domingo, 27 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte IV: Por cada uno de nosotros.


Su familia era furibundamente antiperonista. Más que borgeanamente gorila, montoneramente antiperonista. A él, una vez que sus estudios universitarios lo alcanzaron, que el cuarto de siglo de vida ya no parecía tan lejano, y que el último periplo de su luego añorada adolescencia -la post-adolescencia- era dejado atrás con lustros y taquitos, le gustaba pensar que el conceptualizado peronismo sin Perón de los sesentas que historiadores y no tanto atribuían a sectores burocráticos-no-combativos del sindicalismo peronista –Vandor: cuyo apellido rimaba con Perón, ese hombre estaba destinado a grandes cosas, bromeaba- había tenido su reedición en los setentas –la historia no se repite, pero que las hay, las hay- con, simplificando -se defendía-, las organizaciones político-militares que pergeñaban una concepción instrumental-utilitaria del peronismo, en donde su base y apoyo social era lo que se debía rescatar, y su líder burgués y octogenario lo que debía lanzarse a las cloacas de la Historia –con hache mayúscula, seguía bromeando, para enervación de los serios y ascéticos-, tirando la cadena con el niño y el gitano adentro. Lo pensaba, lo decía, pero no enfrente de su familia, ya que, autoafirmativamente, alegaba que ella no iba a entender siquiera un diez por ciento de sus pensamientos e incómodas ocurrencias. Y eso que eran todos profesionales, constructores de puentes, sembradores de campos, redactores de escritos y analistas políticos con título y todo. No lo iban a poder entender porque, en verdad, no todos eran tan montoneramente antiperonistas como podía parecer. Como un River-Boca, Moreno-Saavedra, Rosas-unitarios, Roca-Mitre, Roca y Mitre-radicales y anarquistas, radicales-conservadores, radicales-anarquistas y socialistas y comunistas, socialistas y comunistas y conservadores y radicales-peronistas, y, a partir del 17 de octubre hasta el 1 de mayo del ’74, peronismo-resto del mundo político argentino, su familia se dividía en dos bandos claramente demarcados: uno peronista –abuelo mitológicamente combatiente de la resistencia peronista, ponedor de caños, velas, cuernos y miguelitos; tía y tío mitificadamente integrantes setentistas de la JP, a esa altura, Montoneros-, y otro antiperonista –abuelo pampeano en los 40’s por Buenos Aires escuchando grandes orquestas de tango y padeciendo, un lustro después, el agua sucia de las fuentes de las plazas por los pies negros que en ellos se habían bañado; tío ingeniero que, irracionalmente, le dijo alguna vez que todos los guerrilleros de los setenta eran unos loquitos de mierda, incluyendo al que ahora está en el poder, dejándole bien clarito que sí hubiera nacido veinte años antes, habiendo dado a luz, entonces, a sus hijas en los sesentas, en caso de que alguno de esos guerrilleros de mierda hubiera secuestrado a alguna de ellas, él se hubiera cagado en los derechos humanos y todas esas boludeces de las que se habla ahora, y, directamente, hubiera buscado hasta encontrar a los responsables del secuestro y le hubiera pegado un tiro en la frente a cada uno, porque, agregó, en este país los derechos humanos sólo defienden a los delincuentes, no a la gente, remató citando, nada autoritariamente, a otro ingeniero luego devenido (la mentira tiene patas cortas, decía su abuela paterna, mentira, le respondía él) simple egresado de escuela secundaria-. Su familia, como el país en el ’46 -o en abril del 2008-, se dividía en peronistas y antiperonistas. Pero, como casi todo cuando el ojo se aparta de lo macro y se concentra en los detalles, cuando se propone escudriñar el arbol y no el bosque, la cuestión no era tan binaria y dicotómica, tan maniquea y blanco o negro, sino repleta de matices, claroscuros, grises y contradicciones. Hija del supuesto combatiente resistentemente peronista diciéndole a él, en los últimos meses de la última de las estaciones de su post-adolescencia, que se cagaba en Perón, que, ya desde el ’43, había sido un viejo facho, que en los ’70, cuando ella cursaba los primeros años de sus estudios secundarios, había mandado al muere a los mismos que le habían dado vida, que lo habían revitalizado y resucitado políticamente. ¿Sí?, ¿te parece?, entonces, ¿no reivindicás ni a Perón vos?, le preguntó –ingenuo- él, durante uno de sus periodos de mayor peronización, consecuentemente con su estatus de joven clasemediero educado sentimental y políticamente en las aulas vacías del progresismo. Sí, ni a Perón, le respondió ella. Su tía. Aunque tu pregunta, dejame corregirte –siguió-, supone que el último recurso de la reivindicación para los más o menos progresistas sería justamente sería aquel viejo fascista y asesino, lo que es una contradicción. ¿Cómo –comenzó a preguntarle arteramente, envalentonada por su argumentación política anterior- defender a un militar capitalista, que llamó imberbes y estúpidos a los jóvenes que impidieron que se muriera con más pena que gloria en la España franquista, va a ser la forma en que progresistas disconformes con la repetitiva disconformidad de la vernácula izquierda marxista-leninista-trotkista van a sellar su pacto de saliva más que de sangre con la causa de los desarrapados, descamisados, humildes o como más te guste llamarlos? Él se la quedó mirando, pensando. Él se quedó pensando, mirándola. Pero, ¿cómo?, pensó para sí, hablando en un lenguaje interior, interno, privado, ¿ella no era peronista? ¿Cómo puede ser peronista y criticar tanto a Perón? ¿Ella no es la hija de un supuesto militante de la Resistencia Peronista, de alguien que, efectivamente, fue diputado por esa fuerza, de un hombre que se llenó la boca sobre esas causas para después vaciarla y dar vuelta atrás, de una persona que fue detenido por la última dictadura cívico-militar y estuvo preso por un año por su pasado peronista, de un hombre que se reunió con Massera en el estudio de su casa -el mismo estudio del que las fuerzas que lo detuvieron, por orden del trifronte poder del que Massera era una de sus cabezas, le secuestraron las obras de Marx y Lenin y Trotsky- para que le asegurara el apoyo de parte del peronismo pampeano, ahora que el marino quería reinventarse como un nuevo Perón -para lo cual tenía a detenidos-desaparecidos montoneros trabajando para él en los campos de concentración argentinos a cargo de la marina-? ¿Ella era la misma persona? Mejor preguntado, jugaba él, ¿él era el mismo? No él, post-adolescente que, leyendo por entonces Poder burgués y poder revolucionario de Santucho, escuchaba las atípicas conversaciones de sus tíos maternos sobre la materia, desarrollando, al mismo tiempo, un lamento por su pobreza conceptual y desconocimiento histórico, pero, también, un nivel de atención que le aseguraba la certeza de que ninguno de sus dichos, silencios o gestos podía escapársele. El, el padre de su tía, su abuelo, ¿era el mismo? ¿Cómo podía combinarse, en una sola vida –todo lo que tenemos, acotaba para dejar bien en claro su ateismo por entonces marxista-, el anarquismo, el socialismo, el comunismo, el peronismo a secas, el peronismo cañero, el peronismo montonero, para terminar desembocando -como los estiércoles domésticos en los piletones municipales construidos a esos fines- en lo peor del peronismo, en el peronismo de mierda, el peronismo fascista, golpista, asesino, genocida?

Su madre, hermana de su tía, hija de su abuelo, no decía palabra, y ponía Beatles, Shubert o Beethoven en el noventista equipo de música familiar, comprado por iniciativa de su padre pero gracias a la surrealista paridad cambiaría nacional que lograba, por ejemplo, que a sus padres les resultara más barato pagarle su tan ansiado viaje iniciático intelectual por la Europa no castellana que un viaje al norte o a los países limítrofeticamente hermanos, para que pudiera empaparse –secarse- o bien de la realidad social de la región más pobre del país, o bien de la falta de calidad de vida de los pueblos originarios en esos países en donde estoy aún sobrevivían –y, parecía, estaban empezando a vivir, a revivir políticamente- en número y forma, y no habían sido ilustradamente perseguidos o bien por la católica corona española o bien por los iluministas gobiernos sudacas que miraban las luces e ideas de la revolución francesa pero seguían los métodos oscuros y apagados de la inquisición medieval. Por eso, él, como privada señal de protesta, no visitaría España. Además, dijo -se dijo-, ahí hablan español, idioma que ya sé conversar y escribir –y muy bien-, motivo por el cual, mejor, me doy unas vueltas por Inglaterra, Francia, Italia e Irlanda del Sur, así, por un lado, practico mis excelentes pero siempre necesitados de práctica ingleses, franceses e italianos, y, por el otro, visitó la madre patria de la que desciende una parte de la familia, es decir, una parte de mí, exactamente la mitad, justo de la que no cargo el apellido –lo cual me hubiera asegurado seguras distinciones sociales:¿Cuántos descendientes de irlandeses hay en los colegios o universidades?- pero sí los genes, esos poquísimos genes que se transmiten y condicionan más que determinan el color de piel, ojos y cabello. Y su forma, claro. Mi ex castaño claro lacio, mi actual castaño claro enrulado, devienen de allí, de los genes irlandeses que intentaron hacerse la américa en América cuando la América estaba en la Irlanda misma, sólo que en el norte y un tiempo después, con el IRA y la ira que suscitan los abusos de los imperialistas imperios británicos, estadounidenses o españoles. Mi abuelo materno -en una almorzada mesa familiar paterna alguna vez extrañamente citado por mi padre, católico y profesional-, solía recomendar la lectura de la biblia, no sólo por la obvia razón de que uno debe saber cómo piensa y qué dice el enemigo –mi abuelo, además de Marx, Lenin, Trotsky y la biblia, también leía Clausewitz-, sino también, decía, porque uno debe tener como un hábito constante leer, al menos, una novela por mes. Y la biblia era una gran novela. Tanto por su tamaño como por la cantidad de miles de años que fieles e infieles -santos que no fueron santos, vírgenes a las que le habían roto su himen los mismos santos infieles-, vienen creyéndosela, tomándola a rajatabla, considerándola un texto santo. Cuando, continuaba para escándalo de los católicos presentes, sabiendo que lo que decía era desde provocativo y polémico hasta irreverente e irrespetuoso, ninguno texto es santo. Cualquier texto, como la filosofía, es perversión, remataba, ganándose las miradas atónitas de los comensales, y esos silencios que no connotan respeto o falta de compresión sino la represión consciente que sobreviene después de escuchar algo que desata la ira, pero que, en caso de darle lugar, desataría, también, una batalla campal en donde platos, cubiertos y las mesas serían objetos de guerra. Borges, en su época argentinista y radical –de apoyo a Irigoyen-, solía recordar mi abuelo, escribió que hay dos temas sobre los que no se debe discutir, a riesgo de ser inoportuno o maleducado: política y religión. Precisamente los dos asuntos sobre los que nunca se dejaba de discutir en la mesas familiares, maternas o paternas, en las que él se sentaba, y todo, desde su más tierna adolescencia inferior, por obra y gracia de su persona: primero, un adolescente lacio y claramente castaño, prácticamente un modelo; después, casi un adulto enrulado y castañamente claro, un facsimil del Robert Allen Zimmerman de 1965. Pero, más allá de sus especificidades estéticas, más serias o frívolas, era el mismo: un joven arrogante y soberbio, seguro de sí mismo, irreverente y hasta maleducado, todas características que la educación sentimental de su madre-mejor amiga, Schubert-Beatles y, más luego, Calamaro-Dylan no habían logrado erradicar, aunque, ya sobre los momentos cúlmines de su post-adolescencia, todo parecía empezar a cambiar. Precisamente cuando los avistajes con su madre-mejor amiga se espaciaron como mínimo por dos meses o, incluso, por todo un cuatrimestre o semestre, cuando Schubert y Beethoven dejaron de ser los climas de ambiente que acompañaban sus infusiones nocturnas o digestiones de siesta, y cuando, por último, sus consumos –simbólicos- de Calamaro comenzaran a avergonzarlo de cara a sus nuevos compañeros o amigos y Dylan, Dylan siempre estaba bien pero era solamente Dylan, ya conocido y parte de su larga adolescencia, y de lo que se trataba, pensaba, decía, era de salir a la búsqueda de lo nuevo, de lo nunca conocido, conocer a otros pero también ser otro. O, al menos, intentarlo. Aunque este intento y deseo pudiera llegar a costarle muy caro. A jugarle en contra. A dejarlo en pampa y la vía. A metros de un dealer, de las barrancas de Belgrano, pero, también, de la locura. Y, virtualmente, de la muerte. De tus ojos.

sábado, 26 de abril de 2008

Soda Stereo, de música ligera y Evita.


Se incurre en pocas originalidades tanto si uno intenta deconstruir lúdicamente las letras de canciones –verdaderos poemas, para horror de legitimistas bourdeanos- de conjuntos musicales, como leer en las líricas de bandas de rock argentino las influencias ejercidas por el peronismo. Capusotto, su programa y el guionista con el que traman esa concatenación de chistes absurdos, nos dejaron un campo cerrado y abierto a la vez. Un campo minado y, al mismo tiempo, libre de minas, bombas y muchachas. Cerrado y minado porque, como se escribió arribamente, se es muy poco original si se intenta relacionar las letras de canciones de bandas argentinas con el peronismo y sus cuatro o cinco versiones. Pero, también, porque, aún si se intentara hacerlo, seguramente, lo que escribirá será de un grado de absurdidad y pseudo-surrealismo considerablemente menos ocurrente y disruptivo que las asociaciones realizadas por Capusotto y companía.

Lo que podríamos llamar su fórmula, por denominarla de alguna manera, sin embargo, se basa en una táctica que, creo, pocas veces ha sido analizada y pensada. O, al menos, en lo que a mis lecturas se refiere, pocas veces se ha escrito sobre ella. Capusotto y su compañero de trabajo no toman las letras de las canciones tal y como vienen para buscarle –de dar vueltas- ramificaciones paródicas y desopilantes en relación con la marea –que a veces nos puede dar flor de golpes- de discursos que el peronismo, desde su surgimiento, proscripción, re-lectura y actual pseudo-hegemonía, ha suscitado. Eso es, quizá, lo que tanto molesta del peronismo: no sólo, vale aclararlo, a los anti-peronistas –peroncha y zoológicamente hablando, los gorilas (deben ser, deben ser)-, sino, también, a los que, sin ser peronistas, tampoco son anti-peronistas. Es decir, no son peronchos pero tampoco son gorilas, para decirlo en un léxico más cercano a los altos desarrollos teóricos manejados no sólo en ámbitos militantes –peronistas o de izquierda a secas y siniestra-, sino, asimismo, académicos. A veces, se nos cae una lágrima -sin ponernos lacrimógenos ni sensibiloides- cuando escuchamos –y leemos y vemos- a determinados profesores e investigadores decir lo que dicen sobre aquel fenómeno histórico-político. En el caso de que fuera divisible, no tanto por lo dicho -es decir, por el contenido-, como por cómo se dice. Lo cual, dado que la forma y el contenido son dos elementos que no pueden considerarse por separado -motivo por el cual hay quienes acudimos a otra fórmula, forma-contenido, para pensar una y otra en sus uniones fenomenológicas y divisiones analíticas-, provoca que el resultado de aquella pobreza formal académica-profesoral sea una sencillización del contenido. El que, por si no estuviera suficientemente clara nuestra posición (¿de qué hablamos cuando hablamos de nosotros?), va de la mano de la forma, ya que, ejemplificando, no hay posibilidad de que un mismo contenido(forma, agregaríamos nosotros) pueda ser dicho de dos o más maneras, ya que este cambio de la forma(contenido, volveríamos a acotar, para furia de los presentes) implicaría dos o más nuevas formas-contenido. La forma, digamosló de una vez, sin tantos pelos en las letras, es tan importante que, mientras que aquella puede volverse, plegarse, sobre el contenido –la forma de tratar un tema, por ejemplo, los 70’s, hace al contenido de lo que se dice-, el contenido, en cambio, no puede hacerlo sobre la forma –no es que determinados contenidos deban ser tratados, formalmente, de sola y única forma: nuevamente los 70’s acuden en nuestra ayuda y nos permiten reseñar que un mismo contenido (la militancia político-armada, la clandestinidad) puede ser tratados, cuanto menos, de dos formas, que más que diferentes resultan antagónicas: de un lado, victimizante y heroizadora, por sólo dar dos ejemplos, uno gráfico y otro cinematográfico, Ezeiza de Verbitsky y Cazadores de utopías: del otro, satírico y hasta irreverente, La vida por Perón de Daniel Guebel y la homónima película dirigida por Sergio Belloti-. Pareciera de más agregar que estos diferentes tratamientos formales conllevan sus respectivas perspectivas sobre lo tratado: ¿Cómo sería un libro o una película ingenuizante y endiosadora de la militancia –armada o no, no viene al caso esta básica distinción- setentista, desde un postura –es decir, posición corporal-intelectual- satírica y burlona sobre ella? ¿Es ello posible? ¿Algún ejemplo?

Capusotto -y todo su equipo, claro-, se inscribe en esta forma de tratamiento de un asunto que, aún hoy, a más de sesenta años de pies sucios en fuentes plazamayísticas y treinta de disputas internas y derrocamiento de un gobierno que fue la perfecta antesala de la más genocida dictadura cívico-militar, sigue hiriendo tantas susceptibilidades. Los patéticos carteles -leyenda: No jodan con Perón- pegados por las patéticas 62 organizaciones peronistas cuando el aparato judicial argentino comenzó a investigador las vinculaciones –confirmadas hasta por un famoso viejo peronista que todavía conserva los cuadros del primer trabajador y de la jefa espiritual de la nación en su casa: Bonasso- de Perón con la Triple AAA, o los igualmente patéticos carteles recientemente pegados por el nada patético pero igualmente peronista Movimiento Evita como respuesta, nacional y popular, con Clemente, Pattoruzu y Mafalda de por medio, al capítulo de los norteamericanos Simpson en donde Lenny, Carl y Barney llaman dictador a Perón –hasta rima y todo-, son un ejemplo de ello. De las pasiones que despierta, y de las susceptibilidades –demasiado sensibles para algunas cosas (críticas a Perón), pero demasiado poco para otras (fue Perón y el PJ, el mismo que hoy Kirchner está intentando remaquillar, los que asesinaron a miles de militantes hoy homenajeados, por ejemplo, por el movimiento comandado por Pérsico)- que, aún hoy, siguen sintiéndose heridas. Susceptibilidades que, como fue escrito, podrían ser un poco más sensibles para con cuestiones más importantes que la catalogación de su inmortal líder como dictador por una norteamericana –y, por lo tanto, cipaya y vendepatria- y adolescente serie, y un poco más sensibles para con asuntos realmente relevantes para la memoria histórica, la justicia y la verdad y los derechos humanos que tanto dicen –y redicen- defender como las vinculaciones –por no decir, directamente, relaciones de mando y dirección- de su populista e históricamente complejísimo líder con grupos paramilitares que no sólo asesinaron a los compañeros y compañeras que estos sectores –desde este punto de vista, justificada y valorablemente- reivindican, o enviaron al exilio a familias enteras por amenazas mafiosas a alguno de sus miembros no necesariamente militante pero sí públicamente de izquierda, sino, aún más gravemente, que fueron la mano de obra policial y asesina sobre la que se empalmó, no mucho después, la genocida dictadura militar. Como resulta sobradamente conocido, la Triple AAA, luego resignificada por Walsh como las tres armas, resemantización retomada fílmicamente por el perretista-erpiano grupo cinematográfico militante Cine de Base, significaba -significa- Alianza Anticomunista Argentina. Es una pregunta habitual de estudiantes de CBC –aunque, lamentablemente, no sólo de ellos-, o de primeros años de universidades públicas, cuáles son, al fin y al cabo, según Marx o quien sea, las diferencias entre socialismo y comunismo. Es decir, en la imaginación de adolescentes-casi-adultos, aquellos términos aparecen lo suficientemente difusos como para no poder ser distinguidos fácilmente. Similar falta de precisión conceptual de la que hacían gala los integrantes de la Triple AAA, con la pequeña diferencia de que estos eran fascistas –aunque también los hay estudiantes: o sea, hay estudiantes de Sociales y Filosofía y Letras abiertamente fascistas-, y que se encontraban armados hasta la cruz católica para asesinar a todo lo que estuviera mínimamente relacionado con espacios desde progresistas hasta revolucionarios. Así como AAA, para ellos, significaba Alianza Anti-comunista Argentina, la segunda palabra pos-guión de la segunda palabra de la fórmula, tranquilamente, podría haber sido socialista. La Triple AAA podría haber sido la Alianza Anti-Socialista Argentina. ¿Cómo seguir defendiendo –de las 62 organizaciones no se espera nada, uno espera de quien tiene esperanzas que puede ofrecer algo positivo: por ejemplo, cambios de perspectivas- a un líder que, al mismo tiempo que los necesitó para volver y los alentó para que sigan siendo formadamente especiales, persiguió, obligó al exilio o directamente asesinó a los que militaban por la construcción del socialismo nacional, mediante la creación y supervisión de las tres A? Ahora sí, la Alianza Anti-comunista Argentina. ¿Cómo hacer memoria, voluntariamente, de un fragmento, pero, adredemente, hacer olvido de otro? Ni siquiera un olvido necesario y purificador, el olvido precedido por la justicia –terrenal, la única justicia- y la verdad. O las verdades, para ser menos simplificadores y reduccionistas.

Este escrito se proponía tratar sobre Soda Stereo y su música ligera y Evita, y sólo tangencialmente Capusotto y el peronismo. Quizá lo logré en su segunda entrega.

domingo, 20 de abril de 2008

Sobre mi amigo Agustín.


Agustín, para empezar, es de esas personas que te piden que escribas sobre ellas. Pocas actitudes hablan peor de una persona que esa acción. Como aquellos seres que no dejan de hablar sobre sí mismos –y que cuando su interlocutor lo hace sobre su vida automáticamente se toman un trasbordo a la luna y desatienden-, o que no merman en preguntar cómo lucen, cómo estuvieron, qué resultó gracioso de lo que dijeron, esas personas que piden que se escriba sobre ellas poseen un narcisismo, un egocentrismo, una egolatría, que difícilmente pueda caber incluso en la cancha de Independiente de Avellaneda. Porque, claro, Agustín, como Andrés Calamaro, Gastón Gaudio o una de las mujeres más hermosas que me tocó en suerte –en desgracia- conocer en mi vida, es de Independiente. Del rojo. Tengo un abuelo y un tío que son simpatizantes del cuatro históricamente rival de Independiente, Racing, pero, si uno y otro juegan, mi corazoncito zonzito -desinteresado de todo lo que tenga que ver con el fútbol que no incluya los vaivenes deportivos de Argentinos Juniors de La Paternal- se inclina por Independiente. No tanto por memoria de mis simpatías adolescentes hacia Calamaro, mi recuerdo del respeto que me generaba el revés mágico de Gaudio, o la reverencia que me provocaba y provoca la belleza científica y objetiva de la que seguramente sea la nueva mujer más hermosa del mundo, sino porque Agustín es de ese cuadro, y, bueno, qué se le va a hacer, nadie es perfecto. Nadie. Rezaba un chiste escrito en una de las columnas de entrada de mi colegio secundario, chiste que, a pesar de lo malo y pésimo que era y es, siempre me generó mucha gracia, justamente por lo absurdo que resultaba.

Hevia -este es el apellido de Agustín-, un caballero –o no se qué- que peleó en no recuerdo qué batalla para la época de no me acuerdo qué momento de la hoy partidariamente socialista, obrera y española España –según reza un cuadro ubicado al lado de la puerta principal de la casa de su madre y padre en Santa Rosa, una ciudad por la que Hevia daría la vida-, no es lo que se dice un muchacho absurdo o surrealista. Es, más bien, un hombre –para concederle esto- centrado, razonable y lógico. Tampoco es, a mi nada modesto ni humilde entender, una de esas personas sobre las que escribimos más arriba: esos seres que no dejan de hablar de sí mismos, que no escuchan al otro o la otra, o que preguntan, inmediatamente después de haber dicho o callado algo, cómo estuvieron, o qué opinamos sobre su intervención u omisión activa. Agustín, además de racional, auto-dominado y un poco reprimido –sé que esto no va a ser de su agrado, pero, qué va, lo escribo de todas maneras, sino, ¿para qué coño somos amigos?-, es callado, atento a los silencios –aunque diría que no a los detalles- y buen oidor. Hevia es de esas personas que saben escuchar. Así como algunas tienen un buen par de tetas o cachetes del culo que, por sí solos, justifican sobradamente su presencia en el suelo de la tierra, Hevia posee un buen par de oídos que, si bien no suelen contribuir con su hermana boca una vez que aquellos ya hicieron lo que tenían que hacer y ahora debe ser esta la que haga lo que debe hacer -es decir, dar buenos consejos-, son un buen par de oídos que, además de que escuchan -o sea, no interrumpen-, van bastante bien con el resto de la fisonomía de su cara compuesta por un pelo lacio más morocho que castaño oscuro –aunque también lo sé, casi como si lo hubiera parido, aunque todo lo que hice fue soportarlo y disfrutarlo, que esta descripción tampoco le va a robar sonrisas-, una nariz prominente que por sí sola podría considerarse un propio cuerpo pero que, sin embargo, no quita uno sólo de lo suspiros que sus otros dos cuerpos generan en las plateas y populares femeninas, y un esqueleto escuálido, desgarbado y tísico que, aunque pareciera que pudiera jugarle en contra, resalta la dignidad de uno de sus tres cuerpos, y lo beneficia en soltura y velocidad cuando decide desmudarse de sus camisas polísticas, jeans a tono con la coquetería anterior y zapatos náuticos que dan la impresión de que todo el tiempo está a punto de salir a navegar, para calzarse una calza en las piernas -con el aderezo de un par de medias en la entrepierna-, una vieja camiseta en el torso y unos botines en sus dos mágicos pies para salir a enseñarle al mundo qué es ese viejo asunto del fútbol y sus gambetas, desbordes y goles.

Hevia es un pésimo jugador de fútbol. Sin embargo, es un gran siete. Uno de los mejores que vi en mi vida. Tranquilamente, podría sentarlo a él y a la muchacha con la que comparte cuadro de simpatías en una mesa y decir que, en esa mesa, están tanto la mujer más linda del mundo como el mejor siete del planeta. Cuando Claudio Caniggia jugaba al fútbol, y Mariana Nannis aún se masturbaba en su bañera de cristal con agua mineral, champang y una foto mía, era aquel el que resultaba injustamente elogiado cuando -como un estúpido relator de fútbol lo apodara- era llamado El hijo del viento, y Hevia el que resultaba perjudicado ya que, en realidad, ese apodo era para él, él era, en verdad, el que merecía esa denominación, el que tenía comprado todos los números del derecho a ese apodo. Cuando jugamos a la pelota, Hevia siempre de siete -repartiendo desbordes-, yo siempre de cinco, ocho o diez, la misma indiferencia da -distribuyendo ahogos, faltas de aire y necesidades de recambio-, aquel suele ser una luz iluminista e lustrada que prácticamente no se ve cuando hace de las suyas en el verde césped artificial de la cancha de fútbol cinco por la que pagamos desorbitantes precios para patear un rato más las piernas de los contrarios que la pelota en común por la que chocamos. Es cierto que en muchos pases y paredes ni siquiera se lo ve porque pasados los diez minutos iniciales ya se cansa de correr y dejá, por la única puerta de salida, la cancha para irse al bar del lugar a beberse unos alcoholes y charlar con las muchachas que, ocasionalmente, estén sentadas en las mesas vecinas. Esa es otra de sus especificidades: Hevia es proporcionalmente certero con el arquero rival –y por lo tanto enemigo: a los amigos todo, a los enemigos ni justicia, aunque él no es peronista y mucho menos maoísta- que con las personas del sexo opuesto. Hevia poco entiende de los estudios de género, que uno no nace hombre o mujer sino que así se construye y lo construyen, por lo que, en esta ocasión, dejemos esto de lado. Pero lo que él sí nunca deja de lado es esa especie de adicción por el sexo opuesto, el femenino, que lo doblega y obliga a enviar rosas o desayunos o directamente pasajes a San Martín de los Andes o, mucho más directamente, autos, barcos o aviones a las muchachas que llamaron la atención sus dos verdes –según él, y solamente él- ojos. Yo tengo la hipótesis de trabajo e indagación de que todas las mujeres –o chicas o muchachas o pibas- que me han faltado y todavía faltan en mi vida son las que Hevia interceptó –y sedujo y encantó y enamoró- en el camino, aunque el destino, según él mismo me dijo, las haya enviado para mí y no para este sátrapa nada zaparrastroso de pésimas habilidades futbolísticas y muy discutibles ojos verdes. Así como hay hombres que no son de una sola mujer, sino de muchas, como Hevia, hay hombres que tampoco son de una sola mujer, porque no son de ninguna, como yo. Y, aún así, somos amigos: yo soporto sus vanidosos pedidos de escribí sobre mí, escribí sobre mí, sus desaprovechamientos delanteros de los pases talentosos que como diez le sirvo en bandeja después de haber dejado a tres rivales desparramados en el suelo del verde césped artificial, sus mentiras sobre su cabello castaño claro oscuro y ojos verdes que, respectivamente, son un pelo morocho a secas y ojos marrones en el mejor de los casos claros, y sus nada roobinhoodescos robos de muchachas que el destino había enviado para mí, y él soporta que a un justificado pedido de escritura sobre su persona a mí no se me haya ocurrido nada mejor que esto. Pero, bueno, ¿para qué están los amigos sino para disculpar tanto pedidos que no se saben responder como respuestas que no dan la talla de pedidos que se sabía que no se iban a saber responder? Es que es considerablemente difícil escribir sobre otra persona. Más si esa persona es un amigo. Aunque ese amigo, aunque más no sea, sea Hevia.

viernes, 18 de abril de 2008

Una de empresas capitalistas que explotan.


Cuando parecía que las relaciones socio-laborales paradigmáticas de la década del ’90 –explotación patronal sin mayores márgenes de defensa para el trabajador, avanzada jurídica y política sobre sus históricos (aunque no por eso menos eliminables) derechos de segunda generación- parecían, al menos relativamente, haberse dejado momentáneamente de lado, un nuevo caso –de los millones que deben suceder a diario en los puestos de trabajo argentinos- nos demuestra que no era tan así. Una empresa de servicios que realiza trabajos para el grupo La Nación, Movistar y vayamos a saber nosotros cuántos otros monopolios o corporaciones predadoras, empresa situada en el tanguero (y por eso sumamente poético) barrio porteño de Balvanera, así lo demuestra.

Sobre comienzos de este mes, cuatro personas, post-selección in situ de los convocados a una disciplinaria y prolongada entrevista de trabajo, fueron incorporados a la empresa para realizar tareas administrativas del tipo de carga de datos, paso de planillas a computadoras y vicerversa: anotación de lo que hablaban las pantallas en páginas de papel. El comienzo, ya, no fue muy auspicioso: si bien el aviso laboral ofrecía seis días de trabajo a razón de seis horas por día, en el segundo momento de la penetrante y sensacionalista entrevista de trabajo realizada, en primera instancia, por una de las empleadas de la neoliberal sección de recursos humanos, la encargada de la continuación de la entrevista con los seleccionados de la primera camada se encargó de aclarar -seguramente para no espantar a los elegidos con tan poca paga a pesar de tantos días de trabajo- que lo del sexto día, podríamos decir, era una suerte de carta comodín, un día que se incluía como laborable sólo en el caso de que los trabajadores no realizaran el –cuantioso, administrativo, fatigoso- trabajo de la semana. Sin embargo, ya al segundo día de trabajo de un contrato efectivizado un viernes, y con este segundo día las dos semanas posteriores, quedó más o menos claro que lo de día-comodín o día sólo ocasionalmente laborable no fue más que una suerte de licencia poética o lisa y llana mentira de la persona con funciones jerárquicas en la empresa encargada de explicarles a los nuevos trabajadores sus funciones en ella, y las condiciones dentro de las cuales aquellas se desarrollarían. El famoso sábado inglés, bien gracias.

Entonces, lo que se ofrecía como un sexto día laborable pasó, primero, a ser un sábado en el que sólo ocasionalmente se iba a trabajar, para, luego, no sólo volver a ser el sexto y agotador día de trabajo –que establece un brecha entre el último día de la semana y el primero de la próxima de una delgadez desgarbada- sino un día en el que se iban a recuperar las horas perdidas de la semana. Pero, hete aquí, cuando hablamos de horas perdidas de la semana no nos referimos a entradas posteriores o salidas prematuras que el o la trabajadora solicitó por determinado motivo, sino, curiosamente –no tanto: para estos sectores la década del ’90 fue la meca de la explotación laboral sin consecuencias ni juicios-, las horas que, por fallas internas de la empresa –por ejemplo, la atolondrada caída del sistema-, los o las empleadas de la misma no pudieron trabajar. Pero, que quede claro, no lo pudieron hacer por motivo de desvaríos técnicos –la técnica no es neutral, y, a veces, favorece a los trabajadores, aún sin necesidad de luddistas- internos a la empresa empleadora, y no, en todo caso, por la solicitud de alguno de aquellos de entrar un par de horas más tarde, irse un poco antes o no ir tal o cual día, ante lo cual sería coherente y lógico el reclamo patronal de recuperación de horas perdidas. Pero no en el caso de que las responsabilidades no sean propias sino ajenas.

No obstante esto, la empresa, a través de uno de sus empleados de mediano rango, a cargo de una persona con cuatro personas más a su cargo, hablando, este empleado de mediano rango, con otro empleado a cargo suyo, quien también tiene otras personas a su cargo, no dudó, después de repetitivos e insistentes reclamos de los trabajadores llanos y lisos sin personas a su cargo pero con algunas responsabilidades, primero, en reconocer el derecho de aquellos a abandonar su puesto laboral ya que allí no había nada que hacer más que observarse sus bellas caras unos a otros o mirarse una y otra vez en los monitores apagados que hacían las veces de espejos, pero, dado que ningún reconocimiento es gratuito, con la siguiente frase: Está bien, Fulano, deciles que se pueden ir. Pero, eso sí, deciles también que deben una hora.

El empleado en cuestión, el que estaba del lado del teléfono situado al interior de la empresa y no en la casa calefaccionada del que estaba al otro lado del teléfono, cumpliendo las disciplinarias reglas de las jerarquías burocráticas, obedeció ciega y debidamente a su superior, y les comunicó oral y presencialmente a sus inferiores que: bueno, dijo Mengano que se pueden ir. Eso sí, deben una hora. Ni la frase modificó. Dijo exactamente lo que su jefe, el también jefe de los cuatro que se miraban unos a otros intentado descubrir nuevas islas en las caras de los otros, le había dicho que tenía que decir. Dijo, exactamente, lo que le fue dicho que diga. Sin extrapolar ni hiperbolizar, cumplió con la obediencia y la sumisión que implican pero también requieren la autoridad y las jerarquías –sin obediencia no hay autoridad, aunque puede haber obediencia sin autoridad-, esa autoridad y esas jerarquías que no por desarrollarse en ámbitos laborales tienen poco que ver con las que se desempolvan en universos castrenses, por no hablar de las académicas y escolares.

No fue menos patética la respuesta de alguno de los trabajadores implicados en el pequeño conflicto, conflicto que no por pequeño dejá de ser demostrativo, en minúscula y sin subrayados, de algunas de las problemáticas y tensiones, macroestructurales y generales, que surgen cuando acontece alguna disputa gremial –aunque más no sea pequeña, minúscula- entre las huestes patronales y los sectores trabajadores. Estas problemáticas y tensiones podrían resumirse en la unidad o división en el tono de los reclamos de los empleados ante los empleadores, en la efectiva o hipotética necesidad de aquella unidad, en los conflictos que afloran al interior de los universos trabajadores cuando o bien alguno de ellos no está de acuerdo con la reivindicación o bien cuando, incluso ingenuamente, sin necesidad de que su actitud entorpecedora sea signo de complicidad o entongamiento con los cenáculos patronales, pareciera hacer todo lo posible no sólo para que la disidencia de los empleados para con los empleadores -motivo por el cual deviene la protesta- no llegue a buen puerto, sino, incluso, para que esos mismos superiores o jefes que hoy pudieron sortear un planteo de algunos de sus supervisados o empleados por motivo de la fragmentación, auto-boicot o desorganización de su reclamo, mañana, en el caso de reflotar alguna de las diferencias, no sólo puedan apelar a este precedente como jurisprudencia para no dar lugar a los reclamos, sino, también, para que, danzantes y campantes, puedan avanzar o bien sobre alguno de los históricos y generales derechos de los trabajadores, o bien sobre alguno de los puntuales y situados acuerdos que estos empleados, mediante el contrato laboral firmado, acordaron con la empresa. Por ejemplo, no trabajar los sábados –aunque el contrato así lo rece: sin embargo, el mismo también fija como bruto lo que en realidad es el neto, por lo cual, ¿cómo reclamar a los otros lo que uno mismo incumple?-, o no tener que recuperar horas que, en realidad, fueron perdidas por responsabilidades ajenas -que excedían los dominios del trabajador-: es decir, por responsabilidad de la empresa.

Entonces, como en 1999 le escribió Sabina a Paez después de grabar su Enemigos íntimos para suspender, por diferencias irreconciliables, la gira que debían emprender por contrato discográfico: Ni tú eres tan listo, ni yo son tan tonto. En asuntos de amor, siempre pierde el mejor, escribió el español en su Alivio de luto (2001). Parafraseando: empresas capitalistas, no somos tan tontos, no son tan listas, aunque en asuntos laborales siempre pierda el trabajador. Pero siempre que hubo humo se disipó.

18/04/2008.

domingo, 13 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte III. Parte de guerra.


Una de sus principales contribuciones, una contribución con la que ella, inadvertidamente, colaboró con sus prácticas de la frontera entre su adolescencia inferior y adolescencia a secas, sucedió una noche fría de invierno en la que sus padres y otras parejas amigas se juntaron en la casa del matrimonio mejor amigo de sus progenitores. Mientras los hombres, masculinamente, salían en un par de autos a buscar por rotiserías del lugar lo que se comería y bebería en la mesa de la clasemediera pero coqueta casa, esa mujer, para escándalo de sus latentes pero cada vez más manifiestas hormonas, desde la pieza -¿o habitación, o cuarto?- matrimonial en la que estaba con su madre, el resto de las amigas y él mismo, les contaba que, días atrás, había comprado lencería íntima en el viejo lugar de siempre, para luego, escandalosamente, ofrecerse a mostrarles tanto uno de los nuevos corpiños y bombachas que había comprado -los que llevaba puestos-, como a, en el baño que estaba exactamente al lado de la habitación y en frente de un hueco que daba cuenta que la casa tenía escaleras hacía un pequeño pero beatífico primer piso, a cambiarse lo puesto y a mostrarles el resto de los corpiños y las bombachas. Fue así como, empezando por lo primero, en el baño o en el hueco debajo de la escalera, no recuerda, ella, en pleno invierno frío, se sacó lo puesto y, ahora sí recuerda, debajo del hueco de aire que la pareja mejor amiga de sus padres también usaba como presentable depósito, pasó a desnudarse hasta la ropa interior para mostrarles a sus amigas –y, ya que no había más remedio, al curioso hijo de una de ellas también- las nuevas armas de seducción vestimentales con la que esa misma noche amarraría a la cama a su marido, para comenzar a amortizar el nada despreciable costo de las nuevas bombachas y corpiños. Cuando lo recuerda, cuando el recuerdo decide atacarlo y obligarlo a hacer memoria, él todavía se ríe -no a carcajadas, sí por dentro, pero potentemente- de que ella, en la primera muestra de ropa interior, la que llevaba puesta cuando los recibió en su casa, les dijo que se pusieran cómodos, y se dirigió a la cocina para traer las picadas y aperitivos que volverían menos repetitivos a Schubert y Davis, le dijo a él, justo a él, que no mirara. Sí, claro, pensó en su momento, como en los cinco años sucesivos en los que evocó su figura, su atractiva figura, para hacerse al menos una de las tres pajas cotidianas que acometía contra su propia salud física, pero también contra la salud de sus familiares, su madre, padre y hermanas, no porque, incestuosamente, hiciera lo propio para con él o ellas, sino porque el olor a paja, es decir, a leche y esperma, que había en su habitación o en el baño luego de que él, solitariamente, decidiera entretenerse por su cuenta, era tan potente como la burla interna que le propinó cuando, ingenuamente, ella pretendió que él se olvidara de su hermoso cuerpo sólo cubierto por un revelador más que contender corpiño y por una delgada bombacha que, ya a sus prematuros trece años, se consideraba un experto en bajar, pasar por entre los dedos de los pies, y tirar a cualquier lado de la pieza -¿o cuarto, o habitación?- para ocuparse de lo que realmente habían venido a hacer.

Esta adolescente catarata de pajas, deseos lujuriosos –incluso para con las amigas de su madre, no así para con las de sus tres hermanas, lo que luego, casi adultamente, sería catalogado por un freudiano psicoanalista como demostración de su complejo de Edipo-, burlas internas y efervescentes, y ansias de que fuera de otra la mano que comandara la cabina central de su trasbordador sexual, no contradecía su educación sentimental dulce y sensibiloide. Ni tenía porqué hacerlo. No eran los reproches de su tetona y culona compañera secundaria, los reproches de que la quería menos para darse manitos por debajo de los bancos del colegio que para mantener su mano derecha en el culo de ella las ocho horas de cursada, o para tocarle la tetas por encima del –blancas palomitas- delantal blanco, o para que ella se la chupara en el baño de mujeres del colegio, o para que él se la cogiera por detrás aunque por delante en el mismo lugar. No, clínicamente, era el despertar de su sexualidad adolescente. Más bien, como le corrigiera el mismo psicoanalista freudiano –que odiaba a Lacan y Althusser- en los comienzos de sus adultez, cuando lo visitara ocho meses en un mes como consecuencia de su sensación de paranoia, sentido perdido del tiempo y el lugar, ataques de pánico, y recurrente sensación de que estaba a punto de volverse loco para convertirse en Napoleón, Maradona, Gardel o el hombre más inteligente del mundo, eso fue menos el despertar de tu sexualidad que de tu genitalidad, porque tu sexualidad está bien despierta desde que naciste, agregó, al punto de que desde ese momento no hiciste más que tener y mantener relaciones sexuales con tu padre, madre y hermanas, concluyó el psicoanalista, para escándalo disimilado de él, que, todavía bajo el manto de una patología mental que lo obligaba a no realizar demostraciones explícitas de afecto o reconocimiento, no quiso hacer nada que pudiera darle a entender al psicoanalista que se había asombrado -hasta maravillado- por lo que acababa de escuchar.

Ese despertar genital de la mano de una de las amigas de su madre –lo de de la mano no era más que una construcción habitual del lenguaje coloquial, no una descripción literal de cómo su cuerpo iba creciendo y mares de sangre concentrándose en islas antes desiertas- fue, también, su despertar político. No porque, sesentista-setentistamente, fuera consciente, en su adolescencia, que una relación sexual, de algún modo, es también una relación política, es decir, que el sexo es político, sino porque fue aquella misma mujer, que para su edad estaba más fuerte un helado de dulce de leche y borrachito en la mejor heladería de la ciudad, la que, de nuevo sin querer, lo fue introduciendo en los pormenores o mayores de la política nacional a través de esporádicas pero rentables en su memoria alusiones a un tan Perón, o a una cosa que, evidentemente, pensaba él, se deducía de aquel: un algo llamado peronismo. Su educación sentimental pre-adolescente se bamboleaba entre los imperativos dulces y sensibles de su madre –que, a esa altura, más que dulces ya eran caramelo-, y las sonatas de Schubert y las melodías de Los Beatles –sabía más de ellos que cualquiera de los adultos a los que, supuestamente, pertenecían los cds y long plays-, antes de que las rimas fáciles de Calamaro y Dylan entraran en acción y arrojaran los restos de su genitalidad desenfrenada por el inodoro junto con niños gitanos adentro, pero contemporáneamente a las sobremesas en su-casa-de-padres-todavía-no-divorciados donde su padre y madre y su amigo y amiga lo dejaban entrar aunque no pertenecer, hasta que el sueño lo pudiera y terminara con los brazos cruzados sobre la mesa y su cabeza entre ellos, totalmente dormido: donde también, brillantemente, le preguntaba a su padre ingeniero de dónde vienen las palabras, por qué la coqueta mesa de madera que acababan de comprar dulces por el uno a uno engatuzador se llamaba mesa y no equipo de música extranjero, que también acababan de comprar, sólo que, en este caso, no por insistencia decorativa de su progre pero consumista madre sino de su profesional aunque liberal padre. Este le respondió, intuitiva aunque bastante aproximadamente, que las palabras venían de viejos pero muy viejos acuerdos entre las primeras comunidades que poblaron la tierra, las que, por ejemplo, decidieron llamar piedra a la piedra, fuego al fuego, y pan al pan. Ahora que lo pensaba, esta explicación se alejaba bastante de la infante, y, por eso mismo, no elegida extracción católica de su padre, ya que, si de explicaciones religiosas del nacimiento del lenguaje se trataba, había aprendido en los primeros cursos de lingüística, semiología y semiótica de sus luego despreciados estudios universitarios, que el lenguaje, junto con los reyes, primero, y los curas, después, era la palabra de Dios en la tierra, creación del máximo creador. Máxime cuando es todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Su padre, en cambio, había optado por una explicación estructuralista –con todos sus pertinentes pos y post- del nacimiento del lenguaje, y eso le estaba diciendo mientras él se asombraba, al grado de la maravilla, de que esa estuviera siendo una las pocas –sino la única- oportunidad en la que uno y otro se comunicaron, conectaron, se sacaron chispas de relación paterno-filial y conocimiento académico-universal: pudieron relacionarse sin competir y luchar por el amor de su madre o esposa de su padre. No pasó lo mismo en innumerables oportunidades, como, por ejemplo, aquel invierno todavía-de-padres-no-divorciados en el que los tres observaban un noticiero en el que un por entonces locutor le reprochaba a una madre que hubiera llevado a su hija a una manifestación, en donde la policía, excepcionalmente, reprimió a mansalva con balas de gomas y de las otras a los manifestantes, resultando varios hombres y mujeres heridos, entre ellos la madre de la niña que fue llevada a una manifestación reprimida por la irresponsable de su madre. El comentario final de aquel conductor había sido retomado y sarcásticamente criticado por otro de los conductores de moda del momento, sólo que, en su caso, no de un informativo sino de una programa de humor que pretendía camuflarse como un noticiero irónico para el que hacía falta estar informado –hojear los diarios, no leer libros, le dijo su padre- para poder seguirlo. Su padre no estaba de acuerdo con este transgresor conductor joven pero sí con el express conductor del noticiero, quien poco tiempo después dejó su puesto a uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis que lo secundaban –y a los que él ninguneaba- y, luego, a otro de ellos, un sujeto que no por quemar libros, por momentos, resultaba menos insoportable que el que los escribía, un hombre que sabía ponerse contento porque ahora había uno menos en la calle. Así como también una menos. Una bala menos. Lo que mata de las balas es la velocidad. Qué pena, diría este segundo conductor, que la velocidad de las mismas no pueda matar más a menudo a los que no son lo veloces como para correr de las balas que los persiguen.

La situación sucedió en el living de la casa, el que se encontraba ni bien se ingresaba a la casa –no podía llamarse hogar- por el frente, y no por la pequeña puerta -ubicada a la derecha de la entrada principal- que permitía entrar al garage, al que también se podía ingresar por la puerta delantera del mismo, la única de las tres puertas de la casa –no podía llamarse hogar- que daba directamente a la vereda de ese barrio de clase media-media, la única puerta que no tenía por delante un pequeño jardín, una masetas donde –provincianamente- dejaban las llaves que siempre eran de una cantidad menor a la de los habitantes de la casa que las necesitaban, y un inmenso y grueso álamo que, cristianamente, luego sería cortado de pies a cabezas por la dependencia de la Iglesia Católica que compró la casa, una vez que el banco, previa separación de los padres y madres y mudanza de la segunda de ellas con cuatro hijos a cuesta y una riestra de ajo en una de las desvencijadas valijas, tomó posesión de la misma para que la familia y la meta-familia que dirigía los hilos de la primera por encima de su cabeza intentara pagar o descontar ese tipo de deudas que jamás se terminan de saldar. Él y su padre estaban mirando televisión, con su madre -como una mosca- rondando alrededor de ellos -sólo que, en lugar de intentar meterse en su oídos, limpiaba todo lo que estuviera al lado, debajo o encima de ellos, iba y venía del comedor hacia el living y de este a las dos piezas y el baño que estaban en la parte delantera de la pequeña casa-, cuando sintonizaron el noticiero en cuestión, el que su padre siempre miraba por sensibilidades político-ideológicas, que informaba –es una forma de decir, acotó su docente maestra, quien había suspendido las tareas domésticas sólo para quedarse a esperar la indignación que le provocaría la representación de la noticia que, lo sabía, estaba por venir- sobre una manifestación de desocupados –trabajadores desocupados, corrigió a modo de bocadillo su madre, ya para indignación político-ideológica de su padre- en el sur del país, que había sido disuadida –reprimida, comentó por tercera vez su madre, segundos antes de lo que parecía ser el pedido de divorcio de su padre- por las fuerzas policiales del orden –¡fuerzas represivas del desorden!, le gritó al televisor, con la escoba vieja en una mano y el repasador gastado en la otra, para chisteo y burla de él, y mirada de hielo y reanudación de la guerra fría matrimonial de su padre-. Por favor, ¿me dejás ver tranquilo el noticiero?, le preguntó, extrañamente tranquilo y sereno, su padre a su madre, quien le contestó: sí, pero, ¿por qué ves esto?, este tipo es un hijo de puta. Lo veo, le respondió su padre, porque me gusta escucharlo, lo que últimamente se esta haciendo imposible porque vos, como una tarada, te la pasas gritándole al televisor, y por lo tanto no me dejás escuchar lo que el periodista, un hijo de puta para vos, está informado. Primero, le retrucó su madre, no informan, deforman, y, segundo, este tipo no es periodista ni en pedo, gracias si terminó la secundaria. Me importá un carajo, dejame escuchar lo que dice y no me rompas más las pelotas, pelotuda, concluyó su padre, en una digresión poética y violenta de su parte que le generó los miedos y trompadas invisibles en su estómago que también padecía cuando sabía que estaba por retarlo, o pegarle, o decirle que tenía mierda en la cabeza, o alguna otra alta construcción literaria de ese barroco nivel. Años más tarde, ya pasadas por encima su adolescencia inferior, a secas y superior, cuando sus estudios universitarios, descubriría que tanto su madre como su padre estaban equivocados y en lo cierto a la vez. El tipo era universitario, graduado en nunca supo bien qué carrera, en nunca supo bien, tampoco, qué universidad privada: su madre se había equivocado, su padre había dado en la tecla. El tipo era un hijo de puta, un fascista que, adolescentemente, cual un picnic secundario, haría muy buenas migas con el mejor exponente de lo que por entonces se denominaba quinto peronismo, con el que la amiga de su madre, una vez más, ahora también simpatizaba: su madre estaba en lo cierto, su padre había meado afuera del tarro. Su madre y su padre dejaron de discutir, de educarlo matrimonialmente, no porque ella, maduramente, dejara de insultar al fascista hijo de puta de la pantalla o porque él, progresistamente, dejara de defenderlo o de menospreciar a su madre, a la esposa de su padre, sino porque él se levantó del sillón de cuero marrón –una vez divorciados, quemado purificadoramente por su madre en la vereda de la casa junto con libros de Alzogaray y discos de Larralde, al que el único amigo de izquierdas de su padre rebautizaba como Fachalde- para ir al baño a mear la tapa del inodoro y no tirar la cadena. Por esos mismos años, por haber tirado –esta vez sí- la cadena del inodoro pero con el niño gitano adentro, se estaban yendo por las turbulentas aguas del retrete sus furias sexuales para con la amiga de su madre, las mismas que tanta culpa habrían de generarle cuando la educación sentimental de las tres sociedades madre-mejor amiga de su madre, Beatles-Schubert y, un poco más tarde, Calamaro-Dylan, hubieran cumplido su trabajo. Cuando hubieran hecho de un niño de cabello lacio castaño claro, desprejuiciado y políticamente irrespetuoso, un adolescente enrulado con el mismo color de pelo, pero con un nivel de enrosques, inseguridades, culpas y remordimientos que poco tenían que envidiar, en sus contradicciones internas, a las contracciones estomacales y paradojas que políticas que, más seguido que a veces, descomponían y recomponían, contraían y construían, aquejaban y beneficiaban a ese fenómeno social que, ya en su adolescencia posterior, iba aprendiendo que tenía algo así como una quinta versión. Ese fenómeno que en sus épocas universitarias, sólo para contradecir a sus admirados profesores, queridos amigos y respetados compañeros peronistas, comenzó a llamar como el hecho burgués en el país maldito. Para alegría de John L. Cook.

domingo, 6 de abril de 2008

El día que Dalila le enseñó música a Beethoven. Parte II.

Su novio lo sabía y no le preocupaba demasiado, estaba convencido de que ella siempre terminaría eligiéndolo a él, porque él se la sabía coger, él dominaba la cama y a ella en ella y no al revés, como sucedía cuando ellos dos iban al baño de mujeres y ella le decía todo lo que él tenía que hacer, le aclaraba si esa tarde o esa noche él se la iba a coger por atrás o ella sólo se la iba a chupar, le dejaba bien clarito que, ahí, todos sus pozos ciegos de libros y música de poco servían y que el tipo de saber que importaba, el que ella tenía, iba a ser el que le iba a impartir. Aunque, al menos en pretensión, él intentara partirla a ella. También, ¿qué querés?, se defendía él, yo tengo sólo catorce años y vos diecisiete y tu novio veinte, incluso dos más que los del grupo vecino al que pertenecía el flaco que me robó la chica de la que me enamoré el verano pasado por toda una semana, vos sólo dame tiempo y vas a ver cómo esto que ahora te entra fácilmente en la boca y apenas sentís cuando te cojo por atrás en poco tiempo va ser mucho más imponente que impotente, porque, fijate, si en muy poco tiempo aprendí a besar lo suficientemente bien como para no dejar, brutalmente, marcas en los labios ajenos que beso, en muy poco tiempo, también, esta baja concentración de sangre en un diámetro de espacio más bien chico va a ser otra cosa, y ahí te quiero ver. Es que sólo tengo catorce años, remató, para enternecimiento de ella. Hicieron lo que tenían que hacer, lo que fueron a hacer al baño, y ella lucía distante, alejada, como autista. ¿Te pasa algo?, le preguntó -sensiblemente- él, mientras se quedaba unos segundos más sobre ella, disfrutando los últimos instantes de lo que habían sido seis minutos magníficos. No, le respondió -secamente- ella, pero con un innegable tono cortés, mientras lo sacaba de atrás, se subía primero la bombacha de todos los días, después el pantalón nada elegante y por último el guardapolvo –blanco como su inocencia- todo desabrochado y arrugado por el polvo, para, finalmente, pasarse el pulgar y el índice por la comisura de sus labios para higienizar los últimos rastros de él en ella. Estuvo bien, normal, como siempre, pero no entiendo como tenés el tupé de nombrarme, aunque sea sin nombre, a la mina de la que estuviste enamorado el verano pasado para intentar explicarme que en poco tiempo me vas a coger mejor que mi novio, para colmo, antes de que te la chupe y de que me cojas, vos no sos lo que pensé que eras, yo sólo te intereso para que me la pongas por las tardes o noches en el colegio mientras nos rateamos de alguna de las materias de Contabilidad. Al final, sos igual que el resto, ese resto que tanto vos criticás. A la final, no entendés nada. No entendiste nada, nene, le escupió, con la misma velocidad y potencia con la que segundos atrás había acabado en ella, o con la que su novio se volcaba sobre su cara. Él se quedó helado, horrorizado. Ella lo estaba acusando, aunque no pudiera decirlo, exteriorizarlo, teorizarlo, cómo él sí podía, de aquello mismo que la crianza y educación de su madre y la mejor de sus amigas tanto le habían alarmado, de aquello contra lo que ellas, y los cantaautores nacionales o extranjeros desde sensibles hasta loosers que lo habían instruido sentimentalmente –The Beatles, Dylan, Calamaro- desde su post-infancia hasta su adolescencia inferior, tantos carteles de señalización y avisos de cuidado y gesticulaciones de aviones partiendo o aterrizando habían levantado. Él se estaba aprovechando de ella, la estaba usando, la quería sólo para coger, la había convertido, cosificado, en un mero objeto sexual, se dio cuenta mucho más tarde, cuando sus estudios secundarios eran pasado, como ella con sus dos enormes tetas y su culo donde tantas veces había acabado, y sus lecturas universitarias un presente rodeado, entre otras cosas, del desentendimiento desde teórico hasta cotidiano de algunos de sus históricos educadores sentimentales, empezando por su madre y Calamaro.

Su madre, muy joven, no sólo fue uno de sus principales educadores sentimentales en su adolescencia inferior y adolescencia a secas. También fue uno de sus principales publicistas. A veces recuerda cuando, en sus periodos adolescentes previos a su adolescencia superior, se enteraba que su madre, verborrágica y orgullosa, le comentaba a sus amigas más íntimas –que no por íntimas dejaban de ser de cuatro o cinco- los actos o dichos supersensibles de su hijo mayor, el único varón. Él, todavía, lejos estaba de inscribirse y cursar estudios sentimentales con los que serían sus principales profesores en la materia, Calamaro y Dylan, y todo lo que sus oídos se restringían a escuchar, cuando los altoparlantes familiares así lo disponían, eran dos discos de Los Beatles concentrados en un solo cd, o lp’s de música clásica distribuidos entre lo que por entonces era su casa, la casa de sus abuelos maternos y el hogar de la hermana de su abuela materna, la única que aún poseía reproductor de long play –que a él siempre le resultaban tan cortos, combinados con chocolatadas dulces y galletitas de chocolate con dulce de leche- en un tiempo en donde la hegemonía de los equipos de audio con espacio desde para un cd, hasta, como máximo, tres o cuatro, comenzaban a ser la frutilla del postre o la merienda con chocolate frío y masitas ricas de los centros de venta de electrodomésticos que también tanto proliferaron por esos años.

Su madre, cada vez que tenía oportunidad –y cuando no la tenía también-, hacía gala -regatas de gala- de la sensibilidad oral y performativa de su hijo. Ella se consideraba la única responsable de esta sensibilidad, al punto de no considerar, siquiera, las influencias que, ya por entonces, las melodías de Lennon y Mac Cartney o las sonatas de Beethoven o Shubert estaban ejerciendo sobre la subjetividad de aquel, la que, como un pedazo de arcilla en su estado más maleable, se veía influenciada por cada persona que veía, escuchaba o leía, y se iba formando con un dinamismo que tenía más el ritmo de tumbos que de valses o músicas alegres con líricas tristes. Si dialogaba con un primo que en realidad no era su primo, luego, en la escuela primaria o secundaria, repetía las palabras que aquel primo-no primo, casi una década mayor que él, le había dicho antes de que él no hubiera podido decirle nada. Lo había dejado sin palabras. Lo cual no era nada fácil. Al grado de que uno de sus apodos, quizá el único de entonces, en su adolescencia inferior, hacía referencia a una verborragia que no tomaba descanso ni siquiera para respirar. Si charlaba con el quiosquero de la esquina de su casa de madre y padre todavía no divorciados -soltero, fanático de San Lorenzo y de un humor fantástico aunque más agresivo que inteligente-, más tarde, cuando con compañeros más que amigos del barrio pasara toda la tarde pateando en un potrero que era, a la vez, el patio de la escuela primaria a la que asistió pero, también, una cancha que quedaba a una cuadra de su casa y veinticinco metros del vecino más cuervo del barrio, hablaría buena parte de las palabras, gastadas y giros que había aprendido -o sea, padecido- en sus conversaciones casi tan barderas como cordiales con el dueño del quiosco.

Con este, cómo decirlo, lo unía una relación que, sin ser de amistad –la diferencia etaria entre uno y otro, para entonces, era poco menos que abismal, más de quince años los separaban-, era de una complicidad más que compañerismo que permitía que, antes de ir a patear a la canchita de la escuela ubicada en la esquina de la manzana próxima a la de su casa con uno o dos vecinos del barrio y algún que otro amigo, hicieran una parada estratégica en su quiosco, tanto para anotar en las cuentas que sus padres tenía en él alguna botella pequeña de esa bebidas gaseosas que tanto se tomaban por entonces y se siguen tomando actualmente, como para avisarle que iban a ir a jugar, y que, aunque sabían que él jamás podía ir con ellos, porque, a pesar de sus jóvenes veintipico de años, trabajaba todo el día en el quiosco que alguna vez había sido de sus padres pero del que él ahora estaba a cargo, eso era la vía libre, el llamado de aviso, la carta de notificación de que él podía salir un rato afuera, a la calle o la vereda, para patear unos tiros con ellos, los que tanto padecían la violencia descomunal que unos tiros disparados por la insensibilidad veintiañera de un grandulón quiosquero efectuaba sobre sus cuerpos. Fue justamente uno de estos cuerpos, el de él, educado sentimentalmente por su madre, Los Beatles y Shubert, el que, una vez, resultó extrañamente elogiado, justamente, a la salida del quiosco del cófrade quiosquero del barrio. Sus padres –no recuerda puntualmente si el rey o reina que lo chistó para ser el emisario o cartero del recado a realizar fue su padre o su madre- lo mandaron al quiosco de la esquina a comprar no importa qué, porque esta noche venían unos amigos, la pareja mejor amiga de sus padres, y faltaban esos objetos que los invitados de la noche, seguramente, iban a requerir tanto con su presencia como con la manifestación explícita de que, para acompañar lo que se comía o para agasajar lo que se bebía, querían justamente eso que no estaba sobre la mesa, “porque el infradotado de mi hijo”, “no le digas así, che, no seas animal”, “bueno, bueno, vos siempre defendiéndolo, te comento que también tenés, tenemos, otras tres hijas: decía, porque el bonito y bueno y sensible de mi hijo se hizo el boludo”, “che, no hables así”, “bueno, se hizo el tonto de ir a buscarlo cuando, con ella, antes de que ustedes vinieran, le pedimos que lo hiciera”. “Pero, che, no se hagan problema, porque, después de que se almuerza o cena más de tres veces a la semana en una casa que no es la propia, no sólo se deja de ser invitado para pasar a ser uno más de la familia, sino que, también, se pierden los derechos de invitado, como ser una mesa llena y repleta, copas de vino altas y de cristal, platos caros y cuadrados, y todo eso que en este caso está de más porque somos amigos y, vos, che, rubiecito lación, dale, no seas malo y andate a buscar al quiosco lo que tus padres te pidieron antes de que vengamos y que no fuiste a buscar. Dale, que si lo hacés te agrego unos mangos a la mensualidad paternal para que te puedas comprar esas gorras, remeras o jeans que vos solés comprarte todos los meses”, le dijo el hombre de la pareja amiga de sus padres, a quien él, a diferencia de lo que le sucedía con su padre, encontraba increíblemente gracioso, divertido, casi un padre perfecto. Después, las leyes de la historia, con sus respectivos hijos e hijas, demostrará que aquello no era así.

Entonces, envases y dinero exacto para el pago en mano, se dirigió hacia el quiosco de la esquina, del que, después de los saludos y gastadas de rigor con el cómplice del quiosco, emprendió la vuelta por su misma vereda, la opuesta a la vereda de su casa, cuando, misteriosamente, sucedió algo prácticamente metafísico. Enfrente del quiosco, en un auto que para entonces debía resultar actualizado pero que hoy ya debe ser anacrónico, había varios jóvenes, los que él no alcanzaba a distinguir si eran mayoritariamente varones o mujeres. Tampoco sucedió que mirara atentamente, más bien, venía contando el vuelto después de la compra y hablando sólo, como siempre solía hacerlo cuando caminaba en soledad. Tenía, sí, la costumbre de -en un descanso del soliloquio caminante- mirar el interior de los autos o las casas de familia, bajo la sospecha de que esa combinación de curiosidad y chismosidad lo iba a hacer acreedor de secretos hogareños o móviles vedados para el resto de los mortales. Pero, esta vez, focalizado en controlar –militarmente, administrativamente- si su cófrade quiosquero le había dado bien el vuelto de la compra de gaseosas, pan y vino, y ensimismado en su conversación en voz alta con nadie más que consigo mismo en movimiento, no sólo que no pispeó el interior de la casa de la familia del quiosquero, ubicada al lado del quiosco, sino que tampoco miró el auto, aunque allí, se dio cuenta después, anidarán más mujeres –chicas- que hombres –chicos-. De hecho, no sólo que en el interior del auto había más chicas que chicos sino que, incluso, había chicas lindas -aunque un poco más grandes que él-, chicas que, estéticamente, se hubieran destacado en su colegio primario, colegio en donde, por el barrio y la ciudad a la que pertenecía, el nivel de concordancia entre el ideal moderno, burgués y racional de belleza y sus estudiantas era considerablemente alto. Resultó, así, que al salir del quiosco escuchó desde el interior del auto que una de estas muchachas -que él, posteriormente, en sus pensamientos y divagaciones, fijó en el táctico número de tres- gritó algo así como “qué lindo rubiecito”.

Él se quedó pensando. No recordaba, puntualmente, que lo hubieran llamado de ese modo -rubio o “rubiecito”- muchas veces en su vida. De todas maneras, no le molestaba. Para él, estaba bien con que lo reconocieran como castaño claro, por lo que lo de rubiecito, si bien no lo halagaba, tampoco lo ofendía. Como sí ya lo comenzaban a ofender los rulos que, tímidamente, empezaban a nacer en su por entonces lacio cabello, el mismo que había sido omitido, en su lacitud, por las muchachas desde dentro del auto, aunque elogiado por su color y pertenencia a un cuerpo supuestamente bello. En cambio, con lo de “lindo”, sí, ya estaba mucho más familiarizado. Desde la infaltable abuela que, de las dos -en el caso de que las haya-, elogia hasta más no poder a su nieto –fuera el que la hizo abuela por primera vez o uno de los sucedáneos-, hasta la madre o alguna de sus muchas amigas que, ya desde muy pequeño, en la capital o en la otra de las ciudades en las que vivieron, rocía en elogios obsecuentes y mentirosos a su hijo o hijo de su mejor amiga, él se encontraba absolutamente acostumbrado a que lo interpelaran como niño, adolescente o chico bello, así como también se identificada totalmente con esa interpelación: él se consideraba un muchacho bello. Sólo un par de veces, una vez a su grupo de cuatro amigos de la secundaria y la otra a una amiga de la facultad de la que después se enamoró para finalmente perder todo contacto con ella, contó la anécdota de lo que una compañera de la primaria, posteriormente egresada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Córdoba, le dijo ya en séptimo grado, cuando estaban a punto de tomar caminos diferentes, de dejar de ir a la misma escuela primaria supuesta y mentirosamente de vanguardia. Aunque sí de pequeñas-burguesías venidas a menos o en alza de ir a más. Esa compañera le contó que, en jardín, todas las chicas del curso -las mismas que ahora pasaban por al lado de él y nada- estaban enamoradas de él, porque él, además de su cara tallada de acuerdo con los rasgos que el ideal moderno de belleza juzga deseables y su cabello castaño claro lacio, tenía ese no se qué que tienen los niños tristes pero alegres, con una alegría melancólica o tristeza lúdica. Él, sin embargo, cuando pensaba lo que esta chica le había dicho -ya sea cuando lo contaba, después, o cuando se acordaba de eso, sólo y tirado en su casa-, siempre pensó que aquel gusto de ese harén de mujercitas hacia él se debió menos a su cara de modelo o cabello aplanado y color amanecer en los horizontes pampeanos que al hecho de que, por entonces, a diferencia de lo que sucedió después, sus padres, más generalmente su familia, gozaban de un buen pasar económico, disfrutaban de comodidades y hasta ciertos lujos. Y eso, como casi todo, se sabía en el colegio.

Él, cuando lo pensaba en sus tiempos secundarios, o sea, el periodo que va del final de la adolescencia inferior, al transcurso de la adolescencia a secas para rasguñar los inicios de la adolescencia superior, no creía que ellas, su harén de admiradoras pre-escolares y escolares, supieran, por ejemplo, la obra social a la que su familia estaba afiliada, la dieta a la que la familia se sometía o sometía a ella, o las pocas horas que tanto su padre como su madre trabajaban, quedándoles mucho tiempo, entonces, no para leer, ya que ninguno de ellos era lo que se dice un lector voraz y ambicioso, sino para escuchar algo de música, con la que inadvertidamente educaban sentimentalmente a uno de sus hijos, o juntarse con amigos en casas propios, ajenas o bares. Él, intuía por entonces y estaba convencido en sus tiempos universitarios, arriesgaba que cada una de las familias a las que estas iniciáticas admiradoras pertenecían, en las mesas familiares en las que se dicen tantas atrocidades y se habla de otras tantas frivolidades, conversaban sobre el tema, como sobre muchos otros asuntos, escuchando sus compañeras de pre-escolar y primaria lo que sus padres y madres decían, y, dado que habían sido estos mismos lo que desde muy pequeñas les habían dicho que lo primero y primordial era preocuparse por su pasar económico, estudiar una carrera que asegurara ello y elegir un pretendiente o novio que pudiera facilitar -o al menos no entorpecer- ese camino, ellas consideraron, pensaba él, que de todos los hombres que conocían -o sea, sus compañeros de escuela y de barrio- él era el indicado, el ahora niño pero en el futuro hombre que, por el cómodo ir y venir monetario de su círculo de socialización más inmediato, les aseguraría una posteridad tranquila. Quizá, sin la necesidad, siquiera, de preocuparse por estudiar una carrera universitaria o tener que trabajar.

Estaba convencido de lo precioso de los atributos faciales, capilares y corporales que la naturaleza le había regalado, ya que, ahora sí, por ineludible influencia no sentimental pero sí religiosa de su madre, en contra de todo lo que su familia paterna y ramificaciones creía –es decir, hacía- y lo hacía sentir mal mediante reproches, había algo en la absoluta, omnisciente y todo poderosa idea de Dios que no lo convencía. No pocas veces, quedando claro que por entonces lo emocionaba más la repetición de un gol de Maradona que un libro de Deleuze o una melodía triste de Dylan, jugaba con la idea de Dios diciendo, nada originalmente, sólo para llevarse la contra a su madre, que Dios sí existe, que está entre todos nosotros, juega al fútbol, y, por cierto, muy bien. Un par de años después, cuando escuchara la canción número diez del primer disco de Honestidad Brutal de Calamaro, se reiría de la coincidencia, pero, también, soberbia y pedantemente –tentaciones en las que no paraba de incurrir por entonces-, se enorgullecería de haber pensando, sólo con la cantidad de años del supuesto número de la mala suerte, lo mismo que un afamado compositor canta-autor había pensando a sus jóvenes pero longevos treinta y cinco años. También, representando la ortodoxia de una machismo recalcitrante del que después -cuando sus estudios universitarios- se avergonzaría al punto de no poder dejar de morderse la cola de la culpa, en las mismas mesas familiares meta-paternales en las que, sólo para molestar a su madre, atea y feminista, decía que Dios existe y juega al fútbol, diría, con los mismos objetivos anteriores, que así como la zurda de Maradona era una prueba –irrefutable, científica, Althusser- de la existencia de Dios, que Maradona -al igual que Dios, de acuerdo con las religiones judeo-cristinas- fuera un hombre, era una nueva demostración no sólo del sinsentido histórico del por entonces menos de moda feminismo –sin llegar por eso a ser el tema de la memoria-, sino, también, de su ociosidad e irrelevancia. No era tan grave, juzgaría años después, que en esos caprichos más que discusiones tuviera como oponente a su madre -la misma que, sin saberlo, junto con The Beatles y Schubert, lo educó sentimentalmente en los pisos inferiores de su adolescencia-, como que tuviera como aliado, argentino pero europerizante, a uno de sus tíos materno-paternos, el mismo que, años después, se burlaría de los pueblos originarios, las organizaciones político-militares de los ’70 y la socialdemócrata redistribución de la riqueza no sólo económica sino también simbólica, algo que, si bien su consciencia -¿o falta de ella?- de niño contempló inadvertidamente, su consciencia –totalmente tomada, para bien de mares consumidos y zares con tazones- de universitario progresista no podía perdonar. No podía perdonarse. No lograba perdonarse haber sido tan irresponsable en su adolescencia primera, como para volverse religioso y machista ante su madre atea y feminista, a la que después correría –mucho más rápido- teóricamente, tildándola de inconscientemente machista y subrepticiamente religiosa. Menos podía perdonarse, casi diez años después, haber sido tan irresponsable en su infancia, no haber aprovechado la parva de mujercitas que, como esclavas sexuales, se rendían a sus pies, no haber perdido los diques morales ahí mismo y haberlas desvirgado en el mismo instante en que él mismo perdía su virginididad, por otra parte, nunca perdida del todo, nunca perdida del todo. Aunque, visto en retrospectiva, prácticamente una década después, no creyera una sola palabra de la anécdota que su compañera de primaria ahora licenciada en Comunicación le contó en séptimo grado, y que él, luego, contaría a tres amigos con los que perdió el mismo contacto que a la amiga de facultad de la que, tiempo después, tiempo atrás desde el momento en que perdió contacto con ella, se enamoró.

A ella, a diferencia de esta anécdota, no le contó la otra, la historia de las chicas que, desde adentro de un coche en frente del quiosco de la esquina de su casa, le dijeron “qué lindo rubiecito”, justo cuando él volvía de comprar lo básico e indispensable que sus padres le habían indicado adquirir para estar mínimamente a la altura de las circunstancias cuando la pareja amiga –ella, la mujer de la pareja, es prácticamente la segunda madre de él, con toda su coquetería y peronismo- llegara a la casa un viernes por la noche. Sus padres se juntaban con esta pareja amiga casi todos los viernes y sábados de todas las semanas. Él, gracioso y barbudo –aunque nulamente revolucionario, pos-modernamente menemista, al igual que su padre-, ella, coqueta y peronista, sólo que de otro peronismo, de uno de los quichicientos peronismo que andaban dando vuelta por el país y el mundo. Cuando ellos discutían estas cuestiones en las sobremesas de las cenas en su casa, cuando la mayor y la mediana de sus hermanas ya se habían ido a dormir, y la otra estaba por nacer o durmiendo como consecuencia de su prematuro nacimiento a los nueve meses de gestación, él se los quedaba escuchando, no entendiendo nada de todo de lo que decían, intentando desencriptar las palabras que salían de las bocas de dos ingenieros y de las sonrisas que los labios de dos maestras ofrecían al mundo. Sólo tiempo después, a más de un lustro de estas sobre-mesas, él llegaría a la conclusión -habiendo trocado su soberbia adolescente por una falsa humildad universitaria aún más pedante que la primera- que lo que sus padres y amigos de ellos decían, visto desde el punto de vista desde el que él los miraba, no sólo que no era incomprensible sino que resultaba absolutamente básico, y que detrás de los títulos de ingenieros no se escondía más que un conservadurismo amparado en un cuadro clavado en un entrepiso o en un refugio familiar, así como, también, de que las sonrisas recurrentes de maestras simpáticas todo lo que simulaban era un pseudo-progresismo que no se dudaban en abandonar en caso de que una casa de ropa se reservara el derecho de admisión a determinadas filiaciones político-ideológicas, y que era tan pseudo que, sólo para no incordiar o molestar a sus respectivos maridos, era, en el mejor de los casos, maquillados bajo frases de sentido común o apelaciones al consenso y el respeto, o, en el peor de los casos, olvidado y reprimido bajo la conformista excusa de tener una cena o sobremesa en paz. Así todos los viernes, sábados, semanas, meses y años.

Claro, siempre es preferible tener una cena en paz, que una vida en guerra. Aunque, en estos casos, las cenas o sobremesas eran lo único que se poseía en paz, ya que la vida en general resultaba una guerra a veces más fría, a veces más caliente, una combinación de antagonismos soviéticos-norteamericanos y Mac Luhan que permitía tanto la prosecución de una farsa de matrimonio -aunque los conyugues no se tocaran un pelo o una fibra de sentimiento desde hacía años- como la presentación externa de un matrimonio prácticamente perfecto, con complicidades y humoradas por doquier, al que, sin embargo, sólo le restaba un puntapié inicial dado en otra casa y librete roja para que en la propia figurara el primer divorcio de los antiguos dos tortolitos. Él, en esta dialéctica de conformismos matrimoniales católicos e ingenuas esperanzas de “todo en algún momento se va a arreglar y vamos a volver a hacer los que éramos antes”, era un aprendiz sin brujo que, al mismo tiempo que se enteraba que existía algo llamado peronismo que había nacido mucho tiempo atrás y que había tenido muchas expresiones a su interior que habían llegado hasta a matarse, iba aprendiendo a leer miradas, silencios y gestos, a imaginar respuestas allí donde no las había, a intuir indignaciones que se callaban por no estropear –como un trapo- la cena o sobremesa pero que luego, cuando los invitados-como-de-la-casa se habían ido, se explicitaban con un nivel de amplificación más o menos proporcional al de represión horas atrás. Él, al mismo tiempo que iba aprendiendo sobre las paradojas del casamiento y la pareja -no obstante lo cual, durante mucho tiempo, no quiso otra cosa que estar de novio con una compañera con la que, una vez que los dos hubieran finalizado sus estudios universitarios, se iba a casar-, iba siendo educado en las artes del amor, no sólo, primero, por Los Beatles y Shubert, y, después, por Calamaro y Dylan, sino, también, en mucha menor medida, por su padre –de quién aprendió todo lo que no debería hacer como padre y esposo-, y, en mayor medida, por la pareja amiga de sus viejos. Él, barbudo y divertido, le enseñó a perder el hipo no solamente conteniendo la respiración o bebiendo un vaso de agua de golpe sino esperándolo: él le dijo, “estoy con hipo”, “bueno, contené la respiración y así se te va a ir”, le respondió el amigo más de su padre que de su madre, “no, ya lo intenté y sigue ahí, che”, le dijo -soberbio y divertido- él, a lo que aquel, con mucho más histrionismo que pedantería, le contestó “bueno, está bien, pero, hacé una cosa, avisame la próxima vez que te esté por venir un hipo y de acuerdo con lo rápido o lento que lo haga y su sonido yo te voy a decir la mejor manera en que te lo podés sacar”. El consejero en cuestión era ingeniero. Él se quedó esperando unos segundos, seguro de que el hipo estaba por venir, seguro de que de esa forma iba a poder gozar una vez más del placer de tener razón y demostrarle al otro de que por más contenciones de respiración o vasos de agua que se tragara el hipo no se iba, pero, misteriosamente, los segundos se volvió un minuto, y el minuto minutos, y al segundo o tercero no lo podía creer, se lo quedó mirando fascinado no sólo porque el otro le había sacado el hipo sino porque lo había hecho bajo una táctica que desconocía, se había burlado un poco de él pero para ayudarlo, para ayudarlo a que perdiera el hipo, y así dejara de molestar e interrumpir sus conversaciones de sobremesa con un hip cada siete segundos. La cantidad de tiempo que dura el envoltorio de un regalo en ser despedazado para que el agasajado por el regalo -que en realidad es el regalo para el regalo, el regalado al regalo- sepa qué hay detrás del papel y diga muchas veces gracias, no se hubieran molestado, ustedes saben que no necesitaban hacerme un regalo, pero qué miserable de mierda, otra vez un libro o un disco, y para colmo de estos de oferta o bolsillo, este sí que no aprende más a largar un mango por los amigos.

Ella, en cambio, lo educó menos por su peronismo o coquetería que por otras contribuciones que jamás pudo haber imaginado, a pesar de que para él, en lo que va de su paso de la adolescencia inferior a la adolescencia a secas, y el desarrollo de esta hasta que –¡por fin!- le vio la cara a Dios, cogiendo con la compañera mayor, tetona y culona de secundario y después con una profesora de tenis del club más cheto de la ciudad, ella fue de imprescindible ayuda. Ella fue una de las tantas imágenes que afloraban cuando estaba sólo en el baño y no sabía qué hacer –todavía no había leído Lenin- pero gozaba y padecía al mismo tiempo de esa calentura irrefrenable que caracteriza a los adolescentes cuando descubren que determinadas partes de su cuerpo crecen pero no tienen donde depositarlas. Justo en esos momentos, junto con cuatro compañeras de la secundaria, la profesora de tenis del club, dos actrices de la serie norteamericana Friends, y toda mujer que él considerara mínimamente atractiva de modo que hubiera fantaseado anteriormente con ella, justo en esos instantes, ella aparecía, su imagen afloraba, y era una integrante más de la orgía mental más él estaba desempolvando para intentar llegar al clímax de la paja que, a sus viejos trece años, se había convertido en su deportivo favorito. Incluso por delante del fútbol, el tenis y el paddle.

jueves, 3 de abril de 2008

Gran ensayo de Mairal sobre los culos femeninos.


jueves, febrero 08, 2007

El culo de una arquitecta

por Pedro Mairal

(publicado en Colombia, en la revista Soho, en febrero de 2008)
No suelo concordar con el prójimo varón sobre cuál es el mejor culo. Noto un gusto general por el culito escuálido de las modelos flacas. A mí me gustan grandes, hospitalarios, macizos. Me gusta el culo balcón, que sobresale y se autosustenta como un milagro de ingeniería. El culo bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y prodigiosa.

Me salen versos cuando hablo de culos. Quizá porque en los culos hay algo más antiguo y atávico que en las tetas, que en realidad son una intelectualización. Las tetas son renacentistas, pero el culo es primitivo, neanderthaliano. Con su poder de atracción inequívoca, su convergencia invitadora, es un hit prehistórico. Despierta nuestro costado más bestial: el del acoplamiento en cuatro patas. Las tetas son un invento más reciente, son prosaicas. El culo, en cambio, es lírico, musical, cadencioso, indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la batida de la bossa que retrata a la garota que se aleja en Ipanema.

Porque el culo siempre se aleja, siempre se va yendo, invitando a que lo sigan. Se mueve en dirección contraria de las tetas que siempre vienen y por eso suelen ser alarmantes, amenazadoras, casi bélicas (me acuerdo de las tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se disparaban como dos misiles). Las tetas confrontan, el culo huye, es elegía de sí mismo, se va yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres pensando qué cosa más linda, más llena de gracia aquella morena que viene y que pasa con dulce balance camino del mar.

Las mujeres argentinas tienen orto, las colombianas jopo, las brasileras bunda, las mexicanas bote, las peruanas tarro, las cubanas nevera o fambeco, las chilenas tienen poto. O mejor dicho, las chilenas no tienen poto, según mis amigos transandinos que se quejan de esa falta y quedan asombrados cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me encadeno a la muralla del Baluarte de San Francisco en el último Hay Festival de Cartagena de Indias para no tener que volver y poder seguir admirando el desfile incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos culos altaneros merecían no este breve artículo sino un tratado enciclopédico o un poemario como el Canto General.

De las cosas que hacen las mujeres por su culo, la que más ternura me da es cuando lo acercan a la estufa para calentarlo. No lo pueden evitar. Pasan frente a una chimenea o un radiador y acercan el culo, lo empollan un rato. El culo es la parte más fría de una mujer. Siempre sorprende al tacto esa temperatura, el frescor del cachete en el primer encuentro con la mano.

Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una es desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso y lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra forma es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo levantando de a poco el vestido, por los muslos, y de pronto se llega a esas órbitas gemelas, esa abundancia a manos llenas. En ese instante se siente que las manos no fueron hechas para ninguna otra cosa más que palpar esa felicidad, para sentir con todos los músculos del cuerpo la blanda gravitación, el peso exacto de la redondez terrestre.

Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la mujer. Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas poderosas puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una locomotora, como engancharse en la fuerza de la vida, hay que seguirla, no es fácil, uno queda subordinado a su energía, hay que trabajar, darle mucha bomba, carbón para la máquina. Es uno el que queda sometido a su gran expectativa, absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la doble esfera viva de esa mantis religiosa.

Una vez vi un hombre de unos 45 años dando vueltas al parque, corriendo tras su personal trainer. Lo curioso es que era una personal trainer, y las calzas azules de esta profesora de gimnasia evidenciaban que tenía un doctorado en glúteos. Como el burro tras la zanahoria, el hombre corría tras ella sin pensar en nada más que ese seguimiento personal. No me sorprendería que a la media hora hubiera un grupo de corredores trotando detrás, en caravana. La música de los culos es la del flautista de Hamelin. Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella, hipnotizados.

Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una empresa en el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys) y con un “tremendo fambeco”. Ella sabía que era su mejor ángulo y lo hacía valer, con unos pantalones ajustados que dejaban todo temblando. Era una de esas oficinas cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque cuadriculado, la tabla rectangular del escritorio, la ventana, los estantes, las carpetas de archivos. Un lugar irrespirable de no ser por el culo de la arquitecta que a veces pasaba camino a tesorería o a la fotocopiadora. Su culo era lo único redondo en todo este edificio de oficinas. Lo único vivo yo creo. Nunca intenté nada (se decía que tenía un novio), pero en una época yo pensaba escribir una novela con los acoplamientos heroicos que imaginé con ella. Una novela que iba a titular, con un guiño a Greenaway, “El culo de una arquitecta”.

No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas que ella nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la intuía en un ritmo particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce de la cara interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el rabillo de mi ojo, ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y todo se detenía un instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono, todo se curvaba de pronto, no había más rectas, todo se ovalaba, se abombaba, y el corazón del oficinista medio quedaba bailando. No exagero.

Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba, caían los ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la bolsa, caía el gran telón pintado del primer mundo, caía la moral, el ingreso per cápita, todo caía, salvo el culo de la arquitecta que parecía subir y subir, cada vez más vivaracho, más mordible, más esférico, más encabritado en su oscilación por los corredores, pasando en un meneo vanidoso que parecía ir diciendo no, mirame pero no, seguime pero no, dedicame poemas pero no. Ojalá ella llegue a leer esto algún día y se entere del bien que me hizo durante esos dos años con solo ser parte de mi día laborable pasando con tanta gracia frente al mono de mi hormona. Y ojalá se entere también que, cuando me echaron, lo único que lamenté fue dejar de verla desfilar por los pasillos respingando el durazno gigante de su culo soñado.