domingo, 27 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte IV: Por cada uno de nosotros.


Su familia era furibundamente antiperonista. Más que borgeanamente gorila, montoneramente antiperonista. A él, una vez que sus estudios universitarios lo alcanzaron, que el cuarto de siglo de vida ya no parecía tan lejano, y que el último periplo de su luego añorada adolescencia -la post-adolescencia- era dejado atrás con lustros y taquitos, le gustaba pensar que el conceptualizado peronismo sin Perón de los sesentas que historiadores y no tanto atribuían a sectores burocráticos-no-combativos del sindicalismo peronista –Vandor: cuyo apellido rimaba con Perón, ese hombre estaba destinado a grandes cosas, bromeaba- había tenido su reedición en los setentas –la historia no se repite, pero que las hay, las hay- con, simplificando -se defendía-, las organizaciones político-militares que pergeñaban una concepción instrumental-utilitaria del peronismo, en donde su base y apoyo social era lo que se debía rescatar, y su líder burgués y octogenario lo que debía lanzarse a las cloacas de la Historia –con hache mayúscula, seguía bromeando, para enervación de los serios y ascéticos-, tirando la cadena con el niño y el gitano adentro. Lo pensaba, lo decía, pero no enfrente de su familia, ya que, autoafirmativamente, alegaba que ella no iba a entender siquiera un diez por ciento de sus pensamientos e incómodas ocurrencias. Y eso que eran todos profesionales, constructores de puentes, sembradores de campos, redactores de escritos y analistas políticos con título y todo. No lo iban a poder entender porque, en verdad, no todos eran tan montoneramente antiperonistas como podía parecer. Como un River-Boca, Moreno-Saavedra, Rosas-unitarios, Roca-Mitre, Roca y Mitre-radicales y anarquistas, radicales-conservadores, radicales-anarquistas y socialistas y comunistas, socialistas y comunistas y conservadores y radicales-peronistas, y, a partir del 17 de octubre hasta el 1 de mayo del ’74, peronismo-resto del mundo político argentino, su familia se dividía en dos bandos claramente demarcados: uno peronista –abuelo mitológicamente combatiente de la resistencia peronista, ponedor de caños, velas, cuernos y miguelitos; tía y tío mitificadamente integrantes setentistas de la JP, a esa altura, Montoneros-, y otro antiperonista –abuelo pampeano en los 40’s por Buenos Aires escuchando grandes orquestas de tango y padeciendo, un lustro después, el agua sucia de las fuentes de las plazas por los pies negros que en ellos se habían bañado; tío ingeniero que, irracionalmente, le dijo alguna vez que todos los guerrilleros de los setenta eran unos loquitos de mierda, incluyendo al que ahora está en el poder, dejándole bien clarito que sí hubiera nacido veinte años antes, habiendo dado a luz, entonces, a sus hijas en los sesentas, en caso de que alguno de esos guerrilleros de mierda hubiera secuestrado a alguna de ellas, él se hubiera cagado en los derechos humanos y todas esas boludeces de las que se habla ahora, y, directamente, hubiera buscado hasta encontrar a los responsables del secuestro y le hubiera pegado un tiro en la frente a cada uno, porque, agregó, en este país los derechos humanos sólo defienden a los delincuentes, no a la gente, remató citando, nada autoritariamente, a otro ingeniero luego devenido (la mentira tiene patas cortas, decía su abuela paterna, mentira, le respondía él) simple egresado de escuela secundaria-. Su familia, como el país en el ’46 -o en abril del 2008-, se dividía en peronistas y antiperonistas. Pero, como casi todo cuando el ojo se aparta de lo macro y se concentra en los detalles, cuando se propone escudriñar el arbol y no el bosque, la cuestión no era tan binaria y dicotómica, tan maniquea y blanco o negro, sino repleta de matices, claroscuros, grises y contradicciones. Hija del supuesto combatiente resistentemente peronista diciéndole a él, en los últimos meses de la última de las estaciones de su post-adolescencia, que se cagaba en Perón, que, ya desde el ’43, había sido un viejo facho, que en los ’70, cuando ella cursaba los primeros años de sus estudios secundarios, había mandado al muere a los mismos que le habían dado vida, que lo habían revitalizado y resucitado políticamente. ¿Sí?, ¿te parece?, entonces, ¿no reivindicás ni a Perón vos?, le preguntó –ingenuo- él, durante uno de sus periodos de mayor peronización, consecuentemente con su estatus de joven clasemediero educado sentimental y políticamente en las aulas vacías del progresismo. Sí, ni a Perón, le respondió ella. Su tía. Aunque tu pregunta, dejame corregirte –siguió-, supone que el último recurso de la reivindicación para los más o menos progresistas sería justamente sería aquel viejo fascista y asesino, lo que es una contradicción. ¿Cómo –comenzó a preguntarle arteramente, envalentonada por su argumentación política anterior- defender a un militar capitalista, que llamó imberbes y estúpidos a los jóvenes que impidieron que se muriera con más pena que gloria en la España franquista, va a ser la forma en que progresistas disconformes con la repetitiva disconformidad de la vernácula izquierda marxista-leninista-trotkista van a sellar su pacto de saliva más que de sangre con la causa de los desarrapados, descamisados, humildes o como más te guste llamarlos? Él se la quedó mirando, pensando. Él se quedó pensando, mirándola. Pero, ¿cómo?, pensó para sí, hablando en un lenguaje interior, interno, privado, ¿ella no era peronista? ¿Cómo puede ser peronista y criticar tanto a Perón? ¿Ella no es la hija de un supuesto militante de la Resistencia Peronista, de alguien que, efectivamente, fue diputado por esa fuerza, de un hombre que se llenó la boca sobre esas causas para después vaciarla y dar vuelta atrás, de una persona que fue detenido por la última dictadura cívico-militar y estuvo preso por un año por su pasado peronista, de un hombre que se reunió con Massera en el estudio de su casa -el mismo estudio del que las fuerzas que lo detuvieron, por orden del trifronte poder del que Massera era una de sus cabezas, le secuestraron las obras de Marx y Lenin y Trotsky- para que le asegurara el apoyo de parte del peronismo pampeano, ahora que el marino quería reinventarse como un nuevo Perón -para lo cual tenía a detenidos-desaparecidos montoneros trabajando para él en los campos de concentración argentinos a cargo de la marina-? ¿Ella era la misma persona? Mejor preguntado, jugaba él, ¿él era el mismo? No él, post-adolescente que, leyendo por entonces Poder burgués y poder revolucionario de Santucho, escuchaba las atípicas conversaciones de sus tíos maternos sobre la materia, desarrollando, al mismo tiempo, un lamento por su pobreza conceptual y desconocimiento histórico, pero, también, un nivel de atención que le aseguraba la certeza de que ninguno de sus dichos, silencios o gestos podía escapársele. El, el padre de su tía, su abuelo, ¿era el mismo? ¿Cómo podía combinarse, en una sola vida –todo lo que tenemos, acotaba para dejar bien en claro su ateismo por entonces marxista-, el anarquismo, el socialismo, el comunismo, el peronismo a secas, el peronismo cañero, el peronismo montonero, para terminar desembocando -como los estiércoles domésticos en los piletones municipales construidos a esos fines- en lo peor del peronismo, en el peronismo de mierda, el peronismo fascista, golpista, asesino, genocida?

Su madre, hermana de su tía, hija de su abuelo, no decía palabra, y ponía Beatles, Shubert o Beethoven en el noventista equipo de música familiar, comprado por iniciativa de su padre pero gracias a la surrealista paridad cambiaría nacional que lograba, por ejemplo, que a sus padres les resultara más barato pagarle su tan ansiado viaje iniciático intelectual por la Europa no castellana que un viaje al norte o a los países limítrofeticamente hermanos, para que pudiera empaparse –secarse- o bien de la realidad social de la región más pobre del país, o bien de la falta de calidad de vida de los pueblos originarios en esos países en donde estoy aún sobrevivían –y, parecía, estaban empezando a vivir, a revivir políticamente- en número y forma, y no habían sido ilustradamente perseguidos o bien por la católica corona española o bien por los iluministas gobiernos sudacas que miraban las luces e ideas de la revolución francesa pero seguían los métodos oscuros y apagados de la inquisición medieval. Por eso, él, como privada señal de protesta, no visitaría España. Además, dijo -se dijo-, ahí hablan español, idioma que ya sé conversar y escribir –y muy bien-, motivo por el cual, mejor, me doy unas vueltas por Inglaterra, Francia, Italia e Irlanda del Sur, así, por un lado, practico mis excelentes pero siempre necesitados de práctica ingleses, franceses e italianos, y, por el otro, visitó la madre patria de la que desciende una parte de la familia, es decir, una parte de mí, exactamente la mitad, justo de la que no cargo el apellido –lo cual me hubiera asegurado seguras distinciones sociales:¿Cuántos descendientes de irlandeses hay en los colegios o universidades?- pero sí los genes, esos poquísimos genes que se transmiten y condicionan más que determinan el color de piel, ojos y cabello. Y su forma, claro. Mi ex castaño claro lacio, mi actual castaño claro enrulado, devienen de allí, de los genes irlandeses que intentaron hacerse la américa en América cuando la América estaba en la Irlanda misma, sólo que en el norte y un tiempo después, con el IRA y la ira que suscitan los abusos de los imperialistas imperios británicos, estadounidenses o españoles. Mi abuelo materno -en una almorzada mesa familiar paterna alguna vez extrañamente citado por mi padre, católico y profesional-, solía recomendar la lectura de la biblia, no sólo por la obvia razón de que uno debe saber cómo piensa y qué dice el enemigo –mi abuelo, además de Marx, Lenin, Trotsky y la biblia, también leía Clausewitz-, sino también, decía, porque uno debe tener como un hábito constante leer, al menos, una novela por mes. Y la biblia era una gran novela. Tanto por su tamaño como por la cantidad de miles de años que fieles e infieles -santos que no fueron santos, vírgenes a las que le habían roto su himen los mismos santos infieles-, vienen creyéndosela, tomándola a rajatabla, considerándola un texto santo. Cuando, continuaba para escándalo de los católicos presentes, sabiendo que lo que decía era desde provocativo y polémico hasta irreverente e irrespetuoso, ninguno texto es santo. Cualquier texto, como la filosofía, es perversión, remataba, ganándose las miradas atónitas de los comensales, y esos silencios que no connotan respeto o falta de compresión sino la represión consciente que sobreviene después de escuchar algo que desata la ira, pero que, en caso de darle lugar, desataría, también, una batalla campal en donde platos, cubiertos y las mesas serían objetos de guerra. Borges, en su época argentinista y radical –de apoyo a Irigoyen-, solía recordar mi abuelo, escribió que hay dos temas sobre los que no se debe discutir, a riesgo de ser inoportuno o maleducado: política y religión. Precisamente los dos asuntos sobre los que nunca se dejaba de discutir en la mesas familiares, maternas o paternas, en las que él se sentaba, y todo, desde su más tierna adolescencia inferior, por obra y gracia de su persona: primero, un adolescente lacio y claramente castaño, prácticamente un modelo; después, casi un adulto enrulado y castañamente claro, un facsimil del Robert Allen Zimmerman de 1965. Pero, más allá de sus especificidades estéticas, más serias o frívolas, era el mismo: un joven arrogante y soberbio, seguro de sí mismo, irreverente y hasta maleducado, todas características que la educación sentimental de su madre-mejor amiga, Schubert-Beatles y, más luego, Calamaro-Dylan no habían logrado erradicar, aunque, ya sobre los momentos cúlmines de su post-adolescencia, todo parecía empezar a cambiar. Precisamente cuando los avistajes con su madre-mejor amiga se espaciaron como mínimo por dos meses o, incluso, por todo un cuatrimestre o semestre, cuando Schubert y Beethoven dejaron de ser los climas de ambiente que acompañaban sus infusiones nocturnas o digestiones de siesta, y cuando, por último, sus consumos –simbólicos- de Calamaro comenzaran a avergonzarlo de cara a sus nuevos compañeros o amigos y Dylan, Dylan siempre estaba bien pero era solamente Dylan, ya conocido y parte de su larga adolescencia, y de lo que se trataba, pensaba, decía, era de salir a la búsqueda de lo nuevo, de lo nunca conocido, conocer a otros pero también ser otro. O, al menos, intentarlo. Aunque este intento y deseo pudiera llegar a costarle muy caro. A jugarle en contra. A dejarlo en pampa y la vía. A metros de un dealer, de las barrancas de Belgrano, pero, también, de la locura. Y, virtualmente, de la muerte. De tus ojos.

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