó, llegaron navidades y noches buenas, veranos porteños calurosos, y todos, en algún momento, escribiremos las ponencias que debemos escribir para ese seminario: para producir conocimiento, para cumplir los cada vez más –eso, objetivamente, no es así, sí subjetivamente- retrógrados formalismos académicos, para zafar el trabajo y poseer una materia aprobada más.

Sin embargo, al modo de una idea recurrente, ese tema no dejó de rondar los viernes o sábados por la noche en soledad, los domingos por la tarde, los viajes en colectivo a la universidad –acompañado, o no, de misteriosas y bellas compañeras rubias y facultativas-. No pocas veces me pregunté –de hecho, ahorita mismo lo vuelvo a hacer-, sí, para hablar del amor, hace falta estar enamorado. Sí, para referirse al enamoramiento, se requería estar engustado: es decir, lo que vendría a ser el paralelo –para lelos- de estar enamorado en el estado del amor. Teniendo en cuenta, claro, que una hipótesis de trabajo personal -que no por personal o trabajosa deja de ser amorosa y afectiva- es que el amor y el enamoramiento no son lo mismo. No es lugar, ni tiempo, de entrar en detalles de esta diferenciación, pero, por el momento, atengámonos, atentamente, a la recurrencia más que permanencia de una idea que se piensa un semestre pero permanece presente en el siguiente. O, mejor, a la pregunta de si para hablar de un estado hace falta estar en él: es decir, pisándolo, gozándolo, padeciéndolo.

A diferencia de una idea referencialista de los estados afectivos o las experiencias personales, según la cual, para referirse a determinada afección o vivencia, hay que estar viviéndola o haberla vivido, creo –y sólo creo- que ello no es así. Motivo por el cual, infidencialmente, me gustaría acercarme –lo suficientemente cerca como para poder mirarlo en detalle, pero, también, lo necesariamente lejos como para no quemarme- a algunas intuiciones alrededor del siempre tan solemne y meloso asunto del amor. El que, sin embargo, en pocas oportunidades es observado teórico-filosóficamente, o, en su variante -lejos de ser menos seria (como si, además, la seriedad fuera un mérito)-, literariamente. Y a partir de estas intuiciones y pareceres y obsesiones y lecturas pasatistas y lecturas que no lo fueron ni serán y experiencias personales me pregunto si algún enamorado, en algún momento de su estado de amor o de enamoramiento –los que, como dijimos, lejos están de ser lo mismo- no siente un sentimiento que lo lleva sentir que el mundo se acaba en el ser amado, que no hay nada por fuera de él o ella, y ellos o ellas dos, que, siempre que su enamorado o enamorada esté en frente, el mundo se completa y llena. O, mejor, el mundo no existe, ya no importa, está bien. Un poco eso de el mundo se cae se derrumba y nosotros nos enamoramos: entre otras referencias, título de una novela de Belgrano Rawson –oiga, don, ¡qué apellidación!-. Una contradicción no poco importante que suele atravesar a los convencidos de la finitud de las cosas es esa sensación que, más temprano que tarde, siempre se siente cuando se comienza o recomienza una relación, sensación según la cual, paradójicamente, ese vínculo pareciera ser para siempre, in-finito, no finito.

Esa contradicción o paradoja no sólo no es irrelevante sino que resulta muy importante, porque –por decirlo de alguna manera- es uno más de los ejemplos de los cortocircuitos entre lo que se piensa y lo que se siente: no porque el pensar no implique el sentir, o viceversa, o porque el sentir no se vea condicionado por el pensar, o al revés, sino porque, a veces, sentimos algo distinto o hasta opuesto de lo que, consciente o ideológicamente –la elección de las palabras no es antojadiza-, estamos convencidos que deberíamos sentir. Como las incongruencias entre el decir –que es un hacer- y el hacer –que es un decir-, las intermitencias entre lo que se siente y lo que se piensa que se debería sentir, entre lo que se piensa que se piensa y lo que efectivamente se piensa de acuerdo a lo que se siente, señala algo más profundo, primordial: no sólo el carácter inmanentemente contradictorio y paradójico del ser humano, sino, también, la posibilidad de volver sobre las incoherencias o incongruencias y hacerlas propias, aceptarlas, reconocerlas como tales, ya sea para -porque generan verdaderos conflictos subjetivos- avanzar en su resolución, hacia alguna de las muchas posibilidades abiertas, o bien para -en la senda de la posmoderna recomendación zizekiana de que gocemos nuestros respectivos síntomas- vivir en ellas y con ellas, embarrándonos en su cuerpo, haciendo del equilibrio entre unas y otras un verdadero arte de malabarista.

Por momentos, al releerlas, las líneas anteriores me resultaron propias de un libro de autoayuda. Espero que así no hayan sido leídas. Aunque, sí yo, en un momento, las leí así, ¿por qué no habrían de ser leídas de ese mismo modo por otros u otras? Esos mismos otros y otras que, reconozcamosló, cuando se enamoran o engustan se circunscriben a ese micromundo que es amor o el enamoramiento, se refugian en el cuerpo del otro o de la otra porque afuera están todos locos y hace mucho frío, se duermen –siguiendo el consejo bipartito de Key Biscaine y el contemporáneamente descolocado e internado Charly García- haciendo cucharita, nos damos cuenta que los convencimientos que tantos nos guían a la hora de tomar decisiones en otros ámbitos de las vidas de poco nos sirven en estos menesteres. Es que, ¿qué podemos contar o escribir sobre el amor o el enamoramiento que, antes, no haya sido escrito por Flaubert, Freud o quien sea? Ah, l’amour, l’ amour. All we need isn’t only love.

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