martes, 4 de marzo de 2008

El secuestro de Rivadavia por un guerrilla posmoderna argentina.


En realidad, de dos de sus familiares lejanos –lejanísimos-. Rivadavia, Alberdino, ya estaba durmiendo bajo tierra desde hacía mucho tiempo cuando esto sucedió. Todo comenzó con un inocente aviso publicitario callejero que fue avistado por disconformes pero igualmente quietistas estudiantes de humanidades y sociales. Allí, dos parientes lejanos del primer presidente argentino, muy jóvenes los dos, recomendaban el uso de cuadernos homónimos del primer presidente que pateara el toque de balón necesario para la construcción de la patria granera. El mentirosamente llamado granero del mundo. Granero de los pitucos, cuentan que alguien dijo por los ochentas decimonónicos, para igual escándalo de señoras católicas y señores roquistas.

Aquel cartel publicitario desató la ira metereológica de estudiantes humanos y sociales: demasiado sociales. Tras cartón, todos eran críticos de la existencia de orientaciones publicitarias en universidades públicas nacionales. Aquello era llover la gota que rebalsó el vaso, la ola que volvió el mar peligroso, la lluvia que, otra vez, inundó Buenos Aires. Dejaron los libros de Blanchot y Negri, pusieron pausa en sus monitores esbeltos a las películas de Lynch, avisaron que el próximo fin de semana no podrían ir a ver las obras teatrales de vanguardia frecuentadas todas las semanas, pero, para no levantar sospechas, dijeron que viajarían en barco al Uruguay, a cambiar un poco el aire y, si había suerte a favor, de paso, ir a algún recital de El Cuarteto de Nos.

Habían visto La vida por Perón y leído mucho sobre los setentas así que todo debía salir un kilo y dos pancitos. Se repartieron tareas: estaban en contra de la división social del trabajo –tanto como de la división del trabajo social-, pero el pragmatismo era el pragmatismo, y el éxito de la operación otro tanto, así que a callar y cada uno a sus puestos, preparados, ya. No querían repetir errores del pasado así que allí no habría machismos: serían las mujeres las encargadas de realizar las tareas de inteligencia previas a la operación, de interceptar a los actores en plena calle, introducirlos en el auto –que tampoco sería Falcon-, maniatarlos y vendarles los ojos, bajarlos en el aguantadero donde aguantarían –la vanguardia, incluso pos-moderna, es así- hasta la obtención de sus pedidos, alimentarlos y acompañarlos al baño, y, por último, llevarlos a la zona de puesta en libertad –vuelta a la disimulada cárcel social, corrigió uno, más rápida que innovadoramente- de los secuestrados. Los hombres tejerían los pasamontañas a ser utilizados por las mujeres para no ser reconocidas por sus buenas familias y compañeros de facultad y academia, se encargarían de asegurar el suministro de comida y bebida con las que mantendrían como perfectos pequeño-burgueses –como ellos mismos- a los prisioneros, recolectarían, lavarían y secarían la ropa sucia del lugar, volviéndola a poner, después, en su lugar, cuestión que la casa gozara de la misma organización y limpieza que sus respectivos hogares –buenos hogares- tenían por obra y gracia de la esforzada pero poco reconocida labor de sus sirvientas. A las que ellos nunca llamaban así: ellos les decían chica que ayuda en casa, muchacha que coopera con mi mamá, doña que hace todo lo que la cómoda de mi madre y el burgués de mi padre jamás hicieron ni harán, mujer que, prácticamente, me crió, y de la que yo, en realidad, soy hijo.

La operación fue un éxito: no bien los dos jóvenes, un chico y una chica, salieron de los estudios de fotografía en los que realizaban nuevas tomas para la segunda etapa de la campaña publicitaria, las cuatro mujeres encargadas de interceptarlos e introducirlos en el auto –debían ser cuatro, dos para cada uno-, tomaron primero la calle y después la vereda, para, por fin, tomar nuevamente la calle, donde un auto, manejado por una mujer y con otra de co-piloto, las dos armadas con pistolas cortas, las estaban esperando, nerviosas pero tranquilas, confiadas pero con la duda culpógena que la pos-modernidad, demoledora de todas las certezas tras-cendentales de la modernidad, había grabado a fuego en su discursiva y siempre contingente –la palabra que, junto con indeterminación y azar, más repetían- subjetividad –otra de las estrellas de la noche: no pasaban diez minutos o tres intercambios de distendido diá-logo sin que alguno de los interlocutores pronunciara alguna de las palabras mágicas-.

Los dos guardias de seguridad de los estudios de fotografía habían sido distraídos por dos hombres, compañeros de las seis que, dentro del auto casi último modelo, propiedad de una de las madres de las seis, viajaban hacia la casa donde soportarían la búsqueda de las fuerzas represivas del orden. Expresión que, ellos, no repetían en demasía, ya que les parecía anacrónica, y fuera de sincro histórico-social. Los dos hombres habían distraído a los dos guardias de seguridad, no con minifaldas que atraían la miraba de transeúntes o aseguraban ventas a la salida de las fábricas, sino con un inicial pedido de fuego para el cigarro y una posterior conversación sobre la inexplicable derrota del gordo Nalbandian ante un más o menos ignoto tenista español, y las vicisitudes –cuando pensó esa palabra, el más intelectualista de los dos, el menos deportivo, se acordó de Vallejo y Perlongher- de Argentinos Junios en la última fecha del clausura. Consumido el fuego, y ya cayendo las siete de la tarde de un friolento comienzo de marzo en Buenos Aires, los dos hombres se retiraron con la naturalidad con que camina de vuelta a casa todo hombre que ya cumplió su cuota de conversación deportiva diaria. El que se acordó de Perlongher y Vallejo cuando, al momento de preguntarle a los guardia de seguridad che, muchachos, ¿saben como salió Argentinos ayer?, pensó que lo que ellos, en verdad, estaban consultando eran las vicisitudes deportivas del cuadro deportivo Argentinos Junios, siguió pensando en Perlongher y Vallejo, e interrogándose cómo podía ser que su compañero fuera especialista en la Escuela de Frankfurt y en la francesa Escuela de Altos Estudios y, al mismo tiempo, en la mítica capacidad de desborde del palomo Usuriaga o en los vuelos de palo a palo del riverplatense Yrigoytia. Para mí que su nivel de charlatanería –se acordó de Poe- es inversamente proporcional a su caudal de lecturas, qué desgraciado, pensó, pero no le dijo nada porque el otro venía envalentadísimo de haber hablado mucho y muy bien –había monopolizado la palabra, el otro no había dicho vocal- con personas con las que tenía poco que ver, dos guardias de seguridad, y que todo, la operación, hubiera salido tan bien, y que ahora, seguramente, ellas ya estarían en la casa y, ya vas a ver, cuando nos comuniquemos primero con la empresa de publicidad, después con el diario ganadero –por lo agrícola, no por lo triunfador- y, finalmente, con todas y cada una de las entidades agrarias, ya vas a ver cómo a partir de esto comenzamos a remontar la hegemonía agrícola-ganadera que, desde Rivadavia, y por obra suya, ha asolado a nuestro país, vos haceme caso, de esta operación, y sin ánimos de extrapolar, a la revolución agraria, sólo queda no subsumir muchas luchas particulares en ningún enfrentamiento general, mucho humor y juego, y ya estamos, te digo que ya estamos.

El otro, eróticamente, pensó en un orgasmo –o varios- cuando aquel repitió ya estamos, te digo que ya estamos. Las mujeres estaban en la casa y todo había salido a la perfección: no sólo los guardias de seguridad ni se habían enterado de la operación, sino que la ruta hacia el lugar había sido tranquila y despejada, además de que todavía era muy pronto para que familiares o amigos de los familiares lejanos de Rivadavia se percataran de su ausencia, dieran parte a la policía y comenzara la búsqueda. Que estamos en un gobierno democrático, pero eso, my friend, no es garantía de nada, o, acaso, ¿vos no has leído lo que sucede en las cárceles? A ver si un poquito menos de videojuegos y masturbación y, además de los pocos libros que sé que últimamente estas leyendo, te acercás un poquito más -tampoco te digo mucho- a los diarios nacionales. Aunque sean burgueses y todo lo que ya sabemos, dijo una de las seis, la más verborrágica, sin que esa verborragia -hemorragia de verbos- fuera, siquiera, a sismar las horizontales relaciones de poder que el grupo había pactado y, foucaultianamente, respetaba a precio de ser mal mirado, y castigado con no poder repetir efectos de sentido, fórmulas todo es nada y nada es todo, y subjetividad, azar, contingencia e indeterminación por una hora. Eran muy críticos de los errores políticos de la militancia armada setentista pero, como queda claro, la radicalidad de los castigos por defectos revolucionarios era más o menos parecida, o, incluso, aún más desmedida.

Todos accedieron a sus pedidos. Desde la empresa publicitaria y la marca comercial para las que los actores habían trabajado, hasta el diario que, de tan ganadero, todos los domingos venía con una reproducción en tamaño reducido -pero exacto- de una vaca para usar como llavero, y todas y cada una de las heterogéneas entidades agrarias habían dicho que sí a sus pedidos para devolver a la cárcel social a los dos jóvenes, habían dado el visto bueno, de tanto contrabando de esclavos que hereditariamente llevaban en la sangre, de tanto pagar por el pito lo que el pito vale, de tanto conocer a fondo el mercado de la trata de blancas, de tanto evadir impuestos de la soja que sembraban hasta en los derruidos techos de viejas casas aristocráticas asentadas sobre fértiles suelos provincianos, habían dado el visto bueno para acceder a sus reclamos, siempre y cuando las dos jóvenes esperanzas de la ficción televisiva argentina fueran dejadas inmediatamente en libertad. Las mujeres se encargaron tanto de negociar con ellos los pedidos a obtener, como las condiciones en las que el intercambio, o devolución de actores ficcionalmente privados de su libertad ficcional, sería realizado.

Los dos jóvenes actores se fueron de la casa de aguante con la cabeza a punto de explotar por la proliferación de citas y subordinadas, y la certeza –moderna- de que, en contra de todas las afirmaciones de análisis político –la uvatera carrera de Ciencias Políticas no servía para nada-, en la Argentina, existía una organización político-militar de aceitado funcionamiento. Partieron más gordos y presumidos, y supuestamente concientizados de algo que, a fin de cuentas, les importaba poco: o sea, cabalmente pequeño-burgueses. Se llevaron libros, apuntes y fotocopias que las seis chicas y los dos chicos les regalaron, pero nunca su cara: jamás pudieron conocer la cara ni la voz original de ninguno de los ocho integrantes de la guerrilla sin nombre –no querían que el significante los enterrara, para indignación de un fenomenológico, opuesto, decía, a toda esa chorrada de soportes y flotamientos-. Las seis chicas y los dos chicos, los ocho integrantes de la guerrilla pos-moderna, estaban satisfechos por los resultados político-culturales de la operación político-militar: la Sociedad Rural dejaría de llamarse así para pasar a ser interpelada y reconocida en su interpelación como Sociedad Azar. La Nación cambiaría su nombre por Crisis de los Estados-Nación, así de largo y todo. La empresa de publicidad que organizó la campaña dejaría de requerirle a relativamente instruidos, pero absolutamente desesperados, egresados de carreras comunicativas de universidades públicas que hicieran tabula rasa de lo poco aprendido en la cursada si es que, verdaderamente, querían conseguir el trabajo: los primeros seis meses gratis, los segundos con un sueldo matemáticamente partido por la mitad en relación con la media canasta básica familiar, y después veremos, porque el trabajo es sin contrato y a prueba. Por último, la marca comercial para la que la empresa publicitaria ideó la campaña, le aseguraría a la guerrilla un importante caudal de cuadernos tapa dura, a entregar en un lugar con grado cero de militarismo, en los que los ocho integrantes de aquella, todos los días, escribirían los poemas vallejianos que suelen escribir, anotarían las frases perlonghianas que habitúan resumir, y apuntarían los cultos pero políticamente comprometidos comentarios que el vanguardista cine de Lynch les despierta. Lo que se dice, una operación político-militar de rotundo éxito. Rotundo che eh, rotundo.

Marzo, 2008. Bs. As.

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