lunes, 10 de marzo de 2008

Una llama en el teléfono.


Siempre que escucho el que considero el mejor verso de la bella canción de Sabina Y sin embargo, un teléfono ardiendo en la cabina, me viene a la mente la imagen de la vieja e inglesa cabina telefónica que está a la entrada, por avenida Las Heras, de la Biblioteca Nacional. Esa cabina, ese tipo de cabina, estéticamente británica, tranquilamente podría haber formado parte de la portada de algún disco de Los Beatles. Pero no es, sólo, la idea de la cabina inglesa, y su potencial presencia tripartita en un parque delantero de entrada a una biblioteca, una canción y una tapa de un disco, sino, también, la imagen de un teléfono ardiendo dentro de ella. ¿Cómo arde un teléfono dentro de una cabina? Creo que la imagen menos interesante a la hora de pensar esta construcción es imaginarse, efectivamente, que el teléfono está en llamas –on fire, aún antes de acostarse- dentro de la cabina. Creo que no se trata, tanto, de imaginarse llamas y fuegos y plástico –o el material que fuere- derritiéndose o consumiéndose, y los bomberos llegando al lugar, sacando la faja de Peligro de la caja donde suelen guardarla, dos fire-man extendiéndola por la supuesta zona de riesgo que implican las llamas, luego de que otros dos –el fuego no era para tanto, después de todo, sólo era un teléfono ardiendo en la cabina- hayan apagado las llamitas con más espuma que esfuerzo. No, creo que, a la hora y deshora de leer y releer, escuchar y re-escuchar, estos versos de esta canción, lo menos interesante del caso es imaginarse que el teléfono, dentro de la cabina, está literalmente ardiendo. Siempre recuerdo, también, cuando, desde el caluroso interior de esa misma cabina telefónica ubicada a la izquierda del parque de la entrada por Avenida Las Heras a la Biblioteca Nacional, hace poco menos de un año, llamé, con más transpiración que habilidad, a una mujer de la que me encontraba momentáneamente atenazado sentimentalmente por sus encantos físicos y espirituales. Sin que ella se hubiera propuesto tal cosa, por cierto. Recuerdo, sí, que, creyéndome esa hermandad de imágenes de cosa entre la cabina empírica, los versos y la virtual tapa de un disco de Los Beatles con ese cubículo, antes de continuar marcha vertical y no marcial hacia la entrada más comercial a la sala de recepción de la biblioteca, la llamé, vaya tonta excusa uno antepuso para hacerlo, con el fin de comentarle que la película sobre Bob Dylan a la que la había invitado y ella, finalmente, no había ido -película rodada, no exclusivamente, en el típico festival porteño de cine de todos los años-, había sido muy buena, y no sabés lo que te perdiste, ¿estuvo linda?, sí, mucho, yo creo que deberías haber ido, es más, si me dejás, vuelvo el tiempo atrás, vos reconsiderás tu posición y en lugar de un no me espetás un sí, y la vamos a ver, vas a ver, la vas a disfrutar mucho, está muy linda, sí, aunque, en realidad, tampoco era para tanto, pero, sí, me gustó, estuvo linda y una pena que no hayas podido –o querido- ir.

Recuerdo que ya para esa altura -mucho antes, incluso, de toda la proyección imaginativa- yo era una sola gota que, dentro de la cabina, se derretía más rápido que lo que el teléfono lo haría sí, poco interesantemente, estuviera ardiendo por fuegos que lo consumieran. Recuerdo, también, que como el teléfono de la cabina andaba tan mal como mi antitranspirante -que a esa altura ya no sólo me había abandonado sino que hasta me había sacado la tenencia de nuestros hijos y todas y cada una de las propiedades que habíamos sabido construir-, dejé la cabina, bajé las escaleras que nos llevan a la vereda y alejan del parque, caminé cincuenta metros hacia el sur, entré a un local comercial que ofrecía cabinas telefónicas nada inglesas pero muy refrigeradas, y, desde allí, continué la patética conversación, que, desde ya, podría haberse omitido más que repetido. Cuando finalicé la lastimosa charla, volví a caminar los cincuenta metros, pero ahora en dirección al norte, a la biblioteca, subí las escaleras, ya un poco menos sudado pero aún así acompañado de gotas y vergüenza e incomodidad miré la cabina con más encono que nostalgia, y continué mi camino –nunca mejor dicho- hacia la biblioteca. Sin embargo, y esto nos recuerda que este texto -que tiene más que ver con el Fresán comentarista de Beatles y Calamaro y Dylan y Kubrick y Elliot Smith que con mis malos cuentos o inexistentes inicios de una corta novela de iniciación-, inicialmente trataba sobre Sabina, o, mejor dicho, sobre un verso, seis palabras, de una de sus canciones. Que ya, cómo no decirlo, no son de él, sus canciones, versos y palabras, pero no, como suele decirse, porque son de todos y han pasado a formar parte de nuestras historias personales de vida –aunque también-, sino, mejor, porque podríamos decir que no fue Sabina el que escribió ese bello verso de seis palabras sino –previsiblemente- ese hermoso verso de seis palabras el que lo escribió a Sabina, el que le dijo no sólo como continuar sino también como terminar: el que, como suele suceder –como el mismo Sabina, en una entrevista periodística, contó que le sucedió con su canción 19 días y 500 noches del homónimo disco- sabía algo que el mismo Sabina desconocía: o sea, sabía cosas que la persona a la que pertenecía –y pertenece, claro- la mano que lo estaba escribiendo no sólo no conocía, porque siempre es mejor no hablar ni saber de ciertas cosas, sino, tal vez, tampoco las sepa, quizá, ahorita mismo.

Esto nos retrotrae a intentar saber y responder la pregunta que planteamos al comienzo sobre cuál sería la forma menos poco interesante de pensar la imagen –poética, sin duda- de un teléfono ardiendo en la cabina. Yo, con perdón de los personalismos y las primeras personas, siempre que escucho y re-escucho esa canción y ese verso -como mínimo, una vez por bimestre-, me imagino, primero, que el teléfono ardiente está descolgado, mirando al piso y con una voz del otro lado que recibe tan poca respuesta como explicaciones reciben los ingresantes a la biblioteca de qué hacé una cabina telefónica inglesa plantada en la mitad de un parque que tampoco se explica muy bien qué hace por delante -caminando de sur a norte- de una biblioteca. Menos se explica qué hace una cabina abierta, con un teléfono descolgado, mirando al suelo, y una voz del otro lado que clama respuesta con una intensidad parecida al la del calor que se padece en caso de quedarse más de un minuto, con la puerta cerrada, dentro de la cabina. Esta claro que allí, en esta situación y escena, hay fuego y llamas y cosas que arden sin necesidad de un solo chispazo, brasa u olor a quemado. La mujer -u hombre- que está del otro lado, arde por una respuesta –telefónica- que nunca llega. El hombre -o mujer- que ingresó a la cabina para hablar con ella -o él-, primero ardió de calor dentro de ella y después de furia, lo suficiente como para dejar la conversación por la mitad y a la otra –o el otro- con el teléfono en la mano. No hay nada peor –digamos, pongamoslé- que aquellas personas que piensan –y actúan en consecuencia, créanme que lo hacen- que las conversaciones comienzan, temporal pero también temáticamente, cuando ellos quieren que comiencen, y finalizan con la misma arbitrariedad unidireccional con que comenzaron: terminan, también, cuando ellos quieren y deciden que terminen. Son las peores –personas, claro-. Nunca te embarques, martes trece o no, con una de ellas. Aunque si te enamorás de una de ellas, ¿cómo no te vas a casar o juntar o concubinar o besar o desnudar con una de ellas? De eso, tal vez, se trate el amor: de estar en el medio. En el medio entre un sí y un no. Entre un sí que, al mismo tiempo, es un sí pero también un no. Un no que, simultáneamente, es un no pero también un sí. En el medio. Tan en el medio como quedó el teléfono, también ardiendo, entre estas dos personas que ardían, pero al mismo tiempo se querían, no por eso dejándose de odiar. Y el teléfono ardiendo en la cabina, entre fuegos cruzados que iban pero venían, quemaban Y sin embargo gustaban, mirando al suelo, y con uno de los interlocutores sin respuesta, y el otro a cuadras de él. Light my fire, telephone, light my fire: light my telephone number.

Marzo, 2008, Bs. As

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