jueves, 13 de marzo de 2008

La mujer más dulce del mundo.


A Mariana B., por su paciencia y amistad, y nuestras discusiones y silencios.

Te digo, che, ella es la chica más dulce del mundo. Sin embargo, siempre tuvo la habilidad de nunca derretirse a la intemperie del sol asesino del verano porteño. De tan dulce, cuando camina por avenida Pueyrredón hacia el sur, en caso de saber que está por toparse con una bombonería –en cuya vidriera, sorprendemente, junto a los bombones, hay libros de un joven que, si una le pregunta al dueño del local quién es, nos responde que un joven cuyos libros, de tan empalagosos, dejaron de ofrecerse en las librerías, donde nadie los compraba, para pasar a hacerlo en las bombonerías: la editorial chocha y dulce por el rédito económico-; te contaba, en caso de saber que está por toparse con una bombonería, obligatoriamente, a riesgo de perder irrecuperablemente su vida, debe cruzar de vereda. O, en el más extremo de los casos, pasar corriendo a toda velocidad -trote tres cuartos- por el frente, de modo que la exposición de su dulce cuerpo a los destructores rayos de oro negro de las cajas de bombones sea mínima.

En otro tiempo, y creeme lo que te digo porque estas son cosas de las que una se entera sin querer enterarse, por ejemplo, en la peluquería o en una reunión organizada para contar chismes, pero que jamás, y escuchame bien cuando te digo jamás, son mentira, o sea, son siempre verdad, en otro tiempo, te decía, ella tenía problemas con la bebida, estaba entregada y comprometida, no a una causa política-ideológica o a un compañero de vida para toda la vida, sino al alcohol, o sea, al chupi, vos me entendés. Y, entonces, cuando era poco menos que alcohólica, aunque eso jamás se notó en su físico porque siempre tuvo un cuerpo privilegiado -además de muy dulce- con un muy buen par de tetas y un solo pero contundente culo que daba envidia, tomaba cerveza todos los días. Era cosa, nomás, de verla dirigirse a la cocina, sacar el banquito del pequeño cuarto de porquerías para ponerlo en el piso, y así poder llegar a la elevada estantería en donde estaban los envases –vacíos, obvio, ¿qué me preguntás, tarada, cómo va a haber envases llenos en una estantería?: además, si están llenos ya no son envases, sino en todo caso botellas, infeliza-, sacar un envase, volver a guardar el banquito en su lugar, buscar y, con suerte, encontrar las llaves por el pequeño departamento, palparse –estaba sin novio, la pobre, y con una calentura tremenda- el bolsillo trasero del jean –Bette Davis style- para ver si tenía los dos pesos con sesenta y cinco centavos que valía la cerveza que ella compraba –ni las más barata, que valía unos cuarenta y cinco centavos menos, pero era poco menos que intomable, ni las suaves y prestigiadas, con las que siempre le daba gusto salir de despensas barriales o supermercados fanáticos del cine de Lee, pero que ya valían como un peso con cincuenta más-, y, una vez realizado todo este ritual de búsqueda, elevación, apertura, extracción y cierre, reordenamiento de cada cosa en su lugar, nueva búsqueda y encuentro, y chequeo y satisfacción por la posesión de lo chequeado, dirigirse hacia la puerta de su departamento, bajar –por la escalera, porque siempre estuvo más cerca del suelo que del cielo- el único piso que la separaba del portal de su edificio, salir y caminar los cincuenta metros que la distanciaban de la despensa de barrio, donde, todas las siestas o tardes, realizaba el ritual comercial consistente en efectuar el repetitivo y enloquecedor acto de entrega de metálico a cambio de víveres y productos de extrema necesidad: como, por ejemplo, una botella –llena, tarada, obvio- de cerveza.

Después, poner la cerveza dentro de una bolsa de plástico, o, directamente, rústicamente, llevarla en la mano, caminar con ella enfriando los dedos –la mano calentando la cerveza: con lo caliente que esta está mina, te digo, che, eso no era una buena idea- hasta la entrada del departamento, subir las escaleras, abrir la puerta, dejar la cerveza –con bolsa o sin ella- en la mesa de madera del living-comedor, ir a la cocina a buscar el destapador, traerlo a la mesa, abrir la cerveza, y, solitariamente, patéticamente, compartir con ella la siesta o la tarde. Entonces, como te decía che, esta mina hacía eso todos los días, y, más allá de la incontable cantidad de ñoquis que comió con la de vasos de cerveza que tomó, su cuerpo seguía siendo más o menos el mismo de esbelto y dulce. Así, claro, es que, cuando pasaba por enfrente de la vidriera de una bombonería, más allá de la de mares de cerveza esbeltamente sostenidos en su cuerpo, su parte dulce no podía exponerse a los rayos ultraempalagosos disparados por los bombones, teniendo que evitarlos con cruzadas de calle, corridas tres cuarto, o picadas de ojo al dueño de la bombonería por, a pesar de sus reiterados pedidos, haberlos dejado en la vidriera, justo al lado de los puemas y cuántos empalagosos de ese joven que resultaba invendible para una librería pero buen complemento de regalo para una caja de dulces comprada en una bombonería. También, y te lo cuanto rápido porque ya está viniendo la peluquera para hacerme los rulos o el jefe de la agrupación para armar el temario de la reunión, tenía que cuidarse no sólo de pasar y traspasar la línea que va de su vida a la muerte en caso de pasar por enfrente de la vidriera de una bombonería, sino también de lo que tomaba. Por ejemplo, todas esas bebidas cuyos segundos nombres son una de las dos partes más esbeltas de su cuerpo, bebidas que, para alguien dulce -obvio que no para mí- son asquerosamente empalagosas, estaban ortodoxamente prohibidas para su paladar, ella no quería saber nada de tomar y repetir esas bebidas negras –no por eso doradas-, empalagosas –no por eso levantadas en pala- y dulces –pero no por eso como ella misma- que el resto de la sociedad, para su asombro, tomaba. Entonces, bebía bebidas amargas, gaseosas paradas en la otra vereda de los líquidos –modernos, modernos- dulces y empalagosos y asesinos en su virtualidad de convertirla en caramelo –estos líquidos amargos estaban en la misma vereda a la que ella cruzaba para protegerse de los rayos ultra-violentos disparados por las cajas de bombones en las vidrierías de las bombonerías-, y ni se acercaba a las botellas –llenas, boluda, llenas- que llevan por segundo nombre -sin por esto ser su apellido- la parte trasera y más protuberante de su cuerpo, elogiada por propios –ella estaba muy orgullosa de su cintura- y ajenos –toda la gente de la bombonería-. Finalmente, todo el problema con el dueño de los bombones en la vidriera de aquella fue solucionado de una forma a lo Mónica: ella le aseguraría una buena cantidad de copias del LP con la canción que una banda under de origen neoyorquino -todavía sin nombre, ya que eran tan underground que todavía ni siquiera se habían bautizado y reconocido en ese bautizo- había escrito y musicalizado en su nombre, tomando como base de la que partir –e ideal como horizonte imposible al que llegar- una canción, intitulada The uglyest girl in the world, compuesta en los ochentas por un tal Robert Allen Zimerman. La nueva canción, obviamente influenciada por la anterior, se llamaría The sweetest girl in the earth, y narraría las desventuras de una muchacha con unos pechos y unas nalgas y unos churrascos envidiables y muy dulces, que todo el tiempo corre el riesgo –de muerte, o sea, de vida- de convertirse en caramelo, por estar las dieciséis horas despiertas de sus días expuesta a cajas de bombones, caramelos y gaseosas publicitadísimas, pero aún más empalagosas que sus posibilidades de aburrirnos. La canción, que los desfachatados integrantes de la banda under neoyorquina esperaban que no se confundiera -en su nombre- con la de los irish U2 The sweetest thing, fue tocada, en Velez, por Bob Dylan el sábado pasado, después de Don’t think it twice, it’s all right. Luego del verso I give her my heart, but she wanted my soul de esta canción, y esto es lo último que te cuento porque me tengo que ir a ayudar con la tarea a mis hijos y hacer la cena a mi marido -¿viste qué lindo me quedó el pelo?, sí, jefe, ¿cómo no?, usted tuvo esa brillante idea porque usted es brillante, no porque yo se la dije en el pasillo antes de entrar a la reunión-, ella se acordó de su pareja, Raquel, y se murió de ternura. Literalmente.

Marzo, 2008, Bs. As.

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