miércoles, 2 de abril de 2008

Duérmase mi niño, duérmase mi sol.


Quiero cerrar los ojos, bien cerrados, y que vos me des un beso, dulce pero contundente, en los párpados, cerrados, abiertos a tus besos, tiernos pero contenedores, tanto como un hombro, derecho, situado a la derecha de uno, en un bar ubicado en la esquina de un barrio, de clase media, donde un bar con mesas y sillas contienen un chico y una chica, uno de los cuales, el chico, porque está cansado, quiere a apoyar su cabeza, superior, flácida, sobre el hombro derecho de ella, que, para mejor, no sabe de las intenciones del chico, ni de las de sus cabezas superiores e inferiores.

Quiero cerrar los ojos, y que no me pongas papeles o envolturas de bombones en mis párpados, cansados, porque todavía no estoy muerto, todavía no murí, bien vivito que estoy, bien vivito y coleando que ando, más derrapando y tartamudeando que caminando y corriendo, y no quiero aquello porque lo que quiero es un hombro o cuerpo o cama donde apoyar mis párpados y días y cansancios, un lugar donde nadie cante duérmase mi niño, duérmase mi sol, pero donde alguien sí me diga, donde alguien sí nos diga -si tenemos que ser tres no hay problema, podemos ser vos, yo y mi otro yo- que todo va a estar bien, que no me preocupe, que siempre que paró llovió, pero que después volvió a parar, que alguien cite Marley y diga evertyhing is gonna be all right, otro que cite Beatles y repita don’t you know it’s gonna be all right?, porque estoy cansado, y se me cierran los ojos, y voy buscando un hombro donde apoyar los párpados.

Quiero cerrar los ojos, sabiendo que hay alguien en frente o al lado que me ve cerrarlos, y después abrirlos, viendo a alguien al lado o en frente que me ve abrirlos, porque no tiene sentido cerrarlos porque sí, porque después, a la mañana, vamos a volver a abrirlos como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera acontecido y soñado desde que los cerramos hasta que los volvimos a abrir. Quiero cerrar los ojos porque así no necesito anteojos, así no necesito lo único sin lo cual no se puede andar por la vida: uno puede adolecer de tacto, gusto, olfato y hasta oído pero no de la vista, no de los ojos, no de los párpados y sus respectivos anteojos, porque, si lo hacemos, nos chocamos o perdemos, y ni siquiera nos chocamos con hombros o cuerpos sino con autos o edificios, ni siquiera nos perdemos en las delicias de los recuerdos o en los laberintos de los sexos ajenos, sino, siempre, en las ciudades o pueblos o casas propias.

De poco importa si en ellas somos extranjeros o visitantes o exiliados de alguna otra casa, siempre, para todo, necesitamos los ojos, no sólo los ajenos sino también los propios, lo cual es mucho más grave, porque si sólo necesitáramos los ajenos todo se limitaría a que, efectivamente, no seríamos nada sin la mirada del otro, lo cual es efectivamente así, todo se limitaría, para mejor, a que siempre necesitaríamos de los ojos del otro o de la otra mirándonos, viéndonos cerrar o abrir lo ojos, pero, para mal de males, ni siquiera eso, también necesitamos, todo el tiempo, los ojos propios, los nuestros. Para colmo, con anteojos y sus patas y correas, en el caso de que el necesitado de sus propios ojos sea miope o alguna otra aberración. Présbico, pélvico, amante de Elvis Presley, Sandro o Calamaro, siempre, para poder verlos, obviamente, requerimos de nuestros propios ojos, porque ahí tampoco podemos acudir a los ojos ajenos para intentar verlos, porque, como todos sabemos, la dimensión visual de la telepatía todavía no se ha desarrollado suficientemente, motivo por el cual, puf, no queda otra que abrir los ojos, ponerse los anteojos -si es necesario-, si es necesario, limpiarlos, ir al baño, arrancar la longitud de papel higiénico que va de su lugar de alojamiento al piso inferior más cercano, acercarnos a los anteojos con el papel higiénico doblado en prolijas aunque no obsesivas cuatro partes, o mecanismo inverso, ir con los anteojos hacia el papel higiénico doblado –suavemente-, pasar a este por los cuatro lados de los -en el mejor de los casos- transparentes lentes, dejar el papel higiénico en el mueble más próximo, agarrar los lentes de la parte neurálgica que une las gafas con sus patas y dirigirlos, cuidadosamente, en dirección a nuestra cabeza, más puntualmente, a nuestros ojos, tratando de que ninguna de las dos patas entre en ninguno de nuestros dos ojos todavía sin anteojos, sino apuntando hacia los costados, hacia una de esas partes del cuerpo -con su respectivo sentido- no necesariamente indispensable -el oído-, alojar la pata de gallo de los anteojos en las dos partes anteriores, posteriores, según se mire, de aquellos, y, ahora sí, con el dedo con el que, a veces, maleducadamente, hacemos el norteamericano pero universalmente comprendido y comprensible signo de fuck you, dirigirnos al centro del artefacto ocular usualmente llamado anteojos, empujar para atrás o adelante según guste, acomodar a sus costados derecho e izquierdo, y, después, sí, comenzar a mirar.

Por todo esto, para no tener que hacer todos estos cálculos todos los días de todas las semanas de mis restantes años de miope es que quiero cerrar los párpados en algún hombro o cuerpo o sexo amigo, porque estoy cansado de, todas las mañanas, abrir los ojos, mirar la hora en el reloj, dirigirme hacia el baño, orinar de parado con más improvisación que puntería, abrir la canilla y lavarme la cara, destapar el dentífrico y agarrar el cepillo de dientes, el mío o el de quien sea, y poner uno arriba del otro, poner a copular la pasta dental sobre los dientes del -ya necesitado de recambio- dentífrico, pasarme a uno y a otro por los dientes, mirarme en el espejo consumando la desolación de que, sí, ese que está del otro lado del espejo, ese que, como una piña, me devuelve el espej,o soy yo, siempre tan enrulado y poco lacio. Estoy harto de esto porque necesito mis ojos. La última vez que intenté hacerlo sin ellos me levanté a cualquier hora, llegué tarde al trabajo que no tengo, choqué con los pocos muebles que no atestan mi departamento -mis dedos de los pies y rodillas luego me lo echaron en cara-, y oriné, es decir, meé, en cualquier lugar, rocié con mi orina no retenida el baño que después no tuve que limpiar, en lugar del dentífrico agarré mi perfume imitación carolina herrera dos doce y lo intenté echar por encima de algo que pensé que era mi cepillo de dientes pero resultó ser ese adminículo del baño que nunca sé como se llama pero que sé que algunos utilizan, no yo, para limpiar los desagradables restos restantes en el inodoro después de hacer lo segundo, una vez efectuada la desafortunada combinación de mate y cerveza.

Por eso, también, es que quiero cerrar los ojos, estos ojos que necesito tener tan abiertos para escribir esto, estos ojos que se van cerrando mientras voy llegando al final, estos mismos ojos que con tristezas y depresiones y desilusiones tanto se cierran y duermen pero que, al cuatrimestre siguiente, con recuperaciones y rehabilitaciones y drogas o compromisos etílicos varios, tanto se reponen, y miran mucho más de lo que duermen, con lo barato y sencillo que es el humilde hobby de dormir.

Por todo esto es que, ahora, los voy cerrando, aunque no haya hombros o cuerpos o sexos cerca donde pueda apoyar los párpados, donde puede cerrar la vida, donde pueda descansar los días, y todo lo que se dice o escribe en estos casos. Por eso es que, te decía, quiero cerrar los párpados, que me los mires cerrar, que después muevas la mano sobre mis ojos cerrados para ver si estoy haciendo el indio y fingiendo estar dormido o efectivamente en el segundo o tercer sueño, y que, después, te me quedes mirando mientras duermo, no porque no tengas nada que hacer o porque padezcas algún tipo de patología mental sino porque eso fue lo que pactamos antes de que me duerma, porque quedamos en que primero yo me dormía y vos me mirabas, después me despertabas y te dormías vos y yo te miraba, y así hasta que pasen todos estos días y semanas y meses en los que necesitamos estar con los párpados tan abiertos.

Abril, 2008, Bs. As.

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