domingo, 6 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte II.

Su novio lo sabía y no le preocupaba demasiado, estaba convencido de que ella siempre terminaría eligiéndolo a él, porque él se la sabía coger, él dominaba la cama y a ella en ella y no al revés, como sucedía cuando ellos dos iban al baño de mujeres y ella le decía todo lo que él tenía que hacer, le aclaraba si esa tarde o esa noche él se la iba a coger por atrás o ella sólo se la iba a chupar, le dejaba bien clarito que, ahí, todos sus pozos ciegos de libros y música de poco servían y que el tipo de saber que importaba, el que ella tenía, iba a ser el que le iba a impartir. Aunque, al menos en pretensión, él intentara partirla a ella. También, ¿qué querés?, se defendía él, yo tengo sólo catorce años y vos diecisiete y tu novio veinte, incluso dos más que los del grupo vecino al que pertenecía el flaco que me robó la chica de la que me enamoré el verano pasado por toda una semana, vos sólo dame tiempo y vas a ver cómo esto que ahora te entra fácilmente en la boca y apenas sentís cuando te cojo por atrás en poco tiempo va ser mucho más imponente que impotente, porque, fijate, si en muy poco tiempo aprendí a besar lo suficientemente bien como para no dejar, brutalmente, marcas en los labios ajenos que beso, en muy poco tiempo, también, esta baja concentración de sangre en un diámetro de espacio más bien chico va a ser otra cosa, y ahí te quiero ver. Es que sólo tengo catorce años, remató, para enternecimiento de ella. Hicieron lo que tenían que hacer, lo que fueron a hacer al baño, y ella lucía distante, alejada, como autista. ¿Te pasa algo?, le preguntó -sensiblemente- él, mientras se quedaba unos segundos más sobre ella, disfrutando los últimos instantes de lo que habían sido seis minutos magníficos. No, le respondió -secamente- ella, pero con un innegable tono cortés, mientras lo sacaba de atrás, se subía primero la bombacha de todos los días, después el pantalón nada elegante y por último el guardapolvo –blanco como su inocencia- todo desabrochado y arrugado por el polvo, para, finalmente, pasarse el pulgar y el índice por la comisura de sus labios para higienizar los últimos rastros de él en ella. Estuvo bien, normal, como siempre, pero no entiendo como tenés el tupé de nombrarme, aunque sea sin nombre, a la mina de la que estuviste enamorado el verano pasado para intentar explicarme que en poco tiempo me vas a coger mejor que mi novio, para colmo, antes de que te la chupe y de que me cojas, vos no sos lo que pensé que eras, yo sólo te intereso para que me la pongas por las tardes o noches en el colegio mientras nos rateamos de alguna de las materias de Contabilidad. Al final, sos igual que el resto, ese resto que tanto vos criticás. A la final, no entendés nada. No entendiste nada, nene, le escupió, con la misma velocidad y potencia con la que segundos atrás había acabado en ella, o con la que su novio se volcaba sobre su cara. Él se quedó helado, horrorizado. Ella lo estaba acusando, aunque no pudiera decirlo, exteriorizarlo, teorizarlo, cómo él sí podía, de aquello mismo que la crianza y educación de su madre y la mejor de sus amigas tanto le habían alarmado, de aquello contra lo que ellas, y los cantaautores nacionales o extranjeros desde sensibles hasta loosers que lo habían instruido sentimentalmente –The Beatles, Dylan, Calamaro- desde su post-infancia hasta su adolescencia inferior, tantos carteles de señalización y avisos de cuidado y gesticulaciones de aviones partiendo o aterrizando habían levantado. Él se estaba aprovechando de ella, la estaba usando, la quería sólo para coger, la había convertido, cosificado, en un mero objeto sexual, se dio cuenta mucho más tarde, cuando sus estudios secundarios eran pasado, como ella con sus dos enormes tetas y su culo donde tantas veces había acabado, y sus lecturas universitarias un presente rodeado, entre otras cosas, del desentendimiento desde teórico hasta cotidiano de algunos de sus históricos educadores sentimentales, empezando por su madre y Calamaro.

Su madre, muy joven, no sólo fue uno de sus principales educadores sentimentales en su adolescencia inferior y adolescencia a secas. También fue uno de sus principales publicistas. A veces recuerda cuando, en sus periodos adolescentes previos a su adolescencia superior, se enteraba que su madre, verborrágica y orgullosa, le comentaba a sus amigas más íntimas –que no por íntimas dejaban de ser de cuatro o cinco- los actos o dichos supersensibles de su hijo mayor, el único varón. Él, todavía, lejos estaba de inscribirse y cursar estudios sentimentales con los que serían sus principales profesores en la materia, Calamaro y Dylan, y todo lo que sus oídos se restringían a escuchar, cuando los altoparlantes familiares así lo disponían, eran dos discos de Los Beatles concentrados en un solo cd, o lp’s de música clásica distribuidos entre lo que por entonces era su casa, la casa de sus abuelos maternos y el hogar de la hermana de su abuela materna, la única que aún poseía reproductor de long play –que a él siempre le resultaban tan cortos, combinados con chocolatadas dulces y galletitas de chocolate con dulce de leche- en un tiempo en donde la hegemonía de los equipos de audio con espacio desde para un cd, hasta, como máximo, tres o cuatro, comenzaban a ser la frutilla del postre o la merienda con chocolate frío y masitas ricas de los centros de venta de electrodomésticos que también tanto proliferaron por esos años.

Su madre, cada vez que tenía oportunidad –y cuando no la tenía también-, hacía gala -regatas de gala- de la sensibilidad oral y performativa de su hijo. Ella se consideraba la única responsable de esta sensibilidad, al punto de no considerar, siquiera, las influencias que, ya por entonces, las melodías de Lennon y Mac Cartney o las sonatas de Beethoven o Shubert estaban ejerciendo sobre la subjetividad de aquel, la que, como un pedazo de arcilla en su estado más maleable, se veía influenciada por cada persona que veía, escuchaba o leía, y se iba formando con un dinamismo que tenía más el ritmo de tumbos que de valses o músicas alegres con líricas tristes. Si dialogaba con un primo que en realidad no era su primo, luego, en la escuela primaria o secundaria, repetía las palabras que aquel primo-no primo, casi una década mayor que él, le había dicho antes de que él no hubiera podido decirle nada. Lo había dejado sin palabras. Lo cual no era nada fácil. Al grado de que uno de sus apodos, quizá el único de entonces, en su adolescencia inferior, hacía referencia a una verborragia que no tomaba descanso ni siquiera para respirar. Si charlaba con el quiosquero de la esquina de su casa de madre y padre todavía no divorciados -soltero, fanático de San Lorenzo y de un humor fantástico aunque más agresivo que inteligente-, más tarde, cuando con compañeros más que amigos del barrio pasara toda la tarde pateando en un potrero que era, a la vez, el patio de la escuela primaria a la que asistió pero, también, una cancha que quedaba a una cuadra de su casa y veinticinco metros del vecino más cuervo del barrio, hablaría buena parte de las palabras, gastadas y giros que había aprendido -o sea, padecido- en sus conversaciones casi tan barderas como cordiales con el dueño del quiosco.

Con este, cómo decirlo, lo unía una relación que, sin ser de amistad –la diferencia etaria entre uno y otro, para entonces, era poco menos que abismal, más de quince años los separaban-, era de una complicidad más que compañerismo que permitía que, antes de ir a patear a la canchita de la escuela ubicada en la esquina de la manzana próxima a la de su casa con uno o dos vecinos del barrio y algún que otro amigo, hicieran una parada estratégica en su quiosco, tanto para anotar en las cuentas que sus padres tenía en él alguna botella pequeña de esa bebidas gaseosas que tanto se tomaban por entonces y se siguen tomando actualmente, como para avisarle que iban a ir a jugar, y que, aunque sabían que él jamás podía ir con ellos, porque, a pesar de sus jóvenes veintipico de años, trabajaba todo el día en el quiosco que alguna vez había sido de sus padres pero del que él ahora estaba a cargo, eso era la vía libre, el llamado de aviso, la carta de notificación de que él podía salir un rato afuera, a la calle o la vereda, para patear unos tiros con ellos, los que tanto padecían la violencia descomunal que unos tiros disparados por la insensibilidad veintiañera de un grandulón quiosquero efectuaba sobre sus cuerpos. Fue justamente uno de estos cuerpos, el de él, educado sentimentalmente por su madre, Los Beatles y Shubert, el que, una vez, resultó extrañamente elogiado, justamente, a la salida del quiosco del cófrade quiosquero del barrio. Sus padres –no recuerda puntualmente si el rey o reina que lo chistó para ser el emisario o cartero del recado a realizar fue su padre o su madre- lo mandaron al quiosco de la esquina a comprar no importa qué, porque esta noche venían unos amigos, la pareja mejor amiga de sus padres, y faltaban esos objetos que los invitados de la noche, seguramente, iban a requerir tanto con su presencia como con la manifestación explícita de que, para acompañar lo que se comía o para agasajar lo que se bebía, querían justamente eso que no estaba sobre la mesa, “porque el infradotado de mi hijo”, “no le digas así, che, no seas animal”, “bueno, bueno, vos siempre defendiéndolo, te comento que también tenés, tenemos, otras tres hijas: decía, porque el bonito y bueno y sensible de mi hijo se hizo el boludo”, “che, no hables así”, “bueno, se hizo el tonto de ir a buscarlo cuando, con ella, antes de que ustedes vinieran, le pedimos que lo hiciera”. “Pero, che, no se hagan problema, porque, después de que se almuerza o cena más de tres veces a la semana en una casa que no es la propia, no sólo se deja de ser invitado para pasar a ser uno más de la familia, sino que, también, se pierden los derechos de invitado, como ser una mesa llena y repleta, copas de vino altas y de cristal, platos caros y cuadrados, y todo eso que en este caso está de más porque somos amigos y, vos, che, rubiecito lación, dale, no seas malo y andate a buscar al quiosco lo que tus padres te pidieron antes de que vengamos y que no fuiste a buscar. Dale, que si lo hacés te agrego unos mangos a la mensualidad paternal para que te puedas comprar esas gorras, remeras o jeans que vos solés comprarte todos los meses”, le dijo el hombre de la pareja amiga de sus padres, a quien él, a diferencia de lo que le sucedía con su padre, encontraba increíblemente gracioso, divertido, casi un padre perfecto. Después, las leyes de la historia, con sus respectivos hijos e hijas, demostrará que aquello no era así.

Entonces, envases y dinero exacto para el pago en mano, se dirigió hacia el quiosco de la esquina, del que, después de los saludos y gastadas de rigor con el cómplice del quiosco, emprendió la vuelta por su misma vereda, la opuesta a la vereda de su casa, cuando, misteriosamente, sucedió algo prácticamente metafísico. Enfrente del quiosco, en un auto que para entonces debía resultar actualizado pero que hoy ya debe ser anacrónico, había varios jóvenes, los que él no alcanzaba a distinguir si eran mayoritariamente varones o mujeres. Tampoco sucedió que mirara atentamente, más bien, venía contando el vuelto después de la compra y hablando sólo, como siempre solía hacerlo cuando caminaba en soledad. Tenía, sí, la costumbre de -en un descanso del soliloquio caminante- mirar el interior de los autos o las casas de familia, bajo la sospecha de que esa combinación de curiosidad y chismosidad lo iba a hacer acreedor de secretos hogareños o móviles vedados para el resto de los mortales. Pero, esta vez, focalizado en controlar –militarmente, administrativamente- si su cófrade quiosquero le había dado bien el vuelto de la compra de gaseosas, pan y vino, y ensimismado en su conversación en voz alta con nadie más que consigo mismo en movimiento, no sólo que no pispeó el interior de la casa de la familia del quiosquero, ubicada al lado del quiosco, sino que tampoco miró el auto, aunque allí, se dio cuenta después, anidarán más mujeres –chicas- que hombres –chicos-. De hecho, no sólo que en el interior del auto había más chicas que chicos sino que, incluso, había chicas lindas -aunque un poco más grandes que él-, chicas que, estéticamente, se hubieran destacado en su colegio primario, colegio en donde, por el barrio y la ciudad a la que pertenecía, el nivel de concordancia entre el ideal moderno, burgués y racional de belleza y sus estudiantas era considerablemente alto. Resultó, así, que al salir del quiosco escuchó desde el interior del auto que una de estas muchachas -que él, posteriormente, en sus pensamientos y divagaciones, fijó en el táctico número de tres- gritó algo así como “qué lindo rubiecito”.

Él se quedó pensando. No recordaba, puntualmente, que lo hubieran llamado de ese modo -rubio o “rubiecito”- muchas veces en su vida. De todas maneras, no le molestaba. Para él, estaba bien con que lo reconocieran como castaño claro, por lo que lo de rubiecito, si bien no lo halagaba, tampoco lo ofendía. Como sí ya lo comenzaban a ofender los rulos que, tímidamente, empezaban a nacer en su por entonces lacio cabello, el mismo que había sido omitido, en su lacitud, por las muchachas desde dentro del auto, aunque elogiado por su color y pertenencia a un cuerpo supuestamente bello. En cambio, con lo de “lindo”, sí, ya estaba mucho más familiarizado. Desde la infaltable abuela que, de las dos -en el caso de que las haya-, elogia hasta más no poder a su nieto –fuera el que la hizo abuela por primera vez o uno de los sucedáneos-, hasta la madre o alguna de sus muchas amigas que, ya desde muy pequeño, en la capital o en la otra de las ciudades en las que vivieron, rocía en elogios obsecuentes y mentirosos a su hijo o hijo de su mejor amiga, él se encontraba absolutamente acostumbrado a que lo interpelaran como niño, adolescente o chico bello, así como también se identificada totalmente con esa interpelación: él se consideraba un muchacho bello. Sólo un par de veces, una vez a su grupo de cuatro amigos de la secundaria y la otra a una amiga de la facultad de la que después se enamoró para finalmente perder todo contacto con ella, contó la anécdota de lo que una compañera de la primaria, posteriormente egresada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Córdoba, le dijo ya en séptimo grado, cuando estaban a punto de tomar caminos diferentes, de dejar de ir a la misma escuela primaria supuesta y mentirosamente de vanguardia. Aunque sí de pequeñas-burguesías venidas a menos o en alza de ir a más. Esa compañera le contó que, en jardín, todas las chicas del curso -las mismas que ahora pasaban por al lado de él y nada- estaban enamoradas de él, porque él, además de su cara tallada de acuerdo con los rasgos que el ideal moderno de belleza juzga deseables y su cabello castaño claro lacio, tenía ese no se qué que tienen los niños tristes pero alegres, con una alegría melancólica o tristeza lúdica. Él, sin embargo, cuando pensaba lo que esta chica le había dicho -ya sea cuando lo contaba, después, o cuando se acordaba de eso, sólo y tirado en su casa-, siempre pensó que aquel gusto de ese harén de mujercitas hacia él se debió menos a su cara de modelo o cabello aplanado y color amanecer en los horizontes pampeanos que al hecho de que, por entonces, a diferencia de lo que sucedió después, sus padres, más generalmente su familia, gozaban de un buen pasar económico, disfrutaban de comodidades y hasta ciertos lujos. Y eso, como casi todo, se sabía en el colegio.

Él, cuando lo pensaba en sus tiempos secundarios, o sea, el periodo que va del final de la adolescencia inferior, al transcurso de la adolescencia a secas para rasguñar los inicios de la adolescencia superior, no creía que ellas, su harén de admiradoras pre-escolares y escolares, supieran, por ejemplo, la obra social a la que su familia estaba afiliada, la dieta a la que la familia se sometía o sometía a ella, o las pocas horas que tanto su padre como su madre trabajaban, quedándoles mucho tiempo, entonces, no para leer, ya que ninguno de ellos era lo que se dice un lector voraz y ambicioso, sino para escuchar algo de música, con la que inadvertidamente educaban sentimentalmente a uno de sus hijos, o juntarse con amigos en casas propios, ajenas o bares. Él, intuía por entonces y estaba convencido en sus tiempos universitarios, arriesgaba que cada una de las familias a las que estas iniciáticas admiradoras pertenecían, en las mesas familiares en las que se dicen tantas atrocidades y se habla de otras tantas frivolidades, conversaban sobre el tema, como sobre muchos otros asuntos, escuchando sus compañeras de pre-escolar y primaria lo que sus padres y madres decían, y, dado que habían sido estos mismos lo que desde muy pequeñas les habían dicho que lo primero y primordial era preocuparse por su pasar económico, estudiar una carrera que asegurara ello y elegir un pretendiente o novio que pudiera facilitar -o al menos no entorpecer- ese camino, ellas consideraron, pensaba él, que de todos los hombres que conocían -o sea, sus compañeros de escuela y de barrio- él era el indicado, el ahora niño pero en el futuro hombre que, por el cómodo ir y venir monetario de su círculo de socialización más inmediato, les aseguraría una posteridad tranquila. Quizá, sin la necesidad, siquiera, de preocuparse por estudiar una carrera universitaria o tener que trabajar.

Estaba convencido de lo precioso de los atributos faciales, capilares y corporales que la naturaleza le había regalado, ya que, ahora sí, por ineludible influencia no sentimental pero sí religiosa de su madre, en contra de todo lo que su familia paterna y ramificaciones creía –es decir, hacía- y lo hacía sentir mal mediante reproches, había algo en la absoluta, omnisciente y todo poderosa idea de Dios que no lo convencía. No pocas veces, quedando claro que por entonces lo emocionaba más la repetición de un gol de Maradona que un libro de Deleuze o una melodía triste de Dylan, jugaba con la idea de Dios diciendo, nada originalmente, sólo para llevarse la contra a su madre, que Dios sí existe, que está entre todos nosotros, juega al fútbol, y, por cierto, muy bien. Un par de años después, cuando escuchara la canción número diez del primer disco de Honestidad Brutal de Calamaro, se reiría de la coincidencia, pero, también, soberbia y pedantemente –tentaciones en las que no paraba de incurrir por entonces-, se enorgullecería de haber pensando, sólo con la cantidad de años del supuesto número de la mala suerte, lo mismo que un afamado compositor canta-autor había pensando a sus jóvenes pero longevos treinta y cinco años. También, representando la ortodoxia de una machismo recalcitrante del que después -cuando sus estudios universitarios- se avergonzaría al punto de no poder dejar de morderse la cola de la culpa, en las mismas mesas familiares meta-paternales en las que, sólo para molestar a su madre, atea y feminista, decía que Dios existe y juega al fútbol, diría, con los mismos objetivos anteriores, que así como la zurda de Maradona era una prueba –irrefutable, científica, Althusser- de la existencia de Dios, que Maradona -al igual que Dios, de acuerdo con las religiones judeo-cristinas- fuera un hombre, era una nueva demostración no sólo del sinsentido histórico del por entonces menos de moda feminismo –sin llegar por eso a ser el tema de la memoria-, sino, también, de su ociosidad e irrelevancia. No era tan grave, juzgaría años después, que en esos caprichos más que discusiones tuviera como oponente a su madre -la misma que, sin saberlo, junto con The Beatles y Schubert, lo educó sentimentalmente en los pisos inferiores de su adolescencia-, como que tuviera como aliado, argentino pero europerizante, a uno de sus tíos materno-paternos, el mismo que, años después, se burlaría de los pueblos originarios, las organizaciones político-militares de los ’70 y la socialdemócrata redistribución de la riqueza no sólo económica sino también simbólica, algo que, si bien su consciencia -¿o falta de ella?- de niño contempló inadvertidamente, su consciencia –totalmente tomada, para bien de mares consumidos y zares con tazones- de universitario progresista no podía perdonar. No podía perdonarse. No lograba perdonarse haber sido tan irresponsable en su adolescencia primera, como para volverse religioso y machista ante su madre atea y feminista, a la que después correría –mucho más rápido- teóricamente, tildándola de inconscientemente machista y subrepticiamente religiosa. Menos podía perdonarse, casi diez años después, haber sido tan irresponsable en su infancia, no haber aprovechado la parva de mujercitas que, como esclavas sexuales, se rendían a sus pies, no haber perdido los diques morales ahí mismo y haberlas desvirgado en el mismo instante en que él mismo perdía su virginididad, por otra parte, nunca perdida del todo, nunca perdida del todo. Aunque, visto en retrospectiva, prácticamente una década después, no creyera una sola palabra de la anécdota que su compañera de primaria ahora licenciada en Comunicación le contó en séptimo grado, y que él, luego, contaría a tres amigos con los que perdió el mismo contacto que a la amiga de facultad de la que, tiempo después, tiempo atrás desde el momento en que perdió contacto con ella, se enamoró.

A ella, a diferencia de esta anécdota, no le contó la otra, la historia de las chicas que, desde adentro de un coche en frente del quiosco de la esquina de su casa, le dijeron “qué lindo rubiecito”, justo cuando él volvía de comprar lo básico e indispensable que sus padres le habían indicado adquirir para estar mínimamente a la altura de las circunstancias cuando la pareja amiga –ella, la mujer de la pareja, es prácticamente la segunda madre de él, con toda su coquetería y peronismo- llegara a la casa un viernes por la noche. Sus padres se juntaban con esta pareja amiga casi todos los viernes y sábados de todas las semanas. Él, gracioso y barbudo –aunque nulamente revolucionario, pos-modernamente menemista, al igual que su padre-, ella, coqueta y peronista, sólo que de otro peronismo, de uno de los quichicientos peronismo que andaban dando vuelta por el país y el mundo. Cuando ellos discutían estas cuestiones en las sobremesas de las cenas en su casa, cuando la mayor y la mediana de sus hermanas ya se habían ido a dormir, y la otra estaba por nacer o durmiendo como consecuencia de su prematuro nacimiento a los nueve meses de gestación, él se los quedaba escuchando, no entendiendo nada de todo de lo que decían, intentando desencriptar las palabras que salían de las bocas de dos ingenieros y de las sonrisas que los labios de dos maestras ofrecían al mundo. Sólo tiempo después, a más de un lustro de estas sobre-mesas, él llegaría a la conclusión -habiendo trocado su soberbia adolescente por una falsa humildad universitaria aún más pedante que la primera- que lo que sus padres y amigos de ellos decían, visto desde el punto de vista desde el que él los miraba, no sólo que no era incomprensible sino que resultaba absolutamente básico, y que detrás de los títulos de ingenieros no se escondía más que un conservadurismo amparado en un cuadro clavado en un entrepiso o en un refugio familiar, así como, también, de que las sonrisas recurrentes de maestras simpáticas todo lo que simulaban era un pseudo-progresismo que no se dudaban en abandonar en caso de que una casa de ropa se reservara el derecho de admisión a determinadas filiaciones político-ideológicas, y que era tan pseudo que, sólo para no incordiar o molestar a sus respectivos maridos, era, en el mejor de los casos, maquillados bajo frases de sentido común o apelaciones al consenso y el respeto, o, en el peor de los casos, olvidado y reprimido bajo la conformista excusa de tener una cena o sobremesa en paz. Así todos los viernes, sábados, semanas, meses y años.

Claro, siempre es preferible tener una cena en paz, que una vida en guerra. Aunque, en estos casos, las cenas o sobremesas eran lo único que se poseía en paz, ya que la vida en general resultaba una guerra a veces más fría, a veces más caliente, una combinación de antagonismos soviéticos-norteamericanos y Mac Luhan que permitía tanto la prosecución de una farsa de matrimonio -aunque los conyugues no se tocaran un pelo o una fibra de sentimiento desde hacía años- como la presentación externa de un matrimonio prácticamente perfecto, con complicidades y humoradas por doquier, al que, sin embargo, sólo le restaba un puntapié inicial dado en otra casa y librete roja para que en la propia figurara el primer divorcio de los antiguos dos tortolitos. Él, en esta dialéctica de conformismos matrimoniales católicos e ingenuas esperanzas de “todo en algún momento se va a arreglar y vamos a volver a hacer los que éramos antes”, era un aprendiz sin brujo que, al mismo tiempo que se enteraba que existía algo llamado peronismo que había nacido mucho tiempo atrás y que había tenido muchas expresiones a su interior que habían llegado hasta a matarse, iba aprendiendo a leer miradas, silencios y gestos, a imaginar respuestas allí donde no las había, a intuir indignaciones que se callaban por no estropear –como un trapo- la cena o sobremesa pero que luego, cuando los invitados-como-de-la-casa se habían ido, se explicitaban con un nivel de amplificación más o menos proporcional al de represión horas atrás. Él, al mismo tiempo que iba aprendiendo sobre las paradojas del casamiento y la pareja -no obstante lo cual, durante mucho tiempo, no quiso otra cosa que estar de novio con una compañera con la que, una vez que los dos hubieran finalizado sus estudios universitarios, se iba a casar-, iba siendo educado en las artes del amor, no sólo, primero, por Los Beatles y Shubert, y, después, por Calamaro y Dylan, sino, también, en mucha menor medida, por su padre –de quién aprendió todo lo que no debería hacer como padre y esposo-, y, en mayor medida, por la pareja amiga de sus viejos. Él, barbudo y divertido, le enseñó a perder el hipo no solamente conteniendo la respiración o bebiendo un vaso de agua de golpe sino esperándolo: él le dijo, “estoy con hipo”, “bueno, contené la respiración y así se te va a ir”, le respondió el amigo más de su padre que de su madre, “no, ya lo intenté y sigue ahí, che”, le dijo -soberbio y divertido- él, a lo que aquel, con mucho más histrionismo que pedantería, le contestó “bueno, está bien, pero, hacé una cosa, avisame la próxima vez que te esté por venir un hipo y de acuerdo con lo rápido o lento que lo haga y su sonido yo te voy a decir la mejor manera en que te lo podés sacar”. El consejero en cuestión era ingeniero. Él se quedó esperando unos segundos, seguro de que el hipo estaba por venir, seguro de que de esa forma iba a poder gozar una vez más del placer de tener razón y demostrarle al otro de que por más contenciones de respiración o vasos de agua que se tragara el hipo no se iba, pero, misteriosamente, los segundos se volvió un minuto, y el minuto minutos, y al segundo o tercero no lo podía creer, se lo quedó mirando fascinado no sólo porque el otro le había sacado el hipo sino porque lo había hecho bajo una táctica que desconocía, se había burlado un poco de él pero para ayudarlo, para ayudarlo a que perdiera el hipo, y así dejara de molestar e interrumpir sus conversaciones de sobremesa con un hip cada siete segundos. La cantidad de tiempo que dura el envoltorio de un regalo en ser despedazado para que el agasajado por el regalo -que en realidad es el regalo para el regalo, el regalado al regalo- sepa qué hay detrás del papel y diga muchas veces gracias, no se hubieran molestado, ustedes saben que no necesitaban hacerme un regalo, pero qué miserable de mierda, otra vez un libro o un disco, y para colmo de estos de oferta o bolsillo, este sí que no aprende más a largar un mango por los amigos.

Ella, en cambio, lo educó menos por su peronismo o coquetería que por otras contribuciones que jamás pudo haber imaginado, a pesar de que para él, en lo que va de su paso de la adolescencia inferior a la adolescencia a secas, y el desarrollo de esta hasta que –¡por fin!- le vio la cara a Dios, cogiendo con la compañera mayor, tetona y culona de secundario y después con una profesora de tenis del club más cheto de la ciudad, ella fue de imprescindible ayuda. Ella fue una de las tantas imágenes que afloraban cuando estaba sólo en el baño y no sabía qué hacer –todavía no había leído Lenin- pero gozaba y padecía al mismo tiempo de esa calentura irrefrenable que caracteriza a los adolescentes cuando descubren que determinadas partes de su cuerpo crecen pero no tienen donde depositarlas. Justo en esos momentos, junto con cuatro compañeras de la secundaria, la profesora de tenis del club, dos actrices de la serie norteamericana Friends, y toda mujer que él considerara mínimamente atractiva de modo que hubiera fantaseado anteriormente con ella, justo en esos instantes, ella aparecía, su imagen afloraba, y era una integrante más de la orgía mental más él estaba desempolvando para intentar llegar al clímax de la paja que, a sus viejos trece años, se había convertido en su deportivo favorito. Incluso por delante del fútbol, el tenis y el paddle.

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