miércoles, 7 de mayo de 2008

Fenomenología de los cinco dedos de la mano.


Todo comenzó cuando, a la salida de una fatigosa jornada laboral de martes, la disciplinaria máquina cibernética que debía dar cuenta que mi horario de entrada había sido a las dieciocho horas y el de salida a las veinticuatro se negó a esto último. Mientras mis compañeras y compañeros de trabajo llegaban y se iban del lugar de computacional registro de presencia y puntualidad -ellas y ellos interrumpiéndome por un momento en mis vanos intentos de que la máquina reconozca la identidad parcial de mis huellas dactilares-, yo estaba ahí, al pie de la máquina, sin ningún cañón a mano que me acercara la utopía luddista –por los anarquistas, no por Ítalo Lúder, el ludo o el ludicismo- de hacerla pedazos, en lugar de luchar por su apropiación, Marx mediante.

Ahí estaba yo: Probando, tres, doce, treinta veces, poner el dedo en donde debe ponerse, testeando posiciones e intensidades de asentamiento, mirando extrañando mi mano mientras me preguntaba si seis horas de alienantes y maquínicas tareas administrativas habían logrado, incluso, borrar parcialmente mis huellas dactilares. Otra de las alternativas, avizorada por algunos de mis compañeros de trabajo, ciertamente los más indeseables, era que me hubieran echado, borrado mis datos y huellas dactilares de la memoria –irreflexiva, repetitiva- de la máquina, lo que explicaría que, mientras que todas y todos llegaban, apretaban el botón de salida, ponían el dedo, escuchaban la voz española que les confirmaba que el mecanismo de control había salido un kilo y dos pancitos y se iban, yo haya estado al lado de la máquina por más de diez minutos, escuchando cómo, una y otra vez, la masculina voz española a partir de la cual nos enteramos de los pareces maquínicos me repetía que, por favor, lo intenté de nuevo. Como un seguí participando espetado por una promoción de chicles o dulces, sólo que dicho por una máquina, en un lugar de trabajo, y con acento -¿qué es el acento?, ¿si hay acento cuál es el grado cero del acento?, ¿si todo es acento no sería que nada es acento?- español y voz masculina. Muy masculina. Machistamente masculina.

Para salir del paso y responder los pésimos chistes de los mis más indeseables compañeros de trabajo, quienes insistían con que me habían echado –como si la vida fuera así de bella, con perdón de Benigni y Kusturica- y que por eso la máquina –que ni siquiera tiene que ver con una máquina que permite remisiones poéticas, como la de Spacce oddity (1968) de Kubrick- no reconocía mis huellas dactilares, se me ocurrió un chiste, no poco influido por el filósofo francés que así no se reconocía pero también por los políticos decimonónicos biologicistas y revolucionarios, según el cual el motivo del desconocimiento maquínico de mis dactilares huellas era que mi dedo índice, no menos que el resto de los nueve dedos de mis manos, era un dedo rebelde. Un dedo que se resistía a los disciplinamientos post-fordistas y computacionales de este siglo veintiuno que sólo excepcionalmente intenta construir un socialismo de ese siglo pero que, en su inmensa mayoría, continúa en sus devenires capitalistas, ya se más cercanos a las versiones criollas de los escandinavos estados de bienestar, o a las versiones también criollas de los tratcherianos-reaganianos estados de malestar neo-conservadores.

Me gustó la idea de tener un dedo díscolo, un dedo que se oponía, principesca y quijotescamente –el dedo con el que había y hay que marcar es el índice, el mismo que los vanguardistas levantan cuando declaman, o con el que apuntan cuando denuncian-, a los disciplinarios mecanismos de control y acumulación de información personal. Sin embargo, de haberme quedado ahí, en la lúdica –ahora sí de ludicismo, no de Ítalo Lúder, ludo o luddistas- pero no por eso menos conformista constatación de que mi dedo no había podido ser registrado por la máquina, lo que había disparado todo tipo de chistes malos –de mis dos indeseables compañeros de trabajo- y humoradas, me hubiera perdido de algo, hubiera llegado demasiado rápido a ese estado óptimo que, social y culturalmente, solemos simbolizar con el dedo gordo levantado y el resto de la mano cerrada. Es decir, esa combinación de levantamientos, cierres y aperturas de dedos que, muy influidos por la cultura norteamericana –Mattelart y Dorfman siempre resultan considerables contemporáneos-, acostumbramos a entender como Ok. O sea, como okey, está bien, bueno, etc. Sin embargo, no hubiera estado ok, okey, bien ni etc. habernos detenido allí, en que un dedo se resistía a su cifrado cibernético. O, menos lúdicamente, en que, esa noche, la máquina no había podido registrar los dedos índices de mis manos derecha e izquierda que garantizaban que me retiraba en tiempo y forma de un puesto de trabajo tan bien remunerado. No hubiera estado ok porque hubiera sido conformista, acolchonado, pequeñoburgués, fofo. Es decir, todo lo que es el dedo gordo de nuestras manos. El dedo gordo, de los cinco dedos maníticos, es el dedo pequebús, conformista, acrítico, por antonomasia. No sólo es el que levantamos cuando queremos simbolizar, manualmente, que todo está bien, que no hay problema, o que nos olvidamos del problema. Es, también, el dedo más separado de sus compañeros cuando levantamos la palma de la mano en dirección a lo que nos dirigimos para reclamar detenimiento, suspensión, corte. Si apuntamos con nuestra mano derecha lo que queremos detener, a lo que queremos impedirle el paso o la continuidad –por ejemplo, por algo decir, determinado sistema político-económico-social-, el dedo gordo es el que más lejos se encuentra de sus restantes cuatro compañeros, el que más apartado está de sus cuatro –como las tortugas ninja, o la hinchada de River- compañeros de protesta. El dedo gordo es un dedo separatista, divisionista, aislante. Vanguardista, podría llegar a decirse, si no fuera porque ese mote, seguramente, le cabe menos peor al dedo índice que a cualquier otro de la mano. Pero, sin duda, el dedo gordo es un dedo burgués, reaccionario, conservador, contrarrevolucionario.

El dedo índice, en cambio, apunta, y, como algo apunta, hacia algo se mueve. A pesar de su vanguardismo-nada-horizontalista, no es un dedo quietista y que se adapta –o, en sus versiones de autoayuda, que se mentaliza- a todo, como el dedo gordo. Sin embargo, donde la cosa se pone interesante, donde la mano se vuelve atractiva, no es en la sección de los dedos más cercana al torso sino, en cambio, en la de los dedos más alejados de él. La mano, derecha o izquierda, poco importa, se aparta del conformismo pequeñoburgués del dedo gordo, y del vanguardismo ilustrado-iluminista del índice, con el dedo inmediatamente vecino a este último. Este es el dedo de la rebeldía, el dedo con el que hacemos fuck you –otra construcción, otro símbolo no poco influido por la pene-etrante cultura norteamericana-, el dedo con el que le deseamos a alguien que se joda. El dedo con el que mandamos a un hijo de puta a cagar. Mejor, claro, si ese hijo de puta es un burgués reaccionario, conservador y contrarrevolucionario, desde ya. Pero ese, por decirlo así, es el dedo de la dignidad, porque es el dedo de la rebeldía. Esto se esta pareciendo demasiado a una carta del Sup. Comandante Marcos, sólo que mucho peor escrita, y no es la intención. Ese dedo, el que prosigue -de izquierda a derecha desde el torso del cuerpo hacia las extremidades- al índice, es el dedo de la reivindicación, de la afirmación, de la defensa –no del consumidor, toda una categoría capitalista, y, con ella, todos los organismos, oficiales o civiles, que se dedican a su defensa: con Barthes, ¿qué es un usuario?- de la subjetividad, de la puesta en guardia de la propia subjetividad. Alienada por trabajos diarios, maquínicos e irreflexivos. Trabajos que tienen como método de control –y, por lo tanto, de amenaza- máquinas -con voces masculinamente gruesas de españoles- que vigilan los minutos de entrada y salida de los trabajadores. Trabajadores que, por ahí, cuando uno de sus diez dedos se digna a hacerlo, mandan a la mierda esos métodos de vigilancia mediante dedos que, sin proponérselo, no se dejan escanear por máquinas de registración. Como cantaba Luca Prodan, fuck you.

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