viernes, 2 de mayo de 2008

¡Hace falta mucha más literatura!



La lectura de un par de palabras de un viejo compañero de clínica de poesía –novel, claro- me dispararon algunas reflexiones. Que no sé si serán disparos -fuegos artificiales que irrumpan el monoteísmo de la noche-, que no sé si serán, siquiera, reflexiones. Parece mentira -o no-, pero casi siempre -de algún modo- Sartre viene, nos visita y se sienta a nuestra mesa. Yo sí compartiría mesa con Jean Paul: es decir, sí me sentaría a su mesa. Traigo a colación lo de Sartre porque creo que una de sus viejas y clásicas preguntas continua gozando de contemporaneidad actualmente, a pesar del obvio paso –y traspaso- de contextos. Sartre se preguntaba -entre otras muchas pregunta que se y nos hacía- ¿para qué escribir? Es decir, ¿por qué escribimos? Los que escriben, ¿para qué escriben? Dejando de lado, en esta oportunidad, el para quién o quiénes se escribe. Así como un habitué de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA - seguramente mucho más leído en Letras que el mismo Sartre-, Aníbal Ford, se preguntaba -hace un tiempo- para qué la gente mirá televisión, qué busca cuando lo hace, para qué enciende el monitor y pasa –promedialmente- cuatro horas de cada uno de sus días en frente de la pantalla, uno –es decir, muchos: porque una es muchas- podría preguntarse para qué escriben los que escriben. Como consecuencia de una derivación bourdeana –del College de France profesor de El sentido práctico- que últimamente me ha atacado en relación con los más diversos temas, desde ciertas tensiones del campo de la memoria post-dictatorial en la Argentina hasta la categoría de joven cuando se habla de las promesas futuras –como toda promesa: ¿hay promesas pasadas, promesas en pretérito?- de la literatura argentina, me preguntaría para qué escriben los que escriben, hablando, puntualmente, de los jóvenes que lo hacen. Entendiendo por joven, a su vez, la amplia y laxa etapa que iría del comienzo de los estudios secundarios a la finalización de los universitarios, en el caso de que el joven o la jovena en cuestión haya pasado por esas etapas del sistema educativo argentino. Considero que una persona que porta un tres al lado de un cero no puede ser considerada joven: personalmente, tengo un par de años menos que esa combinación y, combinando tiempo y espacio, tampoco creo que resulte precisamente joven. No, al menos, para determinadas actividades. Como, por ejemplo, escribir. Que fue, no está de más recordarlo, el asunto que nos convocó aquí –en el caso de que alguien más que mi persona esté convocada en este lugar- en primera instancia.

Por este lado asoma la cuestión, dejando a febo de lado. La pregunta, sartreana por excelencia o por antojo, de para qué se escribe, de por qué se escribe y no, en todo caso, se hace otra cosa, preguntada en momentos de eróticos calentamientos socio-políticos y militares, resulta de dificultosa respuesta. Prácticamente imposible, de tantas posibles respuestas que se podrían dar. Sin embargo, como resulta obvio -aunque no pocas veces lo obvio resulta solapado, y, por lo tanto, no obvio, lo cual genera la molestia de tener que volver a explicitar lo obvio, como nos recuerdan los anti-edipianos Deleuze y Guattari (para seguir con las citas delezeanas)- una cosa es escribir y otra cosa es leer. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, solía repetir el pésimamente construido personaje de Panigassi en la costumbrista comedia Gasoleros, emitida por Canal trece hace más de cinco años, personaje que, a pesar de haber sido tristemente recortado, resultó, incluso, peor interpretado por Juan Leyrado. Sin embargo, la frase –no el personaje, ni la serie, ni el canal, ni el multimedio- tenía razón: es decir, como solía repetir un viejo amigo hoy desconocido, tenía verdad. Esa verdad que, para Kafka, era sólo una pero, lamentablemente, sólo asible para nosotros en una sola de sus caras. Uno de los seis lados de la casa de Merleau-Ponty, para traer a colación que el recuerdo de Sartre no fue tan antojadizo. Y esa frase hacía verdad porque una cosa es escribir y otra cosa es leer –aunque se pueda escribir leyendo o leer escribiendo- así como, también, una cosa es escribir y otra cosa es que nos lean. Quiero decir, sinceramente, ¿alguien de los miles o millones de blogeros o no blogeros-anti-blogeros que postean –nótese que escribo postear y no publicar: son dos cosas diferentes- diara, semanal o anualmente sus posteos –no publicaciones- en sus respectivos blogs piensa, sincericidiamente, que tiene lectores? Es decir, como todo estudiante o estudianta del segundo cuatrimestre del CBC de Letras o Comunicación sabe, un auditorio o público para el que no sólo escribe sino, también, para el que adapta su discurso. O, en su variante, en el caso de que las relaciones de poder autor-narrador versos lectores-auditorio se inclinen a favor del primero, al que su auditorio se adapta, sin que el narrador necesite amoldarse primordialmente al camaleónico gusto cambiante de las fieras que, potencialmente, podrían leerlo. Yo, por ejemplo, no tengo lectores. Tengo, si es que resulta válida esta palabra –si es que resulta válida cualquier palabra-, amigos y amigas y un padre y una madre y alguna que otra novia que, en sus momentos libres, que en este capitalismo post-industrial paradójicamente resultan ser cada vez menos, entran acá, a esto que se ha dado en llamar un blog, y leen las boludeces que un idiota escribe. Aunque fueran brillanteses que la futura promesa de la literatura argentina adelante en su página personal -aseveración que resultaría absurda, desopilante y mentirosa de afirmar-, no dejarían de ser las boludeces que un idiota escribe en sus tiempos libres, aunque en esos momentos haga del universo de libertad de la literatura la empresa por intentar escapar –por arriba, como una fuga de Bach, o como la fuga del penal de Trelew de guerrilleros y guerrilleras de Montoneros, FAR y ERP- de la cárcel del lenguaje, de los cerrojos de la lengua. Pero eso no significa que uno tenga lectores. A mí se me caería la cara de vergüenza –y eso que, simbólicamente, no sé imaginariamente, me considero considerablemente desvergonzado- si hablara de mis lectores. Mucho más si lo hiciera en público: tal vez, podría hacerlo mientras me estuviera bañando, en frente del espejo del baño o en la mesa de estudio del living- comedor con un apunte de la facultad debajo. Quizá. Pero jamás en público. Jamás hablaría ni postearía –no publicaría- nada que incluyera las palabras mis lectores. Esto es una promesa –a futuro, como toda promesa-, pero también una condena: como reza el dicho, soy esclavo de mis palabras. Lanzo una botella al mar con un mensaje que no con-tiene las palabras mis lectores. Porque así como, de acuerdo con Piglia, hay que saltear la lectura, hay que reconocerse en la condición de lector saltarín, part-time e histérico, también, hipotetizo y defiendo, hay que dessolemnizar la escritura, hay que arrancarle a pijazos, conchazos y tetazos el lastre de pompa y grandilocuencia que -como cola de vestido de un novia proto-esposa plantada al pie del conservador altar- arrastra lastimosamente desde hace miles de años. Es conocidísimo el método borgeano de escribir algo, guardarlo en un cajón por una semana y recién el octavo día, post-séptimo día de descanso post-tamaña creación, abrir el cajón, leer –como si fuera otro, como si fuera de otro- lo escrito, y, recién allí, emprender la corrección. Urondo, en su década de radicalización política, militancia guerrillera y anteposición de estas prácticas en sus poemas y en su novela, se burlaba de los que perdían el tiempo corrigiendo, dándole vueltas a una palabra cuando, se creía, otro logro más importante estaba a la vuelta de la esquina. Hoy, esto está tan lejos de nosotros como las lecturas asiduas de Sartre en sus debates con Merleau-Ponty. Sin embargo, como sucede a veces, algo de todo queda. A veces sucede que una muchacha –o muchacho- no puede olvidar a un muchacho –o muchacha- aunque este –esta- ya no forme más parte de su vida. Esas vidas según las cuales, escribió Arlt, uno debe escribir. Se debe escribir como se vive, publicó Arlt. Y eso incluye, considero, la falta de lectores, la sobra de ganas, y -en el caso de vivir así- la dessoleminización del acto de la escritura, su cotidianización. Aunque lo que se escriba sea barroco o difícil de leer, incluso, para ojos de universitarios más o menos leídos. Para ojos y anteojos y lentes de contacto, claro.

No hay comentarios: