miércoles, 21 de mayo de 2008

Lunes por la tarde.


Era un lunes a las dos y media de la tarde, cuando me dirigía a la facultad. Me esperaban cuatro horas de aburrida cursada, las que me encontraba ansioso por postergar. Pero, así como los sueños sueños son, las obligaciones son obligaciones. Me bañé antes de salir a la calle, me puse la crema postbaño que alisa mis rebeldes cabellos, rocié los costados de mi cuello y la cara de mi muñeca derecha con el último perfume comprado en la económica perfumería de la esquina de mi casa, tomé la mochilla hoy más llena de tierra que de apuntes, y apunté hacia la calle. Allí, caminé cincuenta metros hasta la cita de las avenidas que abrazan mi pequeña y apretada casa, después doscientos metros hasta una calle que, en su abreviatura, puede significar tanto un tipo de carga en un horrible trabajo administrativo, un nombre de un radical presidente acortado, o una de las cinco sedes de una facultad desfinanciada, para caminar, después, treinta metros en dirección norte hasta la parada del colectivo en cuestión. Porque es un colectivo, no bondi, tal como esos porteños por nacimiento o adopción tanto esfuerzo hacen por repetir o acordar. Yo nací en la capital del mundo, en la ciudad donde Dios tiene su santa sede, en la plaza donde Gardel y Piazzola y Guevara y Maradona nacieron o crecieron, y fui dado a luz en la que tal vez sea la clínica más concheta –y, por lo tanto, más cara- del país -o quizá de toda Latinoamérica-, pero, ¿cómo es eso de que uno no puede elegir el lugar donde nació, donde renació, donde volvió a nacer? Me tomé el colectivo y, como de tres lunes a esta parte, en la misma parada de siempre, pleno corazón de Barrio Norte, subió esa hermosa compañera de facultad: rubia, pelo lacio, anteojos y un físico discreto pero llamativo que me obligó a apartar mis gafas del libro que públicamente siempre simulo leer -aunque realmente nunca no lo haga- para mirarla solamente a ella. Y ella dándose cuenta que yo la miro, y yo dándome cuenta que ella se da cuenta que yo la miro, y así hasta la parada que nos separa pero acerca.

Sin embargo, esta vez, en este viaje, no fue tanto su belleza, su pertenencia seguramente provinciana -¿quién espera, a las dos y media de la tarde, un colectivo para cursar una materia de la orientación de Comunicación ubaística como si fuera la obligación más importante del mundo?-, la que me llamó la atención, la que expulsó los ojos del mismo libro –prestado- que siempre simulo leer. En frente mío -yo iba sentado y ellos parados-, dos muchachos conversaban. No parecían, ciertamente, estudiantes comunicacionales viajando en el transporte público -¿cómo luce un estudiante comunicacional?, ¿el transporte público sigue siendo público?-, pero aparecían y aparecieron en mi vida de viaje con una conversación que no pude evitar escuchar. Sobre todo porque realice todos los esfuerzos habidos y por haber para hacerlo. Él, mediana estatura, lacio, sin vidrios, correctamente vestido, le comentaba a su amigo, bajo, enrulado, anteojoudo, desarreglado, que, en complicidad con sus hermanas, se había dedicado en las últimas semanas a bajar todos los capítulos de la masiva serie Friends, y que, por esos días, ya se encontraba en el avistaje final de los últimos capítulos. No conforme con tamaña confesión, la que revelaba sus nada cultos consumos simbólicos, el más mediano de los dos, el lacio y desvidriado, continuó con su relato. Con el cuento personal y referencial que le estaba contando a su amigo.

Aunque, en realidad, no solamente a él. A esa altura, lo que al comienzo había sido mi fallido disimulo de fingir leer el libro prestado, cuando todo lo que me interesaba era escuchar lo que conversaban, se había convertido en un explícito abandono de las actuaciones y del libro, dejando a las primeras en la primer clase de teatro que nunca tomé, y al segundo o bien en la falda de mis piernas o bien en mi mochilla ya entonces más llena de tierra que de préstamos. Fingiendo mirar, atentamente, las expresiones de los pasajeros inmóviles del bondi, o simulando observar, melancólicamente, las calles y veredas que el colectivo iba dejando atrás, me atuve a escuchar, chusmamente, lo que uno de los muchachos le contaba a su amigo.

Le contaba que, viendo los últimos cuatro capítulos de la última temporada -la décima- de la masiva serie norteamericana Friends, un viernes por la noche, después de haber vuelto del trabajo, en la computadora, a un volumen lo suficientemente bajo como para no despertar a sus hermanas que dormían en la habitación de al lado, primero, había roto en llanto, se había rompido los ojos de llorar no sabiendo muy bien porqué, pero acordándose de novelas sobre la materia y autores reprimidos. Pero, segundo, que se había convencido de algo que le había costado aceptar, se había autoconvencido –con la ayuda de Jenifers Anistons y gags previsibles pero jocosos- de lo que llevaba casi un año y medio negando. Se había dado cuenta, sin necesidad de que las cuentas tiren los dados por él, que ella no era él, pero que él tampoco era ella, y que lo que veía en la pantalla, y le robaba risas, enternecimientos y lágrimas, era algo que, al menos con ella, en quien estaba pensando mientras miraba esas tres horas de serie, iba a verlo sólo en la televisión, en la pantalla de su computadora, un viernes por la noche, recién llegado del trabajo, cansado pero triste, libre pero sólo, engustado pero equivocado. Se dio cuenta de eso porque aceptó que él y ella, ella y él, no eran Ross and Rachel, Rachel and Ross, como, de dos años a esta parte, y sobre todo esa noche, esas tres horas de televisión computarizada en silencio para simular ser un hermano considerado, le gustaba pensar. Como había leído en un cuento sobre Ghunters, bellezas científicas, escritores y paleontólogos con miembros considerablemente desproporcionados, él no era para ella lo que ella era para él, ella no era para él lo que él era para ella, y la cadena de montaje de malentendidos que incendiaban la intersubjetividad, o construían puentes con proyecciones antagónicas, se extendía sin solución de stopes.

Se dio cuenta de eso, secó las lágrimas que los cuatro capítulos le habían brotado y fue cortar al espejo de su baño, terminó de ver el último de los capítulos, y se acostó -con las mejillas todavía un poco mojadas- pensando, trágica pero dionisiacamente, en eso, en que nunca jamás iba a pasar algo entre ellos, en que, cual una ley de la historia, estaba escrito en el destino que, en lo que a él atenía, iba a ser el único destino del que iba a tener noticia. Ya no se hablaban, ya no se veían, ya no se querían. Aunque, en verdad, ella nunca lo había querido, él solo había sido el que la había querido a ella.

Pero dejate de tanto llanto che, siempre tan llorón vos, siempre tan trágico. A ver cuando te vas haciendo hombre, cuando te vas sobreponiendo a tanta mocosidad femenina, a tanto mariconeo sensibiloide, le dijo su amigo, para pánico de todo el bondi, incluso del colectivero, que seguía la conversación desde que él había contado que había llorado, después de haber parado el colectivo en Estado de Israel y Angel Gallardo y Avenida Corrientes. Una cruzada de tres calles, pensó él, mientras todo el colectivo, damas y caballeros, señoritas y niños, lo veía levantar la vista para darse cuenta que lo que creía estar contando a su amigo era escuchado por mí, desde que comenzó la conversación, y por todo el colectivo, desde hacía diez paradas. Una cruzada de tres esquinas, repitió para sus interiores, nada amedrentado por el aluvión de miradas y la ansiedad que despertaba en las doñas rosas necesitadas de una antesala colectivera para sus telenovelas centroamericanas de la siesta. Este punto reúne tres calles, es una esquina de cinco manzanas, un despropósito de la planificación urbana, pensó, dulce por la ocurrencia. ¿Cuál es la diferencia entre un amor no correspondido y una esquina con cinco esquinas?, siguió. Pero, ya entonces, los cuatro ojos que daban razón a su relato, los míos y los de mi bella y rubia y anteojuda compañera, se habían ido para no volver. Unos, para retomar el simulacro de leer Libro de Manuel: los míos. Los otros, los de ella, para volver a leer Ómnibus. Todo, mientras Cortázar volvía a su asiento, encendía el colectivo, y continuaba el recorrido. El controlador horario de la empresa lo esperaba a las catorce y cincuenta minutos en Ángel Gallardo y Ramos.

domingo, 11 de mayo de 2008

Vicio de grafómano, volcar todo a la escritura: sobre obediencias y deberes.


Sucede que trabajo en un laburo administrativo, y que quien está a mi cargo es un interino iletrado –lo que los miserabilistas y racistas (sin que sean lo mismo) llamarían un negro de mierda-, y que la persona en cuestión recibe órdenes de sus superiores que, irreflexivamente, apensativamente, repite y reproduce. Así fue que en el día de ayer, jueves nueve de abril de dos mil ocho, me enteré que el día anterior –en el que estuve ausente por enfermedades e inmortalidades- le había dicho a mis compañeros de trabajo que a partir del día de mañana –ayer- algo iba a cambiar a partir de determinada hora hasta determinada hora en nuestra rutina laboral. Este cambio contó con el descontento de los seis oídos qué escucharon la novedad, pero, ¿qué va, qué le importa a las empresas capitalistas, y a los acríticos empleados con trabajadores a cargo de ellas, lo que a estos les guste o disguste? Entonces, cuando ayer arribé a mi trabajo, me enteré de la noticia, y a mí, al igual que a los seis oídos, tampoco me hizo mucha gracia. Con la pequeña diferencia, y está muy mal –moralistamente hablando- que sea yo el que lo piense y, sobre todo, escriba, que yo, al final de su iletrada disertación –que no fue tal, sino un profusión de amenazas, intimidaciones y descalificaciones: siempre laborales, claro- le hice saber, públicamente, mi inconformidad con la medida, y le solicité, puntualmente, que por favor se reviera la decisión.

No él, claro, quien tiene tanto poder –no de fuego sino- de decisión como yo de seducción, sino, por supuesto, sus superiores que le dijeron que nos diga lo que después vino a decirnos. Mientras escribía esto último recordé, automática aunque imprecisamente -como un flash fuera de foco-, otro texto –no recuerdo cuál- en el que escribí esto mismo. O, menos peor dicho, una situación parecida: alguien, irreflexivo y apensativo, repetitivo y acrítico, dijo exactamente lo que le dijeron que diga, repitió aquello mismo que había escuchado. Eliminando la idea de traducción, la idea de que entre lo escuchado, visto o leído y nuestro comentario de él siempre media nuestra subjetividad, nuestra historia y nuestro presente, es decir, nosotros, esta persona dijo exactamente lo que le habían dicho, repitió palabra por palabra lo que le habían espetado. Sacando de la escena al sujeto productor de la obra, al sujeto que media en toda reproducción, esta persona consiguió hacerse acreedora de unos de los títulos menos prestigiosos que un ser hablante puede ganar en el mundillo social de la comunicación: ser solamente un medio, un médium, un canal por el que pasan mensajes –ni siquiera ríos o enamorados-, un puente que repite y repite más que unir o separar, un túnel por el que, así como pasó ese mensaje que nuestros superiores jerárquicos nos hicieran llegar a través de su boca movida como un títere por un maestro titiritero, podría pasar cualquier mensaje. Desde el más intrascendente hasta el más lamentable.

Lo de lamentablemente no es tan antojadizo y viene a cuenta de lo siguiente: cuando mi planteo, su respuesta fue que eso fue lo que le habían dicho y que eso era lo que nos decía, lo que nos transmitía, y que la decisión ya estaba tomada. Como si, fatalistamente, las decisiones se tomarán de una vez y para siempre y no se pudiera volver sobre ellas, como si las decisiones tomadas, como la idea de destino, fuera algo que nos atormentara y de lo que no pudiéramos salir, salirnos, evitar: como si las decisiones, irreflexivamente, fueran un objeto sobre el que no se puede volver críticamente para chequear su hicimos mal o bien, si acertamos o nos equivocamos, si dimos en la tecla o en el clavo o meamos afuera del tarro y cagamos la fruta.

Las decisiones tomadas como un destino pero, también, las órdenes recibidas como una sentencia. Cuando le planteé la inquietud, y recibí su contestación idiota –en el sentido que no atisbaba diferencias- y marmota –por lo dormida y quieta-, su respuesta con la que justificó lo dicho fue que eso fue lo que le habían dicho y él lo repetía, que eso había sido lo que sus superiores –y por lo tanto también los nuestros- habían decidido y que, por lo tanto, ya era una decisión tomada. Como si las decisiones de las personas que, jerárquicamente -sólo jerárquicamente-, están por encima nuestro en el organigrama vertical de una empresa no fueran revisables, discutibles, reformulables. Pero cuando dijo eso yo pensé en otra cosa, otro flash –igual de automático o impreciso que el anterior, sólo que quizá más desproporcionado- me cruzó la cabeza: obediencia debida, pensé. No el ochentista tema de la ochentosa banda Instrucción Cívica, liderada por Kevin Johansen, sino una de las dos patéticas leyes dictadas por el gobierno alfonsinista con posterioridad al igualmente alfonsinista juicio a las juntas genocidas de la última dictadura cívico-militar –por supuesto, jamás llamada de ese modo por el gobierno radical-. Esa ley, junto con la de punto final, no sólo desconocieron muchos de los parciales logros en materia de derechos humanos, verdad y justicia alcanzados con el juicio a las juntas del ’85, sino que, por un lado, establecían un límite temporal a la presentación de denuncias contra el accionar represivo de la dictadura –ley de punto final-, y, por el otro, post-levantamientos carapintadas liderados por los ahora democráticos Rico y Seineldin, les aseguraba impunidad legal a los cuadros medios y bajos de las fuerzas armadas, los que, entusiastamente invitados por sus superiores –los cuadros altos de las tres armas-, habían sido incluidos en las tareas sucias de persecución, tortura, asesinato, desaparición, violación y robo de bebes y propiedades perpetradas por la dictadura. Es muy sabido que los cuadros altos de las fuerzas armadas, conocedores que la historia no se agotaba con el fin de su golpe de estado y que los tiempos políticos y judiciales podían cambiar –como efectivamente sucedió, tibiamente, pero efectivamente sucedió-, se aseguraron que hasta el último conscripto que hizo la colimba en los siete años dictatoriales haya estado involucrado, de alguna manera, directa o indirectamente, en las tareas sucias que fueron la norma y no el exceso de esos siete años. Siete años en los que la sociedad argentina -lo que los peronistas gustan llamar el pueblo-, aconsejaba no meterse, porque, justo, estaban pasando un partido de Argentina del mundial. Seguros de eso, de que hasta el soldado más raso tenía, de alguna manera, sus manos manchadas con sangre, se quedaron tranquilos y se fueron a sus casas, o bien con condenas perpetuas rápidamente indultadas, o bien con condenas irrisorias comparadas con el daño infringido. Los cuadros medios y bajos, no contentos con esta situación, con que fueran ellos, los subordinados, los que sólo aceptaban órdenes, los que estaban siendo condenados, se sublevaron en contra de la democracia, y fue justo el gobierno que decía representarla, el alfonsinista, el que –ahora- los dejó tranquilos a ellos, mediante la sanción de las leyes, por un lado, de obediencia debida, y, por el otro, de punto final. La ley de obediencia debida significa que los subordinados que cometieron crímenes durante la dictadura sólo cumplieron órdenes. Sólo hacían lo que les dijeron que tenían que hacer. La obediencia, en los ámbitos castrenses, como en las huestes empresariales, no sólo resulta necesaria sino imprescindible: es lo que funda la autoridad. Porque sin obediencia no hay autoridad. Sin obediencia no hay superiores ni inferiores ni subordinados. No hay órdenes ni aceptaciones o reproducciones de ellas. Es la obediencia, y la irreflexividad y la ausencia de pensamiento sobre lo que escuchamos y nos dicen que hagamos, la que habilita no sólo la autoridad, sino también, mucho más terriblemente, las acciones más atroces que el ser humano pudo perpetrar. Por supuesto que escuchar una indicación de un superior jerárquico y repetirla muy lejos está de torturar, violar y desaparecer, pero, ¿y si esa persona, en lugar de estar en una empresa administrativa, estuviera en una empresa vestida de verde y con especificidades bélicas? Si esa persona, el día de mañana, dejá de ser un administrativo a cargo de cuatro trabajadores y se suma a las fuerzas represivas, ¿va a modificar su proceder? ¿Va a comenzar a manejarse de otra manera? ¿Repentinamente? ¿Por qué sí? ¿Así porque sí?

miércoles, 7 de mayo de 2008

Fenomenología de los cinco dedos de la mano.


Todo comenzó cuando, a la salida de una fatigosa jornada laboral de martes, la disciplinaria máquina cibernética que debía dar cuenta que mi horario de entrada había sido a las dieciocho horas y el de salida a las veinticuatro se negó a esto último. Mientras mis compañeras y compañeros de trabajo llegaban y se iban del lugar de computacional registro de presencia y puntualidad -ellas y ellos interrumpiéndome por un momento en mis vanos intentos de que la máquina reconozca la identidad parcial de mis huellas dactilares-, yo estaba ahí, al pie de la máquina, sin ningún cañón a mano que me acercara la utopía luddista –por los anarquistas, no por Ítalo Lúder, el ludo o el ludicismo- de hacerla pedazos, en lugar de luchar por su apropiación, Marx mediante.

Ahí estaba yo: Probando, tres, doce, treinta veces, poner el dedo en donde debe ponerse, testeando posiciones e intensidades de asentamiento, mirando extrañando mi mano mientras me preguntaba si seis horas de alienantes y maquínicas tareas administrativas habían logrado, incluso, borrar parcialmente mis huellas dactilares. Otra de las alternativas, avizorada por algunos de mis compañeros de trabajo, ciertamente los más indeseables, era que me hubieran echado, borrado mis datos y huellas dactilares de la memoria –irreflexiva, repetitiva- de la máquina, lo que explicaría que, mientras que todas y todos llegaban, apretaban el botón de salida, ponían el dedo, escuchaban la voz española que les confirmaba que el mecanismo de control había salido un kilo y dos pancitos y se iban, yo haya estado al lado de la máquina por más de diez minutos, escuchando cómo, una y otra vez, la masculina voz española a partir de la cual nos enteramos de los pareces maquínicos me repetía que, por favor, lo intenté de nuevo. Como un seguí participando espetado por una promoción de chicles o dulces, sólo que dicho por una máquina, en un lugar de trabajo, y con acento -¿qué es el acento?, ¿si hay acento cuál es el grado cero del acento?, ¿si todo es acento no sería que nada es acento?- español y voz masculina. Muy masculina. Machistamente masculina.

Para salir del paso y responder los pésimos chistes de los mis más indeseables compañeros de trabajo, quienes insistían con que me habían echado –como si la vida fuera así de bella, con perdón de Benigni y Kusturica- y que por eso la máquina –que ni siquiera tiene que ver con una máquina que permite remisiones poéticas, como la de Spacce oddity (1968) de Kubrick- no reconocía mis huellas dactilares, se me ocurrió un chiste, no poco influido por el filósofo francés que así no se reconocía pero también por los políticos decimonónicos biologicistas y revolucionarios, según el cual el motivo del desconocimiento maquínico de mis dactilares huellas era que mi dedo índice, no menos que el resto de los nueve dedos de mis manos, era un dedo rebelde. Un dedo que se resistía a los disciplinamientos post-fordistas y computacionales de este siglo veintiuno que sólo excepcionalmente intenta construir un socialismo de ese siglo pero que, en su inmensa mayoría, continúa en sus devenires capitalistas, ya se más cercanos a las versiones criollas de los escandinavos estados de bienestar, o a las versiones también criollas de los tratcherianos-reaganianos estados de malestar neo-conservadores.

Me gustó la idea de tener un dedo díscolo, un dedo que se oponía, principesca y quijotescamente –el dedo con el que había y hay que marcar es el índice, el mismo que los vanguardistas levantan cuando declaman, o con el que apuntan cuando denuncian-, a los disciplinarios mecanismos de control y acumulación de información personal. Sin embargo, de haberme quedado ahí, en la lúdica –ahora sí de ludicismo, no de Ítalo Lúder, ludo o luddistas- pero no por eso menos conformista constatación de que mi dedo no había podido ser registrado por la máquina, lo que había disparado todo tipo de chistes malos –de mis dos indeseables compañeros de trabajo- y humoradas, me hubiera perdido de algo, hubiera llegado demasiado rápido a ese estado óptimo que, social y culturalmente, solemos simbolizar con el dedo gordo levantado y el resto de la mano cerrada. Es decir, esa combinación de levantamientos, cierres y aperturas de dedos que, muy influidos por la cultura norteamericana –Mattelart y Dorfman siempre resultan considerables contemporáneos-, acostumbramos a entender como Ok. O sea, como okey, está bien, bueno, etc. Sin embargo, no hubiera estado ok, okey, bien ni etc. habernos detenido allí, en que un dedo se resistía a su cifrado cibernético. O, menos lúdicamente, en que, esa noche, la máquina no había podido registrar los dedos índices de mis manos derecha e izquierda que garantizaban que me retiraba en tiempo y forma de un puesto de trabajo tan bien remunerado. No hubiera estado ok porque hubiera sido conformista, acolchonado, pequeñoburgués, fofo. Es decir, todo lo que es el dedo gordo de nuestras manos. El dedo gordo, de los cinco dedos maníticos, es el dedo pequebús, conformista, acrítico, por antonomasia. No sólo es el que levantamos cuando queremos simbolizar, manualmente, que todo está bien, que no hay problema, o que nos olvidamos del problema. Es, también, el dedo más separado de sus compañeros cuando levantamos la palma de la mano en dirección a lo que nos dirigimos para reclamar detenimiento, suspensión, corte. Si apuntamos con nuestra mano derecha lo que queremos detener, a lo que queremos impedirle el paso o la continuidad –por ejemplo, por algo decir, determinado sistema político-económico-social-, el dedo gordo es el que más lejos se encuentra de sus restantes cuatro compañeros, el que más apartado está de sus cuatro –como las tortugas ninja, o la hinchada de River- compañeros de protesta. El dedo gordo es un dedo separatista, divisionista, aislante. Vanguardista, podría llegar a decirse, si no fuera porque ese mote, seguramente, le cabe menos peor al dedo índice que a cualquier otro de la mano. Pero, sin duda, el dedo gordo es un dedo burgués, reaccionario, conservador, contrarrevolucionario.

El dedo índice, en cambio, apunta, y, como algo apunta, hacia algo se mueve. A pesar de su vanguardismo-nada-horizontalista, no es un dedo quietista y que se adapta –o, en sus versiones de autoayuda, que se mentaliza- a todo, como el dedo gordo. Sin embargo, donde la cosa se pone interesante, donde la mano se vuelve atractiva, no es en la sección de los dedos más cercana al torso sino, en cambio, en la de los dedos más alejados de él. La mano, derecha o izquierda, poco importa, se aparta del conformismo pequeñoburgués del dedo gordo, y del vanguardismo ilustrado-iluminista del índice, con el dedo inmediatamente vecino a este último. Este es el dedo de la rebeldía, el dedo con el que hacemos fuck you –otra construcción, otro símbolo no poco influido por la pene-etrante cultura norteamericana-, el dedo con el que le deseamos a alguien que se joda. El dedo con el que mandamos a un hijo de puta a cagar. Mejor, claro, si ese hijo de puta es un burgués reaccionario, conservador y contrarrevolucionario, desde ya. Pero ese, por decirlo así, es el dedo de la dignidad, porque es el dedo de la rebeldía. Esto se esta pareciendo demasiado a una carta del Sup. Comandante Marcos, sólo que mucho peor escrita, y no es la intención. Ese dedo, el que prosigue -de izquierda a derecha desde el torso del cuerpo hacia las extremidades- al índice, es el dedo de la reivindicación, de la afirmación, de la defensa –no del consumidor, toda una categoría capitalista, y, con ella, todos los organismos, oficiales o civiles, que se dedican a su defensa: con Barthes, ¿qué es un usuario?- de la subjetividad, de la puesta en guardia de la propia subjetividad. Alienada por trabajos diarios, maquínicos e irreflexivos. Trabajos que tienen como método de control –y, por lo tanto, de amenaza- máquinas -con voces masculinamente gruesas de españoles- que vigilan los minutos de entrada y salida de los trabajadores. Trabajadores que, por ahí, cuando uno de sus diez dedos se digna a hacerlo, mandan a la mierda esos métodos de vigilancia mediante dedos que, sin proponérselo, no se dejan escanear por máquinas de registración. Como cantaba Luca Prodan, fuck you.

martes, 6 de mayo de 2008

Joyce, Kafka y Scarlett Johansson.

Joyce (…) es demasiado, cómo decirle?, demasiado trabajosamente virtuoso. Un malabarista, dijo. Alguien que hace juegos de palabras cuando otros hacen juegos de manos. Kafka (…) es el equilibrista que camina en el aire, sin red, y arriesga la vida tratando de mantener el equilibrio, moviendo un pie, y después muy lentamente el otro pie, sobre el alambre tenso de su lenguaje. Joyce era un hombre diestro, no cabe duda; Kafka (…) no era diestro, era torpe y se convirtió en un experto de su propia torpeza. Joyce lleva un estandarte que dice: Soy aquel que supera todos los obstáculos, mientras que Kafka escribe en un block y guarda y guarda en un bolsillo de su chaqueta abotonada esta inscripción: Soy aquel a quien todos los obstáculos superan. Kafka ha dicho, dice Tardewski: Enfrento la imposibilidad de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir en otro idioma, a la cual se podría agregar caso una cuarta imposibilidad: la de escribir. Esta cuarta imposibilidad era, para él, la suprema tentación (…) Pero (…) supo mejor que nadie que los escritores verdaderamente grandes son aquellos que enfrentan siempre la imposibilidad casi absoluta de escribir (Piglia, R., Respiración artificial, Sudamericana, Bs. As., 1988. Las cursivas son mías, así como también cuatro de los cinco paréntesis: la buena escritura y el ritmo, ajenos).


domingo, 4 de mayo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte VI: Pastillas y muertes.


La locura no le sentaba mal. Lo que a fines de su post-adolescencia le provocaba miedo, en los albores de su prematura adultez le provocaba placer. Había aprendido a sacarle el jugo a la locura, a la insana mental, a la patología psicológica. Le gustaba verse al espejo y no reconocerse, creerse omnipotente, estar convencido de que no sólo podía ser otro sino también de que podía ser todos los otros que quisiera. Soy un excelente actor, solía pensar, cuando su post-adolescencia con escuchas de Dylan y Calamaro se licuaba como los restos de razón en su persona, y su proletarización -no sólo estético-política sino también musical-verbal- comenzaba a tomar cuerpo en su cuerpo. Flaco, desgarbado, casi anoréxico. Soy un gran actor pero también un gran embustero, podría resultar un inigualable líder de masas, un nuevo Perón sin Perón, un nuevo Perón al estilo del que quería ser Massera, sólo que culto y sensible, sólo que populistamente amante de la pintura abstracta y Schubert, pensaba, mientras el primero de los médicos que llamaron con su hermana mayor lo examinaba sin desnudarlo, prácticamente como en un final obligatorio universitario. Lo pensaba y no se asustaba de pensarlo, de nombrar a Massera –y a Perón- hablando de lo que podía ser, de pensar lo que pensaba. Una muestra más que no estoy bien, se decía, porque sí hubo algo que siempre tuvo muy claro fue que no estaba bien. Era un enfermo y un enfermero en el mismo cuerpo, un colectivo que pasa con ideas de suicidio y deseos de internación, pero que vuelve con racionalizaciones forzadas y llamadas a la calma. Así como a sus post-adolescentes veinte años se dio cuenta que no se gustaba, en meses posteriores se convenció de sus peligrosas cercanías con la locura. Estoy por volverme loco, solía repetirse en silencio, mientras miraba a su hermana mayor estudiar y escuchaba los ecos de Schubert que el pequeño equipo de música –criticado por una compañera de facultad porque no era de marca, compañera de facultad a la que se podría haber cogido de arriba abajo, a la que le hubiera podido romper el culo cuántas veces hubiera querido, pero no tenía ganas, estaba cansado y deprimido- anacrónico hacía rebotar por las cuatro paredes del monoambiente. Estrictamente hablando. A ella, de algún modo, también la estoy engañando, pensó alguna vez en relación con su hermana. Ella piensa que estoy bien, que sigo con mi vida corriente de cursadas y lecturas, pero, en realidad, estoy muy mal, soy un peligro para ella, ella no debería tenerme cerca, yo debería alejarme de ella, por su bien, por mi bien, por no terminar en la cárcel o en el manicomio. En la cárcel me violarían y en el manicomio me harían explotar de pastillas, no quiero una cosa ni la otra, quiero estar mejor, dejar a ser otro y volver a ser el que era, ese mismo que no me gustaba y por el que cambie de personalidad. Aunque no de cuerpo. El seguía siendo el mismo raquítico de siempre, el mismo flacucho al que su hermana le decía que coma. Y no sólo galletitas con paté y mate. Ella no puede decirme qué hacer, ella no debería decirme qué es lo que tengo que hacer, yo la estoy engañando, ergo, soy más inteligente que ella, ergo, en todo caso, yo la dirijo a ella, no ella a mí. Él, al igual que a su por entonces mejor amigo luego peor enemigo, círculos y vecinos, la estaba engañando. Si a los primeros, con el paso de los meses, les pudo hacer creer que ya no era más aquel adolescente soberbio y arrogante, con un sentido del humor obsesivo e insoportable, y que ahora era un joven que podía reconocer errores propios y desdoblarse lo suficiente como para llegar a escuchar al otro, a su hermana le mentía actuando que estaba bien, que todos los días que lo descubría a las nueve de la mañana a los pies de la cama sentado sobre ella y con las dos manos sobre su cara todo lo que estaba haciendo no era más que desmorrarse, después de una larga noche de descanso, luego de un fatigoso día de lecturas. Que cuando, sentados a la mesa casi exclusivamente de estudio que ocupaba prácticamente el sesenta por siento del monoambiente, lo descubría con la mirada perdida, con la pérdida en la mirada, todo lo que hacía era pensar, filosofar, no especular de qué modo podría quitarse una vida que a esa altura era más una muerte en vida que una vida por la que vale la pena morir. Pensó en pastillas, pero le pareció inapropiado confundir consumos de sus tiempos de ocio con elementos salvadores que finalmente le darían la clave para la auto-administración de su vida. Y, por lo tanto, de su muerte. Por ese entonces, agonizando su post-adolescencia y naciendo por entre los huesos contraídos de un vientre su gelatinosa adultez, sus lecturas sobre organizaciones político-militares setentistas y sobre conducciones esquizofrénicas que llamaban a soportar la tortura pero repartían en los portamonedas que usaban los colectiveros para administrar las monedas pastillas de cianuro a ser tomadas por los combatientes antes de caer en manos de las fuerzas represivas, tampoco ayudaban mucho. La pastilla de cianuro, pensaba, goza de dos ventajas: es rápida y silenciosa. Sin embargo, como todo lo rápido y silencioso, también plantea sus inconvenientes: ¿dónde lo haría?, ¿dónde se quitaría la vida? ¿En su casa, en su casa de estudiante pequeñoburgues universitario sostenido por sus padres sólo para estudiar y, además, para hacerlo solo, lejos de su influencia, tranquilo? En caso que decidiera tomarse la pastilla de cianuro acostado a una de las dos camas del monoambiente, después de haber esperado que su hermana se hubiera marchado para ahorrarle el lamentable espectáculo de un hermano suicidándose en frente de sus ojos, ¿no la condenaría igual al doloroso espectáculo de, al volver a entrar al departamento, ver inicialmente acostado y dormido a su hermano, pero posteriormente a un hermano que no se levanta ni se despierta por horas, un hermano que está comenzando a ponerse frió, al que le habla y no responde, que lo toca y tampoco, al que lo da vuelta para ver si le pasa algo y nada, un hermano que está con los ojos abiertos o la lengua afuera, un hermano que tuvo el decoro de esperar que se vaya para suicidarse pero que igual le dejó su cuerpo muerto ahí, en su cama, un cuerpo inerte que comenzaba a ponerse frío y que no respondía ni siquiera las –a esa altura- cachetadas que su hermana le daba en la cara, los golpes con lo que intentaba tanto resucitarlo como castigarlo porque le hubiera dejado ese regalo ahí, porque sus últimas palabras hayan sido un silencio sepulcral que la obligaba a tomar la palabra, llamar a la familia, tal vez a un médico y, finalmente, a la funeraria? ¿Había forma de ahorrarle ese trabajo, de quitarle el peso de tamañas tareas administrativas mortuarias, provocadas sólo porque él había decido comenzar a administrar su vida y su muerte?

No descartaba otras alternativas. Acostarse, en la misma cama de antes, hasta dormirse plácidamente, con las llaves de gas abiertas, era una posibilidad. Esta alternativa le gustaba porque le permitía el vallejiano –sin duda adolescentemente inferior- juego de palabras de que iba a suicidarse con una fuga de Bach. Pocas cosas más poéticas que dejar de vivir por Bach o alguno de sus análisis por Deleuze. Aunque no fuera su libro sobre artes plásticas. Otras variantes, la soga, el carcelario ahorco mediante sabanas anudadas, o arrojarse debajo de un tren o del subte no lo persuadían. Seguía eligiendo soluciones finales más domésticas y sedentarias -que evitaran el nomadismo y la exposición pública de o bien ir a comprar la soga o bien arrojarse al vació de las vías del sube o del tren-, como las pastillas de cianuro o venenos varios. El método del la soga le parecía trillado, lo había visto muchas veces en películas o leído en novelas. Además, no estaba seguro que el techo de su monoambiente de sexto piso fuera lo suficientemente fuerte como para soportarlo colgado. Tampoco estaba seguro de que hubiera un lugar en el que pudiera anudar la soga con la que se iba a estrangular. Tirarse a las vías del sube o del tren le parecía patético y triste, y ni siquiera de esa tristeza lúdica o melancolía alegre que admiraba de algunos poetas. Arrojarse a las vías del tren le resultaba doblemente desesperado que hacerlo a las vías del subte: el tren lo iba a embestir bestialmente, no había forma de que el conductor pudiera frenarlo, aún en menor medida que la potencia de freno del chofer del subte. Además, tanto la opción del tren como del subte anulaban uno de los principales factores que sobredeterminaban la idea del suicidio: que él, postmortem, luciera tan bello y joven, tan castaño claro y enrulado, como segundos antes de quitarse la vida. No era justo privar a sus familiares y amigos de observar su belleza física por última vez, aunque las chances de tomar contacto con su brillantez intelectual se hubieran ido para ya no volver. Era injusto privarlos de aquel último deseo, porque tanto efecto había surtido la educación sentimental de su madre y la mejor de sus amigas que él, antes de suicidarse, en lugar de pedir un último deseo, pensó en el último de los deseos de los que, a partir de ahí, lo verían muero. Y su último deseó, especuló, seguro de lo que pensaba, era que lo vieran por última vez antes de que el pozo ciego de tierra, madera y flores se lo tragase para hacer de su carne y huesos la ceniza que abonaría la tierra madre de futuros árboles. Ya que no había podido morir heroicamente, ya que no había podido construir la heroica vida que le garantizara una muerte épica y trágica, al menos quería emular a alguno de sus referentes en eso de morir joven y lindo. Y en eso de ser lindo, aún más que en lo de ser joven, pocos había que podían seguirle el ritmo. Había pensado en esperar hasta los treinta y tres años para tomar tan drástica decisión, de modo que la hermandad -aunque más no fuera de edad, necrológicas y bellezas- con los dos hombres y la mujer en cuyo espejos algunas veces se miraba, y cuyos ojos no pocas veces veía asomar por encima de sus hombros, hubiera sido más o menos total. Pero su vida era lo suficientemente miserable, e insana y enferma, como para esperar doce años más. Su post-adolescencia había terminado pocos meses atrás, y en pocos meses terminaría su vida.

Se inclinó por la pastilla de cianuro. Sería ella la que le aseguraría el acceso a la muerte tranquilizadora de la odisea y el tedio en el que se había convertido su vida en los últimos tres años. No sabía cómo conseguirla pero eso era lo de menos: si lo pudieron hacer conducciones político-militares treinta años atrás, yo también tengo que encontrar la forma -no con mucho esfuerzo- de hacerme de esas pastillas que van a ser la salvación de esta vida que ni siquiera abunda en pecados. A esta compañera de facultad, la que me criticó el equipo de música porque era pequeño y sin marca, ni siquiera me la cogí, ni siquiera le rompí el culo o le acabé en la boca, ni siquiera me le tire encima para dársela por el orto cuando provocativamete se acostó boca abajo en mi cama del departamento mientras los dos simulábamos que estudiábamos: ella simulando que no me histeriqueaba, con su culo parado en mi casa y sus manos -a lo largo de la mesa- rozando eróticamente los apuntes o cuadernos desde los que yo leía lo que estudiábamos; yo simulando que no tenía la pija parada, de sólo pensar en mí entrando en el culo de ella, o que en verdad me importaba lo que leíamos para un cercano final obligatorio. Ni siquiera eso, y, con ella, otras más, muchas más. Mi vida ni siquiera constaba de este tipo de acciones que hubiera sido condenadas como pecados por el religioso en cuestión al segundo de habérselas contado. Mi vida era calma, apacible, tranquila. Pequeñoburguesa, previsible, repetitiva. Quizá ahí estaban los motivos del conato de suicidio. No en la posmoderna proletarización estético-musical, en el logro de reinventarme y convertirme en otro o en los engaños a los que sometí –y, por medio de los cuales, me burlé y subestimé- a mi hermana, amigos y futuros peores enemigos. Tal vez ahí, en lo sabido, lo cotidiano, lo que –como la naturaleza- nunca muere porque nunca termina de nacer, nunca comienza porque jamás termina de morir, en lo circular y retornante, estaba uno de los principales motivos del sobredeterminado suicidio. Ese premeditado suicidio del que su hermana no tenía idea, aunque vivía con él y pasaban juntos ocho de las veinticuatro horas que tenían por entonces los días, y que su madre tampoco intuía, aunque continuaba hablándole de Schubert, Beethoven y Calamaro cada vez que lo llamaba –una vez por semana- por teléfono, y aunque continuaba enviándole biografías de Dylan para que las leyera y luego se las contara. Aunque ella ya las había leído, más rápido pero peor que él. Ese mismo suicidio del que las enfermeras, por indicación de los doctores, le dijeron a su madre, padre, hermanas y amigos que fue un milagro salvarlo, porque el cuadro psicológico de su hijo, hermano y amigo es muy delicado, tan delicado -agregaron las cuarentonas enfermeras que lejos estaban de responder al estereotipo de la enfermera sexy por la que tantas pajas se había hecho en su adolescencia- como se nota que él es. ¿Es así?, le preguntaron al grupo, pero esperando la respuesta de su madre, a la que habían enfocado con la mirada, cegándola por la luz de sus ojos. De todas maneras, hubiera sido ella, o su padre, quienes hubieran respondido por esa especie de sobreentendidos que tienen lugar en los grupos -en razón de relaciones de poder o vínculos sanguíneos entre los integrantes- gracias a los cuales algunos saben el momento exacto en que deben hablar, mientras otros callan, así como otros reconocen el instante preciso en que deben cerrar la boca, mientras otros toman la palabra. Su madre respondió sí, mi hijo es muy delicado, muy sensible, les agradecería mucho si tuvieran en suma consideración este aspecto, respuesta que fue atendidamente seguida por las enfermeras y confirmada con la cabeza, con un movimiento minimalista pero universalmente comprensible. Al menos, que los cinco mil pesos que gastamos mensualmente en este manicomio sirvan para algo, le susurró al oído de su madre su padre, susurró que estuvo muy lejos de serlo: hasta las enfermeras lo escucharon. Su madre, como Perón con los jóvenes inicialmente heterodoxos y formadamente especiales pero más tarde estúpidos e imberbes, tomó con la mano derecha el brazo homónimo de su exesposo para alejarlo unos metros del grupo y las enfermeras, llevándolo a caminar unos pasos por el vertiginoso parque aristocrático del lugar. Primero, no es un manicomio, sino un centro de rehabilitación psiquiátrica, comenzó, didáctica. Segundo –continuó, pedagógica-, el dinero es lo de menos, son cinco mil, podrían ser diez mil, ni a vos ni a mí nos hace falta, así que no seas miserable. Tercero y último, por favor, ¿podrías cuidarte un poco más de tu boca y no decir las barbaridades que acabás de decir en frente del grupo y las enfermeras? El grupo eran su padre y madre, sus tres hermanas, y tres amigos, los únicos tres amigos que tenía. Él era un muchacho de pocos amigos, que eran no buenos. Las enfermeras llamaron a su madre con un gesto de manos que ni ella ni su padre divisó, para luego, ansiosas, hacerlo con un señora y señor proseguido de su apellido, el apellido de su padre, no de su madre, es decir, el apellido de solera de su progenitora. Continuaron lo interrumpido: su hijo, les decíamos, y esto es algo que los doctores nos dijeron que les dijéramos, se salvó de llegar al límite del suicidio por muy poco, y su cuadro psiquiátrico es acorde a este límite al que él casi llega. Sin embargo, ha habido pequeños avances: ya no duerme dieciséis horas al día, sólo doce, ya no se queda sentado por horas al pie de la cama cuando lo obligamos a levantarse, ya no se mira extrañadamente al espejo cuando lo llevamos al baño parta que se lave la cara y se lave los dientes, y, por último, las pocas veces que habla, ya no repite siempre las mismas oraciones que repetía cuando llegó. Mi hijo -interrumpió su madre-, antes de que entrara en este cuadro crítico, estaba por rendir un final obligatorio de la facultad. El es estudiante –aclaró-, seguramente un poco incómoda por escuchar esas descripciones sobre el estado de su hijo y, sobre todo, porque otros -su exesposo, los pocos amigos de su hijos, hasta sus hermanas, o sea, sus hijas- también lo escucharan. Bueno –retomó una de las dos enfermeras, la que hasta entonces se había encargando de hablar con la familia-, posiblemente lo que su hijo repetía pero ya no repite más sea algo relacionado con esa materia. Aunque, seguramente, no sólo con eso. Pero, como les decíamos, ya está mucho mejor, y a partir de la próxima van a poder comenzar a visitarlo, aunque sólo dos veces a la semana, por un breve lapso de dos horas. Si todo va bien, y si su proceso de recuperación no se interrumpe por ninguna anomalía, en seis meses se lo van a poder estar llevando a su casa. Donde, eso sí, va a tener que someterlo a extremos cuidados y ninguna alteración. Los doctores, que no acostumbran a hablar con los familiares de los enfermos por profesionalismo, nos dejaron bien en claro que lo mejor, en el ideal de los casos, sería que se tomara unas vacaciones de sus estudios universitarios por un tiempo prolongado, porque, de acuerdo con los médicos, la relación entre su patología y la facultad resulta más que evidente. Es más, también nos dijeron que les dijéramos que, de ser posible, en el caso de que ustedes lo pudieran garantizar y él soportar, lo óptimo sería que abandone definitivamente sus estudios universitarios. Incluso, que nunca más en su vida vuelva a tocar un libro o un apunte. No sólo porque, nos aclararon los doctores, en él la asociación entre lectura y locura está más que fresca, sino también porque su estado es sumamente delicado. Pero no sólo momentáneamente muy delicado, sino eternamente muy delicado. Disculpen que se los digamos así pero queremos ser claras: él nunca va a volver a ser quién fue. Él cambio para siempre. Y es responsabilidad de ustedes ayudarlo a que todos los días esté un poquitito mejor de lo muy mal que llegó a estar.

Su madre no rompió en llanto. Escuchó atentamente lo que las enfermeras le explicaron al grupo por treinta minutos y, a partir del segundo posterior, comenzó a dibujar exis en el almanaque de su función maternal colgado de una de las paredes de su habitación. A la semana estaba visitando a su desvencijado hijo, quien la miraba como una extraña, y a los seis meses llevándoselo -con la ayuda de su exesposo-a su casa, luego de agradecerles -muy educa pero distantemente- a las enfermeras el trabajo que habían hecho con su hijo en los últimos ocho meses. Cuando llegaron, él estaba cansado y ella triste, su padre desorientado, la menor de sus hermanas al piano ofreciéndose tocarle Schubert o Beethoven, la del medio sentada en la mesa del living-comedor escuchando Dylan y Calamaro por mp4, y la mayor mirando a sus padres, esperando que estos le indicarán cuando y como debía ayudar a cuidar a ese trapo de piso encerrado en el cuerpo de un hombre que era su hermano. La mejor amiga de su madre estaba por llegar, así como sus narraciones a su madre de cómo había llegado a ese lugar, cómo había sobrepasado el límite de la salud que ella tanto le había inculcado, como se había autodestruido y cómo atentado contra su propia personalidad. Cómo, a fin de cuentas, había pasado de ser un joven hermoso, culto y alegre, a convertirse en un anciano raquítico, encerrado en su propio discurso y serio. Sartreanamente serio.

viernes, 2 de mayo de 2008

¡Hace falta mucha más literatura!



La lectura de un par de palabras de un viejo compañero de clínica de poesía –novel, claro- me dispararon algunas reflexiones. Que no sé si serán disparos -fuegos artificiales que irrumpan el monoteísmo de la noche-, que no sé si serán, siquiera, reflexiones. Parece mentira -o no-, pero casi siempre -de algún modo- Sartre viene, nos visita y se sienta a nuestra mesa. Yo sí compartiría mesa con Jean Paul: es decir, sí me sentaría a su mesa. Traigo a colación lo de Sartre porque creo que una de sus viejas y clásicas preguntas continua gozando de contemporaneidad actualmente, a pesar del obvio paso –y traspaso- de contextos. Sartre se preguntaba -entre otras muchas pregunta que se y nos hacía- ¿para qué escribir? Es decir, ¿por qué escribimos? Los que escriben, ¿para qué escriben? Dejando de lado, en esta oportunidad, el para quién o quiénes se escribe. Así como un habitué de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA - seguramente mucho más leído en Letras que el mismo Sartre-, Aníbal Ford, se preguntaba -hace un tiempo- para qué la gente mirá televisión, qué busca cuando lo hace, para qué enciende el monitor y pasa –promedialmente- cuatro horas de cada uno de sus días en frente de la pantalla, uno –es decir, muchos: porque una es muchas- podría preguntarse para qué escriben los que escriben. Como consecuencia de una derivación bourdeana –del College de France profesor de El sentido práctico- que últimamente me ha atacado en relación con los más diversos temas, desde ciertas tensiones del campo de la memoria post-dictatorial en la Argentina hasta la categoría de joven cuando se habla de las promesas futuras –como toda promesa: ¿hay promesas pasadas, promesas en pretérito?- de la literatura argentina, me preguntaría para qué escriben los que escriben, hablando, puntualmente, de los jóvenes que lo hacen. Entendiendo por joven, a su vez, la amplia y laxa etapa que iría del comienzo de los estudios secundarios a la finalización de los universitarios, en el caso de que el joven o la jovena en cuestión haya pasado por esas etapas del sistema educativo argentino. Considero que una persona que porta un tres al lado de un cero no puede ser considerada joven: personalmente, tengo un par de años menos que esa combinación y, combinando tiempo y espacio, tampoco creo que resulte precisamente joven. No, al menos, para determinadas actividades. Como, por ejemplo, escribir. Que fue, no está de más recordarlo, el asunto que nos convocó aquí –en el caso de que alguien más que mi persona esté convocada en este lugar- en primera instancia.

Por este lado asoma la cuestión, dejando a febo de lado. La pregunta, sartreana por excelencia o por antojo, de para qué se escribe, de por qué se escribe y no, en todo caso, se hace otra cosa, preguntada en momentos de eróticos calentamientos socio-políticos y militares, resulta de dificultosa respuesta. Prácticamente imposible, de tantas posibles respuestas que se podrían dar. Sin embargo, como resulta obvio -aunque no pocas veces lo obvio resulta solapado, y, por lo tanto, no obvio, lo cual genera la molestia de tener que volver a explicitar lo obvio, como nos recuerdan los anti-edipianos Deleuze y Guattari (para seguir con las citas delezeanas)- una cosa es escribir y otra cosa es leer. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, solía repetir el pésimamente construido personaje de Panigassi en la costumbrista comedia Gasoleros, emitida por Canal trece hace más de cinco años, personaje que, a pesar de haber sido tristemente recortado, resultó, incluso, peor interpretado por Juan Leyrado. Sin embargo, la frase –no el personaje, ni la serie, ni el canal, ni el multimedio- tenía razón: es decir, como solía repetir un viejo amigo hoy desconocido, tenía verdad. Esa verdad que, para Kafka, era sólo una pero, lamentablemente, sólo asible para nosotros en una sola de sus caras. Uno de los seis lados de la casa de Merleau-Ponty, para traer a colación que el recuerdo de Sartre no fue tan antojadizo. Y esa frase hacía verdad porque una cosa es escribir y otra cosa es leer –aunque se pueda escribir leyendo o leer escribiendo- así como, también, una cosa es escribir y otra cosa es que nos lean. Quiero decir, sinceramente, ¿alguien de los miles o millones de blogeros o no blogeros-anti-blogeros que postean –nótese que escribo postear y no publicar: son dos cosas diferentes- diara, semanal o anualmente sus posteos –no publicaciones- en sus respectivos blogs piensa, sincericidiamente, que tiene lectores? Es decir, como todo estudiante o estudianta del segundo cuatrimestre del CBC de Letras o Comunicación sabe, un auditorio o público para el que no sólo escribe sino, también, para el que adapta su discurso. O, en su variante, en el caso de que las relaciones de poder autor-narrador versos lectores-auditorio se inclinen a favor del primero, al que su auditorio se adapta, sin que el narrador necesite amoldarse primordialmente al camaleónico gusto cambiante de las fieras que, potencialmente, podrían leerlo. Yo, por ejemplo, no tengo lectores. Tengo, si es que resulta válida esta palabra –si es que resulta válida cualquier palabra-, amigos y amigas y un padre y una madre y alguna que otra novia que, en sus momentos libres, que en este capitalismo post-industrial paradójicamente resultan ser cada vez menos, entran acá, a esto que se ha dado en llamar un blog, y leen las boludeces que un idiota escribe. Aunque fueran brillanteses que la futura promesa de la literatura argentina adelante en su página personal -aseveración que resultaría absurda, desopilante y mentirosa de afirmar-, no dejarían de ser las boludeces que un idiota escribe en sus tiempos libres, aunque en esos momentos haga del universo de libertad de la literatura la empresa por intentar escapar –por arriba, como una fuga de Bach, o como la fuga del penal de Trelew de guerrilleros y guerrilleras de Montoneros, FAR y ERP- de la cárcel del lenguaje, de los cerrojos de la lengua. Pero eso no significa que uno tenga lectores. A mí se me caería la cara de vergüenza –y eso que, simbólicamente, no sé imaginariamente, me considero considerablemente desvergonzado- si hablara de mis lectores. Mucho más si lo hiciera en público: tal vez, podría hacerlo mientras me estuviera bañando, en frente del espejo del baño o en la mesa de estudio del living- comedor con un apunte de la facultad debajo. Quizá. Pero jamás en público. Jamás hablaría ni postearía –no publicaría- nada que incluyera las palabras mis lectores. Esto es una promesa –a futuro, como toda promesa-, pero también una condena: como reza el dicho, soy esclavo de mis palabras. Lanzo una botella al mar con un mensaje que no con-tiene las palabras mis lectores. Porque así como, de acuerdo con Piglia, hay que saltear la lectura, hay que reconocerse en la condición de lector saltarín, part-time e histérico, también, hipotetizo y defiendo, hay que dessolemnizar la escritura, hay que arrancarle a pijazos, conchazos y tetazos el lastre de pompa y grandilocuencia que -como cola de vestido de un novia proto-esposa plantada al pie del conservador altar- arrastra lastimosamente desde hace miles de años. Es conocidísimo el método borgeano de escribir algo, guardarlo en un cajón por una semana y recién el octavo día, post-séptimo día de descanso post-tamaña creación, abrir el cajón, leer –como si fuera otro, como si fuera de otro- lo escrito, y, recién allí, emprender la corrección. Urondo, en su década de radicalización política, militancia guerrillera y anteposición de estas prácticas en sus poemas y en su novela, se burlaba de los que perdían el tiempo corrigiendo, dándole vueltas a una palabra cuando, se creía, otro logro más importante estaba a la vuelta de la esquina. Hoy, esto está tan lejos de nosotros como las lecturas asiduas de Sartre en sus debates con Merleau-Ponty. Sin embargo, como sucede a veces, algo de todo queda. A veces sucede que una muchacha –o muchacho- no puede olvidar a un muchacho –o muchacha- aunque este –esta- ya no forme más parte de su vida. Esas vidas según las cuales, escribió Arlt, uno debe escribir. Se debe escribir como se vive, publicó Arlt. Y eso incluye, considero, la falta de lectores, la sobra de ganas, y -en el caso de vivir así- la dessoleminización del acto de la escritura, su cotidianización. Aunque lo que se escriba sea barroco o difícil de leer, incluso, para ojos de universitarios más o menos leídos. Para ojos y anteojos y lentes de contacto, claro.

jueves, 1 de mayo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte V: Yo no debería ser yo.


A él no le gustaba él. A sus veinte años, en los territorios limítrofes entre los momentos finales de su post-adolescencia y los comienzos vírgenes de su temeraria adultez, llegó a la conclusión de que no se gustaba. Esto era un sismo en su vida. Siempre había sido al revés. Siempre, de la mano de gustos de madres, padres, tíos, tías, abuelas, abuelos, colegio primarios y secundarios humanistas y muchachas estacionadas en una auto detenido en frente del kiosco vecino de la casa de sus padres-no-divorciados, sus gustos para consigo mismos habían sido óptimos. Él era, para él, lindo, inteligente y culto. Sea con su cabello castaño claro en su versión lacia o enrulada. Ahora, a dos años de haber comenzado sus estudios universitarios, esto había cambiado. Quizá influenciado por las cervezas que, como buen alcohólico social, bebía los fines de semana, o por las sustancias –marihuana, hachís, salud- que, a sus tardíos dieciocho años, había comenzado a fumar –aunque a su mejor amigo de entonces, después uno de sus peores enemigos, le había dicho todo lo contrario-, él no gustaba de sí mismo. Si yo no gusto de mí mismo, pensaba en silencio, ¿cómo voy a pretender que una muchacha lo haga? Así era como explicaba su progresivamente insoportable soledad. Ese debe ser el motivo por el que nunca más supe nada de ella -con sus tetas y su boca petera-, ni de ella -con sus rubios y su culo parado-, ni de ella -con su pelo castaño oscuro lacio y su orto que tantas noches (y tardes colegiales y pajas a escondidas) había soñado partir-.

Él había dejado de gustar de sí mismo y sólo quedaba una cosa por hacer: ser otro. Había vivido veinte años equivocado. Casi el cien por ciento de su vida. Todo lo que había estado bien hasta entonces, ahora, de buenas a primeras, de la noche a la mañana, estaba mal. Todo lo que lo había distinguido hasta entonces, su cabello castaño claro lacio-enrulado, sus multidisciplinarias habilidades deportivas –sus compañeros de colegio lo envidiaban porque era bueno en todo: fútbol, básquet, tenis, paddle, ping pong, besos y sexo-, su inteligencia pedante e insoportable y su humor ininterrumpido –una tarde de colegio una compañera le preguntó si él siempre era así; ¿así cómo?, repreguntó él; así, como sos, de tan buen humor, siempre haciendo chistes, respondió ella; sí, contestó ingenuamente él, con una estúpida sonrisa en la boca y uno de sus tres amigos del grupo a su espalda, riendo a carcajadas, y presto a comentarle en breve, a explicarle después, que eso que había parecido una pregunta inocente de una compañera con excelentes notas pero pocos dedos en la frente, en verdad, había sido una de las críticas más despiadadas que había recibido en su vida. Para colmo en público. Y te lo digo sin conocer la inmensa mayoría de críticas que debés haber recibido en tu vida, le aclaró. Pero lo que te acaba de preguntar, siguió, fue un palazo del que vos ni siquiera te diste cuenta. ¿Dónde está toda tu inteligencia ahora, eh? ¿De qué te sirven tantos pozos ciegos de erudición sobre libros, música y pintura?, le preguntó su amigo, jocoso, mientras él lo miraba atento y en silencio, pero con esa expresión facial-corporal de distancia siempre a segundos de convertirse en desprecio, esa expresión corporizaba como materialización del complejo de superioridad con que se movía por él mundo, y que tantas críticas, disgustos, conatos de golpiza, corridas (no seménicas) y rupturas de relaciones con perdidas de amigos y amigas le había generado-; su humor ininterrumpido lo distinguía, tanto como la insoportable soberbia de su inteligencia, y aquel resultaba igual de imbancable que esta; sin embargo, no lo distinguía tanto como su seguridad -siempre pasible de mutar en pedantería-, su confianza en sí mismo –a instantes de volverse auto-afirmación-, su convencimiento de que él era el mejor de todos y de todos los tiempos. Todo esto, todo lo que le había generado prestigio -su cabello castaño claro y su buen aroma, sus destrezas deportivas, su humor e inteligencia y su convencimiento de ser inmortal- ahora estaba mal. A sus veinte años, estas características resultaban motivo de vergüenza –y auto-reproches, arrepentimientos y culpa: sobre todo mucha culpa-, más que de orgullo. Había vivido veinte años equivocado. Esta reflexión, esa frase, le gustaba y lo atemorizaba al mismo tiempo. Por un lado, lo hacía acordar a Fontanarrosa y al título de uno de sus libros, un literato que nunca había leído porque las burlas que su familia le hubiera propinado en caso de descubrirlo -sentado a uno de los sillones del living- leyendo ese escritor en lugar del teatro completo de Sheakspeare eran relativamente proporcionales al desprestigio universitario de leer a ese literato y no a Joyce, Proust o Adorno. Aunque su condición de estudiante universitario no se remontara a más de dos años en el tiempo. Sin embargo, había aprendido bien y rápido algunas claves del mundo universitario que, en los cinco años sucesivos al mes en que se desayunó que su subjetividad le provocaba las mismas arcadas que una chocolatada con alfajores, le depararían prestigio y reconocimiento: si de sobaquear se trataba, había que hacerlo con Bourdieu y no con un pseudolibro de una aglomeración de negros sobre las hinchadas, había que hacerlo con Joyce, Proust, Lezama Lima o Perlongher y no con Fontanarrosa, Capote o, incluso, Walsh o Arlt. Por otro lado, esa frase, que había vivido equivocado veinte años –cuando él tenía veinte años-, tenía la solemnidad y la grandilocuencia que tanto lo encantaban, aunque repitiera a troche y moche que su sentido del humor y sus lecturas cortazarianas y molinarianas tenían como objetivo, justamente, desembarazarse de la seriedad y la pomposidad provinciana que su década y media de vida en Capital Federal le había deparado. La solemnidad y la grandilocuencia de las frases potentes y contundentes eran encantadores de serpientes de su por entonces en crisis subjetividad. No sabía quién era. Se miraba al espejo, y nada. Intentaba recordar, y nada. Se miraba en la cara de sus hermanos, amigos y novias, y todo lo que veía era su cara en los ojos de los otros, pero nada más. Su dessubjetivación y búsqueda de una nueva persona, máscara, cara, había llegado demasiado lejos. Se le había ido de las manos. Era un pésimo aprendiz de brujo, el nuevo creador temerario del monstruo, un líder populista y octogenario al que jóvenes imberbes y estúpidos se le escapan por los costados –por la izquierda, nada por aquí, nada por allá- de su comandancia pendular y bonapartista.

Todo había comenzado con una rebeldía adolescente. Aunque ya se encontraba más en los instantes de eyaculación de su post-adolescencia que en los tiempos juguetonamente sexuales previos a la penetración de su adolescencia a secas. Todo había empezado con un inocente desplante estético. Ingenuo, pequebús y sin importancia. Un año de universidad no había sido envano, y su anacrónica idealización de los jóvenes hippies igualmente pequeño-burgueses de los sesenta había tomado carrera para saltar. Casi como él estuvo a punto de saltar de un monoambiente de un sexto piso de Almagro cuando ya no sabía quién era: no reconocía a sus hermanas, pensaba que los materiales históricos que leía habían sido escritos exclusivamente para su degustación y sospechaba que la mayor de aquellas formaba parte de una conspiración cuyo objetivo era asesinarlo. Secuestrarlo, torturarlo, liquidarlo y tirarlo al rio. Pero entonces, pileta, gaseosas y galletitas de por medio, nada era tan tremendo y suicida. Le comunicó a quien por entonces era su mejor amigo, más tarde uno de sus más infieles enemigos, que dejaría de vestirse como se vestía. Motivo por el cual, renunciaría a sus remeritas, pantaloncitos y zapatillitas de marca. Influenciado por la historia, contada por una Madre de Plaza de Mayo, de una muchacha, su hija -también de extracción clasemediera pequeñoburguesa-, que, en los tiempos de su militancia barrial setentista, decidió socializar su ropero y quedarse sólo con las dos o tres mudas de ropa imprescindibles para vestirse en la semana, él se deshizo de sus remeras de marca –incluso de la que llevaba puesta o estaba en una de las reposeras mientras tomaba sol cuando muchos de sus compañeros de colegio estaban trabajando- y las puso a disposición de los allí presentes. Su mejor amigo, después su peor enemigo, y los amigos de su mejor amigo. Todas las remeras de marca, colorinches e impecables, pasaron a formar parte del patrimonio estético de su mejor amigo de entonces, un muchacho de clase media-alta al que se le caía la ropa del ropero de la cantidad de prendas que tenía, y cuyos padres, un primor de personas los dos, sobre todo su madre, tenían que alquilar una cochera en el centro de la ciudad porque en el garage del chalet sólo entraban dos autos, teniendo que dormir el tercero afuera, y con el nivel de inseguridad y bolivianos que por entonces asolaba la ciudad eso era impensable. Por lo cual, a ponerse mensualmente pero que el tercero de los carros duerma adentro y seguro.

Mucho más influenciado resultó por un libro que leyó por entonces, a sus tiernos diecinueve años, por recomendación de su madre. En un interludio entre Shubert y Beethoven, su madre, quien se avergonzaba ante sus amigas y conocidas de los consumos simbólicos de su hijo de Calamaro y Dylan –de los otros no tenía ni idea: piedras de marihuana, hojas de cocaína y pantallas de LSD-, le acercó un libro, feminista y testimonial, de la militancia femenina armada de los setenta, una vez que lo escuchó hablar, radical y por lo tanto diletantemente, de Castro, Mao y Santucho. Un año más tarde daría vuelta como una media al interlocutor que se le sentara enfrente, pero por entonces todavía existía quien podía ganarle una discusión. Su madre le dio el libro, le dijo: vos deberías leerlo. Y el lo hizo: se lo devoró en tres días. Envalentonado, además, con que era un libro prestado, motivo por el cual no podía resumirlo. Lo cual aceleró aún más su ya eyaculadoramente precoz velocidad de lectura. Salió del libro indemne y seguro, lo que en su estructura de sentimiento de entonces era un estado constante e ininterrumpido: no había algo que pudiera atravesar su confianza en sí mismo. No había potencias de fuego que pudieran mermar su ego. Además, tres días en la vida de cualquiera no son lo suficientemente determinantes como para que a partir de allí la vida tome un nuevo rumbo, un nuevo sendero. Luminoso, le contestó a su madre, seco y pedante, cuando esta le preguntó que le había parecido el libro. Él no era así, cortante, sino todo lo contrario, verborrágico. Él sí era así, soberbio, pero a partir de entonces dejaría de serlo, pasaría a ganarse el segundo nombre de Modesto. Desde ese libro, una cosa y la otra cambiarían para siempre, hasta siempre, hasta la locura: lo que era verborragia, como un camaleón, se transmutaría en brevedad, sequedad, consición. Lo que era vanidad se convertiría en humildad, modestia, sencillez. Y por algún lado había que empezar: él decidió empezar por su vestuario. Pero lo que inicialmente parecía ser una rabieta post-adolescente sólo centrada en lo estético -y por lo tanto irrefutablemente pos-moderna-, con el paso de los meses se fue complejizando, se fue volviendo estético-política, después político-ideológica, más tarde político-militar, para desembocar en un rio sin desembocadura bajo la forma de uno de esos lugares en donde los colegios, los hospitales, los cuarteles y las dependencias estatales se parecen tanto como dos gotas de agua de un mar empetrolado y con marines en la orilla.

Lenín se equivocó, fue lo primero que dijo cuando, cinco años después, salió del psiquiátrico al que cayó por jugar a ese experimento consigo mismo. Una clase social no es una subjetividad, le explicó a su madre, quien a su izquierda lo sostenía del brazo para que no se cayera, y lo miraba condescendiente y doloridamente, con la expresión de una madre que observa a su hijo salir momentáneamente de la locura para entrar, también momentáneamente, al discurso de la razón. No lo es –siguió-, pero, por un lado, economicistas y reduccionistas aseveran que por la mera pertenencia a una clase debería construirse determinada subjetividad, hipotéticamente coincidente con los que serían los objetivos de esa clase, y, por el otro, hay clases, con sus hipotéticos o efectivos intereses, que nos hacen mudarnos de subjetividad, cambiarla, tirar la cadena con el niño adentro de la anterior y salir a la búsqueda de una nueva. Eso fue lo que me pasó a mí, mamá, le dijo, débil pero convencido. Ella lo miraba como entendiendo, como sabiendo a qué se refería, pero conteniendo la rompiente del llanto porque no quería que la viera llorar. Sin embargo, qué pena que le daba verlo así como lo veía. Flaco, blanco, débil y repitiendo lo mismo que decía un año antes de entrar al manicomio. Todavía con las secuelas de los libros que había leído cinco o seis años antes. Es así, mamá –siguió, con la indiferencia de quien no repara en las expresiones de los circundantes para continuar o callarse, con el automatismo de quien está encerrado en un discurso a cassette y cinta del que sólo ocasionalmente entran y salen personajes bajo la forma de madres o padres-. Es así, viejo, le dijo a su padre, intentando incluirlo en la explicación, esas explicaciones que desde adolescentemente inferior le encantaba dar y que tanto le hubiera gustado impartir en primaria, secundaria, terciario o, fundamentalmente, la universidad. Es así, sí, dijo después de un suspiro, y se convenció de lo que estaba diciendo, pero diciéndoselo a sí mismo, dialogando consigo mismo, asintiendo y haciendo muecas de acuerdo a lo que pensaba, para lastima de sus padres. Es así, che, yo salí a la búsqueda de una subjetividad nueva, sólo que no la encontré, escupió, y su madre rompió en llanto, se llevó las manos a la cara, dejó de sostenerlo del lado izquierdo, él se bamboleó sobre ese lado, su padre lo tironeó del otro, le hizo daño a su flaquísimo brazo derecho e insultó a su madre, como en los viejos tiempos, cuando veían noticieros juntos en el living de su casa de padres-aún-no-divorciados.

Él podría haber comenzado de vuelta. Desempolvar, no la pija que hacía un año que no metía ni sacaba de ningún lado por motivo de su encierro, sino su discurso feminista, los pantanos y charcos de libros y apuntes que había leído sobre el tema, sobre mucho temas. Lo intentó, pero no podía, estaba débil, muy débil. Ni siquiera podía mirar a los ojos, mantenerle la mirada a su adversario discursivo, soportar los segundos en silencio que vuelven insoportable la vida después de decir algo contundente, con una seguridad escalofriante. Papá, no seas, trató, pero su padre le echó una mirada de hielo y él desistió automáticamente de hacerlo. Quizá, esa misma mirada, cinco años atrás, mejor, siete años atrás, hubiera sido la mirada de un cachorro, de un ignorante, o de un diletante que se nota que habla de lo que habla sólo por hablar. Tal vez, incluso más, hubiera sido hasta un aliciente no sólo para empezar a hablar, para tomar la palabra, sino, también, para no dejarla más, para hacer de la palabra una pelota a la que habilidosa y egoístamente jamás se pasa a un compañero. Él sabía de eso. De tomar la palabra, hablar mucho, no dar pases y hacer enojar a su padre. Pero ahí no podía. Estaba débil como una hoja de cancel, como las notas musicales sobre un pentagrama mojado, y su padre ya no tocaba más el piano. Cuando volvió a su casa, alarmada toda la familia que el mayor de los hermanos había entrado en la locura y no se sabía cuando iba a salir de ella, su hermana menor, la persona más inteligente de toda la familia, se ofreció a tocarle algo de Schubert o Beethoven en el piano del hogar, la casa de su madre. ¿Por qué no Mozart o Bartok?, le preguntó –cálido- él, pregunta que años atrás hubiera sido desafiante o hasta descalificadora. Bueno, está bien, si eso es lo que querés, le respondió su hermana menor, pero segundos después su madre y padre estuvieron de acuerdo –finalmente- en que lo mejor sería que él subiera a la habitación a descansar un rato, que el viaje había sido muy largo. Además, tenía que tomar la medicación y recostarse. Saludó con la mano levantada a la menor de sus hermanas, sentada al taburete del piano, con la vista a la del medio, parada al lado de una de las columnas de la casa, incrédula del lastimoso estado en que encontraba a su hermano mayor. Ese mismo hermano que la hacía reír, le ganaba al voley y le explicaba todo y de todo. A su hermana mayor no la saludó, porque venía detrás de él, atrás de sus padres, uno a cada uno de sus lados, controlando que no se cayera ni por izquierda ni por derecha ni por atrás de la escalera que sus tísicas piernas apenas si podían subir. Era un viejo de ochenta años, ni siquiera líder de formaciones especiales. Él que tanto se había querido parecer estéticamente a hippies sesentistas, parecía como si hubiera tenido la edad que tenía ahora al comienzo de esa década, y, por lo tanto, actualmente, casi cincuenta años más. Estaba hecho pelota, y se le notaba. Era un anciano en el cuerpo de un joven, y no figuradamente hablando: no por sus gustos musicales, preferencias estéticas o preocupaciones político-teóricas, sino, más bien, porque la joven subjetividad perdida, suicidada, no lograda de transformar por una nueva subjetividad combativa, revolucionaria, había dado como resultado una nueva subjetividad vieja, casi inerte, sólo lo estrictamente necesario por encima del grado cero subjetivo que lo llevaría a la muerte corporal. Era un viejo en el cuerpo de un joven. Y pensar que todo había empezado por una remera, un libro y Lenin, siempre Lenin.