domingo, 20 de abril de 2008

Sobre mi amigo Agustín.


Agustín, para empezar, es de esas personas que te piden que escribas sobre ellas. Pocas actitudes hablan peor de una persona que esa acción. Como aquellos seres que no dejan de hablar sobre sí mismos –y que cuando su interlocutor lo hace sobre su vida automáticamente se toman un trasbordo a la luna y desatienden-, o que no merman en preguntar cómo lucen, cómo estuvieron, qué resultó gracioso de lo que dijeron, esas personas que piden que se escriba sobre ellas poseen un narcisismo, un egocentrismo, una egolatría, que difícilmente pueda caber incluso en la cancha de Independiente de Avellaneda. Porque, claro, Agustín, como Andrés Calamaro, Gastón Gaudio o una de las mujeres más hermosas que me tocó en suerte –en desgracia- conocer en mi vida, es de Independiente. Del rojo. Tengo un abuelo y un tío que son simpatizantes del cuatro históricamente rival de Independiente, Racing, pero, si uno y otro juegan, mi corazoncito zonzito -desinteresado de todo lo que tenga que ver con el fútbol que no incluya los vaivenes deportivos de Argentinos Juniors de La Paternal- se inclina por Independiente. No tanto por memoria de mis simpatías adolescentes hacia Calamaro, mi recuerdo del respeto que me generaba el revés mágico de Gaudio, o la reverencia que me provocaba y provoca la belleza científica y objetiva de la que seguramente sea la nueva mujer más hermosa del mundo, sino porque Agustín es de ese cuadro, y, bueno, qué se le va a hacer, nadie es perfecto. Nadie. Rezaba un chiste escrito en una de las columnas de entrada de mi colegio secundario, chiste que, a pesar de lo malo y pésimo que era y es, siempre me generó mucha gracia, justamente por lo absurdo que resultaba.

Hevia -este es el apellido de Agustín-, un caballero –o no se qué- que peleó en no recuerdo qué batalla para la época de no me acuerdo qué momento de la hoy partidariamente socialista, obrera y española España –según reza un cuadro ubicado al lado de la puerta principal de la casa de su madre y padre en Santa Rosa, una ciudad por la que Hevia daría la vida-, no es lo que se dice un muchacho absurdo o surrealista. Es, más bien, un hombre –para concederle esto- centrado, razonable y lógico. Tampoco es, a mi nada modesto ni humilde entender, una de esas personas sobre las que escribimos más arriba: esos seres que no dejan de hablar de sí mismos, que no escuchan al otro o la otra, o que preguntan, inmediatamente después de haber dicho o callado algo, cómo estuvieron, o qué opinamos sobre su intervención u omisión activa. Agustín, además de racional, auto-dominado y un poco reprimido –sé que esto no va a ser de su agrado, pero, qué va, lo escribo de todas maneras, sino, ¿para qué coño somos amigos?-, es callado, atento a los silencios –aunque diría que no a los detalles- y buen oidor. Hevia es de esas personas que saben escuchar. Así como algunas tienen un buen par de tetas o cachetes del culo que, por sí solos, justifican sobradamente su presencia en el suelo de la tierra, Hevia posee un buen par de oídos que, si bien no suelen contribuir con su hermana boca una vez que aquellos ya hicieron lo que tenían que hacer y ahora debe ser esta la que haga lo que debe hacer -es decir, dar buenos consejos-, son un buen par de oídos que, además de que escuchan -o sea, no interrumpen-, van bastante bien con el resto de la fisonomía de su cara compuesta por un pelo lacio más morocho que castaño oscuro –aunque también lo sé, casi como si lo hubiera parido, aunque todo lo que hice fue soportarlo y disfrutarlo, que esta descripción tampoco le va a robar sonrisas-, una nariz prominente que por sí sola podría considerarse un propio cuerpo pero que, sin embargo, no quita uno sólo de lo suspiros que sus otros dos cuerpos generan en las plateas y populares femeninas, y un esqueleto escuálido, desgarbado y tísico que, aunque pareciera que pudiera jugarle en contra, resalta la dignidad de uno de sus tres cuerpos, y lo beneficia en soltura y velocidad cuando decide desmudarse de sus camisas polísticas, jeans a tono con la coquetería anterior y zapatos náuticos que dan la impresión de que todo el tiempo está a punto de salir a navegar, para calzarse una calza en las piernas -con el aderezo de un par de medias en la entrepierna-, una vieja camiseta en el torso y unos botines en sus dos mágicos pies para salir a enseñarle al mundo qué es ese viejo asunto del fútbol y sus gambetas, desbordes y goles.

Hevia es un pésimo jugador de fútbol. Sin embargo, es un gran siete. Uno de los mejores que vi en mi vida. Tranquilamente, podría sentarlo a él y a la muchacha con la que comparte cuadro de simpatías en una mesa y decir que, en esa mesa, están tanto la mujer más linda del mundo como el mejor siete del planeta. Cuando Claudio Caniggia jugaba al fútbol, y Mariana Nannis aún se masturbaba en su bañera de cristal con agua mineral, champang y una foto mía, era aquel el que resultaba injustamente elogiado cuando -como un estúpido relator de fútbol lo apodara- era llamado El hijo del viento, y Hevia el que resultaba perjudicado ya que, en realidad, ese apodo era para él, él era, en verdad, el que merecía esa denominación, el que tenía comprado todos los números del derecho a ese apodo. Cuando jugamos a la pelota, Hevia siempre de siete -repartiendo desbordes-, yo siempre de cinco, ocho o diez, la misma indiferencia da -distribuyendo ahogos, faltas de aire y necesidades de recambio-, aquel suele ser una luz iluminista e lustrada que prácticamente no se ve cuando hace de las suyas en el verde césped artificial de la cancha de fútbol cinco por la que pagamos desorbitantes precios para patear un rato más las piernas de los contrarios que la pelota en común por la que chocamos. Es cierto que en muchos pases y paredes ni siquiera se lo ve porque pasados los diez minutos iniciales ya se cansa de correr y dejá, por la única puerta de salida, la cancha para irse al bar del lugar a beberse unos alcoholes y charlar con las muchachas que, ocasionalmente, estén sentadas en las mesas vecinas. Esa es otra de sus especificidades: Hevia es proporcionalmente certero con el arquero rival –y por lo tanto enemigo: a los amigos todo, a los enemigos ni justicia, aunque él no es peronista y mucho menos maoísta- que con las personas del sexo opuesto. Hevia poco entiende de los estudios de género, que uno no nace hombre o mujer sino que así se construye y lo construyen, por lo que, en esta ocasión, dejemos esto de lado. Pero lo que él sí nunca deja de lado es esa especie de adicción por el sexo opuesto, el femenino, que lo doblega y obliga a enviar rosas o desayunos o directamente pasajes a San Martín de los Andes o, mucho más directamente, autos, barcos o aviones a las muchachas que llamaron la atención sus dos verdes –según él, y solamente él- ojos. Yo tengo la hipótesis de trabajo e indagación de que todas las mujeres –o chicas o muchachas o pibas- que me han faltado y todavía faltan en mi vida son las que Hevia interceptó –y sedujo y encantó y enamoró- en el camino, aunque el destino, según él mismo me dijo, las haya enviado para mí y no para este sátrapa nada zaparrastroso de pésimas habilidades futbolísticas y muy discutibles ojos verdes. Así como hay hombres que no son de una sola mujer, sino de muchas, como Hevia, hay hombres que tampoco son de una sola mujer, porque no son de ninguna, como yo. Y, aún así, somos amigos: yo soporto sus vanidosos pedidos de escribí sobre mí, escribí sobre mí, sus desaprovechamientos delanteros de los pases talentosos que como diez le sirvo en bandeja después de haber dejado a tres rivales desparramados en el suelo del verde césped artificial, sus mentiras sobre su cabello castaño claro oscuro y ojos verdes que, respectivamente, son un pelo morocho a secas y ojos marrones en el mejor de los casos claros, y sus nada roobinhoodescos robos de muchachas que el destino había enviado para mí, y él soporta que a un justificado pedido de escritura sobre su persona a mí no se me haya ocurrido nada mejor que esto. Pero, bueno, ¿para qué están los amigos sino para disculpar tanto pedidos que no se saben responder como respuestas que no dan la talla de pedidos que se sabía que no se iban a saber responder? Es que es considerablemente difícil escribir sobre otra persona. Más si esa persona es un amigo. Aunque ese amigo, aunque más no sea, sea Hevia.

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