domingo, 4 de mayo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte VI: Pastillas y muertes.


La locura no le sentaba mal. Lo que a fines de su post-adolescencia le provocaba miedo, en los albores de su prematura adultez le provocaba placer. Había aprendido a sacarle el jugo a la locura, a la insana mental, a la patología psicológica. Le gustaba verse al espejo y no reconocerse, creerse omnipotente, estar convencido de que no sólo podía ser otro sino también de que podía ser todos los otros que quisiera. Soy un excelente actor, solía pensar, cuando su post-adolescencia con escuchas de Dylan y Calamaro se licuaba como los restos de razón en su persona, y su proletarización -no sólo estético-política sino también musical-verbal- comenzaba a tomar cuerpo en su cuerpo. Flaco, desgarbado, casi anoréxico. Soy un gran actor pero también un gran embustero, podría resultar un inigualable líder de masas, un nuevo Perón sin Perón, un nuevo Perón al estilo del que quería ser Massera, sólo que culto y sensible, sólo que populistamente amante de la pintura abstracta y Schubert, pensaba, mientras el primero de los médicos que llamaron con su hermana mayor lo examinaba sin desnudarlo, prácticamente como en un final obligatorio universitario. Lo pensaba y no se asustaba de pensarlo, de nombrar a Massera –y a Perón- hablando de lo que podía ser, de pensar lo que pensaba. Una muestra más que no estoy bien, se decía, porque sí hubo algo que siempre tuvo muy claro fue que no estaba bien. Era un enfermo y un enfermero en el mismo cuerpo, un colectivo que pasa con ideas de suicidio y deseos de internación, pero que vuelve con racionalizaciones forzadas y llamadas a la calma. Así como a sus post-adolescentes veinte años se dio cuenta que no se gustaba, en meses posteriores se convenció de sus peligrosas cercanías con la locura. Estoy por volverme loco, solía repetirse en silencio, mientras miraba a su hermana mayor estudiar y escuchaba los ecos de Schubert que el pequeño equipo de música –criticado por una compañera de facultad porque no era de marca, compañera de facultad a la que se podría haber cogido de arriba abajo, a la que le hubiera podido romper el culo cuántas veces hubiera querido, pero no tenía ganas, estaba cansado y deprimido- anacrónico hacía rebotar por las cuatro paredes del monoambiente. Estrictamente hablando. A ella, de algún modo, también la estoy engañando, pensó alguna vez en relación con su hermana. Ella piensa que estoy bien, que sigo con mi vida corriente de cursadas y lecturas, pero, en realidad, estoy muy mal, soy un peligro para ella, ella no debería tenerme cerca, yo debería alejarme de ella, por su bien, por mi bien, por no terminar en la cárcel o en el manicomio. En la cárcel me violarían y en el manicomio me harían explotar de pastillas, no quiero una cosa ni la otra, quiero estar mejor, dejar a ser otro y volver a ser el que era, ese mismo que no me gustaba y por el que cambie de personalidad. Aunque no de cuerpo. El seguía siendo el mismo raquítico de siempre, el mismo flacucho al que su hermana le decía que coma. Y no sólo galletitas con paté y mate. Ella no puede decirme qué hacer, ella no debería decirme qué es lo que tengo que hacer, yo la estoy engañando, ergo, soy más inteligente que ella, ergo, en todo caso, yo la dirijo a ella, no ella a mí. Él, al igual que a su por entonces mejor amigo luego peor enemigo, círculos y vecinos, la estaba engañando. Si a los primeros, con el paso de los meses, les pudo hacer creer que ya no era más aquel adolescente soberbio y arrogante, con un sentido del humor obsesivo e insoportable, y que ahora era un joven que podía reconocer errores propios y desdoblarse lo suficiente como para llegar a escuchar al otro, a su hermana le mentía actuando que estaba bien, que todos los días que lo descubría a las nueve de la mañana a los pies de la cama sentado sobre ella y con las dos manos sobre su cara todo lo que estaba haciendo no era más que desmorrarse, después de una larga noche de descanso, luego de un fatigoso día de lecturas. Que cuando, sentados a la mesa casi exclusivamente de estudio que ocupaba prácticamente el sesenta por siento del monoambiente, lo descubría con la mirada perdida, con la pérdida en la mirada, todo lo que hacía era pensar, filosofar, no especular de qué modo podría quitarse una vida que a esa altura era más una muerte en vida que una vida por la que vale la pena morir. Pensó en pastillas, pero le pareció inapropiado confundir consumos de sus tiempos de ocio con elementos salvadores que finalmente le darían la clave para la auto-administración de su vida. Y, por lo tanto, de su muerte. Por ese entonces, agonizando su post-adolescencia y naciendo por entre los huesos contraídos de un vientre su gelatinosa adultez, sus lecturas sobre organizaciones político-militares setentistas y sobre conducciones esquizofrénicas que llamaban a soportar la tortura pero repartían en los portamonedas que usaban los colectiveros para administrar las monedas pastillas de cianuro a ser tomadas por los combatientes antes de caer en manos de las fuerzas represivas, tampoco ayudaban mucho. La pastilla de cianuro, pensaba, goza de dos ventajas: es rápida y silenciosa. Sin embargo, como todo lo rápido y silencioso, también plantea sus inconvenientes: ¿dónde lo haría?, ¿dónde se quitaría la vida? ¿En su casa, en su casa de estudiante pequeñoburgues universitario sostenido por sus padres sólo para estudiar y, además, para hacerlo solo, lejos de su influencia, tranquilo? En caso que decidiera tomarse la pastilla de cianuro acostado a una de las dos camas del monoambiente, después de haber esperado que su hermana se hubiera marchado para ahorrarle el lamentable espectáculo de un hermano suicidándose en frente de sus ojos, ¿no la condenaría igual al doloroso espectáculo de, al volver a entrar al departamento, ver inicialmente acostado y dormido a su hermano, pero posteriormente a un hermano que no se levanta ni se despierta por horas, un hermano que está comenzando a ponerse frió, al que le habla y no responde, que lo toca y tampoco, al que lo da vuelta para ver si le pasa algo y nada, un hermano que está con los ojos abiertos o la lengua afuera, un hermano que tuvo el decoro de esperar que se vaya para suicidarse pero que igual le dejó su cuerpo muerto ahí, en su cama, un cuerpo inerte que comenzaba a ponerse frío y que no respondía ni siquiera las –a esa altura- cachetadas que su hermana le daba en la cara, los golpes con lo que intentaba tanto resucitarlo como castigarlo porque le hubiera dejado ese regalo ahí, porque sus últimas palabras hayan sido un silencio sepulcral que la obligaba a tomar la palabra, llamar a la familia, tal vez a un médico y, finalmente, a la funeraria? ¿Había forma de ahorrarle ese trabajo, de quitarle el peso de tamañas tareas administrativas mortuarias, provocadas sólo porque él había decido comenzar a administrar su vida y su muerte?

No descartaba otras alternativas. Acostarse, en la misma cama de antes, hasta dormirse plácidamente, con las llaves de gas abiertas, era una posibilidad. Esta alternativa le gustaba porque le permitía el vallejiano –sin duda adolescentemente inferior- juego de palabras de que iba a suicidarse con una fuga de Bach. Pocas cosas más poéticas que dejar de vivir por Bach o alguno de sus análisis por Deleuze. Aunque no fuera su libro sobre artes plásticas. Otras variantes, la soga, el carcelario ahorco mediante sabanas anudadas, o arrojarse debajo de un tren o del subte no lo persuadían. Seguía eligiendo soluciones finales más domésticas y sedentarias -que evitaran el nomadismo y la exposición pública de o bien ir a comprar la soga o bien arrojarse al vació de las vías del sube o del tren-, como las pastillas de cianuro o venenos varios. El método del la soga le parecía trillado, lo había visto muchas veces en películas o leído en novelas. Además, no estaba seguro que el techo de su monoambiente de sexto piso fuera lo suficientemente fuerte como para soportarlo colgado. Tampoco estaba seguro de que hubiera un lugar en el que pudiera anudar la soga con la que se iba a estrangular. Tirarse a las vías del sube o del tren le parecía patético y triste, y ni siquiera de esa tristeza lúdica o melancolía alegre que admiraba de algunos poetas. Arrojarse a las vías del tren le resultaba doblemente desesperado que hacerlo a las vías del subte: el tren lo iba a embestir bestialmente, no había forma de que el conductor pudiera frenarlo, aún en menor medida que la potencia de freno del chofer del subte. Además, tanto la opción del tren como del subte anulaban uno de los principales factores que sobredeterminaban la idea del suicidio: que él, postmortem, luciera tan bello y joven, tan castaño claro y enrulado, como segundos antes de quitarse la vida. No era justo privar a sus familiares y amigos de observar su belleza física por última vez, aunque las chances de tomar contacto con su brillantez intelectual se hubieran ido para ya no volver. Era injusto privarlos de aquel último deseo, porque tanto efecto había surtido la educación sentimental de su madre y la mejor de sus amigas que él, antes de suicidarse, en lugar de pedir un último deseo, pensó en el último de los deseos de los que, a partir de ahí, lo verían muero. Y su último deseó, especuló, seguro de lo que pensaba, era que lo vieran por última vez antes de que el pozo ciego de tierra, madera y flores se lo tragase para hacer de su carne y huesos la ceniza que abonaría la tierra madre de futuros árboles. Ya que no había podido morir heroicamente, ya que no había podido construir la heroica vida que le garantizara una muerte épica y trágica, al menos quería emular a alguno de sus referentes en eso de morir joven y lindo. Y en eso de ser lindo, aún más que en lo de ser joven, pocos había que podían seguirle el ritmo. Había pensado en esperar hasta los treinta y tres años para tomar tan drástica decisión, de modo que la hermandad -aunque más no fuera de edad, necrológicas y bellezas- con los dos hombres y la mujer en cuyo espejos algunas veces se miraba, y cuyos ojos no pocas veces veía asomar por encima de sus hombros, hubiera sido más o menos total. Pero su vida era lo suficientemente miserable, e insana y enferma, como para esperar doce años más. Su post-adolescencia había terminado pocos meses atrás, y en pocos meses terminaría su vida.

Se inclinó por la pastilla de cianuro. Sería ella la que le aseguraría el acceso a la muerte tranquilizadora de la odisea y el tedio en el que se había convertido su vida en los últimos tres años. No sabía cómo conseguirla pero eso era lo de menos: si lo pudieron hacer conducciones político-militares treinta años atrás, yo también tengo que encontrar la forma -no con mucho esfuerzo- de hacerme de esas pastillas que van a ser la salvación de esta vida que ni siquiera abunda en pecados. A esta compañera de facultad, la que me criticó el equipo de música porque era pequeño y sin marca, ni siquiera me la cogí, ni siquiera le rompí el culo o le acabé en la boca, ni siquiera me le tire encima para dársela por el orto cuando provocativamete se acostó boca abajo en mi cama del departamento mientras los dos simulábamos que estudiábamos: ella simulando que no me histeriqueaba, con su culo parado en mi casa y sus manos -a lo largo de la mesa- rozando eróticamente los apuntes o cuadernos desde los que yo leía lo que estudiábamos; yo simulando que no tenía la pija parada, de sólo pensar en mí entrando en el culo de ella, o que en verdad me importaba lo que leíamos para un cercano final obligatorio. Ni siquiera eso, y, con ella, otras más, muchas más. Mi vida ni siquiera constaba de este tipo de acciones que hubiera sido condenadas como pecados por el religioso en cuestión al segundo de habérselas contado. Mi vida era calma, apacible, tranquila. Pequeñoburguesa, previsible, repetitiva. Quizá ahí estaban los motivos del conato de suicidio. No en la posmoderna proletarización estético-musical, en el logro de reinventarme y convertirme en otro o en los engaños a los que sometí –y, por medio de los cuales, me burlé y subestimé- a mi hermana, amigos y futuros peores enemigos. Tal vez ahí, en lo sabido, lo cotidiano, lo que –como la naturaleza- nunca muere porque nunca termina de nacer, nunca comienza porque jamás termina de morir, en lo circular y retornante, estaba uno de los principales motivos del sobredeterminado suicidio. Ese premeditado suicidio del que su hermana no tenía idea, aunque vivía con él y pasaban juntos ocho de las veinticuatro horas que tenían por entonces los días, y que su madre tampoco intuía, aunque continuaba hablándole de Schubert, Beethoven y Calamaro cada vez que lo llamaba –una vez por semana- por teléfono, y aunque continuaba enviándole biografías de Dylan para que las leyera y luego se las contara. Aunque ella ya las había leído, más rápido pero peor que él. Ese mismo suicidio del que las enfermeras, por indicación de los doctores, le dijeron a su madre, padre, hermanas y amigos que fue un milagro salvarlo, porque el cuadro psicológico de su hijo, hermano y amigo es muy delicado, tan delicado -agregaron las cuarentonas enfermeras que lejos estaban de responder al estereotipo de la enfermera sexy por la que tantas pajas se había hecho en su adolescencia- como se nota que él es. ¿Es así?, le preguntaron al grupo, pero esperando la respuesta de su madre, a la que habían enfocado con la mirada, cegándola por la luz de sus ojos. De todas maneras, hubiera sido ella, o su padre, quienes hubieran respondido por esa especie de sobreentendidos que tienen lugar en los grupos -en razón de relaciones de poder o vínculos sanguíneos entre los integrantes- gracias a los cuales algunos saben el momento exacto en que deben hablar, mientras otros callan, así como otros reconocen el instante preciso en que deben cerrar la boca, mientras otros toman la palabra. Su madre respondió sí, mi hijo es muy delicado, muy sensible, les agradecería mucho si tuvieran en suma consideración este aspecto, respuesta que fue atendidamente seguida por las enfermeras y confirmada con la cabeza, con un movimiento minimalista pero universalmente comprensible. Al menos, que los cinco mil pesos que gastamos mensualmente en este manicomio sirvan para algo, le susurró al oído de su madre su padre, susurró que estuvo muy lejos de serlo: hasta las enfermeras lo escucharon. Su madre, como Perón con los jóvenes inicialmente heterodoxos y formadamente especiales pero más tarde estúpidos e imberbes, tomó con la mano derecha el brazo homónimo de su exesposo para alejarlo unos metros del grupo y las enfermeras, llevándolo a caminar unos pasos por el vertiginoso parque aristocrático del lugar. Primero, no es un manicomio, sino un centro de rehabilitación psiquiátrica, comenzó, didáctica. Segundo –continuó, pedagógica-, el dinero es lo de menos, son cinco mil, podrían ser diez mil, ni a vos ni a mí nos hace falta, así que no seas miserable. Tercero y último, por favor, ¿podrías cuidarte un poco más de tu boca y no decir las barbaridades que acabás de decir en frente del grupo y las enfermeras? El grupo eran su padre y madre, sus tres hermanas, y tres amigos, los únicos tres amigos que tenía. Él era un muchacho de pocos amigos, que eran no buenos. Las enfermeras llamaron a su madre con un gesto de manos que ni ella ni su padre divisó, para luego, ansiosas, hacerlo con un señora y señor proseguido de su apellido, el apellido de su padre, no de su madre, es decir, el apellido de solera de su progenitora. Continuaron lo interrumpido: su hijo, les decíamos, y esto es algo que los doctores nos dijeron que les dijéramos, se salvó de llegar al límite del suicidio por muy poco, y su cuadro psiquiátrico es acorde a este límite al que él casi llega. Sin embargo, ha habido pequeños avances: ya no duerme dieciséis horas al día, sólo doce, ya no se queda sentado por horas al pie de la cama cuando lo obligamos a levantarse, ya no se mira extrañadamente al espejo cuando lo llevamos al baño parta que se lave la cara y se lave los dientes, y, por último, las pocas veces que habla, ya no repite siempre las mismas oraciones que repetía cuando llegó. Mi hijo -interrumpió su madre-, antes de que entrara en este cuadro crítico, estaba por rendir un final obligatorio de la facultad. El es estudiante –aclaró-, seguramente un poco incómoda por escuchar esas descripciones sobre el estado de su hijo y, sobre todo, porque otros -su exesposo, los pocos amigos de su hijos, hasta sus hermanas, o sea, sus hijas- también lo escucharan. Bueno –retomó una de las dos enfermeras, la que hasta entonces se había encargando de hablar con la familia-, posiblemente lo que su hijo repetía pero ya no repite más sea algo relacionado con esa materia. Aunque, seguramente, no sólo con eso. Pero, como les decíamos, ya está mucho mejor, y a partir de la próxima van a poder comenzar a visitarlo, aunque sólo dos veces a la semana, por un breve lapso de dos horas. Si todo va bien, y si su proceso de recuperación no se interrumpe por ninguna anomalía, en seis meses se lo van a poder estar llevando a su casa. Donde, eso sí, va a tener que someterlo a extremos cuidados y ninguna alteración. Los doctores, que no acostumbran a hablar con los familiares de los enfermos por profesionalismo, nos dejaron bien en claro que lo mejor, en el ideal de los casos, sería que se tomara unas vacaciones de sus estudios universitarios por un tiempo prolongado, porque, de acuerdo con los médicos, la relación entre su patología y la facultad resulta más que evidente. Es más, también nos dijeron que les dijéramos que, de ser posible, en el caso de que ustedes lo pudieran garantizar y él soportar, lo óptimo sería que abandone definitivamente sus estudios universitarios. Incluso, que nunca más en su vida vuelva a tocar un libro o un apunte. No sólo porque, nos aclararon los doctores, en él la asociación entre lectura y locura está más que fresca, sino también porque su estado es sumamente delicado. Pero no sólo momentáneamente muy delicado, sino eternamente muy delicado. Disculpen que se los digamos así pero queremos ser claras: él nunca va a volver a ser quién fue. Él cambio para siempre. Y es responsabilidad de ustedes ayudarlo a que todos los días esté un poquitito mejor de lo muy mal que llegó a estar.

Su madre no rompió en llanto. Escuchó atentamente lo que las enfermeras le explicaron al grupo por treinta minutos y, a partir del segundo posterior, comenzó a dibujar exis en el almanaque de su función maternal colgado de una de las paredes de su habitación. A la semana estaba visitando a su desvencijado hijo, quien la miraba como una extraña, y a los seis meses llevándoselo -con la ayuda de su exesposo-a su casa, luego de agradecerles -muy educa pero distantemente- a las enfermeras el trabajo que habían hecho con su hijo en los últimos ocho meses. Cuando llegaron, él estaba cansado y ella triste, su padre desorientado, la menor de sus hermanas al piano ofreciéndose tocarle Schubert o Beethoven, la del medio sentada en la mesa del living-comedor escuchando Dylan y Calamaro por mp4, y la mayor mirando a sus padres, esperando que estos le indicarán cuando y como debía ayudar a cuidar a ese trapo de piso encerrado en el cuerpo de un hombre que era su hermano. La mejor amiga de su madre estaba por llegar, así como sus narraciones a su madre de cómo había llegado a ese lugar, cómo había sobrepasado el límite de la salud que ella tanto le había inculcado, como se había autodestruido y cómo atentado contra su propia personalidad. Cómo, a fin de cuentas, había pasado de ser un joven hermoso, culto y alegre, a convertirse en un anciano raquítico, encerrado en su propio discurso y serio. Sartreanamente serio.

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