martes, 5 de mayo de 2009

Barañao SA Responsabilidad Limitada.


Barañao estaba notoriamente molesto. Se lo veía indignado, ofuscado, furioso. Sobre el científico y técnico escritorio de su tecnológico e innovador ministerio poseía las hojas con los resultados y análisis de las inscripciones universitarias del último año. Los argentinos –y argentinas, le acotó corrigiéndolo la presidenta, la misma que gozaba de un orgasmo cada vez que deletreaba tejido social- jóvenes y jóvenas, después de cuatro años de segundo gobierno y primer ministerio, seguían sin aprender a qué facultades inscribirse. Miles en ciencias sociales y humanas -teología o autismo-, y sólo cientos en ciencias duras -el futuro del país, el reaseguro del tren progreso del que alguna vez nos bajamos sin haber pedido un deseo a su paso-. Piqueteros blandos -oficialistas y deglutidotes de quesos duros con vinos y orquestas de jazz y música clásica que los seguían en su curso por la ciudad- se encontraban igual de indignados: estaban planificando una manifestación para el día siguiente en Plaza de Mayo, en donde denunciarían el cipayismo europizante de la juventud clasemediera argentina. Las señoras de Barrio Norte, Recoleta y Belgrano habían sido expresamente invitadas y formarían parte del acto: vanos habían sido sus intentos de convencer a sus hijos o nietos de estudiar Matemática o Biología y no Sociología o Comunicación. El país se iba al tacho, y, en estas circunstancias, de poco servían las lecturas de Durkheim o Weber, o las capacidades de análisis del discurso de la semiótica o la semiología.

Barañao miró la parva de hojas y carpetas sobre su escritorio de trabajo, pensó en Klimovsky, no se arrepintió un ápice de las polémicas declaraciones que tres años atrás habían generado un intenso pero masturbatorio debate en un periódico nacional tan oficialista y deglutidor de quesos duros, vinos y orquestas de jazz y música clásica como los piqueteros blandos, y tomó la decisión. Se arremangó la blanca camisa, se desajustó la corbata formal, buscó la agenda que siempre guardaba en el segundo cajón de su escritorio, levantó el teléfono y marcó los números necesarios para salir al exterior. Los llamó, lo atendieron, les contó, estuvieron de acuerdo, y, a la hora, ya se encontraban en su oficina, gorditos y rebosantes, ansiosos de que se les contara detalles sobre lo que se les había adelantado por teléfono. Pidieron tres cafeses sin agua pero con medialunas de grasa y un vasito de jugo de naranja, esperaron la llegada de los otros dos invitados a la cita, y, una vez que estos llegaron, se dispusieron a escuchar con la panza llena y el corazón contento las explicaciones sobre el motivo de la reunión. Las justificaciones de porqué Barañao los había llamado a sus casas o bares de asiduamiento para introducirlos en su idea. Para preguntarles qué les parecía. Para, en el caso de que estuvieran de acuerdo, convocarlos a su despacho para conversarlo personalmente.

Les dijo que lo había consultado con la presidenta –tejido social, ahhh- y estaba de acuerdo. Que las cámaras bajas y altas, como los labios o las culturas, obrarían en consecuencia y defenderían con un cuchillo entre los dientes -a vencer o morir por la patria antes que por la muerte- lo que estaba a punto de explicarles. Que todo estaba listo para hacerlo y que este era el momento ideal. Que sólo faltaba su acuerdo y, claro, sus opiniones, sugerencias, consejos. Que, en contra de lo que sugerían aparateados chismes de pasillo, y reproducían corporativamente los medios de comunicación, no se trataba de recortes presupuestarios, ni de privatización de la educación pública y gratuita –uno de los cuatro, en un rapto de lucidez, pensó que la misma no era ni una cosa ni la otra, sino, en todo caso, estatal y muy costosa-, y, mucho menos, del cierre de algunas facultades y reapertura o extensión de otras. No, nada que ver, aclaró Barañao, eso es consecuencia de los contras internos que padece este gobierno y de los intentos de golpe de estado mediático perpetrados por los medios. A los cuales, déjenme decirles –agregó-, ni uno sólo de los periodistas que se hacen pasar por los comunicólogos que, como chorizo, produce la universidad pública salió a decirles nada. Es más –concluyó, a centésimas de cagar la fruta-, no sólo que no les dijeron nada sino que hacen todo lo contrario: trabajan con ellos, para ellos, desde ellos. Son unos vendepatria, unos cipayos, re-mató, mientras tres de los cuatro movían la cabeza asintiendo y el otro bebía un sorbo de café y se acercaba un medialuna, motivo por el cual se veía imposibilitado de estar cabezonamente de acuerdo. Sino también lo hubiera estado.

Entonces –continuó, ya un poco más calmo, acomodándose la camisa y la corbata salidas de sus cabales por su vehemencia anterior-, lo hablamos con la presidenta y estuvimos de acuerdo. Quiero decir, yo se lo propuse, ella lo pensó -como media hora, acotó-, lo consultó otra media hora, y, a la hora, ya estaba dándome la respuesta afirmativa. Que contara con su apoyo. Y, por lo tanto, con la defensa de género y pseudointelectual de las dos cámaras. La de fotos y la de video. Por lo cual, muchachos –les dijo Barañao, en un tono entre campechano y populista, a ellos cuatro, los cuatro que no habían pronunciado palabra en los veinte minutos de reunión-, como les dije por teléfono y al comienzo del encuentro, todo está listo, las condiciones subjetivas y -mucho más importante- objetivas están dadas para hacerlo. Sólo se trata de poner primera, el pie en el acelerador, y, al estilo de los viejos Ford T que alguna vez fueran el orgullo del mundo desarrollado, darle para adelante. ¿Ustedes qué opinan?

La pregunta cayó como un baldazo de agua fría -o como un patriótico fuentonazo de aceite caliente- sobre las cabezas de los cuatro invitados. Dos de los cuales, por incierto, ya habían terminado sus cafeses con medialunas de grasa y un vasito de jugo naranja, mientras los otros dos, los últimos en llegar –motivo por el cual habían padecido chascarrillos de parte de los otros dos-, estaban todavía finalizando sus respectivos cafeses con leche y medialunas de manteca. Un silencio de radio, que llegó a tapar tanto las emisiones de Radio Nacional que se escuchaban en el despacho, como las orquestas de jazz y música clásica que acompañaban a los piqueteros blandos por toda la ciudad a la caza de bombos que atentaran contra la sonoridad de Monk o Chopin, inundó la oficina. Tanto que la rebalsó. El silencio de hielo heló primero los pasillos del Ministerio y, después, el resto de las oficinas de las restantes dependencias del ejecutivo. Cuando los cinco quisieron acordar, ya habiendo terminado los últimos dos los cafeses con leche con medialunas de manteca, el silencio había empetrolado a músicos y manifestantes: los manifestantes que con su manifestación hacían la mejor música que los oídos pueden escuchar, y los músicos que se manifestaban acompañando aquellas melodías con improvisaciones o interludios. El silencio, como una niebla, como pastizales de libros quemados, como provincianos pueblos enteros soplando para que no se viera nada, ya se había extendido por toda la ciudad. Barañao, silenciado más que afónico, sin salida más que sin voz, no le pudo contar a los cuatro la idea que ya había sido aprobada por la orgásmica presidenta: clonar matemáticos y biólogos para compensar las indeseables cantidades industriales de comunicólogos, sociólogos y filósofos que atestaban la sociedad. El país dejaría de ser subdesarrollado. Pero, también, dejaría de ser católico-apostólico-romano -porque las prístinas jerarquías eclesiales internacionales se oponían a la clonación- y se declararía post-humanista-sloterdijkiano, para pesar mucho de los humanistas, que serían levantados en peso, perseguidos y confinados a campos de concentración de reeeducación posthumanista, en donde se verían obligados a estudiar todas las carreras duras. José Pablo Feinmann y Horacio Gonzalez, dos de los invitados -los que llegaron tarde-, cuando se enteraron telepáticamente del plan, asintieron filosófica y sociológicamente. Leonardo Moledo y Adrian Paenza, matemáticos, también estuvieron de acuerdo. Los dos habían sido invitados para iniciar con ellos la clonación. Pero nada pudo realizarse. Es lástima.

Julio/2008, B. A.

domingo, 5 de abril de 2009

Confesiones de comunicólogo.

Letra
y música:
Qué te importa/
Charly Garcia.









Me echó de su cuarto gritándome: Estudiás Comunicación
tuve que enfrentarme a mi condición: para vos no hay trabajo
y aunque digan que no es tan difícil, yo no creo poder laburar
hace lustros que estudio y estudio, y no salgo de putas changa.
Quién me dará algo para comer, o texto que analizar
sé que entre los medios debés estar, pero no me contratás
y Clarín que nos confunde a todos, sin Anibal la pasaré mal
si termino haciéndome trosko, después no se vengan a quejar.
Kaufman es el dueño de este mundo: juega a los dados bien
quien me dará una beca, mi dios, sólo sé comprender
y tal vez estudié demasiado, debería haber trabajado también
cerrarán las puertas de MT, y yo seguiré sin un gospel
Conseguí seis pesos y me emborraché, en-La-Bar-ba-ri-é
miré el cuadro de Chavez y me emocioné, aunque no sé porqué
y si bien yo nunca fui chavista, bolivariano comencé a ser
pediré un puesto en Telesur, y todo estará fetén fetén.
Hace ocho años que estoy aquí, ya tengo treinta y tres
ya no leo más a Merleau-Ponty, pero puedo comer
y aunque a veces me acuerdo de ella, pegué su póster en la pared
solamente pienso los domingos, cuando leo ... a Melanie Klein.

jueves, 2 de abril de 2009

A Maia.


quiero que tu boca sea
la custodia de mi sexo y
que el tuyo se mezcle con
la guerrilla de mi piel
quiero que tus pechos sean
dos contratos contratados tuyo
mío y los dos contra-atados a
la dictadura del placer
quiero que tus manos se declaren
eruditas en la materia de no
dejar recóndito rincón de mi
cuerpo por conocer
quiero que mis ropas caigan
al compás de la huida de tu
histeria y que los insight de los faroles dejen
de alumbrar para podernos ver
haciendo todo lo que los dueños de
las veredas no dejan hacer todo lo que el
oficial reprime con el largo brazo de
su cachiporra lo que un señor señor no
haría porque eso no hacen los hombres de
bien lo que las buenas costumbres no
contarían de un mujer al
hablar de su historia.

Junio, Bs. As., 2005.

domingo, 22 de marzo de 2009

Y.









Y antes de que pudiéramos verlo
ya éramos un sombra
un cadáver
algo que difícilmente se recuerda.
Y vos preguntaste qué será de nosotros
cuando ya no seamos nada
cuando seamos padres y profesionales y adultos y profesores
no seremos nada te dije yo
no seremos nada de todo lo que hoy somos
nada de lo mucho o poco que hoy intentamos ser.

viernes, 27 de febrero de 2009

Si vos fueras yo, si yo fuera vos.



(A la memoria de P., no de Pe, es decir de Penélope Cruz, sino de P.).

Esta canción, compuesta por los por entonces Los Sugus, luego The good bye winners, fue compuesta en la cama de mi hermana de la habitación que por entonces compartíamos, mientras el otro integrante del grupo, igualmente bipolar que el primero, que en realidad es el segundo, miraba estupefacto cómo su compañero de derroche de tiempo enchastraba una hoja entera escribiendo una canción que, en caso de tocarse y cantarse entera, dura diez minutos, no tiene estribillo y quita el aliento. No por mala, aunque también, sino por larga. A diferencia de la vida, que es corta pero ancha. Por razones de Sanidad, y de despiste, porque la segunda parte de la canción fue perdida cuando dejó de ser ensayada, es decir, perpetrada, la misma se redujo sólo a esto, una carilla de renglones hasta el límite, cinco minutos de atropellamiento letrístico-pseudomusical y los mismos cuatro acordes de siempre que, a veces, permiten hacer algo más virtual que relativamente zafable.
Gracias a Celeste, por haber confiado en ella, es decir, por haberse equivocado, incluso antes de que nosotros mismos lo hubieramos hecho, o sea, de que no nos hubiéramos equivocado y tuviéramos bien en claro que la canción era bazofia y nuestra instrumentación y canto aún peor, si es que tal cosa es posible. Gracias.

No es que te quiera besar porque no tengo nada por hacer
te quiero besar, te quise besar, porque estaba aburrido de leer
de escribirte cartas que nunca iba a salivar
de comprarte flores que marchitaban antes de florear.
No es que no sepa cantar sobre otro tema que sobre vos
es que no sé cantar y vos te sumás a este mal sabor
de escucharme y leerme cada vez, cada mes
de bancarme y soportarme haciendo que canto como Andrés,
o como el líder de Yes, o como Tom Waits, o como Calle 13.
Sé que soy insoportable, que no digo nada una vez
que tardo un lustro para decir: Hola, ¿qué tal señora, cómo le va a usted?
te prometo no cambiar y ser igual de insoportable
pero intentaré rescatar el uno por ciento de lo bancable.
Porque no quiero cambiar pero tampoco quiero que cambies
porque no te quiero cambiar pero tampoco quiero que me cambies.
Imaginate la ecuación: vos serías tartamuda y yo un show
yo resultaría un galán y vos una miope que no sabe ni hablar
yo no quiero eso para vos: yo para vos quiero lo mejor
por eso te aconsejo: mi amor, mantenete lejos de este bajón,
o de este garrón, o de este chabón, o de este chambón.
Si yo fuera vos y vos fueras yo
eso sería un horror –para vos-, pero yo sería un ganador
Sería músico y poeta, actor, trabajador, toda una estrella
el hombre de tu vida, un magíster, mujer alguna conmigo tendría chanches.
Sería un meta-hiper-metro sexual, pero también sabría cómo ir jugar
sabría coser, sabría cocinar, y en la cama resultaría un semental.
No habría orgía que se me resista, tendría un harén sólo de chicas lindas
estaría sólo, no tendría amigos, porque todos se propasarían conmigo.
No podría salir ni a la calle, que me tropezaría con los pasacalles
que admiradores me cuelgan del cielo, que pa mí no es más que una sucursal del suelo.
Tendría, también, una florería, por las flores regaladas por amigas
abriría, después, una casa de dulces, donde yo sería la frutilla y el duque.
Aunque, a decir verdad, tengo un poco de miedo, estoy amedentrado de hacerme caramelo
si no me revuelven yo me coagulo, si yo fuera vos tendría flor de cupo.
Para dejar entrar o salir del círculo, al agasajado con mí vínculo
quizá debería tomar examen de ingreso, para ver a quién le regalo mi beso.
Cobraría entrada a mi morada, no vaya a ser cosa que entre la gilada
establecería un saludo oficial, para castigarlos por su fealdad.
Sería un Dios, si yo fuera vos, pero como soy yo soy sólo un perdedor
me gusta el chananeo, si me apuntan al cielo yo me quedo mirando todo el tiempo el dedo.
Por eso, te digo, no te conviene que sea tu amigo
por eso, te alarmo, yo, en tu lugar, me largo
por eso, te aviso, tengo destino a Berisso
por eso, te aconsejo, mejor buscate un mejor partido.

sábado, 17 de enero de 2009

De médicos y doctores.

Es conocida la reflexión según la cual, mientras que a un cientista social –resumidamente: egresado de las facultades sociales o humanas más de universidades públicas que privadas- le demanda –promedialmente- de –en el mejor de los casos- doce a –en el peor de ellos: y aún así muy bueno- dieciséis años recibirse de doctor, a cualquier estudiante de las carreras de las facultades medicinales del país, ya sean públicas o privadas, con cinco años de cursada más doce meses de residencia, aquel prestigioso carné –m’hijo, el dotor-, con el par de años de espera que demanda la impresión de títulos de grado en la universidades públicas, es suyo. Así, mientras que –pongamoslé- un cominicólogo egresado de la UBA –por fuera de todo gesto corporativo, la carrera más larga de la universidad: en caso de desconfiar o directamente descreer de lo recién leído, remitirse a las sociológicas estadísticas de la propia institución-, en caso de querer perpetrar la fugada carrera académica que requiere de saltos sin jabalinas de maestrías y doctorados, recién podría hacerse del prestigiado título de doctor –en el mejor de los casos- entrados sus jóvenes treinta años, luego de haber escrito sus tres decimonónicas tesinas –institución universitaria del siglo XIX que la mayoría de las carreras, tal como se entendía por entonces, ya no poseen, para bien y para mal-, cualquier estudiante de las carreras médicas, ya sea de universidades públicas o privadas, que haya comenzado –digamos- a los dieciocho años –ni siquiera diecisiete- y que haya llevado con simple –ni siquiera necesaria de ser luterana- puntualidad el devenir de la carrera, a sus –digamos- jóvenes veinticinco años ya se haría acreedor del socioculturalmente muy reconocido epítote de doctor, ese que algunos egresados de estas facultades anteponen en cualquier lugar en donde esté escrito su nombre. No sólo una tarjeta de presentación profesional, o placa de entrada al consultorio en la casa o el estudio, sino, también, en los mensajes telefónicos que se graban para que la persona que llama identifique que lo hizo al número que deseaba hacerlo y deje su mensaje calma y tranquila, o, incluso, a la hora de llamar a algún lugar –pongámosle, un restaurant para reservar una mesa para la cena- anteponiendo la palabra dotada de mágicos poderes por delante del nombre y apellido -o del apellido a secas- del portador de la magia.

Por supuesto, lo anterior no fue más que una larga introductio, que no se trata de una cuestión de medievales encantamientos sino de muy modernos y burgueses prestigios. Pero, hete aquí la aparente o efectiva paradoja, así como no suelen ser los científicos enaltecedores de los avances tecnológicos los más aptos a la hora de evaluar los negativos o directamente catastróficos efectos de algunos avances técnicos –no sólo el obvio ejemplo de la bomba atómica, sino los mismos nazis o argentinos campos de concentración como súmmum de la científica y muy racional modernidad-, tampoco suelen ser los portadores del prestigioso –por decirlo estructuralistamente- significante doctor –ya sea del cuerpo entero como exclusivamente de la boca, ya sean médicos clínicos o nada simples y menos rasos odontólogos- los más sensibles a detectar o al menos reconocer que el prestigio en relación con su profesión en el que son educados a lo largo de la carrera, y que luego el orden sociocultural confirma más que refracta, no es más que una de las variadas consecuencias no sólo del positivismo cientificista que piensa que un ingeniero es poco menos que un genio mientras que un filósofo es apenas más que un charlatán, sino, y sobre todo, de determinada configuración histórico-político que, por lo pronto, llevó a la creación y consolidación de la institución sin la cual los prestigiosos y prestigiados no sólo no podrían sobrevivir sino que ni siquiera existir: la clínica. Mientras que un doctor -cualquier de ellos, sea un psiquiatra o un cirujano- es incompetente a la hora de evaluar lo que –con el filósofo que no se reconocía como tal sino como historiador- podríamos llamar las funciones de la clínica, el más bien reciente nacimiento de la misma y sus consecuencias y utilizaciones por el poder político desde las revoluciones burguesas hasta la actualidad, un comunicólogo o sociólogo sería un inútil en caso de pretender efectuar un tratamiento de caries o extraer una muela, evaluar –objetivistamente, tal como se educa a observar el cuerpo humano en las facultades medicinales de nuestro país- el cuerpo de un paciente –que un potencial enfermo sea llamado paciente, como ninguna nominación, no es inocente: el virtual padeciente es el paciente que pacientemente debe esperar el arribo del saber correspondiente que le salvará la vida, es decir, la bata y el título habilitante del médico-, o, en su defecto, pretender medicar a un paciente con un remedio que este debe comprar en la farmacia. Ningún farmacia responsable -es decir, ningún comercio atendido por un profesional relacionado con la medicina con grandes letras, sólo que relacionado con esta en un vínculo de subordinación y desprestigio- debería jamás venderle a nadie algo no sólo recetado sino incluso recomendado por comunicólogos o sociólogos. Hay pocas cosas –no merecen siquiera el epítote de personas, mucho menos de carrera, esos terciarios con apetencia de estudios universitarios en donde lo que menos se aprende y enseña es ciencia, la ciencia tal como la entendían los jóvenes del renacimiento- que un comunicólogo o sociólogo. Siempre buscándoles el pero, el sin embargo, el no obstante lo cual, el de todas maneras, a todo. Siempre, como decimos los hombres simples pero científicamente formados, porque no hace falta hablar raro para demostrar sabiduría, buscándole la quinta pata al gato o el pelo al huevo. Es como si tuvieran envidia o rencor o resentimiento o directamente odio de que nosotros, los científicos, los ingenieros o médicos, realmente estudiamos, y por eso seamos reconocidos, mientras que ellos, que eligieron hacer esas carreras cortas y para colmo poco serias, carreras en donde supuestamente se lee mucho pero siempre mal y en vano, esas carreras en donde, como dijo nuestro ministro, la metodología brilla por su ausencia y lo que escriben parecen tratados de teología del medioevo antiguo, no pueden decir lo mismo, ellos realmente no estudiaron tanto, ellos no se esforzaron tanto como nosotros, y, como la estructura de clases de nuestra sociedad lo demuestra, el orden social es justo y luego retribuye a cada uno lo que se merece, a los doctores o ingenieros el prestigio que sus años de estudio les demandó -aunque hayan pasado veinte años desde que egresaron y, coherentemente, se acuerden muy poco de lo leído hace veinte años- y a los egresados de sociales o humanas la indiferencia o subestimación que las toneladas de apuntes le otorgan a todo aquel que haya hecho con ellas maniquíes de papel –aunque, como tanto les gusta repetir a los neoliberales organismos de crédito, su formación sí sea realmente permanente, como un trotskismo insurreccionalita y espontaneísta aplicado al ámbito educativo-.

El miércoles pasado, en el marco del tratamiento ortodoncista que retomé luego de mi adolescente desplante antihumanista en donde me oponía al mantenimiento estético de las disciplinas medicinales subalternas y a la misma muy médica prolongación de la vida, volví a sentir la sensación -que ya la había sentido cuando regresé a los guantes y máquinas de mi odontóloga de adolescencia- que los ortodoncistas -que son médicos de los dientes tanto como los pediatras se hacen llamar médicos de niños- no son más que mecánicos -como el que puede leerse en La máquina de hacer el bien de Walsh- sólo que con batas y guantes y máquinas y, sobre todo, consultorios y secretarias que, cuando tienen que llamarlos, estás obligadas a interpelarlos como doctor y doctora. El lunes, cuando vaya a cortarme el pelo al peluquero de mi barrio, le voy a decir doctor, doctor capilar.

martes, 23 de diciembre de 2008

Mafalda montonera.


Si Evita viviera sería montonera, le dijo un imberbe a un octogenario, mientras lo frotaba con sales intentando reanimar las mieles de su impotencia. Si Isabelita viviera sería cabaretera, insistió el primero, sin obtener respuesta del segundo, a punto de llegar al clímax. Si Perón viviera estaríamos muertos, dijo el octogenario, y el imberbe lo miró fijamente, mientras limpiaba con su mano izquierda su mano derecha sucia de líquido.
Mafalda, integrante de la UES, había pasado a formar parte de los comandos populares anunciados por Rodolfo, casi un lustro antes de abrir la manta abierta a la munda celestial. Con el salmo del párroco del barrio, un día después quedaría flaco de mate y galletitas de agua, cuando Mafalda ya estuviera concentrada en un campo de reeducación católica. No saldría en siete años de tormentas y, cuando estuviera por hacerlo, sería dada de muerte con un tiro de gracia por el que no dio las gracias.
Miguelito, en plena primavera, dejó Filosofía y se fue detrás de los humos del paco. Lo hizo después de ir a un recital en donde leían poetas y no entendían filtros que fumaban cigarrillos sin filtro. A los dos años, amenazado por un tartamudo que no podía pronunciar la segunda letra del abecedario, aceptó el ofrecimiento de su padre y, de paso cañazo, a sus veintiún años, consumó su viaje iniciativo por el ya iniciado mundo.
Libertad, cursante del primer año de un preuniversitario colegio en el que sus traductores padres habían depositado todos los bonos de sus futuras ganancias culturales, era una de las militontas más jóvenes de troskos que no eran tales pero que eran lo más parecido a ellos con armas en la mano y rifles en el hombro. A los tres años, como la organización, estaría más perdida que desaparecida en acción, aunque, a sus jóvenes dieciséis años, había estado de acuerdo con Roby en que era imprescindible un antiguevarista reflujo. A vencer o no morir, muertos no se puede combatir, había sido el slogan que había inventado para la lucha política interna, defendiendo la libertad de tendencia, antes de que las listas comenzaran a alistarla para los contratendencistas.
Felipe había estado a punto de sumarse a una orga políticomilitar con nombre de escopeta pero, de un tiro, se fue a Uruguay, se radicó en Colonia y se dedicó a las mismas tareas administrativas que realizaba en Buenos Aires, tras haber conseguido el trabajo por un conocido de la primaria. Por las vecinas del barrio, que esa tarde habían vendido un chisme a las purgas ecologistas por un corte de pelo en la peluquería de la esquina, se había enterado que sus amigas de la infancia, Mafalda y Libertad, se habían ido de feria, y su pánico pudo más. Al día siguiente, tomó el barco que salía del puerto de Buenos Aires hacia la oriental de sus provincias -barco que en repetidas ocasiones tambaleó en el agua al chocarse con inmensas costras marítimas-, y a la semana siguiente ya estaba trabajando en el trabajo en el que lo había encajado su conocido.
Guille realizó la primaria sin mayores dificultades ni alteraciones, educado por sus padres en la moderna exclusión de sexo, violencia y muerte. Más teniendo en cuenta que hay décadas en que los tres asuntos se aúnan en un solo haz de sombra. A la luz de la protección del árbol de enfrente de su casa, preguntó sólo una mañana por qué Mafalda no regresó la noche anterior. A la siguiente mañana, habituado, sabiendo que la mujer es un animal de costumbre, no preguntó nada y deglutió en silencio el café con leche con tres medialunas. Aunque, se lo había dicho antes a su madre, sólo quería una. Pero en esa casa, como en la mayoría de las casas del mundo, la decisión no era propiedad de los infantes, sino de los adultos, y la propiedad era un asunto en discusión, y la discusión se dirimía en un beso a tu madre, y tu madre podía terminar salvándote las papas, aunque ellas estuvieran calientes y nadie quisiera darles el primer beso.
Manolito, cinco años después de que un grupo de jóvenes arrojara una célula de miguelitos delante del coche de un fusilador para secuestrarlo, juzgarlo y ajusticiarlo, había padecido la muerte de su padre, quien sufrió un ataque al corazón al enterarse del fallecimiento del generalísimo y de la transición que se avecinaba en su país. Las vecinas, ni lentas ni perezosas, esparcieron por el barrio que el ataque al corazón había sido con alto poder de fuego y que el mismo no había opuesto resistencia. La rendición había sido incondicional. Populistas, a pesar del gorilismo que las especificaba, omitieron cuchichear sobre los altos precios del almacén, más que nada porque el dueño del mismo estaba en un cajón y su hijo al lado. Manolito, en los siguientes siete años, dejaría la secundaria –la que de todas maneras no lo extrañaría-, haría dinero, se compraría una bicicleta todoterreno, viajaría al norte –según se mire el hemisferio, se considere el espacio, y se escuche a Don Arturo-, repetiría por algo será y algo habrán hecho, no cantaría la marchita en el monumental pero gritaría los goles de Kempes, se levantaría aún más temprano para observar el levantamiento de paredes entre los arquitectos Diego y Ramón, iría a la plaza a vivar la nacionalización de una compañía de whiskies, manifestación en la que se cruzaría con Miguelito, quien, tras siete años, había regresado de Francia, tras estudiar Historia en La Sorbona y realizar un posgrado de Filosofía en misma universidad, para bajar con los verdes al sur y subir con los fusiles a la Casa Rosada, la que había quedado de ese color después de las griegas orgías que los militares de la década del ’30 perpetraran con los terratenientes que tenían campos en la pampa húmeda y departamentos en el París lluvioso. No se dijeron palabra, se acompañaron en el sentimiento, solos en una plaza repleta del pueblo que hacía seis años luchaba por el fin de lo que vivaba, que resistía heroicamente los embates del gobierno del que repetía consignas, que rechazaba los responsables de sus primeros viajes al exterior o recambios de electrodomésticos, el pueblo, en fin, que al año se volvería gente, ciudadanos grises que ya no lloraban los lunes sino que los esperaban ansiosos, aburridos los domingos en sus casas, viendo el fútbol como artilugio para patear para algún lado, desbandados. Miguelito y Manolito no se dijeron palabra, no hacía falta, se miraron fijamente a los ojos y entendieron todo, comprendieron que, con Guille, eran los únicos que permanecían en el país, que eso tenía un costo, un valor que iban a pagar. Si no era que ya lo estaban pagando sin siquiera darse cuenta. Miguelito pensó en acercarse y, al menos, dejarle la nueva dirección en la que estaba parando. Ya no vivía en la casa de sus padres, en la casa del barrio. Desestimó la idea al verlo tan serio y distante, tan mudo y militar, con el pelo tan corto y la mirada tan recia. Manolito casi no pensó en otra cosa que en volver a reabrir su almacén de modo de no seducir a las vecinas con que vayan a comprar a la otra despensa, la que tenía mejores precios pero quedaba a cuatro cuadras, y las vecinas, aunque miserables, ya estaban viejas y preferían ahorrar tiempo de viaje y espacio de caminata en lugar de unos centavos que, a fin de mes, terminaban siendo no tan pocos. Si Mafalda viviera sería kirchnerista, le dijo el joven al anciano, y este volvió a no decir palabra. Si Mafalda viviera, Miguelito le diría que no instrumentalice el jazz para nombrar una de las estructurales crisis del sistema capitalista. Si Libertad lo hiciera le diría snob, y tendría razón, espetó el imberbe por tercera vez, simultáneamente con la implosión de uno de los pernoctantes campus que asolaban su rostro. Si Felipe volviera se sorprendería de lo petrificada que está la memoria, dijo el joven, y el viejo ya estaba dormido. Si Guille entendiera algo, todo esto sería menos engorroso, dijo el imberbe, y, en esta oportunidad, no apuntó al viejo, que ya estaba durmiendo, sino a su madre, Susanita, quien, desde hacía media hora, lo miraba con orgullo de madre pero sin entender palabra. Es que, como repiten educadores oficialistas desvelados por métodos shockoldtatianos publicitados por filósofos premodernos, algunas cosas nunca cambian.