martes, 23 de diciembre de 2008

Mafalda montonera.


Si Evita viviera sería montonera, le dijo un imberbe a un octogenario, mientras lo frotaba con sales intentando reanimar las mieles de su impotencia. Si Isabelita viviera sería cabaretera, insistió el primero, sin obtener respuesta del segundo, a punto de llegar al clímax. Si Perón viviera estaríamos muertos, dijo el octogenario, y el imberbe lo miró fijamente, mientras limpiaba con su mano izquierda su mano derecha sucia de líquido.
Mafalda, integrante de la UES, había pasado a formar parte de los comandos populares anunciados por Rodolfo, casi un lustro antes de abrir la manta abierta a la munda celestial. Con el salmo del párroco del barrio, un día después quedaría flaco de mate y galletitas de agua, cuando Mafalda ya estuviera concentrada en un campo de reeducación católica. No saldría en siete años de tormentas y, cuando estuviera por hacerlo, sería dada de muerte con un tiro de gracia por el que no dio las gracias.
Miguelito, en plena primavera, dejó Filosofía y se fue detrás de los humos del paco. Lo hizo después de ir a un recital en donde leían poetas y no entendían filtros que fumaban cigarrillos sin filtro. A los dos años, amenazado por un tartamudo que no podía pronunciar la segunda letra del abecedario, aceptó el ofrecimiento de su padre y, de paso cañazo, a sus veintiún años, consumó su viaje iniciativo por el ya iniciado mundo.
Libertad, cursante del primer año de un preuniversitario colegio en el que sus traductores padres habían depositado todos los bonos de sus futuras ganancias culturales, era una de las militontas más jóvenes de troskos que no eran tales pero que eran lo más parecido a ellos con armas en la mano y rifles en el hombro. A los tres años, como la organización, estaría más perdida que desaparecida en acción, aunque, a sus jóvenes dieciséis años, había estado de acuerdo con Roby en que era imprescindible un antiguevarista reflujo. A vencer o no morir, muertos no se puede combatir, había sido el slogan que había inventado para la lucha política interna, defendiendo la libertad de tendencia, antes de que las listas comenzaran a alistarla para los contratendencistas.
Felipe había estado a punto de sumarse a una orga políticomilitar con nombre de escopeta pero, de un tiro, se fue a Uruguay, se radicó en Colonia y se dedicó a las mismas tareas administrativas que realizaba en Buenos Aires, tras haber conseguido el trabajo por un conocido de la primaria. Por las vecinas del barrio, que esa tarde habían vendido un chisme a las purgas ecologistas por un corte de pelo en la peluquería de la esquina, se había enterado que sus amigas de la infancia, Mafalda y Libertad, se habían ido de feria, y su pánico pudo más. Al día siguiente, tomó el barco que salía del puerto de Buenos Aires hacia la oriental de sus provincias -barco que en repetidas ocasiones tambaleó en el agua al chocarse con inmensas costras marítimas-, y a la semana siguiente ya estaba trabajando en el trabajo en el que lo había encajado su conocido.
Guille realizó la primaria sin mayores dificultades ni alteraciones, educado por sus padres en la moderna exclusión de sexo, violencia y muerte. Más teniendo en cuenta que hay décadas en que los tres asuntos se aúnan en un solo haz de sombra. A la luz de la protección del árbol de enfrente de su casa, preguntó sólo una mañana por qué Mafalda no regresó la noche anterior. A la siguiente mañana, habituado, sabiendo que la mujer es un animal de costumbre, no preguntó nada y deglutió en silencio el café con leche con tres medialunas. Aunque, se lo había dicho antes a su madre, sólo quería una. Pero en esa casa, como en la mayoría de las casas del mundo, la decisión no era propiedad de los infantes, sino de los adultos, y la propiedad era un asunto en discusión, y la discusión se dirimía en un beso a tu madre, y tu madre podía terminar salvándote las papas, aunque ellas estuvieran calientes y nadie quisiera darles el primer beso.
Manolito, cinco años después de que un grupo de jóvenes arrojara una célula de miguelitos delante del coche de un fusilador para secuestrarlo, juzgarlo y ajusticiarlo, había padecido la muerte de su padre, quien sufrió un ataque al corazón al enterarse del fallecimiento del generalísimo y de la transición que se avecinaba en su país. Las vecinas, ni lentas ni perezosas, esparcieron por el barrio que el ataque al corazón había sido con alto poder de fuego y que el mismo no había opuesto resistencia. La rendición había sido incondicional. Populistas, a pesar del gorilismo que las especificaba, omitieron cuchichear sobre los altos precios del almacén, más que nada porque el dueño del mismo estaba en un cajón y su hijo al lado. Manolito, en los siguientes siete años, dejaría la secundaria –la que de todas maneras no lo extrañaría-, haría dinero, se compraría una bicicleta todoterreno, viajaría al norte –según se mire el hemisferio, se considere el espacio, y se escuche a Don Arturo-, repetiría por algo será y algo habrán hecho, no cantaría la marchita en el monumental pero gritaría los goles de Kempes, se levantaría aún más temprano para observar el levantamiento de paredes entre los arquitectos Diego y Ramón, iría a la plaza a vivar la nacionalización de una compañía de whiskies, manifestación en la que se cruzaría con Miguelito, quien, tras siete años, había regresado de Francia, tras estudiar Historia en La Sorbona y realizar un posgrado de Filosofía en misma universidad, para bajar con los verdes al sur y subir con los fusiles a la Casa Rosada, la que había quedado de ese color después de las griegas orgías que los militares de la década del ’30 perpetraran con los terratenientes que tenían campos en la pampa húmeda y departamentos en el París lluvioso. No se dijeron palabra, se acompañaron en el sentimiento, solos en una plaza repleta del pueblo que hacía seis años luchaba por el fin de lo que vivaba, que resistía heroicamente los embates del gobierno del que repetía consignas, que rechazaba los responsables de sus primeros viajes al exterior o recambios de electrodomésticos, el pueblo, en fin, que al año se volvería gente, ciudadanos grises que ya no lloraban los lunes sino que los esperaban ansiosos, aburridos los domingos en sus casas, viendo el fútbol como artilugio para patear para algún lado, desbandados. Miguelito y Manolito no se dijeron palabra, no hacía falta, se miraron fijamente a los ojos y entendieron todo, comprendieron que, con Guille, eran los únicos que permanecían en el país, que eso tenía un costo, un valor que iban a pagar. Si no era que ya lo estaban pagando sin siquiera darse cuenta. Miguelito pensó en acercarse y, al menos, dejarle la nueva dirección en la que estaba parando. Ya no vivía en la casa de sus padres, en la casa del barrio. Desestimó la idea al verlo tan serio y distante, tan mudo y militar, con el pelo tan corto y la mirada tan recia. Manolito casi no pensó en otra cosa que en volver a reabrir su almacén de modo de no seducir a las vecinas con que vayan a comprar a la otra despensa, la que tenía mejores precios pero quedaba a cuatro cuadras, y las vecinas, aunque miserables, ya estaban viejas y preferían ahorrar tiempo de viaje y espacio de caminata en lugar de unos centavos que, a fin de mes, terminaban siendo no tan pocos. Si Mafalda viviera sería kirchnerista, le dijo el joven al anciano, y este volvió a no decir palabra. Si Mafalda viviera, Miguelito le diría que no instrumentalice el jazz para nombrar una de las estructurales crisis del sistema capitalista. Si Libertad lo hiciera le diría snob, y tendría razón, espetó el imberbe por tercera vez, simultáneamente con la implosión de uno de los pernoctantes campus que asolaban su rostro. Si Felipe volviera se sorprendería de lo petrificada que está la memoria, dijo el joven, y el viejo ya estaba dormido. Si Guille entendiera algo, todo esto sería menos engorroso, dijo el imberbe, y, en esta oportunidad, no apuntó al viejo, que ya estaba durmiendo, sino a su madre, Susanita, quien, desde hacía media hora, lo miraba con orgullo de madre pero sin entender palabra. Es que, como repiten educadores oficialistas desvelados por métodos shockoldtatianos publicitados por filósofos premodernos, algunas cosas nunca cambian.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Más turbaciones.


Sospechaba que masturbarse le daba mala suerte. Invertidamente, conjeturaba que no hacerlo le aseguraba buena fortuna. Al menos ese día, ese partido de fútbol, ese parcial universitario. Así habían sido las cosas desde el americanizado mundial del ’94, el primero y último que miró con toma de conciencia. Cuatro años después, poco antes de su fiesta de quince, las consecuencias de las drogas adolescentes habían surtido efecto. Pero ahora, junio del ’94, su mente estaba sana y su cuerpo mejor. Por cábala, sumada a la de no tocarse durante el mundial, miraba los partidos en la casa de sus abuelos paternos. Fue allí donde recibió el primer revés a su irrefutable teoría de que no masturbarse le depararía buena suerte. Argentina, a pesar de los esfuerzos sobre la hora, fue eliminada por un país que había dejado de ser comunista cinco años antes de que la vanguardia campesina, con relativo apoyo de la siempre alienada pequeñoburguesía universitaria, se levantara armadamente contra un gobierno elegido democráticamente. Es decir, por las urnas y no por las dudas, con las bolas y no por las botas. Demolido, se dirigió a una de las tres habitaciones del departamento de sus abuelos paternos e intentó llorar como automuestra de lo mucho que la eliminación le había afectado. No lo logró. Las lágrimas no saltaron. Se acostó boca arriba, debajo del cuadro de Cristo rregado de un rosario y una corona de espinas, y pensó en lo más triste que podía imaginarse. Que sus padres se divorciaran, que las inferiores de Independiente donde jugaba de diez perdieran contra Racing, que el kioskero de la esquina subiera el precio de la gaseosa y el sándwich de jamón y queso que anotaba todas las tardes en la libreta de carnicero de su padre. Su padre, obrero fabril de una fábrica que había cerrado tres años atrás, le tenía terminantemente prohibido anotar. Incluso le había ordenado al kioskero que jamás le fiara. Él, con la complicidad del kioskero, que le anotaba de todas maneras, y de sus abuelos, que a fin de mes le acercaban el equivalente de lo gastado en los treinta días para que su padre no notara nada, anotaba igual. Esa tarde, después de salir de su clase de séptimo grado, había pasado por el kiosco a anotar lo de todos los días antes de dirigirse a lo de sus abuelos. Los padres de su padre vivían a seiscientos metros de la casa de su madre y padre. Después de observar la derrota del seleccionado, y de padecer no haber podido llorar a pesar de haber hecho fuerza, para hacerlo se quedó boca arriba pensando en cosas tristes: la muerte, la fatalidad de un destino trágico, las cartas suicidas que se escriben debajo de las camas de hermanas.
Con sus compañeros de grado jugaban carreras de masturbación en el baño. En las mismas, evaluadas por un compañero de curso que hacía de juez,y que por ese motivo no podía tocarse, se evaluaba tanto la rapidez como el alcance. Nadie quería hacer de árbitro. Se esperaban los recreos y se apropiaban de la zona del baño de los mingitorios. Además del juez, los otros dos compañeros de grado que no podían masturbarse eran los que se quedaban en la puerta haciendo de patovicas, evitando la entrada de toda persona extraña a la competición: compañeras de curso o escuela, preceptores o maestros, compañeros de los otros cursos del mismo grado. Con ellos habían llegado a un acuerdo. En cuatro horas y media de clase había tres recreos. Cada uno de los cursos se quedaría con uno de ellos de modo de poder desarrollar sus torneos. Pero había un problema. Había más cursos que recreos. Sin embargo, las actividades de la tarde solucionarían el inconveniente. Todas las tardes, durante hora y media, los alumnos de la institución tenían que ir a la escuela para asistir a computación e inglés. Esos ochenta minutos de clase eran interrumpidos a los treinta y cinco minutos, de modo de darles diez minutos para que pudieran comprar algo para beber y comer, antes de continuar con los restantes treinta y cinco minutos de la clase. Esos diez minutos, los menos codiciados de los cuatro recreos, eran utilizados por los cuatro cursos. Los viernes, las tres horas buenas se sortearían y el curso que no saliera favorecido tendría que quedarse con el recreo de la siesta.
Paradójicamente, teniendo en cuenta el futuro sexual de los participantes, en las competenciasa se evaluaba positivamente la velocidad y el alcance. Cuanto más precoces fueran, mejor. Pero, contradictoriamente, también se valoraba la capacidad de despegue. De espaldas a la entrada del baño, de costado a las dos filas de mingitorios, los seis concursantes, sin tocarse ni mirarse, se masturbaban intentando ser los más rápidos y los que más lejos tiraran el blanco y espeso líquido que salía de sus pequeñas partes. El dilema con el que contaba el torneo es que siempre el que más rápido terminaba era el que menos lejos llegaba, mientras que el que más se demoraba era el que menos cerca arrojaba su resto de humanidad. Cuando se masturbaban en clase, en alguna hora libre por motivo de la ausencia de algún profesor, en algún momento en que hubieran quedado excepcionalmente solos, los desempeños eran más regulares: mirando lascivamente a sus compañeras de curso que los observaban escandalizadas, simulando no mirar aunque en realidad lo hacían, terminaban rápido y dejando caer sus tristes cuerpos muy cerca del banco donde estaban sentados, manchándose pantalones y guardapolvos. Lo hacían sólo para molestar a sus compañeras. Y lo lograban. Tiempo después, alguna de ellas se llenaría la boca con una de esas pequeñas partes de donde salían expulsados esos grupúsculos espesos y blancos, parecidos a la nata de un café con leche. Y no estaba merendando.
Él no participaba de lo challengers. Maleducado por su madre, quien le había dicho que un blanco líquido en breve comenzaría a salir de su breve parte íntima, él esperaba tal momento como esperaba todo en la vida: pasivamente. Esperaba que la vida lo fuera a buscar más que salir a buscar la vida. Era un paranoico alegre y bienhumorado. Cuando sus compañeros competían, en uno de los cuatro recreos diarios que les correspondían, él iba al baño pero jamás se masturbaba. Tampoco hacía de árbitro ni de patovica. Mientras su confección le impedía lo segundo, su falta de ecuanimidad lo alejaba de lo primero. Iba sólo a mirar, coherentemente con su práctica pasiva y paranoica de la vida. Sólo una vez, siguiendo excepcionalmente la corriente a sus rebeldes compañeros, arrinconó a la compañera más linda del curso contra las dos puertas de la hemeroteca, junto con otros dos compañeros. En la primaria, a diferencia de en la universidad, la belleza se juzga sólo facialmente, no integralmente. Su cara parecía esculpida por los mismos dedos del ideal moderno de belleza. Mientras lo hacía, inconsciente pero juguetón, simulaba meterle mano a una de las dos compañeras de las que se había enamorado Cuando, ya adolescente, lo recordara, no podría dormir de la culpa. Ni hablar cuando, después de perder Argentina, compungido por la derrota y por no haber podido llorar en la cristiana cama de sus abuelos, en un arrebato de culpógena confesionalidad, le contara a su madre lo que había hecho con otros dos compañeros. Su madre, consternada por tener un hijo violador de once años, le juró que, cuando terminara el año, lo iba a internar en un campo de reeducación lacaniana. Ante tal amenaza, sabiendo que iba a cumplirse, lejos estuvo de recular. Como con todo en su vida, aceptó y tragó. Le dijo a sus amigos de curso que el año que viene no se reencontrarían en el colegio. Que su madre lo enviaría a un internado psicoanalítico. Terminó la clase de Matemática, dejaron de no escuchar a la profesora que hablaba para nadie, y salieron al patio. Con dos compañeros en la puerta del baño, dos a su derecha y tres a su izquierda, comenzó a hacer subir y bajar su mano por su cosa hasta que, a los cincuenta segundos, la competencia tenía un ganador. Con las blancas zapatillas de lona manchadas por el líquido que había salido de su parte, levantó sus manos en señal de victoria convencido que la cábala que había respetado hasta ese momento era absurda. Y convencido, también, que los futuros seis años de internación lacaniana iban a ser muy arduos. Tan duros como esa parte de su cuerpo que ahora, poco a poco, lentamente, comenzaba a relajarse.