martes, 18 de marzo de 2008

Lo que ella es para él y viceversa.


Ella era, para él, su Rachel, sólo que él era, para ella, su Gunther. No el hombre cuyo nombre de pila es aquel, y su apellido césped o gramilla, ni bellezas científicas y objetivas sentadas a los pies de un banco de facultad, sino un simple dueño de una cafetería norteamericana en la que, a su vez, trabajaba detrás de la barra y servía copas de café a sus ocasionales o reincidentes clientes. Nada comparado con un paleontólogo sensible, gracioso e universitario, que publica papers en revistas científicas, y tuvo un hijo -que también podría ser pensando como una relación- con una mujer que luego descubrió sus verdaderos gusto sexuales. Estos, asimismo, podrían ser considerados como un vínculo largo y trabajoso, en donde una aprende del otro tanto como una aprende de una. El era, solamente, eso para ella, pero ella era, para él, prácticamente todo. La mujer con la que querría pasar el resto de su vida, con la que se veía envejecer, con niños y perros y autos y jardines dando vuelta alrededor de su felicidad matrimonial y monogámica. La mujer, en fin, a la que jamás podría ver –o intuir o pensar- con otro. La mujer, con dos brazos, piernas, ojos, tetas, cachetes del culo y orejas, y una nariz, boca, concha, ombligo y hermoso cabello lacio, que poseía los dos brazos sin los que él no podía vivir, dos brazos que sostenían no sólo el cuerpo de ella sino, también -a futuro pero asimismo en el presente-, la vida de él. El, que era su Gunther, no tenía forma de volver el tiempo atrás, de tomarse un colectivo desde su barrio a las cuatro de la tarde de un domingo y llegar a las cuatro al punto de arribo, aunque entre uno y otro lugar mediara más de quince minutos de viaje. El, Gunther –Ganzer-, no podía viajar en el tiempo, hacer en el pasado lo que en su vida pasada no había hecho, para así, potencialmente, hacer de él algo más que su Gunther. El, y yo sé de lo que hablo porque soy una de sus pocas y mejores amigas a las que él en su momento nos contó todo, se sentía mal e impotente por el hecho de que, decía él, lo que lo distanciaba y hacía Gunther para ella no era algo presente en el presente y por lo tanto modificable, ni algo latente en los días actuales que de algún modo se pudiera intuir con vistas al futuro, sino algo que él, muy discutiblemente, tildaba como imposible e inmutable: El pasado. Entonces, muy amistosamente, nos trenzábamos en discusiones en donde yo le decía, mientras me depilaba mis dos piernas antes de maquillarme mis dos pómulos y mejillas, que si los dos estábamos de acuerdo en que el presente y el futuro eran modificables también lo debíamos estar sobre las posibilidades de cambiar –y elegir y re-crear- el pasado. Porque, le decía mientras me maquillaba mis pómulos antes de hacerlo con mis mejillas y elegir el vestido que me pondría para la fiesta de esa noche, el pasado no es más que el presente o el futuro desde el que una lo lee: así, si podíamos cambiar el pasado -vivir un poco mejor o menos peor de lo que lo hacíamos ahora-, o el futuro -imaginarnos siendo algo diferente de lo que éramos-, también podíamos cambiar el pasado. Por supuesto, yo le concedía -ya maquillada e indecisa entre un vestido verde que resaltaba mis dos tetas y mi único culo pero me obligaba a no usar ropa interior-, que él no podría, tomando un colectivo mágico o entrando desnudo a una máquina del tiempo, viajar para atrás -como caminan algunos niños cuando dan sus primeros pasos- y dejar de haber sido un esperanzado estudiante de actuación –o correcto estudiante secundario de provincia- que alguna vez tuvo un papel importante en un serie de gran audiencia –o estudiante de muchos idiomas y auditor de música a montones-, pero que, después, no tuvo rutas por donde seguir –o no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-, se empantanó y estaqueó en trabajo ocasionales –mientras esperaba alcanzar el gran sueño de su vida- que terminaron siendo más definitivos que momentáneos –o no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-, para terminar, primero, como empleado de cafetería, y, luego, como el dueño que trabajaba detrás del mostrador y servía copas de café a sus habituales o esporádicos clientes –o correcto estudiante universitario, precoz y culpógeno, que no pudo volver el tiempo atrás y hacer otra cosa que la que geográficamente hizo-. Yo le decía eso, enfundada en un vestido negro con una camperita de igual color encima –este look no resaltaba mis tetas y mi culo pero era más pertinente teniendo en cuenta que no iba sola a la fiesta sino acompañada-, y lo dejaba tranquilo diciendo que su metáfora mass-mediática para intentar explicarme lo que él sentía que era para ella estaba bien, que no necesitaba apelar a citas cultas y no masivas o casi populares, porque, desde que su difunto abuelo octogenario había nacido, cómo separar tajantemente los cultismos de los populismos una vez que los masismos se metieron –precisamente- en el medio, e hicieron de lo pretendidamente claro un campo confuso y enmarañado, que generaba culpa en los cultos progresistas que no querían estar –también- alejados culturalmente de los populones a los que -populistamente- elogiaban, y envidia en los populones que sabían que lo que ellos tenían no era todo lo que se podía tener, queriendo alcanzar –así- los cultismos de los cultores de su propia religión, cada vez más alejados en sus torres de cristal y libros y discos. Similares culpas y envidas sentía él cuando pensaba, leyendo libros muy poco leídos o escuchando músicas que muy pocos apreciaban en todos sus detalles, que él era, para ella, meramente su Gunther, mientras que ella era, para él, totalmente su Rachel. Su sentido de vida, los brazos sin los que no podría sostener su existencia, el pelo y la nariz y el ombligo que nunca iba poder olvidar. Aunque perdiera sus libros y discos y películas. Yo, para este momento, estaba más interesada en terminar de escucharlo, decirle algo al pasar que lo dejara tranquilo y obligara a dejar de pensar en lo que pensaba obsesivamente, y repetirle, mentirosamente, que todo iba a estar bien, que no se hiciera problema, que iba a ser muy feliz, que iba a tener –incomprobablemente- muchas perdices y risas y caramelos y orgasmos. El, lo sé aunque no me lo dijo, no me creyó una palabra, seguramente se quedó pensando en la singularidad del fenómeno de que alguien sea, para alguien, todo, mientras que el primer alguien sea para el segundo alguien poco más que nada. Esto, de una u otra manera, siempre le había llamado la atención, siempre había creído -aún sin saberlo- en la idea del amor ideal, recíproco, correspondido, de dos corazones y almas y cuerpos que se quieren y desean mutuamente, no habiendo -en el medio- ni obstáculos, ni terceros ni medios masivos de comunicación que antepongan sus vallas de salto, conspiraciones o mensajes para obstruir la concreción de su irrefrenable amor. El se quedó pensando en esto, yo viéndolo llorar por dentro, ya coqueta y producida, cuando escuché las últimas palabras de su boca, antes de irme a la fiesta. El me contaba que, en su opinión, una belleza -no necesariamente científica u objetiva- no requiere de mayores producciones o lápices labiales, porque, avanzó en su argumentación, hay mujeres que aún recién levantadas, con mal aliento en el mundo de su boca, despeinadas y con un mar de algas en su ojos, son tan hermosas que dan la sensación de que, en ese instante -que en ese momento es la eternidad, subordinó-, no se necesita nada más. Aún sin haberse lavado todavía los dientes, y con una vieja y derruida remera de dormir rezando el refrán Relax, me concluyó, hay mujeres que le sacan cuerpos y almas de distancia a las bellezas científicas y objetivas. Rachel, me suspiró, con la puerta de salida mitad abierta y yo en el medio con muchas ganas de encontrarme con el muchacho con el que iba a la fiesta, es una de ellas. Una pena que, para ella, yo sólo sea su Gunther, me dijo mirando el piso, cuando mi cuerpo ya estaba mas del lado del pasillo y el ascensor que del departamento y su puerta. Sí, una pena, pensé, una verdadera pena. Nos vemos.

Marzo, 2008, Bs. As.

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