domingo, 11 de mayo de 2008

Vicio de grafómano, volcar todo a la escritura: sobre obediencias y deberes.


Sucede que trabajo en un laburo administrativo, y que quien está a mi cargo es un interino iletrado –lo que los miserabilistas y racistas (sin que sean lo mismo) llamarían un negro de mierda-, y que la persona en cuestión recibe órdenes de sus superiores que, irreflexivamente, apensativamente, repite y reproduce. Así fue que en el día de ayer, jueves nueve de abril de dos mil ocho, me enteré que el día anterior –en el que estuve ausente por enfermedades e inmortalidades- le había dicho a mis compañeros de trabajo que a partir del día de mañana –ayer- algo iba a cambiar a partir de determinada hora hasta determinada hora en nuestra rutina laboral. Este cambio contó con el descontento de los seis oídos qué escucharon la novedad, pero, ¿qué va, qué le importa a las empresas capitalistas, y a los acríticos empleados con trabajadores a cargo de ellas, lo que a estos les guste o disguste? Entonces, cuando ayer arribé a mi trabajo, me enteré de la noticia, y a mí, al igual que a los seis oídos, tampoco me hizo mucha gracia. Con la pequeña diferencia, y está muy mal –moralistamente hablando- que sea yo el que lo piense y, sobre todo, escriba, que yo, al final de su iletrada disertación –que no fue tal, sino un profusión de amenazas, intimidaciones y descalificaciones: siempre laborales, claro- le hice saber, públicamente, mi inconformidad con la medida, y le solicité, puntualmente, que por favor se reviera la decisión.

No él, claro, quien tiene tanto poder –no de fuego sino- de decisión como yo de seducción, sino, por supuesto, sus superiores que le dijeron que nos diga lo que después vino a decirnos. Mientras escribía esto último recordé, automática aunque imprecisamente -como un flash fuera de foco-, otro texto –no recuerdo cuál- en el que escribí esto mismo. O, menos peor dicho, una situación parecida: alguien, irreflexivo y apensativo, repetitivo y acrítico, dijo exactamente lo que le dijeron que diga, repitió aquello mismo que había escuchado. Eliminando la idea de traducción, la idea de que entre lo escuchado, visto o leído y nuestro comentario de él siempre media nuestra subjetividad, nuestra historia y nuestro presente, es decir, nosotros, esta persona dijo exactamente lo que le habían dicho, repitió palabra por palabra lo que le habían espetado. Sacando de la escena al sujeto productor de la obra, al sujeto que media en toda reproducción, esta persona consiguió hacerse acreedora de unos de los títulos menos prestigiosos que un ser hablante puede ganar en el mundillo social de la comunicación: ser solamente un medio, un médium, un canal por el que pasan mensajes –ni siquiera ríos o enamorados-, un puente que repite y repite más que unir o separar, un túnel por el que, así como pasó ese mensaje que nuestros superiores jerárquicos nos hicieran llegar a través de su boca movida como un títere por un maestro titiritero, podría pasar cualquier mensaje. Desde el más intrascendente hasta el más lamentable.

Lo de lamentablemente no es tan antojadizo y viene a cuenta de lo siguiente: cuando mi planteo, su respuesta fue que eso fue lo que le habían dicho y que eso era lo que nos decía, lo que nos transmitía, y que la decisión ya estaba tomada. Como si, fatalistamente, las decisiones se tomarán de una vez y para siempre y no se pudiera volver sobre ellas, como si las decisiones tomadas, como la idea de destino, fuera algo que nos atormentara y de lo que no pudiéramos salir, salirnos, evitar: como si las decisiones, irreflexivamente, fueran un objeto sobre el que no se puede volver críticamente para chequear su hicimos mal o bien, si acertamos o nos equivocamos, si dimos en la tecla o en el clavo o meamos afuera del tarro y cagamos la fruta.

Las decisiones tomadas como un destino pero, también, las órdenes recibidas como una sentencia. Cuando le planteé la inquietud, y recibí su contestación idiota –en el sentido que no atisbaba diferencias- y marmota –por lo dormida y quieta-, su respuesta con la que justificó lo dicho fue que eso fue lo que le habían dicho y él lo repetía, que eso había sido lo que sus superiores –y por lo tanto también los nuestros- habían decidido y que, por lo tanto, ya era una decisión tomada. Como si las decisiones de las personas que, jerárquicamente -sólo jerárquicamente-, están por encima nuestro en el organigrama vertical de una empresa no fueran revisables, discutibles, reformulables. Pero cuando dijo eso yo pensé en otra cosa, otro flash –igual de automático o impreciso que el anterior, sólo que quizá más desproporcionado- me cruzó la cabeza: obediencia debida, pensé. No el ochentista tema de la ochentosa banda Instrucción Cívica, liderada por Kevin Johansen, sino una de las dos patéticas leyes dictadas por el gobierno alfonsinista con posterioridad al igualmente alfonsinista juicio a las juntas genocidas de la última dictadura cívico-militar –por supuesto, jamás llamada de ese modo por el gobierno radical-. Esa ley, junto con la de punto final, no sólo desconocieron muchos de los parciales logros en materia de derechos humanos, verdad y justicia alcanzados con el juicio a las juntas del ’85, sino que, por un lado, establecían un límite temporal a la presentación de denuncias contra el accionar represivo de la dictadura –ley de punto final-, y, por el otro, post-levantamientos carapintadas liderados por los ahora democráticos Rico y Seineldin, les aseguraba impunidad legal a los cuadros medios y bajos de las fuerzas armadas, los que, entusiastamente invitados por sus superiores –los cuadros altos de las tres armas-, habían sido incluidos en las tareas sucias de persecución, tortura, asesinato, desaparición, violación y robo de bebes y propiedades perpetradas por la dictadura. Es muy sabido que los cuadros altos de las fuerzas armadas, conocedores que la historia no se agotaba con el fin de su golpe de estado y que los tiempos políticos y judiciales podían cambiar –como efectivamente sucedió, tibiamente, pero efectivamente sucedió-, se aseguraron que hasta el último conscripto que hizo la colimba en los siete años dictatoriales haya estado involucrado, de alguna manera, directa o indirectamente, en las tareas sucias que fueron la norma y no el exceso de esos siete años. Siete años en los que la sociedad argentina -lo que los peronistas gustan llamar el pueblo-, aconsejaba no meterse, porque, justo, estaban pasando un partido de Argentina del mundial. Seguros de eso, de que hasta el soldado más raso tenía, de alguna manera, sus manos manchadas con sangre, se quedaron tranquilos y se fueron a sus casas, o bien con condenas perpetuas rápidamente indultadas, o bien con condenas irrisorias comparadas con el daño infringido. Los cuadros medios y bajos, no contentos con esta situación, con que fueran ellos, los subordinados, los que sólo aceptaban órdenes, los que estaban siendo condenados, se sublevaron en contra de la democracia, y fue justo el gobierno que decía representarla, el alfonsinista, el que –ahora- los dejó tranquilos a ellos, mediante la sanción de las leyes, por un lado, de obediencia debida, y, por el otro, de punto final. La ley de obediencia debida significa que los subordinados que cometieron crímenes durante la dictadura sólo cumplieron órdenes. Sólo hacían lo que les dijeron que tenían que hacer. La obediencia, en los ámbitos castrenses, como en las huestes empresariales, no sólo resulta necesaria sino imprescindible: es lo que funda la autoridad. Porque sin obediencia no hay autoridad. Sin obediencia no hay superiores ni inferiores ni subordinados. No hay órdenes ni aceptaciones o reproducciones de ellas. Es la obediencia, y la irreflexividad y la ausencia de pensamiento sobre lo que escuchamos y nos dicen que hagamos, la que habilita no sólo la autoridad, sino también, mucho más terriblemente, las acciones más atroces que el ser humano pudo perpetrar. Por supuesto que escuchar una indicación de un superior jerárquico y repetirla muy lejos está de torturar, violar y desaparecer, pero, ¿y si esa persona, en lugar de estar en una empresa administrativa, estuviera en una empresa vestida de verde y con especificidades bélicas? Si esa persona, el día de mañana, dejá de ser un administrativo a cargo de cuatro trabajadores y se suma a las fuerzas represivas, ¿va a modificar su proceder? ¿Va a comenzar a manejarse de otra manera? ¿Repentinamente? ¿Por qué sí? ¿Así porque sí?

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