domingo, 30 de marzo de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. (¿Fragmento de novela de iniciación?).


Le ofreció a Andrés Calamaro dirigir un libro compuesto por los posteos salmonescos que él, comunicacionalmente, se encargaría de recopilar y corregir. ¿Qué hay por corregir?, le preguntó Calamaro, más sorprendido que ofuscado. Yo vengo escribiendo letras –no me importa poner las letras- desde hace más de treinta años y jamás ningún productor o colega me había propuesto tamaña irreverencia como corregir alguna de mis creaciones, sean poemas vueltos canciones o los ensayos que, desde hace más de diez años, vengo subiendo, esporádicamente ¿no?, a la web. A la blogosfera, agregó Calamaro Masel, ahora sí un poco más ofendido que sorprendido. No, Andrés, está bien –respondió apurado él, tratando de que las intermitencias que habían generado los inevitables malentendidos comunicacionales no atentaran contra su proyecto de editor un libro con el que había sido el mayor ídolo (no de barro, sino de papel) de su adolescencia, ni de que eso afectara la relación de admiración pero también de cofradía que los unía, relación sustentada más sobre conversaciones sobre discos o, en todo caso, películas, que sobre libros o pintura. Él no leyó el Deleuze sobre artes plásticas, pensó en silencio, explicándose a sí mismo porqué resultaba injusto reclamarle a él, su ídolo -junto con The Beatles y Bob Dylan- de su infancia y adolescencia, una combinación de filosofía y arte que, a decir verdad, si de ponerse estrictos se trataba, él tampoco podía sostener más allá de referencias generales y conocimientos disciplinarios –o sea, militares más que profesionales- que su carrera universitaria le había deparado de parado. Es más, siguió pensando para sí, mientras Calamaro preparaba unos mates, le pedía, por favor, a su empleada doméstica de su palermitana casa si no podía ir a la panadería de la esquina a comprar una docena de facturas para acompañar el mate –y viceversa, pero, eso sí, las doce facturas sin dulce de leche, ya para dulce estaba él, el mayor educador sentimental argentino de los últimos diez años-, y ponía en el equipo de sonido a todo culo de su hogar un disco de Thelonious Monk para amenizar la conversación, claro, prosiguió en su soliloquio interior, no sólo que jamás leyó aquel libro sino que jamás leyó ningún libro, como él mismo alguna vez me comentó. Lo que los libros, sus discos -entre muchos otros-, y la pintura han sido para mí, para él lo fueron otros discos -más tempranos, más sesentistas y setentistas-, y las películas, siguió pensando. Todo lo que leyó son los subtítulos en castellano de las películas en ingles, francés o alemán que tampoco entiende en sus idiomas originales porque, para ser sinceros, no sabe más que castellano, continuó asociando, no sabiendo, a esta altura, si esta concatenación de pensamientos y asociaciones más o menos libres iba a terminar en algún paradero feliz o en el comienzo del fin del proceso de admiración e idolatría que tanto lo había marcado e identificado de cara a sus compañeros de colegio, club e institutos de idiomas en su adolescencia. Recordó, mientras Calamaro regresaba de su hermosa cocina con el equipo de mate listo –siempre el mismo equipo pensó, ese mate pequeño y como de porcelana, y el termo inmenso y plateado que, prácticamente, posee toda la nación argentina- y la docena de facturas que su empleada doméstica acababa de hacer entrar desde la mejor panadería de esa coqueta fracción del barrio a su lado, que en su adolescencia inferior –el dividía su adolescencia en tres periodos que nada tenían que ver con triunfos o fracasos sentimentales sino con su edad biológica: inferior, a secas, y superior-, entre sus diez y trece años, algunos co-habitantes del pueblo grande o ciudad chica a la que, por laborales asuntos familiares, se había mudado a sus cuatro años –junto con el resto de su familia: mamá, papá y hermana menor-, lo llamaban, le gritaban mientras caminaba desprevenidamente por la calle, Andrés o Calamaro. A él esto no le hacía ninguna gracia. Tenía escuchado, algo, a Calamaro, sobre todo en sus trabajos con Los Abuelos, carrera solista ochentista y ochentona, y los argento-españoles Los Rodríguez, un poco menos en sus trabajos previos o menos conocidos, Raíces y las grandes aglomeraciones grupales de individualidades-estrella que jamás parieron un disco, pero jamás le había llamado mucho la atención. Sería, recién, con Alta Suciedad cuando un par de canciones simples pero bellas inclinarían uno de los dos platos de la balanza hacía el costado de la admiración y la idolatría, idolatría que durante la adolescencia a secas y adolescencia superior adquirió las magnitudes enfermizas de la absoluta imitación e idiota mimetización para con el referente musical admirado. Pero para ese disco todavía faltaba un año, el tenía solamente trece años, caminaba el ‘96 y del ‘97 no había, todavía, noticias. A él no le gustaba ni un pelín que le gritaran cosas como Andrés o Calamaro, aunque, seguramente, lo que no le gustaba nada era que le gritaran, a secas, ya sea Andrés, Calamaro o los nombres de los jugadores de fútbol con los que, en ese tiempo, se identificaba mucho más que con nacionales estrellas de rock-and-pop. Por entonces, en su adolescencia inferior, que lo reconocieran de ese modo tampoco le hacía ningún gracia, al punto de potencialmente indignarlo, porque aquella identificación también marcaba, aunque él se negara a reconocerlo, la irreversible consumación de un proceso que él venía suspendiendo en su aceptación desde su traumático paso de la pos-niñez a la adolescencia inferior: su cabello había cambiado. Cuando nació, en una clínica del mismo barrio en donde Calamaro pasó algunos meses de los años más tóxicos y ermitaños de su vida –este tema iba a ser uno de los asuntos-eje de la charla-entrevista-, lo hizo con un pelo lacio, castaño claro, el tipo de pelo que, en su forma, no en su color –aunque también-, le gusta desde que recuerda tener uso de razón. Su madre, que había vivido por todo el país antes de mudarse de Córdoba a Buenos Aires para finalizar jurídicos estudios universitarios finalmente no terminados por el inesperado nacimiento de su primer hijo –él-, antes de mudarse del céntrico departamento en el que él aprendió a caminar caminando para atrás al interino patio mojado en donde él pronunció Qué asco la primera vez que tocó tierra mojada, le cortó el pelo de una forma que, aún hoy, él no sé explica cómo fue, pero la cuestión es que de un castaño claro lacio pasó, sin demoras ni mayores intermitencias, a un castaño claro rayando lo oscuro, con una forma que parecía más afro que calamaresca o dylaniana. Las fotos no mienten. Lo misterioso del caso es que antes o después de la mudanza, no recuerda, su madre le volvió a cortar el pelo, con el mismo peluquero o brujo u otro, y él, mágicamente, volvió a su castaño claro lacio que tanto le gusta cuando observa las fotos de su vida hasta su adolescencia inferior. Este fue el tipo de cabello que tuvo hasta sus once años, la mitad crítica de la traumática primera etapa de la adolescencia inferior –todo lo inicial es traumático-, tipo de pelo en la que le hubiera gustado quedarse para toda la vida. Para él, desde sus cuatro años, el secreto para conseguir chicas lindas –nunca le gustó demasiado Charly García- era tener el pelo lacio, castaño claro o castaño oscuro -ni morocho carbón ni rubio albino-, y ser chueco. Preferentemente, chueco para afuera más que chueco para dentro. O sea, chueco tipo recién caído del caballo y no chueco como lo chuecas que son algunas jugadoras de hockey de tanto andar con un palo y una bola en la mano. Bajo esta creencia, que para él, sobre todo en sus adolescencia a secas y adolescencia superior, era una certeza de proporciones científicas –a fin de cuentas, toda ciencia no es más que su creencia-, él simuló, cinco de los seis años de su interminable secundaria –aún más interminable que sus estudios universitarios-, ser chueco. Así, empezó por pensar si quería ser un chueco por el que podía pasar un perro –vivo- entre sus piernas o un chueco al que se le chocaban las rodillas y las puntas de los pies cuando caminaba. Convencido de que, junto con el pelo lacio castaño claro, sería lo que le aseguraría chicas lindas, se inclinó, ya chuecamente, por la primera opción. Desde segundo año de los seis años secundarios, comenzó a hacerse el chueco, tomando como modelo de imitación, no en esta oportunidad a Andrés Calamaro –eso lo haría después, en su adolescencia a secas y adolescencia superior, en su forma de hablar-, sino a Charles Chaplin. No había visto Modern times de Chaplin, sus pozos ciegos de erudición eran los libros y los discos, no las películas, como en el caso de Calamaro Masel, pero igualmente recordaba uno de sus personajes, quizá el más famoso, aunque no lo sabía a ciencia cierta ni incierta porque no sólo que no era un cinéfilo sino que resultaba, más bien, un absoluto ignorante en materia cinematográfica, que caminaba con las puntas de sus pies temerariamente abiertas, los talones casi chocándose a cada paso, y los patos de la laguna absolutamente ofendidos por tamaña mala imitación humana. Así, de ser llamado chueco -el primer año de la secundaria- por caminar con las puntas de los pies mirándose la una a la otra a la hora de pisar, pasó a ser llamado así, desde segundo hasta sexto año, por caminar como si estuviera balanceándose, alternadamente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de vuelta de derecha a izquierda, y así hasta llegar a destino. Ya que perdí la lacitud de mi castaño claro -que se había puesto tan claro por una vacaciones de una semana en Monte Hermoso, a las que había ido con su padre y tres hermanas, y, con ellos, un amigo de su padre, y amigos del amigo de su padre, pero, sobre todo, una amiga de la hija del amigo de su padre, rubia, de la que se enamoró toda esa semana, ya con catorce años, y se enamoró de ella porque tenía un culo tan parado que todavía hoy se estremece cuando lo recuerda; pero las cosas no salieron bien, la jugadora de voley, era ese el motivo por el que tenía tan buen culo, o sea, tan parado, se hizo amiga de un grupo de adultos de la carpa de al lado, adultos de dieciocho años, grandísimos para un niño de catorce, y en el viaje de vuelta viajaron juntos, muy juntos, tanto que estaba al lado de sus labios, como pegado a ellos, pero no pegado para besarlos sino para mirarlos, y cuando los miró por enésima vez se dio cuenta que ella tenía como una protuberancia en ellos, algo que salía de su trazado perfecto, como un auto que sale de la autopista y derrapa barranca abajo, y esa protuberancia que resaltaba y salía y caía barranca abajo no era más que una lastimadura, pero no una lástima que dura por un mosquito (Ludlud) que la había picado o porque, sin querer, se había mordido los labios, sino porque, queriendo, uno de los muchos adultos de la carpa de al lado se los había mordido; por supuesto, supuso él, con su consentimiento, de modo que ella había andado por ahí mordiéndose los labios con uno de los vecinos, en lugar de hacerlo con él, que en eso de morder los labios y besar mal, o sea, de dejar lastimaduras y cicatrices allí donde no debería haber más que buenos recuerdos y sabores, era ya, a sus jóvenes catorce años, todo un especialista-, ya que perdí la lacitud de mi castaño claro, pensó, al menos voy a hacerme acreedor de una chuequera de polista, a ver si esto me asegura alguna chica linda de las muchas que, con lo joven que soy, ya vengo perdiendo, se dijo. Entonces, del segundo de sus años secundarios al último de ellos pasó a ser interpelado como Chueco, o, en su variante, El chueco, apodo con el que se sentía absolutamente identificado, mucho más que con los nombres Andrés o Calamaro con los que, dos por tres, más seguido que a veces a partir de sus catorce años, algún transeúnte lo sorprendía por la calle, o algún trasnochador –trasnochado o no- bolichero lo gastaba y elogiaba al mismo tiempo a la salida del boliche al que los dos habían ido, único boliche, por cierto, al que él, a partir de sus catorce años, salía. Ya para entonces, lo que antes era una molestia o casi un insulto pasaba a ser prácticamente un elogio, del que se enorgullecía inflando el pecho, porque, a pesar de que sus interpelaciones callejeras Andrés o Calamaro demostraban, irrefutablemente, que su añorado pelo lacio, a sus catorce años, se había ido para ya nunca más volver, en ese año, 1997, al mismo tiempo que ahorraba dinero de los pocos y bajos billetes que su madre, la mejor de sus amigas o su abuelo paterno le daban para comprar la revista deportiva El gráfico por una sección dedicada a las jóvenes promesas del fútbol argentino con chances de ser convocadas por Pasarella para formar el equipo que representaría a la Argentina en el mundial de Francia ’98, apartaba parte de ese dinero para comprarse, a veces, un diario deportivo de reciente edición, una remera casual o pantalón de deportivo por mes, en el mejor de los casos un jean extraterrestre o sueter de salida, pero, también, un disco por mes. Uno de los primeros que se compró, el segundo, influenciado por una arbitraria recopilación –como toda recopilación, pero en este caso potenciadamente- de rock argentino -no nacional- de una revista política amante de los zoológicos y de los precedentes inmediatos de los seres humanos, pero también por el disco de Los Rodríguez Hasta luego –el primero que se compró con su dinero, como si el dinero tuviera dueño, porque los de Los Beatles o música clásica ya estaban en su casa, aunque vaya a saber uno a quién pertenecían originalmente-, fue Alta suciedad, de Calamaro, por quien ya comenzaba a ser una simpatía que más tarde se convertiría en admiración para, al poco tiempo, resultar una idolatría de una obsecuencia de la que ahora, a sus viejos un cuarto de siglo –aunque realmente viejos son los viejos que ya tienen la edad de Cobain (Superjoint), Evita o Guevara más dos pirulos-, no pocas veces se avergüenza. Aunque, vale aclarar, siempre la contextualiza, o sea, la justifica, además de que persiste, aunque ahora de una forma mucho más sofisticada, en sus dichos de que Calamaro le sigue pareciendo un cantaautor-rock popular –acá podrían opinar los viejos, aunque mejor que no- digno y legítimo, que, en su momento, se jugó casi la vida por la música –sean buenas canciones o canciones buenas-, y de lo mejorcito que ha dado la cultura musical argentina en los últimos veinte años. Tomá. Argumentá contra él. Andá a hacerlo, le dijo una de sus compañeras de secundaria a otro compañero de ella, su compañera preferida, casi amiga, de la que estuvo enamorado prácticamente toda la secundaria, salvo segundo año, cuando cayó a la división una mina más grande que había repetido el año pasado, y él, una vez que a sus jóvenes catorce años descubrió, copernicanamente, freudianamente, que había tensión sexual entre ellos, se comenzó a sentar a su lado, a su derecha desde el punto de vista del que entraba al curso, ubicación que le permitía tanto mantener su mano en el protuberante culo de ella –aunque no tan protuberante como sus tetas, en donde él soñó, por más de tres años, que ella le realizaba una turca- como, a veces, tocarle sus dos enormes tetas por encima del delantal, aunque, en la mayor cantidad de oportunidades, darse las manitos por debajo de las mesas y los bancos, para envidia y celos de dos de sus compañeras-amigas que, desde su derecha, la izquierda desde el ángulo de visión de quien entraba al curso, observaban como ellos se daban la mano por debajo de todo, aunque esto no fuera más que una sensibiloide excusa para que él pudiera mantener, durante las más de siete horas diarias de cursada, su mano derecha en el medio del culo de ella y ella, a veces, su mano izquierda en la pija dura de él, la que para entonces, a sus catorce años, era más una pijita durita que un pijón durón. Eso lo sabía hasta el novio de ella, de quien ella le contaba a él y al cuádruple aunque poco cuartetero grupo de amigos al que él pertenecía como ella le chupaba la pija, y le gustaba el esperma que él rociaba sobre su boca una vez que acababa en su cara, y ella tomaba o comía la leche que él disparaba como aceite caliente sobre su jeta o dos nuevas tetas, y cómo, una vez, habían roto una pata de la cama -creo que la derecha superior- de tanto coger, de coger animalmente, ella arriba de él a los saltos y gritos, o ella en cuatro y él penetrándola, vaginal o analmente, lo mismo daba, había tiempo y pija para las dos, por atrás, y ella gozando, pensando en él cuando su novio la cogía como a una trabajadora sexual, meretriz, prostituta, puta o perra humana por la que había pagado, poco o mucho, no importa, para cogérsela, y ella después dándose vuelta, en el caso de estar en cuatro boca abajo, o acercándose a la pija de él, en caso de estar acostada boca arriba con sus piernas a los hombros de él, para recibir, con toda su potencia, el esperma en el preciso instante en el que él acababa, y él obligándola a abrir la boca no sólo para bañarla de su leche sino también para que la aloje en su paladar y hasta para que la trague, y ella gozando de eso, pensando en él, en su novio o en el carnicero de la esquina del barrio popular –que los viejos ni abran la boca- en que vivía al momento de ser cogida y cogerse a su novio, de untarse en esperma y secarlo de leche a él, y, después, contándole esto a él por una carta que escribió en el baño del colegio y él leyó en el mismo lugar, una de esas veces que no usaron el baño para que ella le hiciera una pete o él se la cogiera de espaldas, casi tan animalmente como su novio, sólo que con mejor ropa y más rico perfume, con cabellos enrulados y castaños claros y aromas carolina herrera dos doce y remeras nique –ni que hubiera tanta diferencia en la forma en que te coge tu novio y como lo hago yo- y pantalones objetos voladores no identificados y zapatillas tipo look The Strokes.

¿Continuará?
¿Marzo, 2008, Buenos Aires?

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