jueves, 27 de marzo de 2008

Historia del campo, historia del llanto.


Alan Pauls, escritor, niño mimado de la carrera de Letras de la UBA y de la crítica literaria argentina, publicó el año pasado Historia del llanto (Anagrama, 2007). Esta novela fue precedida por El pasado, su novela inmediatamente anterior, mamotreto de más de quinientas páginas que fue tanto elogiada por escritores colegas, como premiada por concursos literarios. Aquellos títulos, Historia del llanto y El pasado, tanto como las consecuencias que sus publicaciones generaron –elogios, premios, críticas, indiferencias-, podrían ser utilizados y re-significados para abordar el tema que, desde hace más de dos semanas, es tapa de diarios, asunto preferido de los noticieros de la mañana, mediodía y tarde de la televisión, y temática que ocupa la mayor cantidad de minutos radiales y caracteres cibernéticos en las páginas webs.

Estamos hablando, claro, del conflicto entre los sectores del campo, mágicamente unidos -motivo por el cual no se incurre en mayores simplificaciones si se habla de el campo-, y el gobierno, o sea, el kirchnerismo, sea en sus versiones del gobierno anterior o del actual de C. Fernandez –por cierto, no se es poco machista cuando, para nombrar a la actual presidenta, no se apela sólo a su apellido de soltera sino también al de casada, como si cuando se nombraba al expresidente, es decir, a su esposo, se hubiera dicho no sólo el apellido que su padre le donó sino también el de la mujer con la que estaba casado-. Este conflicto habla de el campo, de los hasta hace poco tiempo heterogéneos sectores del mundo agrícolo-ganadero –ahora metafísicamente unidos bajo un mismo reclamo, no importa si unos, los societales rurales, se desplazan en avión, y otros, los menos, en rastrojeros-, en dos de las principales características de este sector desde que el ya lejanísimo y olvidado gobierno de Rivadavia diera el punto de partida a la hegemonía económica agrícolo-ganadera, y los sucesivos gobiernos posteriores, incluyendo a los tres radicales, recogieran el guante de esta hegemonía y afianzaran el dominio económico de las huestes rurales.

La ahora tan mentada Sociedad Rural, fundada, nada casualmente, en 1865, a menos de un lustro de la batalla de Caseros, puede ser tomada, en su fundación, como el puntapié inicial de la actitud lacrimógena y nostálgica que caracterizó y sigue caracterizando a aquellos pocos argentinos y argentinas –un invento más que reciente, hace menos de doscientos años no existía esto que ahora llamamos Argentina- que posee tierras -sean doscientas hectáreas o toda la patagonia-, vacas –que no es tanto que cuando vienen gordas son propias y cuando vienen flacas son de todos, sino que siempre son propias y ojito con tocarlas que sino apoyamos todos los golpes cívico-militares que tengamos ocasión de apoyar-, y ovejas –que quedan tan lindas en los suéteres hechos por Benetton pero tan feos en los otros con que suelen regresar los estudiantes de Sociales y Humanas de sus viajes por esas zonas donde la presencia de los pueblos originarios es bastante más fidedigna, de lo sucedido tiempo atrás, que en Capital Federal o las principales ciudades del país, sea que aquella zonas pertenezcan a la Argentina o a los países limítrofes que, para el norte, nos circundan.

El campo, como respondiendo secretamente aquella famosa y patética frase de Moria Casan, si querés llorar, llorá, llora. Y cómo. Quiere llorar y llora. Como un niño caprichoso, mal-criado -¿qué es bien-criar a un niño?-, al que sus padres, porque tenía que terminar la comida o hacer la tarea, le sacaron un juguete con el que se había encariñado, llora, patalea, y cada vez más fuerte. Sólo que, pequeño detalle, el juguete con el que este niño se ha encariñado, niño que a los fines de la mala metáfora tendría como padre –en un sentido nada hegelaniano y mucho menos kjèviano- al gobierno encabezado por C. Fernandez, sería las cuantiosas ganancias que, por motivo de un cambio alto que favorece las exportaciones y perjudica las importaciones – la otra cara de la moneda de la década menemista-delarruista, la que parte de el campo apoyó agrícola-ganaderamente, porque le permitía renovar la maquinaria-, los sectores rurales se están llevando -a sus bolsillos, no a las arcas públicas de los pueblos o ciudades del mal llamado interior-, desde hace más de cinco años. Es decir, un lustro. Casi el tiempo que pasó entre el ordenamiento, la normalización, unitaria de las forajidas tropas federales, con sus montas y estrellas punzó, y la fundación de la Sociedad Rural por -dato obvio, a esta altura no conocido sólo por un extraterrestre no marxista o un humano marmota- por el abuelo de José Alfredo Martínez de Hoz, primer ministro de economía –ministerio que antes se llamada de Hacienda, lo que muestra la hegemonía económica agrícolo-ganadera en la vida política del país- de la última dictadura cívica-militar, la que tuvo como pre-cedente el obrar genocida de los grupos paramilitares –que en realidad no paraban militares, sino los incentivaban- dirigidos por el peronista ministro de –vaya paradoja- Bienestar y Acción Social José Lopez Rega, mano derecha –la que luego le faltaría a su líder- del peronista gobierno de Isabel Martínez de Perón, primera presidenta argentina –aunque no elegida por el voto popular- que sucediera en el cargo a su difunto marido peronista Juan Domingo Perón. Quien no sólo sabía de la existencia de estos grupos sino que motivó su formación, alentó su funcionamiento, y aplaudió, secretamente, de modo que sus alicientes y felicitaciones no trascendieran no sólo a la opinión pública de entonces sino, tampoco, a las páginas de la historia, los éxitos que en sus dos años de funcionamiento iba sumando. Es decir, las amenazas, atentados y asesinatos que propinó, no sólo a militantes o simpatizantes de organizaciones político-militares o no, sino también a indefensos familiares, conocidos o abogados de las futuras víctimas. Víctimas, no está de más aclararlo, no porque lo fueran de malentendidos históricos o conducciones mentirosas y perversas, sino porque en toda relación o enfrentamiento –a muerte o no, la política como guerra o no- en donde uno tiene mucho y el otro poco -con el alarmante de que, supuestamente, debería ser el uno el encargado (o sea, el que tiene un encargo) de proteger al otro-, el otro, siempre, corre el riesgo de convertirse en víctima. No por estar sujeto a una peligrosa operación de victimización, sino porque, literal o figuradamente, político-militar o metafóricamente, no cuenta con las mismas armas que el adversario. Curiosamente, o no, fueron esas mismas genocidas y aventajadas armas las que los hoy muy ruidosos sectores agrícolo-ganaderos no sólo no impugnaron, como lo hacen hoy para con distintos destinatarios mediante el más que respetable método del corte de ruta –pero, a no confundirse, esto no es un paro laboral, es un lock-out patronal, como el que, en el ’73, derrocó a Allende-, sino, incluso, reclamaron y, una vez en el poder, festejaron, elogiaron y hasta defendieron. Es que, en términos generales, a estos sectores no les importa demasiado si, políticamente, el país consta de persecuciones, secuestros, torturas, desapariciones y robos, siempre y cuando, económicamente, el país marche liberalmente, no importa si con paso militar pero sí con una marcha donde el sucio Estado no pose sus usurpadoras manos sobre lo que un suelo increíblemente fértil, pero originariamente distribuido de un modo latifundista, germina para beneficio de los que poseen las tierras. O sea, de los que, más acá o más allá, fueron beneficiados con una escandalosa y monopólica distribución del suelo. Por eso es que, coincidiendo con Videla, pero también, menos simplistamente de nuestra parte, con el mito romántico de la historia, para estos sectores todo tiempo pasado fue mejor.

No importa si ese tiempo es el de Rivadavia, Mitre, Roca o la dictadura. La que, como recuerda Walsh en su carta abierta, tuvo como una de sus primera medidas un fuerte aumento de las rentabilidades agrícolo-ganaderas. Por eso, quizá, todo tiempo pasado fue mejor. Así como, también, su tiempo presente es lucha. No porque el futuro sea de ellos, sino porque saben que de esta siembra algo van a cosechar.

Marzo, 2008.

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