jueves, 1 de mayo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte V: Yo no debería ser yo.


A él no le gustaba él. A sus veinte años, en los territorios limítrofes entre los momentos finales de su post-adolescencia y los comienzos vírgenes de su temeraria adultez, llegó a la conclusión de que no se gustaba. Esto era un sismo en su vida. Siempre había sido al revés. Siempre, de la mano de gustos de madres, padres, tíos, tías, abuelas, abuelos, colegio primarios y secundarios humanistas y muchachas estacionadas en una auto detenido en frente del kiosco vecino de la casa de sus padres-no-divorciados, sus gustos para consigo mismos habían sido óptimos. Él era, para él, lindo, inteligente y culto. Sea con su cabello castaño claro en su versión lacia o enrulada. Ahora, a dos años de haber comenzado sus estudios universitarios, esto había cambiado. Quizá influenciado por las cervezas que, como buen alcohólico social, bebía los fines de semana, o por las sustancias –marihuana, hachís, salud- que, a sus tardíos dieciocho años, había comenzado a fumar –aunque a su mejor amigo de entonces, después uno de sus peores enemigos, le había dicho todo lo contrario-, él no gustaba de sí mismo. Si yo no gusto de mí mismo, pensaba en silencio, ¿cómo voy a pretender que una muchacha lo haga? Así era como explicaba su progresivamente insoportable soledad. Ese debe ser el motivo por el que nunca más supe nada de ella -con sus tetas y su boca petera-, ni de ella -con sus rubios y su culo parado-, ni de ella -con su pelo castaño oscuro lacio y su orto que tantas noches (y tardes colegiales y pajas a escondidas) había soñado partir-.

Él había dejado de gustar de sí mismo y sólo quedaba una cosa por hacer: ser otro. Había vivido veinte años equivocado. Casi el cien por ciento de su vida. Todo lo que había estado bien hasta entonces, ahora, de buenas a primeras, de la noche a la mañana, estaba mal. Todo lo que lo había distinguido hasta entonces, su cabello castaño claro lacio-enrulado, sus multidisciplinarias habilidades deportivas –sus compañeros de colegio lo envidiaban porque era bueno en todo: fútbol, básquet, tenis, paddle, ping pong, besos y sexo-, su inteligencia pedante e insoportable y su humor ininterrumpido –una tarde de colegio una compañera le preguntó si él siempre era así; ¿así cómo?, repreguntó él; así, como sos, de tan buen humor, siempre haciendo chistes, respondió ella; sí, contestó ingenuamente él, con una estúpida sonrisa en la boca y uno de sus tres amigos del grupo a su espalda, riendo a carcajadas, y presto a comentarle en breve, a explicarle después, que eso que había parecido una pregunta inocente de una compañera con excelentes notas pero pocos dedos en la frente, en verdad, había sido una de las críticas más despiadadas que había recibido en su vida. Para colmo en público. Y te lo digo sin conocer la inmensa mayoría de críticas que debés haber recibido en tu vida, le aclaró. Pero lo que te acaba de preguntar, siguió, fue un palazo del que vos ni siquiera te diste cuenta. ¿Dónde está toda tu inteligencia ahora, eh? ¿De qué te sirven tantos pozos ciegos de erudición sobre libros, música y pintura?, le preguntó su amigo, jocoso, mientras él lo miraba atento y en silencio, pero con esa expresión facial-corporal de distancia siempre a segundos de convertirse en desprecio, esa expresión corporizaba como materialización del complejo de superioridad con que se movía por él mundo, y que tantas críticas, disgustos, conatos de golpiza, corridas (no seménicas) y rupturas de relaciones con perdidas de amigos y amigas le había generado-; su humor ininterrumpido lo distinguía, tanto como la insoportable soberbia de su inteligencia, y aquel resultaba igual de imbancable que esta; sin embargo, no lo distinguía tanto como su seguridad -siempre pasible de mutar en pedantería-, su confianza en sí mismo –a instantes de volverse auto-afirmación-, su convencimiento de que él era el mejor de todos y de todos los tiempos. Todo esto, todo lo que le había generado prestigio -su cabello castaño claro y su buen aroma, sus destrezas deportivas, su humor e inteligencia y su convencimiento de ser inmortal- ahora estaba mal. A sus veinte años, estas características resultaban motivo de vergüenza –y auto-reproches, arrepentimientos y culpa: sobre todo mucha culpa-, más que de orgullo. Había vivido veinte años equivocado. Esta reflexión, esa frase, le gustaba y lo atemorizaba al mismo tiempo. Por un lado, lo hacía acordar a Fontanarrosa y al título de uno de sus libros, un literato que nunca había leído porque las burlas que su familia le hubiera propinado en caso de descubrirlo -sentado a uno de los sillones del living- leyendo ese escritor en lugar del teatro completo de Sheakspeare eran relativamente proporcionales al desprestigio universitario de leer a ese literato y no a Joyce, Proust o Adorno. Aunque su condición de estudiante universitario no se remontara a más de dos años en el tiempo. Sin embargo, había aprendido bien y rápido algunas claves del mundo universitario que, en los cinco años sucesivos al mes en que se desayunó que su subjetividad le provocaba las mismas arcadas que una chocolatada con alfajores, le depararían prestigio y reconocimiento: si de sobaquear se trataba, había que hacerlo con Bourdieu y no con un pseudolibro de una aglomeración de negros sobre las hinchadas, había que hacerlo con Joyce, Proust, Lezama Lima o Perlongher y no con Fontanarrosa, Capote o, incluso, Walsh o Arlt. Por otro lado, esa frase, que había vivido equivocado veinte años –cuando él tenía veinte años-, tenía la solemnidad y la grandilocuencia que tanto lo encantaban, aunque repitiera a troche y moche que su sentido del humor y sus lecturas cortazarianas y molinarianas tenían como objetivo, justamente, desembarazarse de la seriedad y la pomposidad provinciana que su década y media de vida en Capital Federal le había deparado. La solemnidad y la grandilocuencia de las frases potentes y contundentes eran encantadores de serpientes de su por entonces en crisis subjetividad. No sabía quién era. Se miraba al espejo, y nada. Intentaba recordar, y nada. Se miraba en la cara de sus hermanos, amigos y novias, y todo lo que veía era su cara en los ojos de los otros, pero nada más. Su dessubjetivación y búsqueda de una nueva persona, máscara, cara, había llegado demasiado lejos. Se le había ido de las manos. Era un pésimo aprendiz de brujo, el nuevo creador temerario del monstruo, un líder populista y octogenario al que jóvenes imberbes y estúpidos se le escapan por los costados –por la izquierda, nada por aquí, nada por allá- de su comandancia pendular y bonapartista.

Todo había comenzado con una rebeldía adolescente. Aunque ya se encontraba más en los instantes de eyaculación de su post-adolescencia que en los tiempos juguetonamente sexuales previos a la penetración de su adolescencia a secas. Todo había empezado con un inocente desplante estético. Ingenuo, pequebús y sin importancia. Un año de universidad no había sido envano, y su anacrónica idealización de los jóvenes hippies igualmente pequeño-burgueses de los sesenta había tomado carrera para saltar. Casi como él estuvo a punto de saltar de un monoambiente de un sexto piso de Almagro cuando ya no sabía quién era: no reconocía a sus hermanas, pensaba que los materiales históricos que leía habían sido escritos exclusivamente para su degustación y sospechaba que la mayor de aquellas formaba parte de una conspiración cuyo objetivo era asesinarlo. Secuestrarlo, torturarlo, liquidarlo y tirarlo al rio. Pero entonces, pileta, gaseosas y galletitas de por medio, nada era tan tremendo y suicida. Le comunicó a quien por entonces era su mejor amigo, más tarde uno de sus más infieles enemigos, que dejaría de vestirse como se vestía. Motivo por el cual, renunciaría a sus remeritas, pantaloncitos y zapatillitas de marca. Influenciado por la historia, contada por una Madre de Plaza de Mayo, de una muchacha, su hija -también de extracción clasemediera pequeñoburguesa-, que, en los tiempos de su militancia barrial setentista, decidió socializar su ropero y quedarse sólo con las dos o tres mudas de ropa imprescindibles para vestirse en la semana, él se deshizo de sus remeras de marca –incluso de la que llevaba puesta o estaba en una de las reposeras mientras tomaba sol cuando muchos de sus compañeros de colegio estaban trabajando- y las puso a disposición de los allí presentes. Su mejor amigo, después su peor enemigo, y los amigos de su mejor amigo. Todas las remeras de marca, colorinches e impecables, pasaron a formar parte del patrimonio estético de su mejor amigo de entonces, un muchacho de clase media-alta al que se le caía la ropa del ropero de la cantidad de prendas que tenía, y cuyos padres, un primor de personas los dos, sobre todo su madre, tenían que alquilar una cochera en el centro de la ciudad porque en el garage del chalet sólo entraban dos autos, teniendo que dormir el tercero afuera, y con el nivel de inseguridad y bolivianos que por entonces asolaba la ciudad eso era impensable. Por lo cual, a ponerse mensualmente pero que el tercero de los carros duerma adentro y seguro.

Mucho más influenciado resultó por un libro que leyó por entonces, a sus tiernos diecinueve años, por recomendación de su madre. En un interludio entre Shubert y Beethoven, su madre, quien se avergonzaba ante sus amigas y conocidas de los consumos simbólicos de su hijo de Calamaro y Dylan –de los otros no tenía ni idea: piedras de marihuana, hojas de cocaína y pantallas de LSD-, le acercó un libro, feminista y testimonial, de la militancia femenina armada de los setenta, una vez que lo escuchó hablar, radical y por lo tanto diletantemente, de Castro, Mao y Santucho. Un año más tarde daría vuelta como una media al interlocutor que se le sentara enfrente, pero por entonces todavía existía quien podía ganarle una discusión. Su madre le dio el libro, le dijo: vos deberías leerlo. Y el lo hizo: se lo devoró en tres días. Envalentonado, además, con que era un libro prestado, motivo por el cual no podía resumirlo. Lo cual aceleró aún más su ya eyaculadoramente precoz velocidad de lectura. Salió del libro indemne y seguro, lo que en su estructura de sentimiento de entonces era un estado constante e ininterrumpido: no había algo que pudiera atravesar su confianza en sí mismo. No había potencias de fuego que pudieran mermar su ego. Además, tres días en la vida de cualquiera no son lo suficientemente determinantes como para que a partir de allí la vida tome un nuevo rumbo, un nuevo sendero. Luminoso, le contestó a su madre, seco y pedante, cuando esta le preguntó que le había parecido el libro. Él no era así, cortante, sino todo lo contrario, verborrágico. Él sí era así, soberbio, pero a partir de entonces dejaría de serlo, pasaría a ganarse el segundo nombre de Modesto. Desde ese libro, una cosa y la otra cambiarían para siempre, hasta siempre, hasta la locura: lo que era verborragia, como un camaleón, se transmutaría en brevedad, sequedad, consición. Lo que era vanidad se convertiría en humildad, modestia, sencillez. Y por algún lado había que empezar: él decidió empezar por su vestuario. Pero lo que inicialmente parecía ser una rabieta post-adolescente sólo centrada en lo estético -y por lo tanto irrefutablemente pos-moderna-, con el paso de los meses se fue complejizando, se fue volviendo estético-política, después político-ideológica, más tarde político-militar, para desembocar en un rio sin desembocadura bajo la forma de uno de esos lugares en donde los colegios, los hospitales, los cuarteles y las dependencias estatales se parecen tanto como dos gotas de agua de un mar empetrolado y con marines en la orilla.

Lenín se equivocó, fue lo primero que dijo cuando, cinco años después, salió del psiquiátrico al que cayó por jugar a ese experimento consigo mismo. Una clase social no es una subjetividad, le explicó a su madre, quien a su izquierda lo sostenía del brazo para que no se cayera, y lo miraba condescendiente y doloridamente, con la expresión de una madre que observa a su hijo salir momentáneamente de la locura para entrar, también momentáneamente, al discurso de la razón. No lo es –siguió-, pero, por un lado, economicistas y reduccionistas aseveran que por la mera pertenencia a una clase debería construirse determinada subjetividad, hipotéticamente coincidente con los que serían los objetivos de esa clase, y, por el otro, hay clases, con sus hipotéticos o efectivos intereses, que nos hacen mudarnos de subjetividad, cambiarla, tirar la cadena con el niño adentro de la anterior y salir a la búsqueda de una nueva. Eso fue lo que me pasó a mí, mamá, le dijo, débil pero convencido. Ella lo miraba como entendiendo, como sabiendo a qué se refería, pero conteniendo la rompiente del llanto porque no quería que la viera llorar. Sin embargo, qué pena que le daba verlo así como lo veía. Flaco, blanco, débil y repitiendo lo mismo que decía un año antes de entrar al manicomio. Todavía con las secuelas de los libros que había leído cinco o seis años antes. Es así, mamá –siguió, con la indiferencia de quien no repara en las expresiones de los circundantes para continuar o callarse, con el automatismo de quien está encerrado en un discurso a cassette y cinta del que sólo ocasionalmente entran y salen personajes bajo la forma de madres o padres-. Es así, viejo, le dijo a su padre, intentando incluirlo en la explicación, esas explicaciones que desde adolescentemente inferior le encantaba dar y que tanto le hubiera gustado impartir en primaria, secundaria, terciario o, fundamentalmente, la universidad. Es así, sí, dijo después de un suspiro, y se convenció de lo que estaba diciendo, pero diciéndoselo a sí mismo, dialogando consigo mismo, asintiendo y haciendo muecas de acuerdo a lo que pensaba, para lastima de sus padres. Es así, che, yo salí a la búsqueda de una subjetividad nueva, sólo que no la encontré, escupió, y su madre rompió en llanto, se llevó las manos a la cara, dejó de sostenerlo del lado izquierdo, él se bamboleó sobre ese lado, su padre lo tironeó del otro, le hizo daño a su flaquísimo brazo derecho e insultó a su madre, como en los viejos tiempos, cuando veían noticieros juntos en el living de su casa de padres-aún-no-divorciados.

Él podría haber comenzado de vuelta. Desempolvar, no la pija que hacía un año que no metía ni sacaba de ningún lado por motivo de su encierro, sino su discurso feminista, los pantanos y charcos de libros y apuntes que había leído sobre el tema, sobre mucho temas. Lo intentó, pero no podía, estaba débil, muy débil. Ni siquiera podía mirar a los ojos, mantenerle la mirada a su adversario discursivo, soportar los segundos en silencio que vuelven insoportable la vida después de decir algo contundente, con una seguridad escalofriante. Papá, no seas, trató, pero su padre le echó una mirada de hielo y él desistió automáticamente de hacerlo. Quizá, esa misma mirada, cinco años atrás, mejor, siete años atrás, hubiera sido la mirada de un cachorro, de un ignorante, o de un diletante que se nota que habla de lo que habla sólo por hablar. Tal vez, incluso más, hubiera sido hasta un aliciente no sólo para empezar a hablar, para tomar la palabra, sino, también, para no dejarla más, para hacer de la palabra una pelota a la que habilidosa y egoístamente jamás se pasa a un compañero. Él sabía de eso. De tomar la palabra, hablar mucho, no dar pases y hacer enojar a su padre. Pero ahí no podía. Estaba débil como una hoja de cancel, como las notas musicales sobre un pentagrama mojado, y su padre ya no tocaba más el piano. Cuando volvió a su casa, alarmada toda la familia que el mayor de los hermanos había entrado en la locura y no se sabía cuando iba a salir de ella, su hermana menor, la persona más inteligente de toda la familia, se ofreció a tocarle algo de Schubert o Beethoven en el piano del hogar, la casa de su madre. ¿Por qué no Mozart o Bartok?, le preguntó –cálido- él, pregunta que años atrás hubiera sido desafiante o hasta descalificadora. Bueno, está bien, si eso es lo que querés, le respondió su hermana menor, pero segundos después su madre y padre estuvieron de acuerdo –finalmente- en que lo mejor sería que él subiera a la habitación a descansar un rato, que el viaje había sido muy largo. Además, tenía que tomar la medicación y recostarse. Saludó con la mano levantada a la menor de sus hermanas, sentada al taburete del piano, con la vista a la del medio, parada al lado de una de las columnas de la casa, incrédula del lastimoso estado en que encontraba a su hermano mayor. Ese mismo hermano que la hacía reír, le ganaba al voley y le explicaba todo y de todo. A su hermana mayor no la saludó, porque venía detrás de él, atrás de sus padres, uno a cada uno de sus lados, controlando que no se cayera ni por izquierda ni por derecha ni por atrás de la escalera que sus tísicas piernas apenas si podían subir. Era un viejo de ochenta años, ni siquiera líder de formaciones especiales. Él que tanto se había querido parecer estéticamente a hippies sesentistas, parecía como si hubiera tenido la edad que tenía ahora al comienzo de esa década, y, por lo tanto, actualmente, casi cincuenta años más. Estaba hecho pelota, y se le notaba. Era un anciano en el cuerpo de un joven, y no figuradamente hablando: no por sus gustos musicales, preferencias estéticas o preocupaciones político-teóricas, sino, más bien, porque la joven subjetividad perdida, suicidada, no lograda de transformar por una nueva subjetividad combativa, revolucionaria, había dado como resultado una nueva subjetividad vieja, casi inerte, sólo lo estrictamente necesario por encima del grado cero subjetivo que lo llevaría a la muerte corporal. Era un viejo en el cuerpo de un joven. Y pensar que todo había empezado por una remera, un libro y Lenin, siempre Lenin.

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