domingo, 13 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte III. Parte de guerra.


Una de sus principales contribuciones, una contribución con la que ella, inadvertidamente, colaboró con sus prácticas de la frontera entre su adolescencia inferior y adolescencia a secas, sucedió una noche fría de invierno en la que sus padres y otras parejas amigas se juntaron en la casa del matrimonio mejor amigo de sus progenitores. Mientras los hombres, masculinamente, salían en un par de autos a buscar por rotiserías del lugar lo que se comería y bebería en la mesa de la clasemediera pero coqueta casa, esa mujer, para escándalo de sus latentes pero cada vez más manifiestas hormonas, desde la pieza -¿o habitación, o cuarto?- matrimonial en la que estaba con su madre, el resto de las amigas y él mismo, les contaba que, días atrás, había comprado lencería íntima en el viejo lugar de siempre, para luego, escandalosamente, ofrecerse a mostrarles tanto uno de los nuevos corpiños y bombachas que había comprado -los que llevaba puestos-, como a, en el baño que estaba exactamente al lado de la habitación y en frente de un hueco que daba cuenta que la casa tenía escaleras hacía un pequeño pero beatífico primer piso, a cambiarse lo puesto y a mostrarles el resto de los corpiños y las bombachas. Fue así como, empezando por lo primero, en el baño o en el hueco debajo de la escalera, no recuerda, ella, en pleno invierno frío, se sacó lo puesto y, ahora sí recuerda, debajo del hueco de aire que la pareja mejor amiga de sus padres también usaba como presentable depósito, pasó a desnudarse hasta la ropa interior para mostrarles a sus amigas –y, ya que no había más remedio, al curioso hijo de una de ellas también- las nuevas armas de seducción vestimentales con la que esa misma noche amarraría a la cama a su marido, para comenzar a amortizar el nada despreciable costo de las nuevas bombachas y corpiños. Cuando lo recuerda, cuando el recuerdo decide atacarlo y obligarlo a hacer memoria, él todavía se ríe -no a carcajadas, sí por dentro, pero potentemente- de que ella, en la primera muestra de ropa interior, la que llevaba puesta cuando los recibió en su casa, les dijo que se pusieran cómodos, y se dirigió a la cocina para traer las picadas y aperitivos que volverían menos repetitivos a Schubert y Davis, le dijo a él, justo a él, que no mirara. Sí, claro, pensó en su momento, como en los cinco años sucesivos en los que evocó su figura, su atractiva figura, para hacerse al menos una de las tres pajas cotidianas que acometía contra su propia salud física, pero también contra la salud de sus familiares, su madre, padre y hermanas, no porque, incestuosamente, hiciera lo propio para con él o ellas, sino porque el olor a paja, es decir, a leche y esperma, que había en su habitación o en el baño luego de que él, solitariamente, decidiera entretenerse por su cuenta, era tan potente como la burla interna que le propinó cuando, ingenuamente, ella pretendió que él se olvidara de su hermoso cuerpo sólo cubierto por un revelador más que contender corpiño y por una delgada bombacha que, ya a sus prematuros trece años, se consideraba un experto en bajar, pasar por entre los dedos de los pies, y tirar a cualquier lado de la pieza -¿o cuarto, o habitación?- para ocuparse de lo que realmente habían venido a hacer.

Esta adolescente catarata de pajas, deseos lujuriosos –incluso para con las amigas de su madre, no así para con las de sus tres hermanas, lo que luego, casi adultamente, sería catalogado por un freudiano psicoanalista como demostración de su complejo de Edipo-, burlas internas y efervescentes, y ansias de que fuera de otra la mano que comandara la cabina central de su trasbordador sexual, no contradecía su educación sentimental dulce y sensibiloide. Ni tenía porqué hacerlo. No eran los reproches de su tetona y culona compañera secundaria, los reproches de que la quería menos para darse manitos por debajo de los bancos del colegio que para mantener su mano derecha en el culo de ella las ocho horas de cursada, o para tocarle la tetas por encima del –blancas palomitas- delantal blanco, o para que ella se la chupara en el baño de mujeres del colegio, o para que él se la cogiera por detrás aunque por delante en el mismo lugar. No, clínicamente, era el despertar de su sexualidad adolescente. Más bien, como le corrigiera el mismo psicoanalista freudiano –que odiaba a Lacan y Althusser- en los comienzos de sus adultez, cuando lo visitara ocho meses en un mes como consecuencia de su sensación de paranoia, sentido perdido del tiempo y el lugar, ataques de pánico, y recurrente sensación de que estaba a punto de volverse loco para convertirse en Napoleón, Maradona, Gardel o el hombre más inteligente del mundo, eso fue menos el despertar de tu sexualidad que de tu genitalidad, porque tu sexualidad está bien despierta desde que naciste, agregó, al punto de que desde ese momento no hiciste más que tener y mantener relaciones sexuales con tu padre, madre y hermanas, concluyó el psicoanalista, para escándalo disimilado de él, que, todavía bajo el manto de una patología mental que lo obligaba a no realizar demostraciones explícitas de afecto o reconocimiento, no quiso hacer nada que pudiera darle a entender al psicoanalista que se había asombrado -hasta maravillado- por lo que acababa de escuchar.

Ese despertar genital de la mano de una de las amigas de su madre –lo de de la mano no era más que una construcción habitual del lenguaje coloquial, no una descripción literal de cómo su cuerpo iba creciendo y mares de sangre concentrándose en islas antes desiertas- fue, también, su despertar político. No porque, sesentista-setentistamente, fuera consciente, en su adolescencia, que una relación sexual, de algún modo, es también una relación política, es decir, que el sexo es político, sino porque fue aquella misma mujer, que para su edad estaba más fuerte un helado de dulce de leche y borrachito en la mejor heladería de la ciudad, la que, de nuevo sin querer, lo fue introduciendo en los pormenores o mayores de la política nacional a través de esporádicas pero rentables en su memoria alusiones a un tan Perón, o a una cosa que, evidentemente, pensaba él, se deducía de aquel: un algo llamado peronismo. Su educación sentimental pre-adolescente se bamboleaba entre los imperativos dulces y sensibles de su madre –que, a esa altura, más que dulces ya eran caramelo-, y las sonatas de Schubert y las melodías de Los Beatles –sabía más de ellos que cualquiera de los adultos a los que, supuestamente, pertenecían los cds y long plays-, antes de que las rimas fáciles de Calamaro y Dylan entraran en acción y arrojaran los restos de su genitalidad desenfrenada por el inodoro junto con niños gitanos adentro, pero contemporáneamente a las sobremesas en su-casa-de-padres-todavía-no-divorciados donde su padre y madre y su amigo y amiga lo dejaban entrar aunque no pertenecer, hasta que el sueño lo pudiera y terminara con los brazos cruzados sobre la mesa y su cabeza entre ellos, totalmente dormido: donde también, brillantemente, le preguntaba a su padre ingeniero de dónde vienen las palabras, por qué la coqueta mesa de madera que acababan de comprar dulces por el uno a uno engatuzador se llamaba mesa y no equipo de música extranjero, que también acababan de comprar, sólo que, en este caso, no por insistencia decorativa de su progre pero consumista madre sino de su profesional aunque liberal padre. Este le respondió, intuitiva aunque bastante aproximadamente, que las palabras venían de viejos pero muy viejos acuerdos entre las primeras comunidades que poblaron la tierra, las que, por ejemplo, decidieron llamar piedra a la piedra, fuego al fuego, y pan al pan. Ahora que lo pensaba, esta explicación se alejaba bastante de la infante, y, por eso mismo, no elegida extracción católica de su padre, ya que, si de explicaciones religiosas del nacimiento del lenguaje se trataba, había aprendido en los primeros cursos de lingüística, semiología y semiótica de sus luego despreciados estudios universitarios, que el lenguaje, junto con los reyes, primero, y los curas, después, era la palabra de Dios en la tierra, creación del máximo creador. Máxime cuando es todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Su padre, en cambio, había optado por una explicación estructuralista –con todos sus pertinentes pos y post- del nacimiento del lenguaje, y eso le estaba diciendo mientras él se asombraba, al grado de la maravilla, de que esa estuviera siendo una las pocas –sino la única- oportunidad en la que uno y otro se comunicaron, conectaron, se sacaron chispas de relación paterno-filial y conocimiento académico-universal: pudieron relacionarse sin competir y luchar por el amor de su madre o esposa de su padre. No pasó lo mismo en innumerables oportunidades, como, por ejemplo, aquel invierno todavía-de-padres-no-divorciados en el que los tres observaban un noticiero en el que un por entonces locutor le reprochaba a una madre que hubiera llevado a su hija a una manifestación, en donde la policía, excepcionalmente, reprimió a mansalva con balas de gomas y de las otras a los manifestantes, resultando varios hombres y mujeres heridos, entre ellos la madre de la niña que fue llevada a una manifestación reprimida por la irresponsable de su madre. El comentario final de aquel conductor había sido retomado y sarcásticamente criticado por otro de los conductores de moda del momento, sólo que, en su caso, no de un informativo sino de una programa de humor que pretendía camuflarse como un noticiero irónico para el que hacía falta estar informado –hojear los diarios, no leer libros, le dijo su padre- para poder seguirlo. Su padre no estaba de acuerdo con este transgresor conductor joven pero sí con el express conductor del noticiero, quien poco tiempo después dejó su puesto a uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis que lo secundaban –y a los que él ninguneaba- y, luego, a otro de ellos, un sujeto que no por quemar libros, por momentos, resultaba menos insoportable que el que los escribía, un hombre que sabía ponerse contento porque ahora había uno menos en la calle. Así como también una menos. Una bala menos. Lo que mata de las balas es la velocidad. Qué pena, diría este segundo conductor, que la velocidad de las mismas no pueda matar más a menudo a los que no son lo veloces como para correr de las balas que los persiguen.

La situación sucedió en el living de la casa, el que se encontraba ni bien se ingresaba a la casa –no podía llamarse hogar- por el frente, y no por la pequeña puerta -ubicada a la derecha de la entrada principal- que permitía entrar al garage, al que también se podía ingresar por la puerta delantera del mismo, la única de las tres puertas de la casa –no podía llamarse hogar- que daba directamente a la vereda de ese barrio de clase media-media, la única puerta que no tenía por delante un pequeño jardín, una masetas donde –provincianamente- dejaban las llaves que siempre eran de una cantidad menor a la de los habitantes de la casa que las necesitaban, y un inmenso y grueso álamo que, cristianamente, luego sería cortado de pies a cabezas por la dependencia de la Iglesia Católica que compró la casa, una vez que el banco, previa separación de los padres y madres y mudanza de la segunda de ellas con cuatro hijos a cuesta y una riestra de ajo en una de las desvencijadas valijas, tomó posesión de la misma para que la familia y la meta-familia que dirigía los hilos de la primera por encima de su cabeza intentara pagar o descontar ese tipo de deudas que jamás se terminan de saldar. Él y su padre estaban mirando televisión, con su madre -como una mosca- rondando alrededor de ellos -sólo que, en lugar de intentar meterse en su oídos, limpiaba todo lo que estuviera al lado, debajo o encima de ellos, iba y venía del comedor hacia el living y de este a las dos piezas y el baño que estaban en la parte delantera de la pequeña casa-, cuando sintonizaron el noticiero en cuestión, el que su padre siempre miraba por sensibilidades político-ideológicas, que informaba –es una forma de decir, acotó su docente maestra, quien había suspendido las tareas domésticas sólo para quedarse a esperar la indignación que le provocaría la representación de la noticia que, lo sabía, estaba por venir- sobre una manifestación de desocupados –trabajadores desocupados, corrigió a modo de bocadillo su madre, ya para indignación político-ideológica de su padre- en el sur del país, que había sido disuadida –reprimida, comentó por tercera vez su madre, segundos antes de lo que parecía ser el pedido de divorcio de su padre- por las fuerzas policiales del orden –¡fuerzas represivas del desorden!, le gritó al televisor, con la escoba vieja en una mano y el repasador gastado en la otra, para chisteo y burla de él, y mirada de hielo y reanudación de la guerra fría matrimonial de su padre-. Por favor, ¿me dejás ver tranquilo el noticiero?, le preguntó, extrañamente tranquilo y sereno, su padre a su madre, quien le contestó: sí, pero, ¿por qué ves esto?, este tipo es un hijo de puta. Lo veo, le respondió su padre, porque me gusta escucharlo, lo que últimamente se esta haciendo imposible porque vos, como una tarada, te la pasas gritándole al televisor, y por lo tanto no me dejás escuchar lo que el periodista, un hijo de puta para vos, está informado. Primero, le retrucó su madre, no informan, deforman, y, segundo, este tipo no es periodista ni en pedo, gracias si terminó la secundaria. Me importá un carajo, dejame escuchar lo que dice y no me rompas más las pelotas, pelotuda, concluyó su padre, en una digresión poética y violenta de su parte que le generó los miedos y trompadas invisibles en su estómago que también padecía cuando sabía que estaba por retarlo, o pegarle, o decirle que tenía mierda en la cabeza, o alguna otra alta construcción literaria de ese barroco nivel. Años más tarde, ya pasadas por encima su adolescencia inferior, a secas y superior, cuando sus estudios universitarios, descubriría que tanto su madre como su padre estaban equivocados y en lo cierto a la vez. El tipo era universitario, graduado en nunca supo bien qué carrera, en nunca supo bien, tampoco, qué universidad privada: su madre se había equivocado, su padre había dado en la tecla. El tipo era un hijo de puta, un fascista que, adolescentemente, cual un picnic secundario, haría muy buenas migas con el mejor exponente de lo que por entonces se denominaba quinto peronismo, con el que la amiga de su madre, una vez más, ahora también simpatizaba: su madre estaba en lo cierto, su padre había meado afuera del tarro. Su madre y su padre dejaron de discutir, de educarlo matrimonialmente, no porque ella, maduramente, dejara de insultar al fascista hijo de puta de la pantalla o porque él, progresistamente, dejara de defenderlo o de menospreciar a su madre, a la esposa de su padre, sino porque él se levantó del sillón de cuero marrón –una vez divorciados, quemado purificadoramente por su madre en la vereda de la casa junto con libros de Alzogaray y discos de Larralde, al que el único amigo de izquierdas de su padre rebautizaba como Fachalde- para ir al baño a mear la tapa del inodoro y no tirar la cadena. Por esos mismos años, por haber tirado –esta vez sí- la cadena del inodoro pero con el niño gitano adentro, se estaban yendo por las turbulentas aguas del retrete sus furias sexuales para con la amiga de su madre, las mismas que tanta culpa habrían de generarle cuando la educación sentimental de las tres sociedades madre-mejor amiga de su madre, Beatles-Schubert y, un poco más tarde, Calamaro-Dylan, hubieran cumplido su trabajo. Cuando hubieran hecho de un niño de cabello lacio castaño claro, desprejuiciado y políticamente irrespetuoso, un adolescente enrulado con el mismo color de pelo, pero con un nivel de enrosques, inseguridades, culpas y remordimientos que poco tenían que envidiar, en sus contradicciones internas, a las contracciones estomacales y paradojas que políticas que, más seguido que a veces, descomponían y recomponían, contraían y construían, aquejaban y beneficiaban a ese fenómeno social que, ya en su adolescencia posterior, iba aprendiendo que tenía algo así como una quinta versión. Ese fenómeno que en sus épocas universitarias, sólo para contradecir a sus admirados profesores, queridos amigos y respetados compañeros peronistas, comenzó a llamar como el hecho burgués en el país maldito. Para alegría de John L. Cook.

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