jueves, 13 de marzo de 2008

Un pueblo llamado Amorado.

Alguna vez estuve en Amorado. Es un pequeño pueblo de pocos habitantes. Tan pocos que, en tiempos de sequía o ausencia de cosecha, la población puede reducirse, pueblerinamente, a un par de ellos. Alguna vez estuve ahí, pero era muy niño: tenía, sólo, veintidós años. Hubo una época en la que pasé un largo periodo en el pueblo, yendo y viniendo, armando y desarmando valijas y mochilas para que mis estadías allí pudieran complementarse, más o menos bien, con mis estudios universitarios. No fue fácil. Cuando pasaba mucho tiempo en el pueblo, despertándome tarde, yendo a desayunar y almorzar –todo junto- al único bar del lugar –llamado Submarino Violeta- y volviendo, hacia la tardecita, por unas grapas y conversaciones con los parroquianos del lugar –por entonces, mis cófrades-, no tocaba, ni con la vista, los apuntes de la facultad. Ni hablar de los cuadernos de apuntes, en donde todo lo apuntado eran los gastos que el bar del pueblo me insumía en desayunos, almuerzos, meriendas y cenas tempranas, porque el bar, como buen bar de pueblo, para conocidos cerraba a las diez de la noche, mientras que para los amigos los gallegos dueños del lugar estiraban la hora de bajada de las persianas metálicas, post-limpieza de suelo y cocina y ubicación de las sillas arriba de las mesas, hasta las diez y media, cuando nos comenzaban a levantar los cadáveres de cerveza y platos con manises y tipitos fumados con una vehemencia que no quedaba ni el loro. Cuando estaba en el pueblo era poco lo que leía, y todo lo que hacía era pasármela pensando cuestiones que lejos estaban de ser trascendentales para ser, en cambio, absolutamente banales. Eran pensamientos totalmente pasatistas. Me acordaba, por ejemplo, de mi madre y padre contándome que, cuando a mis cuatro años nos mudamos del cemento urbano a la tierra provinciana, mi primera reacción al ensuciarme con tierra mojada en el jardín de mis abuelos maternos fue decir: Qué asco. Yo no me acuerdo de eso, pero es una de las pocas anécdotas familiares que me gusta y no me genera mayores contradicciones con lo que creo ser hoy día. Caminando por el pueblo, o apoyado sobre un arbol cercano al rio –el pueblo tiene río- o, directamente tirado boca arriba en el pasto a metros de la pequeña playa del lugar –el pueblo tiene gramilla y arena-, me acordaba, también, de lo que hoy recuerdo como mi primera novia, aunque, en ese momento, no sólo que no lo era sino que ni siquiera pronunciamos esa palabra en no sé cuántos meses de relación. Esos meses, por entonces, eran un montonaso, pero hoy, sin embargo, son muy pocos. Sentado en una de las dos mesas del bar que da a la calle, mientras -con la mirada perdida y una mano en la boca y la otra en la oreja izquierda- miraba el paso –justo a las doce menos cuarto de la mañana- del micro lechero por la calle principal del pueblo –micro que es lechero no porque lleve leche sino porque pasa por todos y cada uno de los pueblos de Latinoamérica-, me acordaba, no sin nostalgia, de las ganas que -cuando era muy niño, a mis dieciocho años- tenía de irme de la ciudad capital de provincia en la que, con mi madre, padre y hermana menor -a la que después se sumaron otras dos-, nos mudamos cuando yo tenía, apenas, cuatro años. Después vino uno de los dos gallegos del bar, atendido solamente por ellos, con la cuenta del desayuno, y la pregunta, más seca que materna, de qué iba querer para almorzar dentro de una hora y media, cuando, como de costumbre, lo bebido y comido en el desayuno comenzara a evaporarse como alguno de mis recuerdos de juventud, y el hambre del almuerzo, como la picazón estomacal que nos genera la mujer -u hombre- de la que nos enamoramos, comience a arremeter con una virulencia similar a la violencia con la que los dos gallegos –en esto no había distinciones, eran los dos muy cultos pero unos bárbaros a la hora de preguntarte que querías tomar o comer- te insinuaban que ya estaban por cerrar, y, en caso de que uno no se diera por aludido por la indirecta, a lustrarte las flecha con escobillonazos que no limpiaban una pulgada del cemento situado debajo de la mesa pero cumplían su cometido: que uno le dijera, está bien, ya nos vamos, hasta mañana, o sea, que pagara la cuenta, echara la silla hacia atrás, y se fuera del bar silbando un tango como si se lo supiera, para volver, con todas las del hambre, al día siguiente a la misma hora. Y al mismo lugar. En torno a ese lugar giraba mi vida en el pueblo: no hacía más que salir de la pensión -después de acostarme entrada la madrugada embebido del vino y las discusiones políticas que todas las noches perpetrábamos con los viejos no demasiado viejos del pueblo (no había lo que suele llamarse jóvenes)-, ir al bar de los gallegos, pedir un café con leche con tres medialunas que nunca pagaba Dios sino siempre yo, hacer la digestión del desayuno un poco en el bar y otro poco caminando por las diez cuadras -que a veces eran mil- del pueblo –contando a lo largo y a lo ancho-, volver a las dos horas y, para delicia de los jeques agrícolo-ganaderos de las inmediaciones del lugar, asesinar un especimen del género vacuno mediante el almuerzo de un bife con papafritas a caballo y ensalada de lechuga y cebolla, sólo que en el bar, de tan en serio que los gallegos se tomaban el rubro, lo de a caballo no era una involuntaria metáfora urbana y popular –urb. and pop.- sino una literalidad: el chango que, cada tres días, traía la bolsa con las papas sucias a lavar y pelar, lo hacía a caballo. Un caballo que no era de raza, ni sabía correr, pero vaya sí sabía aguantar, y no decía ni mu. No sólo porque, aún si quisiera, no podría hacerlo –aunque eso habría que chequearlo-, ni porque eso lo dicen las vacas y no los caballos, sino porque, como las dos esposas de los gallegos que vivían en casas vecinas al bar –una a la izquierda, la otra a la derecha- era un caballo abnegado: una esposa cornuda de una burguesa familia urbana de clase media, con un auto, dos hijos y un departamento de tres ambientes. Cuantas de mis conocidas de la universidad, en pocos años, no sólo van a terminar así -que es incluso peor que terminar en las drogas-, sino, aún, mucho peor: convencidas de que son felices, con hombres a sus lados que no sólo no son los hombres de sus vidas sino que ni siquiera lo son del de las verduleras que te cobran dos kilos de uva blanca cuando te pusieron uno y medio, y, para colmo, seguras de que son felices. Siempre seguras. Siempre lo mismo vos eh, me dijo uno de los gallegos, el más viejo, militante republicano, combatiente en la Guerra Civil española para los buenos peleados con los malos, y exiliado en la Argentina a fines de los ’30. Todos los días lo mismo vos: te levantás a cualquier hora, desayunas acá, caminás un poco, volvés para almorzar, te vas a dormir la siesta a la pensión, caminás otro poco, volvés para la grapa y la política, te volvés a ir de caminata, y volvés para cenar. Así todos los días. ¿A vos te parece que esto es vida?, ¿no te parece triste para un muchacho joven, fuerte y sano como vos, un muchacho que debería estar trabajando y con una novia que te quiera, y no todos los días de la semana comiendo y chupando en un bar? Pibe, ojo eh, yo te digo esto aun cuando no me conviene: por mí, quedate en este lindo pueblo todo el tiempo que quieras, vení al bar todo lo que gustes, siempre y cuando consumas, claro, y, claro, pagues en fecha y efectivo lo que consumís, pero, pibe, este no es lugar para vos, vos estás para mucho más, vos acá estás desubicado, este pueblo no es tu lugar, la mina que te gusta no te dio bola y vos estás triste por eso, querés dejar de estudiar y vivís como si estuvieras muerto, pero, como se dice en mis pagos, pasa página, olvidate, como se dice acá, borrón y cuenta nueva, que ese cuaderno que vos siempre llevas encima es en el que deberías estudiar y no en el que todo lo que hacés es anotar lo que gastás para mandarle las cuentas a tus papitos que te mantienen para que te giren guita, no pibe, vos acá estás desubicado, si las cosas con esa mina no salieron como esperabas, bueno, superalo de una vez y ya, vos no te podés quedar en Amorado eternamente.

Marzo, 2008, Bs. As.

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