domingo, 17 de febrero de 2008

Domingo travesti.




Era un nublado domingo de febrero a una de esas horas que pueden ser tanto la mañana, el mediodía, la siesta o la tarde. Caminaba por Laprida hacia Avenida Las Heras, camino a la Biblioteca Nacional, por el coqueto barrio de Barrio Norte, cuando el semáforo que separa las calles que están más cerca del rio que de la –a esa altura- pituca Avenida Santa Fe me invitó a frenar, ya que sus colores habían pasado de un verde color marihuana a un rojo bolchevique. Siempre recuerdo cuando mi padre, poco tiempo después de su traumática separación de mi señora madre, en la primera casa de soltero a la que se mudó después de dejar de vivir con sus tres hijas y su hijo, se rió internamente –la clase de risa más potente-, cuando, después de pedirme que haga una ensalada de lechuga y tomate para acompañar los bifes que él ya había cocinado, me escuchó decir que la ensalada me había salido un tanto bolchevique, porque tenía mucho de tomate y poco de lechuga. Es que ese intento de ensalada parecía más una emboscada de una buena cantidad de bolcheviques a una pobre cantidad de ecologistas, que una distribución más o menos racional de tomates por un lado y lechugas por el otro. Estéticamente, aquello era –pictóricamente- todo rojo y muy poco verde. Casi como la ciudad de Buenos Aires o cualquier metrópoli más o menos grande, sea de la Argentina o del mundo. Y todavía hay quienes nos reprochan, en asambleas estudiantiles aún más solitarias que las lechugas en aquella ensalada, que le tenemos miedo al rojo.

Mi padre es un hombre más bien conservador que progresista, por lo que, podríamos decir, era totalmente entendible que aquella humorada, en primera instancia, no le causara ningún tipo de gracia. Sino, más bien, todo lo contrario: de hecho, la primera palabra que me devolvió después de aquel chiste fue un silencio, y la primera mirada una que connotaba más desconfianza que complicidad. Una vez que le expliqué el sentido oculto de aquel chiste pretendidamente ingenioso se rió conmigo, y, por dentro, seguramente, se debe haber enorgullecido -aún a pesar de las evidentes diferencias político-ideológicas que lo separaban más que acercaban de su hijo- de haber criado un niño que, supuestamente, podía combinar más o menos originalmente el humor con la historia y la política. Tiempo después, por su boca, me enteré que le dijo a una de sus amigas -probablemente orgulloso, golpeándose el pecho sin golpeárselo- que tenía un hijo, el mayor, estudiante de Ciencias de la Comunicación Social en la UBA, que tenía un humor intrépido e inteligente, muy parecido al de Les Luthiers. Pensándolo un poco, no sé sabe bien si todo aquello que dijo y después comentó fue un elogio, o, más bien, una suerte de crítica. Oculta, pero suerte de crítica al fin.

Muy pocas veces hablé, o discutí, con mi padre de política, ideologías o filosofía, es decir, de críticas. Las pocas veces que lo hicimos, yo ya muy grande, a pesar de mi post-adolescencia, el ya muy viejo, a pesar de sus jóvenes cincuenta años, lo hicimos informalmente, relajadamente, yo despatarrado en la cama de su habitación de divorciado y él al lado del televisor que yo estaba mirando, y no en el ambiente más serio e intelectual del living, con cafés de sobremesa o vino no-de-mesa de por medio. Mi padre, ingeniero, amante de las matemáticas –además de divorciado de mi madre-, entiende de política lo que yo, estudiante universitario de ciencias sociales, amante de las letras –que, por cierto, monogámicamente, no me dejan de engañar-, entiendo de puentes. No obstante lo cual, no deja de opinar de ella, tanto como también lo hacen tíos, tías, abuelos y abuelas, ingenieros agrónomos, abogados, comerciantes o docentes. Esto es algo que, desde mi más tierna infancia, me llamó poderosamente la atención: que personas que no habían pasado años de sus vidas con el culo pegado al asiento leyendo sobre historias e ideas, sino, en todo caso, sentados a tableros dibujando puentes o caminando campos determinando qué tipo de semilla sería más propicia para determinado suelo, hablaran sobre aquellos temas que uno se había tomado el trabajo de leer determinada cantidad de horas todos los días con la misma liviandad con la que uno hablaría si se pusiera, alegremente, a opinar sobre cuál sería la mejor alimentación para las vacas asentadas en el fértil suelo de un campo de provincia de Buenos Aires, o sobre la mejor manera de levantar determinado edificio con determinados materiales. O sobre la más pertinente forma de abogar por un cliente querellante o denunciado, o sobre la mejor estrategia por la que darse a conocer en determinado rubro, de modo que las cuentas a fin de mes fueran verdes y no rojas. Como el color final de la ensalada que mi padre me pidió que hiciera para acompañar los dos bifes que él ya había tirado a la plancha. Pero, también, como el color de la cara de la travesti que vi venir aquella mañana, mediodía, siesta o tarde de domingo por Avenida Las Heras hacia Laprida, donde dobló en dirección a Santa Fe, con su pequeño vestido color crema todo rasgado y casi roto, con la teta derecha al aire y los cachetes de su culo viéndose prácticamente en su totalidad, descalza, golpeada, indiferente a las miradas lascivas, incisivas, incriminatorias pero también vergonzantes de los vecinos o transeúntes que la circundaban, condenándola y deseándola al mismo tiempo. Por supuesto que la miré, por supuesto que me di vuelta, primero en la esquina y luego en la avenida mientras cruzaba la calle en dirección a la Biblioteca, para ver a dónde iba. Aunque, en realidad, supongo, lo que intenté escudriñar con aquella mirada fue de dónde venía. Por supuesto, aquella pregunta quedó sin respuesta. Por haberme dado vuelta, culposamente, primero en la esquina y después en la calle, fue que pude ver su culo prácticamente al aire, su caminar atontado pero desprejuiciado, totalmente indiferente a lo que sucedía alrededor: Es decir, a las miradas que la acompañaban y asolaban en su caminar. Sea por una calle o una avenida. Está de más aclarar que mi mirada no se excluye de aquellas miradas, y que, desde ya, no debe haber sido vista por ella de una forma muy diferente a cómo debe haber percibido el resto de los ojos y anteojos que la recorrían y seguían y perseguían. Entre aquellas otras miradas estaban las de un padre con sus dos hijos, parados en la misma esquina de Las Heras y Laprida en la que yo estaba esperando cruzar, quienes apenas si la vieron venir por Las Heras hacia Laprida para dejarla de mirar al poco tiempo. Creo haber escuchado que el padre dijo algo así como: está drogada. Es probable, pensé, era probable, pensé más tarde en mi casa, cuando caí a cuenta que uno de los pensamientos más miserables que se podían pensar en ese momento –diciéndolo o no, exteriorizándolo o no- era justamente ese, ver de esa persona que venía caminando por una avenida en dirección a una calle -en ese momento visto por mí más como una especie de happening grotesco o bizarra escena teatral vanguardista- sólo su aspecto exterior, golpeado, rasgado, seguramente violado, seguramente –también- drogado, y no -sólo menos miserablemente-, lo que estaba detrás de eso, la cosa de la que ese aspecto era el signo, lo reprimido de lo que ese cuerpo golpeado, violado, drogado, era el síntoma: ver, justamente, lo que no se podía ver. Lo que yo, tampoco, pude ver. A pesar de haberla mirado violatoriamente cuando caminaba por Las Heras en dirección a la esquina en la que yo esperaba el cambio de colores del semáforo para poder continuar mi marcha hacia la Biblioteca. Lo que tampoco pude ver cuando, en mitad de la calle, me di vuelta para rasgar qué había sido de su cuerpo, viendo que había doblado por Laprida en dirección a Santa Fe. Lo que tampoco puedo ver ahora cuando, culposa pero cómodamente, escribo sobre ella. Para echar en cuerpo y cara de mi conservador padre, tíos, tías, abuelos y abuelas ingenieros civiles, agrónomos, abogados y comerciantes todo mi progresismo bienpensante y culto. Es que, no nos olvidemos, cuando yo vi venir a esta travesti, yo iba en dirección a una biblioteca, no a una mesa de dibujo, un cacho de tierra, un expediente judicial o un local comercial. Y eso tiene sus méritos. Además de sus costos, claro. Claro. Obvio.

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