lunes, 25 de febrero de 2008

She's so beatifoul.

Ella es muy hermosa. Tengo un texto de ella en mi biblioteca desde hace días y él -el texto- no deja de propagar hermosiosidad. De ella. Además de su perfume, claro. Es decir, su aroma. Su a-roma.

No todos los caminos conducen a ella. No todos los senderos nos bifurcan hacia su belleza.

Que es de ella, pero, sin embargo, también es del texto. También está en el texto. Está en el texto y en ella. Está en las camperas, las remeras, de ella. Y, por lo tanto también, en sus textos.

Que ahora, uno de ellos -al menos-, es mío. O, aunque más no sea, está en mi biblioteca. Que no tiene olor. O, menos peor dicho, tiene olor a libros y revistas y hojas sueltas y madera. Mala, vieja, barata.

Por lo cual, el perfume del texto -que es el aroma de ella- no es más que bienvenido en los olores -malos, viejos, baratos- de libros, revistas y hojas de mi biblioteca.

Que es sólo mía, eso sí. Me gustaría poder decir lo mismo de ella. O no.

Ella, a veces, sufre y la pasa mal, y llora y patalea, y se siente peor, y ya no tiene ganas de vivir. Pobre de ella. Pobre de la vida, si ella ya no tiene ganas de vivir.

Ella, otras veces, ríe, y pareciera que hiciera fuerza cada vez que lo hace. Cada vez que espeta -cada vez que nos espeta- una risa o carcajada.

Ella pareciera que duele cada vez que ríe. Pareciera que le da dolor reírse.

¿Le dolerá reírse? ¿Por qué no se ríe más? ¿Por qué no ríe, suelta, juega, salta, más? ¿Por qué?

Ella es muy linda. Y su lindura sabe que ella lo es. Ella sabe que tanto ella como su lindura son muy lindas. Tanto ella como su lindura saben que ella es muy linda. Ella también lo sabe, pero le duele. Como cuando se ríe.

Además, tiene una voz que viene como de muy lejos. Muy lejos. Como de algunas profundidades. Nada de superficies, todo de profundidades.

Tiene una risa tan linda que a veces da dolor, y bronca e impotencia y bronca, no poder ver y escuchar y disfrutar su sonrisa más seguido. Más a menudo. Porque suena tremendo. Su sonrisa suena -y se ve- tremenda.

Su sonrisa, por momentos, parece la de una niña que no sabe si puede reírse o no, en la mesa o en la escuela, temerosa de que sus padres o madres o maestras o maestros la vayan a regañar.

Temeraria, en otros momentos, su sonrisa -su cuerpo, su voz-, es una lanza, una daga, una espada, que apunta y no perdona. Donde pone la temeridad, pone la bala. Donde lanza el anzuelo, pica la pesca. Pesca lo que lanzó.

Pero esto es así sólo a veces.

Yo la conozco poco -más bien poco- a ella, pero, aún así, creo que esto es así sólo a veces. Aquello es asá sólo a veces. Otras veces no sé.

Es que, como escribí, yo la conozco más bien poco a ella. Me gustaría conocerla más. Me gustaría desconocerla menos. Me gustaría verla reír y saltar y jugar y vivir más.

Pero, si no la conozco más, nunca voy a saber si hace todo aquello un poco más o no. Por lo cual, no queda otra solución, además de La Revolución -¿sí?-, que conocerla más. Que ella se deje conocer. Más.

Mas no todo acercamiento o proximidad es un avance en pos de mayores conoceres. Es más, puede suceder, exactamente -¿me entendés lo que te digo?-, todo lo contrario. O no. Exactamente todo lo contrario.

Ella es tan linda que a veces hasta da cosa mirarla. No vaya a ser cosa que le estropeemos su belleza.

Yo creo que toda belleza se gasta. Y ella, seguramente -yo no la conozco desde pequeña-, viene gastando belleza desde que nació.

Pero todavía le deben quedar muchos cartuchos, porque sigue mostrándola a los cuatro vientos. Como si nada. Despreocupada de que alguna vez se le vaya a gastar.

Yo no la conozco desde que nació, sino desde hace más bien poco, pero, ¿cuántas veces habrá nacido y muerto, muerto y nacido, en este breve tiempo en que yo la conozco? No por mí, desde ya, fuera de todo coqueto gesto de falsa modestia. Sino en general.

Ella odia los generales. Le gustan, más bien, los líderes. Que no siempre son lo mismo que los generales. O sí. No sé.

Frío o calor, Alaska o los cuatro climas, las cuatro estaciones, la birome, el colectivo, el dulce de leche y que siga la banda de rock, chabón, amigo, compañero, camarada, correligionario, que quiera. Que más quiera hacerlo.

Ella, a veces, quiere -y cómo-, y qué lindo que pueda querer así como quiere. Con ese cómo de por medio.

Octubre, 2007. Bs. As.

La vecinita de arriba.


Una vecina de mi edificio usa el mismo perfume que la muchacha de la que alguna vez me engusté. Aunque ella no se haya enterado, claro. Todas las tardes, entre las tres y cuatro de la siesta, en el pulmón que conecta desconectadamente las ventanas de las cocinas de los departamentos que no dan a la calle sino a la ventana de la cocina del vecino, siento bajar, cual brisa romántica por praderas serbias, el aroma de su perfume que aroma tanto el falo de aire que sube de la planta baja hasta el último de los pisos como nuestro departamento que tan necesitado está de buenos aromas y perfumes. Todas las tardes, mientras estoy sentado en mi cuartel infernal pasando página de las páginas que se pasan para que, de un vez por todas, pase el tiempo, siento ese olor -que más que olor es un aroma-, y me acuerdo automáticamente de aquella otra muchacha, de la que, creo, alguna vez me engusté, sin que ella, creo, supiera que era nuevo objeto de un nuevo engustamiento de un nuevo pringao para con ella.

Ese perfume no debe ser joda. Es decir, no debe ser nada barato. Si lo tenía, y debe seguir teniendo, aquella muchacha de la que alguna vez me engusté, sin que ella lo supiera ni yo tampoco, ese perfume debe ser de los más caros en las casas que se dedican a la venta de perfumes caros, perfumes que, desde dentro del local o desde fuera de él, en la vereda o en la calle, miro con la distancia y el escepticismo de aquellos que rechazan algo no porque no les guste sino porque saben que es imposible que lo puedan tener. O sea, casi lo mismo que me sucedió con esta muchacha de la que alguna vez me engusté no sabiendo que lo estaba haciendo y ella dándose cuenta, por completo, de eso. Por eso mensajes cortantes, no respuesta de contribuciones epistolares, frialdades personales en una reunión de viernes por la noche, falta de risas a excelentes chistes, y toda esa parva de indirectas formas de darle a entender al otro que una no quiere con el otro lo que el otro quiere con una. Lenguaje corporal que le dicen. Dicen.

Dicen, las buenas lenguas de malos amigos de ocasión, que ese perfume es tan caro que ni siquiera teniendo conocidos en los lugares en donde se vende al por menor y restringidamente uno puede tener fácil acceso a él. Hay que sortear obstáculos, ganar sorteos, trajinar veredas y calles, vestirse y peinarse y nacerse lo suficientemente bien y lindo como para que los guardias de seguridad, intimidatorios y sin pelos en la pistola –llenos de balas en la lengua-, te dejen entrar al lugar, y, una vez adentro, no te sigan con la mirada o la pistola con la persistencia y disimulo del policía que persigue al ladrón que está a punto de dar el gran golpe, aunque, después, el gran golpe se lo de el policía porque no pudo atrapar al ladrón. Fracaso que más tarde vengará parando a muchos muchachos morochitos que tienen cara de andar mal vestidos, no seguir una dieta sana y saludable, y llevar todo tipo de drogas para tráfico de estupefacientes en la triple frontera o en las zonas en guerras por las invasiones del país que el policía tanto admira, en el cual le gustaría vivir, y del que tan bien habla cada vez que tiene oportunidad.

Pero ahora está dentro del local, cuidando que no entren chorizos, por lo que no puede hablar mucho, así que se dedica a seguir con la mirada, babosa y nada disimuladamente, a la bella muchacha que acaba de entrar y está en la sección de los perfumes, donde, seguramente, volverá a comprar el mismo perfume que llevó el mes pasado. O eso nos quiere hacer creer. Tranquilamente todo puede ser un plan organizado por negros chorizos o zurditos castañosclaros, o, peor, por un negro zurdito y chorizo, que, para colmo, ni siquiera es blanquito o tiene el pelo castaño claro, ya que eso siempre resulta más agradable a la vista. Todo puede ser un plan y esta hermosa chica el anzuelo o la coartada. ¿Quién va a desconfiar de una muchacha tan linda, tan bien y tan elegante? Nadie, claro, salvo él, obvio, que sí desconfía y, por eso, la sigue con la vista y también con la pistola bien erguida por todo el local. No porque sea baboso, no, sino porque es su trabajo. Para eso el dueño de la perfumería le paga, mes a mes, religiosamente, a la compañía de seguridad que a él lo contrató en negro, y, claro, le paga menos de lo que el dueño del local le paga a la compañía. Pero eso, obvio, porque la compañía tiene otros gastos que no se restringen a pagarle el sueldo a él sino que incluyen costos que él, por ser también morochito y no haber ido a la universidad, no puede entender ni, tampoco, nunca va a entender. Por eso no protesta por ganar tan poco a pesar de que, por lo que le contaron las otras empleadas de la perfumería una vez que ya había pasado un buen tiempo en el local y entraron en confianza, lo que paga el dueño es mucho más de lo que él gana, por lo que, le dijeron ellas, ahí alguien se está quedando con algo que es tuyo. No, les contestó él, no es que se queden con parte de mi sueldo sino que la compañía para la que trabajo tiene otros gastos además de mi sueldo que yo no entiendo y ustedes tampoco van a entender, porque, por lo que me contaron, ustedes tampoco fueron a la universidad, algunas ni siquiera terminaron el secundario, así que chicas, por favor, no hablan al pedo, y, che, no me distraigan, que no sé ustedes pero yo sí estoy trabajando, y tengo que seguir atentamente a esa muchacha, pensó internamente, pero ya no lo exteriorizó a sus compañeras de laburo.

Cómo hablan estas mujeres, pensó para sí, pero tampoco quiso pensar demasiado porque estaba concentrado en seguir con la vista el discurrir de la chica linda por la perfumería, al mismo tiempo que se iba obnubilando por obra y gracia de su belleza. Cómo puede ser que una chica tan linda y seguramente de buena familia y, posiblemente, muy culta, se ande enrollando con negros chorizos o, peor, con zurditos mantenidos y vagos que todo lo que saben hacer es criticar pero de dejar ser mantenidos por sus papitos y trabajar ni noticias, se preguntó, pero le pareció una pregunta demasiado larga, prácticamente sin respuesta, así que, disimuladamente, se acomodó el paquete que, paulatinamente, estaba comenzando a crecer en el pantalón, infringiendo toda norma de guardia de seguridad y de estética policíaca se sacó la camisa de debajo del pantalón para dejarla caer sobre este a ver si así podía tapar un poco el bulto, y corrió otro tanto la pistola sobre la bragueta, antes de poner la cachiporra entre sus miembros viriles y el mundo, para quedarse más tranquilo y dejar de sonrojarse, que llevaba muy pocos meses de trabajo en el lugar, y no era tiempo de ser despedido por una erección súbita, y más por una muchacha que por lo culta, bella y bien perfumada era imposible de conquistar. Incluso de cortejar.

La muchacha pasó por al lado suyo, con la indiferencia con la que pasan por al lado las chicas lindas, para llevar a la caja el perfume de muchos trabajos precarios que había sacado de la estantería. Al final, llevó nomás el mismo que el del mes pasado, pensó el guardia de seguridad, triste de que su teoría conspirativa de una confabulación entre la dama culta y científicamente linda y vagabundos oscuros y mal alimentados o rulientos rubiecitos y mantenidos se hubiera ido al tacho, tanto como el ticket de la compra del perfume caro de la chica linda, que acababa de tirarlo desde una posición difícil de embocar, no obstante lo cual, lo había encestado. No, si ahora va a ser que las chicas bellas y cultas van a ser también duchas para el deporte, pensó derrotistamente el guardia de seguridad, y, para peor, todas lejos de mí, lejanas de mi alcance sentimental, continuó, ya al borde de que el suicidio con la pistola oficial dejara de ser una potencialidad para pasar a ser una manifestación cada minuto más verosímil.

Mirá, ahora se va, sola, sin negros-chorros o zurdos-rubios a su alrededor, en dirección a Córdoba por Pueyrredón, con toda la gente que hay en esa intersección, pobre, se va a empantanar, ojalá que tome un taxi y así pueda zafar de todo ese infierno, le dijo el policía a la cajera, que lo miraba con la cara de sorpresa de quien encuentra algo en un lugar donde no esperaba encontrarlo. En este caso, desde atención hasta sensibilidad en un policía, quien minutos atrás se había empalmado de sólo seguir con la vista a una chica linda por el interior del local. Es decir, por hacer su trabajo. La cajera miró a la chica, giró la cabeza para ver la cara del policía viéndola irse, volvió a mirar a la chica, y, sí, es cierto, se va nomás por Pueyrredón hacía Córdoba, pero andá a saber a dónde va, con lo que pagó por unas gotas de mierda apiladas en un frasco decorado para que sea pagado a precios exorbitantes podría ir a cualquier lugar, no sólo tomar un taxi y llegar a la luna, dado que su belleza era científica y entre la belleza de la ciencia y una belleza científica debe haber muchos más puentes comunicantes que vasos rotos, sino, también, a la casa de su novio en Punta del Este o a la de su familia en alguna mansión –mansión, he dicho- estilo colonial de un campo fértil de provincia de Buenos Aires.

Y, sí, es verdad, tenías razón, está fuera de tu alcance, pero no sólo del tuyo, sino, también, por ejemplo, del de este pibe que pasa ahora por en frente de la vidriera, ¿lo ves?, ese, no, ese no, aquel otro, claro, ese mismo. Ves, ese pibe, por más que no sea oscurito como vos, por más que alguna vez pueda llegar a entrar a este local y cruzársela en los pasillos, no tiene ninguna posibilidad con ella. Bah, tiene tantas chances de salir con esa chica como de salir de este local con algo más que folletos de propaganda o algo robado en las manos, porque de comprar ese pibe, me parece, aunque estoy segura, está muy lejos. Entonces, no te hagas problema, es una verdad que todo lo que vos podrías haber hecho con ella son ilusiones, o, a lo sumo, oler de más o menos cerca su irresistible y caro perfume, pero, fijate, ese pibe que no es vos, tampoco podría hacer nada. Nada más que, claro, como lo está haciendo ahora, fijate, pararla en la calle, darle un beso, charlar un rato, reírse y ser escuchado, escucharla otro tanto a ella y devolverle las risas, y, bueno, despedirse con un beso y seguir su camino. O sea, te quiero decir, todo lo que puede hacer es eso, y después en la casa, desde ya, recordará la conversación, pensará que no debería haber dicho eso en ese momento sino aquella otra cosa en tal otro, le vendrán a la cabeza imágenes de la belleza científica de esta chica, y se lamentará de ser él. No mucho más. A lo sumo, después de hacer mate y no convidarse con nada más delante del termo, se sentará y pensará un poco en ella, recordará su perfume, el de antes y el de ahora, es decir, el mismo, el que ella llevaba encima del cuerpo y el que ella cargaba en la bolsa, y, entre página y página, chupeta y chupeta de la bombilla de un mate que está más tibio que caliente, sentirá entrar ese mismo aroma por la puerta-ventana del living-comedor de su minúsculo departamento, se acordará un poco de ella, de su lejano engustamiento, y, te digo, a lo sumo dirá la pucha que ando tirao, qué mala suerte, mirá si justo la mina de la que me engusté va a dejar la casa de su novio en Punta del Este y, después, la de su familia en un campo de provincia de Buenos Aires para venir a asarse a pocos ambientes en los barrios nortes de capital, eso sí que es tener mala suerte, estar meado por una masa de meados por una tropilla de elefantes, y, para colmo, está mina que sigue igual que antes. Tiene una desvergüenza que se la pisa: ni siquiera fue culo de cambiarse el perfume como para que no tenga que acordarme de ella todas las siestas de verano mientras me siento en mi cuartel infernal a pasar página de las páginas que se pasan para que la vida huela a algo.

Febrero, Bs. As., 2008.



domingo, 24 de febrero de 2008

Extrañó no extrañarla el día de mañana.

La extrañaba mucho. No se podía olvidar de ella. No podía dejar de pensar en ella. Ni un minuto. Ni un segundo. Ni un. No podía.

La veía en todos lados. Hasta cuando no veía. Era miope –entre otras muchas cosas-, no obstante lo cual, al momento de tener que mirarla o imaginársela lograba una capacidad de visión que nunca poseía, alcanzando una potencia de imaginación que nada tenía que envidiarla al mayo francés. Ah, sí, también era de izquierda.

Era de izquierdas tomar.

Tomaba mucho. De un tiempo a esta parte se había vuelto poco menos que alcohólico. Se notaba en su barriga. Él no lo reconocía, y justificaba o encubría aquella conducta y protuberancia a partir de no sé qué canción que hablaba de un hombre barrigón pero también sexy –palabra que no data de mucho más allá que la década del ’60-, y de Kerouac. Decía que, por ahí, se había vuelta alcohólico -se había convertido en un alcohólico- por las influencias de Kerouac. Nunca jamás en su vida lo había leído.

Leía mucho, eso sí. Hasta cuando estaba despierto. O, al menos, eso decía. No tanto él, para ser justos, sino, más bien, sus amigos y amigas. Yo creo que ellas y ellos se creyeron el cuento que él inicialmente les vendió de que era un gran lector y un hombre culto, y después, bueno, ya se sabe: hazte fama y échate a dormir, reza el dicho popular. O algo así. Por ahí no lo reza, sencillamente lo dice, pero todos sabemos –a que no, al cabo que ni quería, ¿dale que sí?- de las incansables trampas del lenguaje.

Él, también, era más bien tartamudo que gangoso o balbuceante. Aunque combinaba, sorprendentemente –insoportablemente-, las tres cosas. Yo no sé cómo lo hacía. Yo no sé cómo se soportaba haciéndolo, y viviendo, todos los días, veinticuatro horas al día, con ello. Yo, siquiera, sé cómo -alguna vez- le pudo decir que la quería y que le gustaba y que estaba enamorado de su persona con esa -al mismo tiempo- barroca y bizarra combinación de tartamudación, gangosiocidad y balbuceamientos.

Así como muy pocas veces podía dejar de estar mucho tiempo para decir más bien poco, además de decirlo confusa y poco claramente –con una oscuridad de las tabernas en su paladar-, también, muy pocas veces, muy pocos días, en muy pocas oportunidades, se daba el lujo –por decirlo de alguna manera- de dejar de pensar. Y, dado los rasgos psicológicos más bien neuróticos-obsesivos de su personalidad, por lo general, en lo que pensaba era –más bien, menos mal- en muy pocos temas. Siempre en lo mismo. Poseía un tipo de pensamiento circular. Obsesivo. Dominante.

El plural es un decir. Una formalidad. Tampoco era que pensara en algunos temas, sino, lisa y llanamente –siempre me imaginé un tapiz, como una mente, cuando me decían o escribían, decía o escribía, aquellas palabras- en uno sólo: ella.

Ella se había vuelto –literalmente- la dueña de sus pensamientos. Sólo que jamás reclamó derechos de propiedad sobre ellos. No porque no creyera en la propiedad. O, al menos, no suficiente y necesariamente sólo por ello. Sino, lisa y llanamente –de vuelta-, porque no le interesaba. Ella se había convertido en la señora y patrona de todos y cada uno de sus pensamientos y sensaciones –que, al fin y al cabo, bueno, no dejan de ser lo mismo, ¿no? O, como mínimo, muy parecidos-. Ella se había vuelto todo eso y él se había vuelto un esclavo de aquello que él había contribuido –sino construido por su sola y única cuenta- a forjar. Ella y él eran incompatibles. Él y ella no eran compatibles.

Rezan los pronósticos. Que mañana habrá lluvia y carreras de meteoritos. Que pasado él volverá a mirar su foto –sus fotos- y repetirá hasta el cansancio –hasta el hartazgo, hasta la locura- qué linda que es. El repetirá, hasta ya no poder hablar más, lo hermosa que ella le parece. El está enfermo, ella lo sabe, él no. Ella está enamorada, él lo sabe, ella no, al punto de que lo niega. Solo que, claro, ese enamoramiento –apuntar que no es lo mismo que amor o engustamiento- no es para con él, que sabe que ella está enamorada de una persona que, obvio, no es él. Aunque ella misma lo ignore.

Ella jamás lo ignoró. Sería injusto imputarle o reclamarle eso. Ella jamás le espetó lo que solemos llamar una conducta de indiferencia. Tampoco hizo falta, a decir verdad. Mentiras también. Ella anduvo por el mundo –con esa forma tan suya de andar por el mundo, de estar en el mundo, de habitarlo- y eso ya fue suficiente para que él imaginara y pensara y construyera imaginariamente otro mundo en donde a él le hubiera gustado estar y andar con ella. Sólo que cada uno elige –dentro de lo posible, pero uno siempre elige, después delibera- los mundos por los que decide caminar y tropezarse.

Él, ahora –ayer, mañana, pasado, después-, tenía miedo de incurrir en el tropiezo, de no poder olvidar. De no saber olvidar. De caminar tartamudamente por las alcantarillas de su mundo con una constante –ininterrumpida, in-interrumpida- memoria que obturara el más que necesario olvido. Imprescindible –im-pres-cin-dible-, urgente. Él tenía miedo y se notaba en su forma de caminar, hablar, caerse, tartamudear. Lo que, a fin de cuentas –él no sabía hacer cuentas, jamás supo especular, mucho menos calcular o imaginar todo lo mal (es decir, bien) que la iba a pasar-, es más o menos lo mismo.

Ahora escribía. Ante la posibilidad de olvidar o de darse a la fuga de la memoria elegía –uno siempre elige, primero, luego delibera, después- el camino –Kerouac siempre estaba, Jack siempre estuvo cerca- exactamente contrario. El sellamiento, la fijación, el grabado con sangre. O con tinta. O con letras y pantallas y todo eso que ya sabemos. Todo lo demás también. Él decidía no dejar pasar sino quedarse y profundizar en los sentimientos que lo llevaban –lo traían, lo daban vuelta como a una media, lo hacían mierda- a escribir. Elegía pasarse de rosca –y de merca y putas y alcohol- con su imposibilidad de no poder pasar a un punto otro, de no poder cambiar de tema, de no poder olvidar. Decidía eso y su barriga, sus narices y su sexo, lo hacían con él.

El resto es historia conocida: no sé soportó a sí mismo –los demás ya no lo soportaban desde hacía mucho tiempo-, evaluó pros y contras de mantenerse vivo con vida en su vida –había realizado un bachiller en administración de empresas por lo cual algo sabía de debes y haberes-, y se mandó a mudar. De sí mismo. Mando a mudar sus ropas –sus mudas-, sus lastres, sus días, su casa. Mandó a mudar sus palabras, es decir, se mandó –él mismo a sí mismo- a callar, a silenciarse, a dejar de hablar. Pero también a dejar de escribir, a dejar de-describirse, a dejar de escribirle. A dejar.

Cartas, poemas, cuentos que, no sólo que –strictu sensu- no lo eran, sino que siquiera anidaban en botellas, ternuras o brevedades. Aljibes, patio traseros de abuelos maternos un fin de semana por la tarde con la tierra mojada por una manguera, y uvas. Qué asco, dijo él, poco después de irse de departamentos y pasillos y tocar por primera vez –en sentido estricto, digamos- la tierra. Su tierra. Una zamba por aquí, por favor.

Él, durante meses, pensó –sintió, imaginó, deliró- que ella iba a ser su tierra. Futura. Que él iba a ser la tierra de ella. Pasado, presente y porvenir. Por venir. Pensó que ella iba a ser su tierra en donde él no sólo –por supuesto- enterraría todo lo que él –erecto o dormido- tenía para enterrar en ella –esperanzas, sueños, utopías-, sino también la tierra, su tierra, su cuerpo –el cuerpo de ella-, de donde algo iba a salir. De donde algo iba a germinar. No pensaba en niños y niñas, hijos o hijas, sino en besos, bailes y sonrisas. Siempre le llamó –poderosamente, emponderadamente- la atención –la atención lo llamó: le dijo vení, y le llamó la atención- la forma, el modo, en que ella se reía y bailaba y divertía. Con ella misma. Sin necesidad de nadie más. Al menos, por supuesto, de él mismo. Ni modo que no había necesidad siquiera de decirlo.

Él se mandó a mudar. Se mudó de sí mismo. No es sólo un juego de palabras, en el caso de que las palabras fueran sólo un juego. Él ya no juega más. Ella sí.

Noviembre 2007, Bs. As.

lunes, 18 de febrero de 2008

Hay que matarla.


Hay que matarla, yo te digo que hay que matarla, que de otro modo nos va a seguir molestando y atormentando el resto de nuestras vidas, no dejándonos vivir en paz, invitándonos a morir felices, felices de dejar de padecerla, de pasar a un estado en donde ya no tengamos que sufrir sus efectos. Yo te digo que hay que matarla, que eso va a ser lo mejor, lo menos peor. Lo más sano, además. Es decir, lo menos enfermo. Vos me entendés. Además, ¿te imaginás que pasa si no la matamos? ¿Vos te imaginás que podría llegar a suceder si ni lo hacemos? Yo, la verdad, no me lo puedo imaginar, o, mejor dicho, no quiero imaginármelo.

Por eso te digo que es hora y tiempo de matarla, de no andarnos con más rodeos o argumentaciones humanistas y darle buena muerte para que nos deje de regalar mala vida, de hacerla pasar por el rigor teniendo en cuenta la disciplina que nos ha impartido: en fin, hacerla pasar para el otro lado. En el caso de que haya dos lados, claro, y no muchos más, o una cantidad que sea, incluso, infinita y, por lo tanto, no-contable.

Yo te digo, e insisto, en que es hora de bajarla, de darle final, de condenarla con la pena capital, esa forma tan mediocre de hablar de la muerte de aquellos que se creen lo suficientemente poderosos como para andar administrando las subas y mermas de las vidas ajenas, pero que, sin embargo, no soy igual de valientes a la hora de ponerle nombre a eso que han hecho o están a punto de hacer: es decir, matar. Entonces, recurren a eufemismos políticamente correctos o latiguillos repetidos como, por ejemplo, pena capital. Está claro que me estoy auto-analizando, para horror de los psicoanalistas –esa especie tan rara-, que estoy mirando en mi interior y preguntándome, en voz alta, porqué no dejó de pensar en todo este último tiempo que ya es hora y lugar de matarla, lo cual no obstante no me animo a llamar o escribir aquel acto con uno de los nombres que más le corresponde, que menos injusticia le hacen: asesinato.

Es que, a fin y comienzo de cuentas, lo que estoy proponiendo es eso, asesinarla, hacerla desaparecer de esta vida, eliminarla. Yo ya no soporto más su presencia, no puedo soportar más sus efectos, no resisto sus consecuencias. Eso de estar tirado en la cama, después de una inocente conversación por medio de un medio mediado, y pasar a estar, de repente, en cualquier otro lugar, nunca en la cama pero sí en cualquier otro lugar, y esto como si nada, como si uno, de la nada, hubiera pasado de dejar de hablar con alguien y haber entrado a la pieza a descansar un poco sobre un colchón recién comprado y, de golpe, se diera cuenta que está en cualquier otro lugar, en un lugar otro, que no es nunca el propio, que es siempre ajeno, y eso cansa. Por eso digo de matarla.

Ya no soporto más eso de ver mi vida de un tirón, mi vida dando vueltas en un carrusel y ella tanto la que ofrece pero histéricamente quita la sortija como la que, desde arriba, desde la vida que da vueltas, intenta sacarla pero no puede, y entonces se frustra, y padece bajones de auto-estima, conatos de suicidio, tendencias sub-estimatorias –que, por cierto, son siempre lo contrario: los psicoanalistas antes horrorizados me darán la razón-, y todos esos síntomas que ya no tienen hermeneutas que los quieran leer porque cansan y pudren y hastían. Hasta a mí, que siempre estuve, ingenuamente, dispuesto a idealizarla, a levantarle un trono, un mármol, una estatua, en la plaza, mesa o banco en la que pudiera y se pudiera hacerlo, hasta a mí me está cansando, y por eso quiero matarla, sacármela de encima, extirparla de un disparo, de un golpe de dados, una demostración del poder de fuego que albergo en mis dedos pero que, sólo ocasionalmente, puedo usar para casos de extrema urgencia o suma necesidad.

Creo que es hora de matarla y, por cierto, creo que ella lo sabe. No puede ser más eso de hablar con alguien que hacía meses que no hablábamos, tener una linda conversación, sí, pero sólo eso, un linda conversación, sólo una linda conversación, y después de sólo eso, una linda pero esporádica conversación, pasar a no sé qué otra cantidad de realidades que ya son más irrealidades que verosímiles, pasar a cualquier otro lugar menos a aquel en el que uno estaba antes y está ahora, y todo, solamente, tirado boca arriba mirando el techo, trayendo hacia uno las sábanas para no sufrir el frío de febrero de Buenos Aires, en la cama, en el colchón nuevo, en la pieza a la que nos fuimos a descansar después de tener, sí, una linda conversación, bromas, chistes, gastadas, ironías, pero sólo eso, madre, sólo eso, una linda e inocente conversación.

¿Cómo puede ser que, de allí, hayamos pasado allá, al otro lado, a uno de los muchos otros lados posibles? Eso no puede ser, nadie puede –nadie podría- viajar tan rápido en tan poco tiempo, saltarle escalones, exámenes y etapas y pasar de las más absoluta e intrascendente nada al más agradable y totalizador –sí, totalizador- todo, todo totalmente diferente, feliz, pleno, a la nada absolutamente miserable en la que uno se encontraba antes de hablar y después de ello, en el momento de acostarse para descansar o relajar la vista, para probar el colchón nuevo que tanto costó y, sin embargo, lo duro que está, estos colchones ya no vienen como antes, es que ya nada es lo que era, al final va a ser que el general y los cabos y sus clausuras tenían razón.

Y la seguirán teniendo, porque la razón, como la vergüenza, no es algo que se pierda así nomás, de un día para el otro, como quien ni quiere la cosa, sino que hacen falta muchas lecturas o despedidas de soltero para perder la razón o la vergüenza, para dejar de ser quien se era y pasar a ser otro, ahora sin razón ni vergüenza. Sin embargo, es curioso cómo, cuando ella se posa sobre mí, cuando ella asienta sus aposentos sobre mi morada, sus propiedades sobre mis improperios para con ella, todo aquello, la razón y la vergüenza, sobre todo la razón, son inmediatamente perdidas, absolutamente perdidas, temerariamente perdidas. ¿Ustedes se imaginan a un ser humano sin razón, irracional, andando, así, en estado prácticamente animal por la casa, el barrio o el mundo? Podría ser cruel con su familia, indiferente con el barrio, asesino con el mundo, por eso, no, lo mejor y más aconsejable, siempre, es un ser humano bien dotado de su razón, correctamente pertrechado en la razón, y dado que ella la alejaba de mí -cuando ella estaba en mí la razón se iba de paseo de mi cuerpo- lo que yo tengo que hacer es sacármela de encima, usar mi razón, la razón, para des-hacerme de ella, para que ella se des-haga, progresivamente, en mí, por los haceres de la razón y sus atributos.

Porque, si lo pensamos bien, si lo pensamos –al menos- dos veces, ¿qué es eso de hablar con alguien, inocentemente y por poco tiempo, y acto seguido pasar a estar en cualquier lugar, imaginarse una vida entera junto a esa persona, casa, perro, hijos, qué es eso, vos me querés decir qué es? Amor no puede ser, enamoramiento –ya que no es lo mismo que el amor- menos, eso es todo culpa de ella, la imaginación, ella. Por eso, te digo, lo mejor, lo que tenemos que hacer, es matarla, primero en mí y después en vos, así vamos a vivir más tranquilos y, finalmente, centrados sobre la palma de nuestros pies. Menos soñadores, menos cerca del cielo, sí, menos voladores, también, pero hay que ver lo felices que vamos a estar: no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita, no es más feliz el que más cumple lo que sueña sino el que menos sueña motivo por el cual, luego, menos se frustra cuando no puede cumplir lo soñado. Haceme caso, seguime, te puedo llegar a defraudar pero eso es lo de menos, porque para sentirse defraudado, primero, hay que soñar, y, vas a ver, cuando la matemos, cuando nos carguemos a la imaginación, vamos a dejar de soñar y, por ende, de esperar, y, por lo tanto, de sufrir, de frustrarnos porque no logramos lo que esperábamos, es decir, lo que habíamos soñados, o sea, lo que nos imaginamos. Ya vas a ver. Haceme caso. Seguime.

domingo, 17 de febrero de 2008

Domingo travesti.




Era un nublado domingo de febrero a una de esas horas que pueden ser tanto la mañana, el mediodía, la siesta o la tarde. Caminaba por Laprida hacia Avenida Las Heras, camino a la Biblioteca Nacional, por el coqueto barrio de Barrio Norte, cuando el semáforo que separa las calles que están más cerca del rio que de la –a esa altura- pituca Avenida Santa Fe me invitó a frenar, ya que sus colores habían pasado de un verde color marihuana a un rojo bolchevique. Siempre recuerdo cuando mi padre, poco tiempo después de su traumática separación de mi señora madre, en la primera casa de soltero a la que se mudó después de dejar de vivir con sus tres hijas y su hijo, se rió internamente –la clase de risa más potente-, cuando, después de pedirme que haga una ensalada de lechuga y tomate para acompañar los bifes que él ya había cocinado, me escuchó decir que la ensalada me había salido un tanto bolchevique, porque tenía mucho de tomate y poco de lechuga. Es que ese intento de ensalada parecía más una emboscada de una buena cantidad de bolcheviques a una pobre cantidad de ecologistas, que una distribución más o menos racional de tomates por un lado y lechugas por el otro. Estéticamente, aquello era –pictóricamente- todo rojo y muy poco verde. Casi como la ciudad de Buenos Aires o cualquier metrópoli más o menos grande, sea de la Argentina o del mundo. Y todavía hay quienes nos reprochan, en asambleas estudiantiles aún más solitarias que las lechugas en aquella ensalada, que le tenemos miedo al rojo.

Mi padre es un hombre más bien conservador que progresista, por lo que, podríamos decir, era totalmente entendible que aquella humorada, en primera instancia, no le causara ningún tipo de gracia. Sino, más bien, todo lo contrario: de hecho, la primera palabra que me devolvió después de aquel chiste fue un silencio, y la primera mirada una que connotaba más desconfianza que complicidad. Una vez que le expliqué el sentido oculto de aquel chiste pretendidamente ingenioso se rió conmigo, y, por dentro, seguramente, se debe haber enorgullecido -aún a pesar de las evidentes diferencias político-ideológicas que lo separaban más que acercaban de su hijo- de haber criado un niño que, supuestamente, podía combinar más o menos originalmente el humor con la historia y la política. Tiempo después, por su boca, me enteré que le dijo a una de sus amigas -probablemente orgulloso, golpeándose el pecho sin golpeárselo- que tenía un hijo, el mayor, estudiante de Ciencias de la Comunicación Social en la UBA, que tenía un humor intrépido e inteligente, muy parecido al de Les Luthiers. Pensándolo un poco, no sé sabe bien si todo aquello que dijo y después comentó fue un elogio, o, más bien, una suerte de crítica. Oculta, pero suerte de crítica al fin.

Muy pocas veces hablé, o discutí, con mi padre de política, ideologías o filosofía, es decir, de críticas. Las pocas veces que lo hicimos, yo ya muy grande, a pesar de mi post-adolescencia, el ya muy viejo, a pesar de sus jóvenes cincuenta años, lo hicimos informalmente, relajadamente, yo despatarrado en la cama de su habitación de divorciado y él al lado del televisor que yo estaba mirando, y no en el ambiente más serio e intelectual del living, con cafés de sobremesa o vino no-de-mesa de por medio. Mi padre, ingeniero, amante de las matemáticas –además de divorciado de mi madre-, entiende de política lo que yo, estudiante universitario de ciencias sociales, amante de las letras –que, por cierto, monogámicamente, no me dejan de engañar-, entiendo de puentes. No obstante lo cual, no deja de opinar de ella, tanto como también lo hacen tíos, tías, abuelos y abuelas, ingenieros agrónomos, abogados, comerciantes o docentes. Esto es algo que, desde mi más tierna infancia, me llamó poderosamente la atención: que personas que no habían pasado años de sus vidas con el culo pegado al asiento leyendo sobre historias e ideas, sino, en todo caso, sentados a tableros dibujando puentes o caminando campos determinando qué tipo de semilla sería más propicia para determinado suelo, hablaran sobre aquellos temas que uno se había tomado el trabajo de leer determinada cantidad de horas todos los días con la misma liviandad con la que uno hablaría si se pusiera, alegremente, a opinar sobre cuál sería la mejor alimentación para las vacas asentadas en el fértil suelo de un campo de provincia de Buenos Aires, o sobre la mejor manera de levantar determinado edificio con determinados materiales. O sobre la más pertinente forma de abogar por un cliente querellante o denunciado, o sobre la mejor estrategia por la que darse a conocer en determinado rubro, de modo que las cuentas a fin de mes fueran verdes y no rojas. Como el color final de la ensalada que mi padre me pidió que hiciera para acompañar los dos bifes que él ya había tirado a la plancha. Pero, también, como el color de la cara de la travesti que vi venir aquella mañana, mediodía, siesta o tarde de domingo por Avenida Las Heras hacia Laprida, donde dobló en dirección a Santa Fe, con su pequeño vestido color crema todo rasgado y casi roto, con la teta derecha al aire y los cachetes de su culo viéndose prácticamente en su totalidad, descalza, golpeada, indiferente a las miradas lascivas, incisivas, incriminatorias pero también vergonzantes de los vecinos o transeúntes que la circundaban, condenándola y deseándola al mismo tiempo. Por supuesto que la miré, por supuesto que me di vuelta, primero en la esquina y luego en la avenida mientras cruzaba la calle en dirección a la Biblioteca, para ver a dónde iba. Aunque, en realidad, supongo, lo que intenté escudriñar con aquella mirada fue de dónde venía. Por supuesto, aquella pregunta quedó sin respuesta. Por haberme dado vuelta, culposamente, primero en la esquina y después en la calle, fue que pude ver su culo prácticamente al aire, su caminar atontado pero desprejuiciado, totalmente indiferente a lo que sucedía alrededor: Es decir, a las miradas que la acompañaban y asolaban en su caminar. Sea por una calle o una avenida. Está de más aclarar que mi mirada no se excluye de aquellas miradas, y que, desde ya, no debe haber sido vista por ella de una forma muy diferente a cómo debe haber percibido el resto de los ojos y anteojos que la recorrían y seguían y perseguían. Entre aquellas otras miradas estaban las de un padre con sus dos hijos, parados en la misma esquina de Las Heras y Laprida en la que yo estaba esperando cruzar, quienes apenas si la vieron venir por Las Heras hacia Laprida para dejarla de mirar al poco tiempo. Creo haber escuchado que el padre dijo algo así como: está drogada. Es probable, pensé, era probable, pensé más tarde en mi casa, cuando caí a cuenta que uno de los pensamientos más miserables que se podían pensar en ese momento –diciéndolo o no, exteriorizándolo o no- era justamente ese, ver de esa persona que venía caminando por una avenida en dirección a una calle -en ese momento visto por mí más como una especie de happening grotesco o bizarra escena teatral vanguardista- sólo su aspecto exterior, golpeado, rasgado, seguramente violado, seguramente –también- drogado, y no -sólo menos miserablemente-, lo que estaba detrás de eso, la cosa de la que ese aspecto era el signo, lo reprimido de lo que ese cuerpo golpeado, violado, drogado, era el síntoma: ver, justamente, lo que no se podía ver. Lo que yo, tampoco, pude ver. A pesar de haberla mirado violatoriamente cuando caminaba por Las Heras en dirección a la esquina en la que yo esperaba el cambio de colores del semáforo para poder continuar mi marcha hacia la Biblioteca. Lo que tampoco pude ver cuando, en mitad de la calle, me di vuelta para rasgar qué había sido de su cuerpo, viendo que había doblado por Laprida en dirección a Santa Fe. Lo que tampoco puedo ver ahora cuando, culposa pero cómodamente, escribo sobre ella. Para echar en cuerpo y cara de mi conservador padre, tíos, tías, abuelos y abuelas ingenieros civiles, agrónomos, abogados y comerciantes todo mi progresismo bienpensante y culto. Es que, no nos olvidemos, cuando yo vi venir a esta travesti, yo iba en dirección a una biblioteca, no a una mesa de dibujo, un cacho de tierra, un expediente judicial o un local comercial. Y eso tiene sus méritos. Además de sus costos, claro. Claro. Obvio.

sábado, 9 de febrero de 2008

Tercer viernes del último mes.

¿Quién puede negar la poeticidad

que al-Verga[1] una bolsa de mercado

reposándose, repleta, con tres elementos,

sobre una mesa de madera un viernes

por la tarde?

¿Quién se atreve a negar

la poeticidad de una taza amarilla

llena de té de tilo, saliendo, de ahí,

un sol que no tiene nada que envidiarle

al de un domingo por la mañana?

¿Quién es cool(t)o de quitarle poesía

a un vaso, común –doce por doce pesos-,

repleto de cerveza, que parece

–nunca perece-, inicialmente,

imposible de tomarse?

Un plato rebosante de ñoquis. Es decir,

de burócratas, en el sentido no-weberiano

sí-trotskista de la palabra.

Diagnóstico, Olivari y Cortázar.

¿Quién se atreverá a negar todo aquello

y permanecer impávido, como quien no

quiere la cosa, como una perra cortejada

por un PRT, como un hombre que observa

como se casa el mejor de sus amores, prohibidos,

imposibles, jamás concretados? ¿Quién?

Decime vos quién: quién.



[1] Puema escrito a la memoria de un capitalino profesor de inglés de un provinciano instituto de enseñanza donde mamé el idioma anglosajón durante mi tierna y ya lejana infancia. Como recuerda una de las amigas de la mayor de mis hermanas, ellas también estudiantes de aquel benemérito instituto presente en el globalizado mundo todo –con perdón del Sup-Comandante Marcos-, era curioso pasar por delante de la puerta del aula en donde el recién llegado porteño profesor estaba tomando exámenes orales o de escucha –oral exams, listening exams- a los interinos estudiantes de inglés, y observar el cartel -una hoja A4 impresa por las viejas computadores de entonces por una, ya entonces, arcaica impresora- que rezaba: Mr. Verga. Eso parecía, con perdón de las sutilezas, más la puerta de entrada al camerino de un re-nombrado actor porno -lo suficientemente re-nombrado como para tener una camerino propio y una hoja A4 con su nombre impreso por computadora por una longeva impresora-, que la identificación de un profesor -todo un señor- que, en breve, tomaría los, ya por entonces, costosos exámenes orales y de escucha a atemorizados estudiantes, quienes, a su vez, también resultaban amedrentados por sus intimidatorios padres y madres, quienes, de forma violentamente sutil o explícitamente despiadada, les hacían saber que si llegaban a desaprobar exámenes que les habían costado, literalmente, un ojo de la cara y la mitad del de la frente, lo de pan y cebolla iba a ser, en el mejor de los casos, menú especial, todo un manjar, un lujo. Allí donde esté, tomando exámenes orales y de escucha o desempolvando bestiales medidas prácticamente inhumanas, aquel humilde –aunque, claramente, con todas las faltas de respeto posibles, vallejiano y gelmaniano- juego de palabras va dedicado a la memoria de un profesor que, sin lugar a dudas, dejó hondos recuerdos no sólo en mi persona sino también en la de la amiga de mi hermana, quien, al haber leído ese apellido, ya por entonces, se debe haber pasado la boca por las manos para juntarse la baba acumulaba en aquella, ya que, se decía en aquellas veraniegas fechas de nerviosos exámenes, no había como ser evaluado, oral y auditivamente, por Verga, dado que la dulzura de sus palabras forzaba, prepotentemente, aun sin quererlo ni él ni la persona que lo recepcionaba, un sentimiento de sensibilidad compartido con gusto que hacía que las primeras lágrimas que brotaban en los ojos tuvieran su coetáneo suceder en la boca, aunando, en un solo mar de gotas dulces, la sensibilidad del llanto con la delicia de la baba. Sólo Verga lograba tal combinación. Entonces: ¿Quién puede negar la poeticidad que al Verga

jueves, 7 de febrero de 2008

El PeJota es mío, mío, mío: Cristina al gobierno, Néstor al poder.

Aproximadamente por julio del 2004, a poco más de un año de la asunción de Kirchner, un estudiante de la UBA escuchó a un (por entonces) militante de la ya añeja agrupación Venceremos (después Su.ma.te, ahora dentro de la kirchnerista organización Libres del Sur) afirmar (ante el implícito reconocimiento oficialista de la caducidad del proyecto de la transversalidad y el explícito replegamiento sobre el pornográfico aparato justicialista) la siguiente reflexión: mejor, al fin y al cabo, eso de la transversalidad a mí nunca me convenció, los transversales –Bonasso y compañía- le votan en contra en el Congreso, y, además, no tienen un sustento de poder real como el PJ, es decir, el peronismo, sí tiene. Toda una lección de ciencia política. Oral y personalizada.

Casi cuatro años después, lo implícito se volvió explícito y lo explícito obsceno, y el ex-presidente –actual gigoló presidencial de la presidenta Cristina - se dirige, con prisa y sin ninguna pausa, hacia el sillón que no supo ser de Rivadavia pero sí de Perón.

Es más o menos conocido el devenir político-ideológico de la, hasta el 2003, guevarista (al menos, por lo que daría a entender su nombre) agrupación Venceremos en la UBA. O, más puntualmente, en la Facultad de Sociales de la misma.

A fin de cuentas, esto es lo que menos importa.

Aún así, de ser pretendidamente influenciada por las ideas del guerrillero loco, combinando dicha influencia con una concepción instrumental del fenómeno histórico del peronismo -lo cual, obviamente, recordaba hasta más no poder el intento de combinar distintos tipo ideales de socialismo con una interpretación nacional de los mismos por parte de las organizaciones político-militares de los ’70 Montoneros, Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y Peronismo de Base (PB)-, y a tono con un movimiento que no fue exclusivo de ciertas agrupaciones estudiantiles universitarias sino también de buena parte de la sociedad y sectores significativos (es decir, con poder político) de la academia, aquella agrupación dejó de auto-denominarse (o sea, interpelarse e identificarse identitariamente en dicha interpelación) guevaristamente, para cambiar de nombre. Aunque, como resulta obvio aclarar, no sólo de nombre, sino, fundamentalmente, de filiación político-ideológica.

De ser pretendidamente guevarista, formar parte del siempre ambiguo campo en la Argentina de la izquierda nacional, y participar en las marchas por aumentos presupuestarios para la universidad y cambios más o menos estructurales en la sociedad toda, pasó, no sólo a trocar su antiguo nombre por, primero, Su.ma.te y, después (es decir, ahora) Libres del Sur (de la mano de su agregación a la organización social de mismo nombre lideraba por Humberto Tumini), sino, también, a ser una de las agrupaciones estudiantiles (o sea, grupo de compañeras y compañeros universitarios) más contemplativas y a-críticas tanto para con el pasado gobierno de Kirchner como para con el presente de Cristina Fernandez. Teniendo, de esta manera, nada que envidiarle a patéticas expresiones estudiantiles del pseudo-pensamiento nacandopista (es decir, nacional y popular: en donde, por cierto, lo que cuenta es lo de pseudo y lo que sobra es lo de pensamiento) como La Vallese o La Puigróss.

En relación con estas, la primera, por sólo comentar una de sus muchas deleuzenables prácticas, no recala, siquiera, en la pequeñísima contradicción de rehabilitar (a-críticamente, como todo lo que retoma) a un personaje como el poeta y guerrillero Francisco Paco Urondo, quien, en algunos de sus poemas, ensayos y dichos (según nos cuentan los testimonios del cada vez más frondoso campo de la memoria) era sumamente crítico (qué curioso: justo de lo que adolece la agrupación que rueda las películas realizadas en su homenaje) para con aquel otro personaje que esta agrupación que retoma a Urondo no sólo no critica sino, incluso, sigue reivindicando. Estamos hablando (de quién más podría ser) del bonapartista y pendular general Perón (carajo).

Acerca de la segunda de las agrupaciones nombradas en relación con el devenir (¿derrotero?) político-ideológico de la ex Venceremos y Su.ma.te (actual Libres del Sur), la agrupación La Puigross, quizá lo menos interesante que se pueda decir de ella sean sus supuestos orígenes (es decir, fondos) cercanos al pasado y actual jefe de gabinete presidencial Alberto Fernandez, antiguo militante, en los ’70, no de Montoneros, FAR, FAP, PB o, incluso, PRT, como algunos de los integrantes del pasado y actual gobierno que tanto los recuerda formalmente en sus discursos de la memoria, sino del catolicismo nacionalista. Es decir, grupos, por lo general, bastante propensos a renguear políticamente para la derecha, para decirlo en los modernos términos de una dicotomía o un binarismo, o, dicho de otro modo, sectores no justamente caracterizados por su progresismo centrista: dos de las palabras preferidas de las huestes kirchneristas en estos últimos cinco años.

Tal vez, lo menos anecdótico de comentar, y, por lo tanto, lo más significativo de señalar, sea que Rodolfo Puigross, hombre de cuyo apellido estas compañeras y compañeros extrajeron el nombre para bautizar su kirchnerista hasta las tripas agrupación, además de autor de un libro delgado, populista y pobre intelectualmente como La universidad del pueblo, formó parte de la mesa de conducción nacional de la organización político-militar Montoneros hasta que esta desapareció práctica aunque nunca efectivamente después de los alejamientos de dos grupos disidentes sobre fines de los ‘70’s, por diferencias con decisiones de la conducción comandada por Mario Firmenich y Roberto Perdía. Entre estas se encontró la decisión del organizado suicido colectivo comandado por la conducción de las contra-ofensivas del ’79 y el ’80, bajo el argumento aparente de que la dictadura era un boxeador drogui al que sólo hacía falta darle un golpe más para voltearlo, como dijo en su momento Firmenich, pero cuyo motivo verdadero fuera, como confesara patéticamente Perdía, que la organización Montoneros apareciera en los diarios así la sociedad argentina no se olvidaba de ella.

Vale la pena recordar que al momento de estas contra-ofensivas, como de otras operaciones militares en donde lo político brilló por su ausencia (operaciones que costaron la vida de militantes que no sólo no fueron protegidas por su conducción sino que fueron enviados al muere), el ahora kirchnerista transversal Miguel Bonasso, alguna que otra vez llevado a la facultad por estas agrupaciones para charlar, todavía permanecía en Montoneros, al punto de que anduvo por Roma publicitando la primera contra-ofensiva. Debe ser verdad eso de que todos los caminos conducen a Roma.

Es aquí donde, pareciera, se atan los distintos cabos desperdigados en la nota. Estas agrupaciones critican el ya moribundo proyecto de la transversalidad (del que Bonasso, como otros ex-montoneros –Bielsa, Jozami, etc.- forman o han formado parte) bajo la forma de defender (una vez más, y van) el por entonces tibio retorno kirchnerista a la casa materna del justicialismo: tibieza que ahorita mismo ha tomado tal temperatura que no exageraríamos si dijéramos que el repliegue kirchnerista sobre el PJ ha pasado de una virtualidad cruda a una realidad más que cocida. No obstante lo anterior, no ahorran elogios y homenajes y memorias al momento de recordar a los militantes armados o no armados de los ’70, aún si su aproximación tanto a esa época como a las innumerables contradicciones y paradojas que la atraviesan sean, en el mejor de los casos, nostálgica e idealizadora, en el peor de ellos, diletante y a-crítica. No se puede aseverar que no vayan a repetir tal operación para con el actual gobierno de Cristina, pero pareciera se les va a hacer mucho más cuesta arriba realizar dicha operación con el hecho de que su actual líder intente comandar los mandos de un aparato que, treinta años antes, se cargó a muchos de sus compañeros y compañeras idealizadas.

No todo llega 'su' lugar en 'justo' momento.

A veces me pregunto
si estarás jugando conmigo otras
veces me consulto si
sabremos jugar.
Algunas veces me interpelo
si podré vencer al enemigo tantas
veces caigo a cuenta que
no hay juego ni enemigo con
los cuales tratar.

Mayo, 2005, Bs. As.

Fijate que nunca nos fijamos
en el detalle que no estaba
a primera vista.
Dejamos de lado el tick de tocarnos
la debida atención a la visita
de la chispa.
….
Mayo, 2005, Bs. As.

No todo llega a su lugar en justo momento.

Un sueño crístico un
hombre que resucita de su inmortalidad un
abuelo lejano que se fue pero
se fue en algún lugar en
mi cabeza en
mi cabeza.
Un consejo dado justo en
el momento de errar una
desobediencia civil y familiar y
hormonal una
presencia que se presenta de
una vez y para siempre sin
ningún ánimo de
agradar.
Una biblioteca un fantasma tu
biblioteca tu fantasma un
pedido incoherente y telefónico que
no me deja de llamar la
charla jamás charlada la
madrugada jamás madrugada y
el peso de tu intelecto en
mi sien en mi
cien

y en
mis lejanos pies.
Tu presencia fantasmal que
se hace presente cuando
uno pisa el suelo de la máquina que
sólo vos supiste tocar hacer
hablar y
a tu modo
hacérnosla familiar.
El café con Evita que
todos tomamos de
tu monólogo coloquial un
sueño ¿tu sueño? no
lo sé apenas si esbozo el
mío que cargado de escombros se
presenta más pesado que
probable.
Todas las palabras que
no te discutí las reflexiones que
no te que no porque sí no
todo llegar a su lugar en
justo momento.
Un pin de Lenín un
gorro otoñal y menchevique tu
barba de caspas todo
lo que odié de tu persona todo
lo que me contaron de
lo que me contaron de
lo que alguna vez oí de tus puentes y
no lo pude creer me
enojé me fastidié y me
encerré en tu ambiente natural a
leer.
Un sueño una
re-encarnación nunca llamada ni
permitida a ser tal una
voz el cuadro solemne del
chabón de Perón montones de
montos estoy jodido m’ hijito qué
hincha-pelota esa frase de
mierda que solías repetir nunca
la entendí lo confieso nunca
la entendimos caída de
telón canción de
fin.
Una caminata sin ton ni son en
sentido inverso un autito italiano de
colección un juguete hecho para
matar un libro de guerras de
guerrillas con la foto de
Jesús una bocha pelada a lo
Luca Prodán tus pelos que
odiaban los peines y un discurso que
en
tu boca
no deja de empezar.
Todos en alem seis
cuatro tres nos
agolpamos para
poderte
escuchar.

Junio, 2005, Bs. As.

Cada uno tiene su cruz, Sargento, Bonaerense.

Me pregunto cuál será
la verdadera fuerza de un escrito
si podrá
hacer regresar de un sueno dorado
a una muchacha.
Si logrará transformar
las de a ocho a nueve que te escribo
en vasos de plástico que alberguen
las antenas estrafalarias que te porto.
Si podrá dejar
de preguntarse sobre lo que puede
y tocar algunas lujuriosas espinas
que tatúan tu abdomen.
Después comprobar
la fastuosa simpleza de todo lo que excede
eyacular
una catarata de espejos
que tus modestias cercioren.
Me pregunto si el condicional
de nada saberlo
no será
una excusa para vivir días que no tienen
sentido ni transcurrir.
Bancos de arena divididos al
infinito
que desde mi balcón aéreo derrapan desérticas
consultas
a tu moribunda tela
pervertida de parir.
La pregunta de si una letra llegará
exacta
a tu jardín
en un momento inexacto
si algún mensaje recabará
en capas
en tus dos pisos de juguetería.
Catalán handicap amoroso
en picada
atunada desventaja
de pedigrí
muchedumbre de noches
en vela
por el hurto de los cuadernos
de las estanterías.
Me pregunto si tus plumas montañosas
sabrán contener la ininterrumpida gotera
de
solación de un juguete movible
arácnido y melancólico.
Si tus piernas
elásticas como el desdén
estallarán hacia el norte
al contemplar la mortecina
memoria de mi recuerdo atónito.
Agosto todo lo puede porque
el poder de agosto descansa fríos
en el oscuro pasillo de la venganza
de que la palabra última se desnude sólo
cuando sepa preguntar respondida
que la lujuria desganada no será sólidos
andamios de la terraza de la desesperanza.

Mayo, 2005, Bs. As.


Tu boca es un mar por el que flotan
morbosas baldosas con las cuales
no se puede contar
a la hora de huir.
Porque
antes de ayudarnos a que no
nos hundamos en el fondo de las
palabras prefieren el salto de una
discoteca el placer silencioso del
gemir.
Tus labios son carnosidades ocupadas hoy
por hoy por un abstemio de todas
las prácticas que aún desconocés.
Dos continentes separados por un
lago sin corazón que húmedo te reprocha todos
los trópicos que en tu espalda hacen pie.
Tus orejas jamás atienden algo que no
quieran escuchar porque están bloqueadas por una
cortina de cabellos de provincia.
Más que enojarse suplican porque una
serpiente las vaya a mojar porque una
bocas les cuente todas las inmoralidades antes
de que se extingan.
Tus tetas son crepúsculos nocturnos aún sin
haber pecado al mentir por cortesía al no
decir por tranquilidad contenidos contenidos por
una represa por la que alguna vez
he caminado.
De puntillas
con la
admiración
de un
Benjamin
en la facultad.
Tu cuello es el punto neurálgico por el que ruedan
todos los mimos que tu hispanía te propinó de
tersa piel o preocupados de que no se excedan todos
los besos melosos que de aquel hacen su like a rolling stone.
Tu ombligo es el destino de todo lo que antes
no lo encontró el lugar perfecto para acabar luego
de una larga travesía que siendo de tu aprobación me diga
hacia qué rincón llevar mi desolación si hacia
el continente de la revolución o hacia
el infierno que para abajo se
muestra perceptivo.
Tus cachetes son mejillas repletas a la perfección por
un artesano de lo que en el fondo debe haber en dos
veredas en las que para flotar hay que cumplir la
condición de hacer lo que la inconsciencia dicte de
realizar una reverencia ante tu aparecer.
Tus manos son diez artistas no reconocidos cuyo
tesón consta en no dejar tesoro sin encontrar y
co-incido me re-tracto me des-digo tu re-cuerdo de mi
premio no lo voy a
olvidar.

Mayo, 2005, Bs. As.

Perón vasta, mi amor.

Vos con tu libreta roja y nueva y
una vida por vivir. Yo haciéndome
el poeta que no te desea y mordiéndome
los labios para no sufrir. Vos con una melancólico a distancia que te escribe y
un perro al lado que te custodia. Yo
con una vida propia que a veces no vive y una
autoestima que me quiere menos de lo que me odia.
Vos con un flequillo envidiado por los stones y
un celeste interior que causa estragos. Yo con
un abogado harto de litigios y unos cuantos
versos vulgares de destino envano.
Vos con un techo que te protege, una
publicidad que quiere que le cuentes y
un ida y vuelta que vigila tu morada. Yo
con un traidor que me llama hereje, un
boomerang que nunca vuelve y
una nariz ansiosa por la próxima trompada.
Vos con todo por ganar, nada por peder y unas
medias que son más que la recamara de tus zapatos. Yo
casado con la soledad y a quinientos metros de un placer
que se emociona al encontrar en mi cuerpo viejos guijarros.
Vos con dos patrias en tu lecho, mil miradas en tus senos
y dos secretos que algún desconocido escuchará. Yo
con un error ya casi perfecto y una mirada en tus pechos
que no mira nada pero, a ellos, no los deja de mirar.
Vos con la suerte en tu equipo y, ya muerto don Edipo,
un futuro que, cual un desierto, no presenta fronteras. Yo
intentado resucitar mi complejito, el fracaso de mi victoria
ya escrito y un calendario agujereado por la primavera.
Vos con un cuerpo todo terreno, un deseo sin freno y
un colchón donde todo se cumple menos las promesas. Yo
con mi título de borrego necio, mi carnet de no sé, no sé y
un buzón desértico en frente de la carta de mama sobre la mesa.
Vos con dos ojos que nunca se chocan, una llamada al orden
que descoloca y dos orejas que contienen la lluvia de las cosquillas. Yo
con dos labios fijos pero equivocados, un otro yo idiota y diez
dedos tarados que extrañan el agua de tus hebillas.
Vos con tanto tiempo que nunca pasa, tanta actitud que no
se embaraza y un ombligo por copar. Yo con un cerebro
que no me habla, una honestidad que me estafa y una
llama que nunca se apaga pero arde antes de quemar.
Vos con tu persona que me subleva, mares de sangre
en las venas y un verano que no conoce otro calor que el caliente. Yo
con una paz que me cercena, una noche que escatima cenas y
un cuchillo clavado en la carne de los dientes.
Vos con una eterna canción a tu disposición, un corazón
que late gemidos de amor y un pibe que, sin perjuicio de todo lo anterior,
quema las naves del deseo escribiéndote a vos.

Mayo, 2005.

Tres tetas, dos puemas, un sarpón.

¿Cómo estás?, hacía tanto que no sabía nada de vos,
sólo me enteré que anduviste de viaje,
contame detalles de tus misteriosas travesías,
jugosas anécdotas de tanto tiempo afuera.
¡Vaya si te extrañe! Si supieras leer te daría
el diario íntimo del pueblo -que jamás escribí-
para que lo cerciores por tu propia cuenta.
Sentí tu ausencia, la llegada de alguien parecido,
que, sin embargo, nunca era la somera sombra
de los ecos que, alguna vez, olvidaste.
Me sentí, también, un poco extraño:
no era para menos, vos eras -desde vos, claro-
algo así como parte de mí.
Luego me acostumbré, pero el acostumbramiento
-como vos bien sabés- no es crédito de nada,
aseguro de lo que no es seguro: nada.
Pasado cierto tiempo me pregunté -pregunté por allí-
por dónde andarías, y nadie me decía ni palabra.
Qué misterio, qué raro, fue lo segundo que balbuceé:
lo primero fue la canción de cuatro tipos que, alguna
vez, vos también cantaste.
Tuve la extraña sensación de lejanía para con todo:
del intermitente enchufe de la sociedad que nos suele
conectar.
Aún a desgano, aún sin siquiera pretenderlo
-pero conectado al fin, y desconectado por momentos-,
te extrañé.
¡Qué alegría, alegría, tenerte otra vez!, poderte
fastidiar a placer. ¡Qué tristeza, tristeza, que te
tenga que despedir! No te juro pero te confieso
que intentaré no olvidarte demasiado pronto.
Sentirte de vez en cuando, robarte de la expresión
de algún poeta urbano.
Ajeno sentimiento, amigo íntimo de mis íntimos
enemigos, que me impide pescar la resolución.
Familiar extrañeza que entra y sale de mi cuerpo,
que, a esta altura, es una desprestigiada
pensión estudiantil. Un puto baúl.
Cuerpos con lianas de locura colgando de los tendales
de la desazón, con brillantina en un corazón que mucho habla
de sentir pero siempre ahorra el disparo final.
Zigzagueantes y melancólicas serpientes de serpentinas
de carne de cañón: cuerpo que jamás pone el cuerpo.
Alegría que envidia la tristeza del extrañamiento.



Cumpleaños de extraños, polvos de toldos,
café de troskos, sonrisa de hoscos,
sementales de Mataderos al matadero del amor,
tanta tristeza que tropieza con la zoncera que la atraviesa.
Recuerdo de cuerdos, treinta y seis meses siameses,
tarjeta telefónica afónica, millonario que no llega a fin de mes,
dos tetas que se hacen tres, esteta de las faldas invisibles,
dos autos que corriendo tres cuarto pueden llegar a mí.
Tres fluidos fluidos, mi semen que teme ser no correspondido,
mancharte tu arte, saltar antes de excitarte –Sartre, Jean Paul-,
traspasar blancos flancos antes de sonoros estampidos –pido-,
gancho y temeridad que –en verdad- teme porque no tiene
con qué jugar.
Rastrillo de cuchillos, alacenas con religión de abuelas,
circulares y envolventes esferas de secuelas, dejos que se dejan,
primeros puestos que no llegan, magdalenas que jamás serán azucenas,
jardines de escarpines con pines soviético-dietéticos adentro.
Locuras sobre la ola de la tasa de café con leché,
gordura de campo acostada al diván del psicoanalista –laplanchoiano-,
vacía y desértica dentadura comensal en el living del agasajo,
dentista que lleva su silla de su casa al trabajo y de allí al anfiteatro.
Película de partículas de inmaculadas palabras obsoletas -¡tres tetas!-,
lobotomías de anfetaminas en el corazón del obstetra -¡tres tetas!-,
dos redondas, fuertes, colgantes, excitantes y redondas,
respuesta a la consulta embarazosa del que no merma –y llora-.
Enferma de sendas aprobaciones –varias- de lecciones previas,
serias tertulias de madrugada de cachetada a la ojera -¡tres tetas! Ah, no-,
otoño en Logroño, ojo al ojo, nadie ve nada con esos anteojos
del mismo color que el eximido que cierra los poros.
Locro de mocos –mmm-, gases lacrimógenos de peces estrambóticos,
policía de besos, militares en los altares de la tarde-noche de mañana,
desperdicio de servicio –filtros-, usos con recursos desproporcionados,
implantes acolchonados en el acolchado de lo deseado -¡tres tetas!-.
Sin sentido del sentido prometido por el elegido mal elegido.

Mayo, 2005.

¡Shalom shalom!

Mi nombre es lo de menos. Aunque mi amigo Agustín me dice Amuro. Uno -uno es muchos- podría decir que uno es tantas cosas que sería una pérdida de tiempo intentar resumirlas aquí. Este espacio -cibernético, solitario, soliloquista- fue creado para subir -bajar a las profundidades de las redes de internet- textos, escritos, reflexiones, pensamientos, cuentos, poemas, manifiestos -mani fiesta, mani infestado- y otras porquerías que no tardarán en nacer con el paso -y derrape- de los días.
Este espacio -cibernético, individual, narcisista- fue creado porque, hoy día, una vez más, cualquier idiota tiene un blog. Incluído yo, claro. Cualquier eunuco es un blogger. Salvo yo, que acabo de crear, nuevamente, un blog pero no soy un blogger. Porque, como dije, soy tantas cosas que sería fatigoso enumerarlas aquí. Porque cualquier idiota tiene un blog es que cree el mio. Y porque, desde ya, en esta oportunidad, una vez más, no quiero ser la excepción. Estado, de y no-lugares incluídos.
Suerte.