miércoles, 21 de mayo de 2008

Lunes por la tarde.


Era un lunes a las dos y media de la tarde, cuando me dirigía a la facultad. Me esperaban cuatro horas de aburrida cursada, las que me encontraba ansioso por postergar. Pero, así como los sueños sueños son, las obligaciones son obligaciones. Me bañé antes de salir a la calle, me puse la crema postbaño que alisa mis rebeldes cabellos, rocié los costados de mi cuello y la cara de mi muñeca derecha con el último perfume comprado en la económica perfumería de la esquina de mi casa, tomé la mochilla hoy más llena de tierra que de apuntes, y apunté hacia la calle. Allí, caminé cincuenta metros hasta la cita de las avenidas que abrazan mi pequeña y apretada casa, después doscientos metros hasta una calle que, en su abreviatura, puede significar tanto un tipo de carga en un horrible trabajo administrativo, un nombre de un radical presidente acortado, o una de las cinco sedes de una facultad desfinanciada, para caminar, después, treinta metros en dirección norte hasta la parada del colectivo en cuestión. Porque es un colectivo, no bondi, tal como esos porteños por nacimiento o adopción tanto esfuerzo hacen por repetir o acordar. Yo nací en la capital del mundo, en la ciudad donde Dios tiene su santa sede, en la plaza donde Gardel y Piazzola y Guevara y Maradona nacieron o crecieron, y fui dado a luz en la que tal vez sea la clínica más concheta –y, por lo tanto, más cara- del país -o quizá de toda Latinoamérica-, pero, ¿cómo es eso de que uno no puede elegir el lugar donde nació, donde renació, donde volvió a nacer? Me tomé el colectivo y, como de tres lunes a esta parte, en la misma parada de siempre, pleno corazón de Barrio Norte, subió esa hermosa compañera de facultad: rubia, pelo lacio, anteojos y un físico discreto pero llamativo que me obligó a apartar mis gafas del libro que públicamente siempre simulo leer -aunque realmente nunca no lo haga- para mirarla solamente a ella. Y ella dándose cuenta que yo la miro, y yo dándome cuenta que ella se da cuenta que yo la miro, y así hasta la parada que nos separa pero acerca.

Sin embargo, esta vez, en este viaje, no fue tanto su belleza, su pertenencia seguramente provinciana -¿quién espera, a las dos y media de la tarde, un colectivo para cursar una materia de la orientación de Comunicación ubaística como si fuera la obligación más importante del mundo?-, la que me llamó la atención, la que expulsó los ojos del mismo libro –prestado- que siempre simulo leer. En frente mío -yo iba sentado y ellos parados-, dos muchachos conversaban. No parecían, ciertamente, estudiantes comunicacionales viajando en el transporte público -¿cómo luce un estudiante comunicacional?, ¿el transporte público sigue siendo público?-, pero aparecían y aparecieron en mi vida de viaje con una conversación que no pude evitar escuchar. Sobre todo porque realice todos los esfuerzos habidos y por haber para hacerlo. Él, mediana estatura, lacio, sin vidrios, correctamente vestido, le comentaba a su amigo, bajo, enrulado, anteojoudo, desarreglado, que, en complicidad con sus hermanas, se había dedicado en las últimas semanas a bajar todos los capítulos de la masiva serie Friends, y que, por esos días, ya se encontraba en el avistaje final de los últimos capítulos. No conforme con tamaña confesión, la que revelaba sus nada cultos consumos simbólicos, el más mediano de los dos, el lacio y desvidriado, continuó con su relato. Con el cuento personal y referencial que le estaba contando a su amigo.

Aunque, en realidad, no solamente a él. A esa altura, lo que al comienzo había sido mi fallido disimulo de fingir leer el libro prestado, cuando todo lo que me interesaba era escuchar lo que conversaban, se había convertido en un explícito abandono de las actuaciones y del libro, dejando a las primeras en la primer clase de teatro que nunca tomé, y al segundo o bien en la falda de mis piernas o bien en mi mochilla ya entonces más llena de tierra que de préstamos. Fingiendo mirar, atentamente, las expresiones de los pasajeros inmóviles del bondi, o simulando observar, melancólicamente, las calles y veredas que el colectivo iba dejando atrás, me atuve a escuchar, chusmamente, lo que uno de los muchachos le contaba a su amigo.

Le contaba que, viendo los últimos cuatro capítulos de la última temporada -la décima- de la masiva serie norteamericana Friends, un viernes por la noche, después de haber vuelto del trabajo, en la computadora, a un volumen lo suficientemente bajo como para no despertar a sus hermanas que dormían en la habitación de al lado, primero, había roto en llanto, se había rompido los ojos de llorar no sabiendo muy bien porqué, pero acordándose de novelas sobre la materia y autores reprimidos. Pero, segundo, que se había convencido de algo que le había costado aceptar, se había autoconvencido –con la ayuda de Jenifers Anistons y gags previsibles pero jocosos- de lo que llevaba casi un año y medio negando. Se había dado cuenta, sin necesidad de que las cuentas tiren los dados por él, que ella no era él, pero que él tampoco era ella, y que lo que veía en la pantalla, y le robaba risas, enternecimientos y lágrimas, era algo que, al menos con ella, en quien estaba pensando mientras miraba esas tres horas de serie, iba a verlo sólo en la televisión, en la pantalla de su computadora, un viernes por la noche, recién llegado del trabajo, cansado pero triste, libre pero sólo, engustado pero equivocado. Se dio cuenta de eso porque aceptó que él y ella, ella y él, no eran Ross and Rachel, Rachel and Ross, como, de dos años a esta parte, y sobre todo esa noche, esas tres horas de televisión computarizada en silencio para simular ser un hermano considerado, le gustaba pensar. Como había leído en un cuento sobre Ghunters, bellezas científicas, escritores y paleontólogos con miembros considerablemente desproporcionados, él no era para ella lo que ella era para él, ella no era para él lo que él era para ella, y la cadena de montaje de malentendidos que incendiaban la intersubjetividad, o construían puentes con proyecciones antagónicas, se extendía sin solución de stopes.

Se dio cuenta de eso, secó las lágrimas que los cuatro capítulos le habían brotado y fue cortar al espejo de su baño, terminó de ver el último de los capítulos, y se acostó -con las mejillas todavía un poco mojadas- pensando, trágica pero dionisiacamente, en eso, en que nunca jamás iba a pasar algo entre ellos, en que, cual una ley de la historia, estaba escrito en el destino que, en lo que a él atenía, iba a ser el único destino del que iba a tener noticia. Ya no se hablaban, ya no se veían, ya no se querían. Aunque, en verdad, ella nunca lo había querido, él solo había sido el que la había querido a ella.

Pero dejate de tanto llanto che, siempre tan llorón vos, siempre tan trágico. A ver cuando te vas haciendo hombre, cuando te vas sobreponiendo a tanta mocosidad femenina, a tanto mariconeo sensibiloide, le dijo su amigo, para pánico de todo el bondi, incluso del colectivero, que seguía la conversación desde que él había contado que había llorado, después de haber parado el colectivo en Estado de Israel y Angel Gallardo y Avenida Corrientes. Una cruzada de tres calles, pensó él, mientras todo el colectivo, damas y caballeros, señoritas y niños, lo veía levantar la vista para darse cuenta que lo que creía estar contando a su amigo era escuchado por mí, desde que comenzó la conversación, y por todo el colectivo, desde hacía diez paradas. Una cruzada de tres esquinas, repitió para sus interiores, nada amedrentado por el aluvión de miradas y la ansiedad que despertaba en las doñas rosas necesitadas de una antesala colectivera para sus telenovelas centroamericanas de la siesta. Este punto reúne tres calles, es una esquina de cinco manzanas, un despropósito de la planificación urbana, pensó, dulce por la ocurrencia. ¿Cuál es la diferencia entre un amor no correspondido y una esquina con cinco esquinas?, siguió. Pero, ya entonces, los cuatro ojos que daban razón a su relato, los míos y los de mi bella y rubia y anteojuda compañera, se habían ido para no volver. Unos, para retomar el simulacro de leer Libro de Manuel: los míos. Los otros, los de ella, para volver a leer Ómnibus. Todo, mientras Cortázar volvía a su asiento, encendía el colectivo, y continuaba el recorrido. El controlador horario de la empresa lo esperaba a las catorce y cincuenta minutos en Ángel Gallardo y Ramos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen relato che. Sali comiendome el relato de experiencia y me ficcionalizé en el medio. Me generó, recordó, lo que lei hoy en entrevista a MF:
"En cuanto al problema de la ficción, es para mi un problema muy importante; me doy cuenta que no he escrito más que ficciones. No quiero, sin embargo, decir que esté fuera de la verdad. Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad; de inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite, 'fabrique' algo que no existe todavia, es decir, 'ficcione'."
Se me ocurrió que se podría hacer un complot contra las empresas de colectivos que consistiría en que dos o más actores construyan una relato melodramático con una conversación en el colectivo. Tendrían que ir aumentando el nivel de curiosidad hasta tener a todos atrapados y estirar la resolución unas cuantas paradas... al estilo del folletin. De esa manera muchas personas dejarían atras sus paradas para quedarse a escuchar la resolución, que podría jamas llegar con un "uh aca nos bajamos" y raudo flee de los susodichos actores.

Qué te importa. dijo...

Gracias, Pavlito.
En cuanto a las otras dos cosas, bueno, MF tiene verdad, efecto, con lo de los discursos de ficción que no tienen porqué ser antagónicos a ella. Y vicerversa: los efectos de ficción de los discursos 'de verdad'.
Por último, lo que proponés, lúdico al mango, es lo escrito, precisamente, por don Julio en el más hermoso Libro de Manuel. Lo podríamos hacer alguna vez.
No vas a leer esto, seguramente, así que, decididamente, me mudo a tu bella página.
Nos vemos, fatigados, el sábado.