viernes, 6 de junio de 2008

Autobiografía de vos: Yo soy otros.


No es fácil no tener inclinaciones –pendulares, bonapartistas- docentes con un abuelo y una madre que desempeñaron o desempeñan esa función. Abuelo maestro de escuela en el sur -por los pagos de Walsh-, luego director nacional de escuelas hogares, antes de que la última cívico-militar dictadura se llevara puesto un gobierno democrático –no por eso menos represivo, no por eso menos condición de posibilidad del genocidio posterior- y, con él, las escuelas hogares construidas durante el primer peronismo de la mano –femenina, jefamente espiritual- de la Fundación Eva Perón. Mi abuelo, además de docente, era peronista, de esos que metieron caños y después bombas: lo que se dice un adherente de movimientos bonapartistas y pendulares. Mi madre, en cambio, era y es un cuadro docente interesado por la política más que un cuadro político dedicado a la docencia. Interrumpida estudianta universitaria de jurídicos estudios por el nacimiento de su primer hijo –el aquí escribiente (aunque su pareja, el padre de sus hijos, pudo completar su ingenieril formación de grado, aunque tarde en tiempo más que en forma)-, mi madre comenzó a dedicarse a la docencia a la misma edad en la que mi padre completó sus estudios universitarios: sólo que, teniendo en cuenta que entre uno y otra hay seis años de diferencia, mientras uno completaba su formación de grado, la otra criaba a los dos hijos que la pareja ya había germinado, así como, un lustro después, mientras una iniciaba su carrera docente, el otro no interrumpía su carrera profesional, aunque aquella sí dejaba de estar tanto tiempo con sus hijos en su casa. Sin ánimos de volverme resueltamente psicoanalítico-freudiano, creo que fueron esos seis iniciales años de constante contacto con una madre hija de un padre docente, y esposa de un profesional culto en su materia aunque impaciente didácticamente, los que ejercieron una influencia posterior de la que nunca fui muy consciente, pero que, incluso, comenzó a ejercer su papel ya en los primeros años de la primaria. La forma de hablar, de escuchar, de mantenerme sentado aunque él o la que estuviera en frente no hiciera ningún mérito para ello, cierto respeto reverencial –prolongado incluso hasta recientes momentos de mi formación universitaria: aunque ya no más, ya-no-más- por la figura docente y su espiritual investidura, fueron aspectos que creería que mi madre me enseñó sin enseñármelos. Lecciones que me dio sin proponerse dármelas. Aunque, claro, a toda lección sobreviene –o, considero, debería sobrevenir- su subversión por el nada pasivo estudiante –en caso que lo haga, si no lo hace es un nada activo aprendiz- que recibe aquella lección.

Sin embargo, huelga una aclaración: por supuesto que esta influencia no fue unipersonal, y al lado, a la derecha o a la izquierda, de mi madre estaban tanto mi padre, o las dos familias –maternal y paternal- que se reparten asistencia de sus esperados nietos en religiosas navidades, optimistas años nuevos o sedientas y gramillescas llegadas de reyes, como, primordialmente, mi abuelo materno. Siempre recuerdo –es un decir, no lo hago siempre, sino muy de vez es cuando, lo cual aún así ya es mucho- cuando, para un trabajo del colegio secundario de la materia de lengua sobre autores argentinos, nos habían propuesto –obligado, en realidad- a elegir un literato o literata y uno de sus libros, para leerlo y escribir un análisis de una semana a otra. Es decir, en menos de siete días. El séptimo día, que debería haber sido de descanso después de seis noches de fatigosa creación, fue de arduo trabajo. En mi casa –en verdad, en casa de mi madre (que ahora sólo es de mi madre, luego de que mis padres siguieran la noventista moda de divorciarse por incompatibilidad de caracteres: este debería ser todo un tema de investigación para ponencias o tesinas: cómo las generaciones que en los ’70 habían roto -o pretendido romper- con sus padres, no sólo política-ideológicamente sino también en cuanto al modelo de familia que les habían inculcado, menos de veinte años después no pudieron sostener la vida en familia de esas nuevas familias que se habían propuesto construir y, cual una neoliberal fuga de capitales, finalizaron divorciándose, con abogados, para ellos, y psicoanalistas, para nosotros, de por medio)-; decía, en mi ex-casa, actual casa de mi madre, al igual que en el hogar de mi padre, no son los libros literaturescos los que abundan, sino, en todo caso, en el caso de la primera, los de didáctica, pedagogía y filosofía, y, en el caso del segundo, los de matemática y física. Ninguno de ellos me servía para hacer un trabajo sobre literatos argentinos para la materia de lengua de mi colegio secundario. En cambio, la casa de mi abuelo materno, de mis abuelos maternos, de la madre y padre de mi madre, era un lugar ideal para ello. Había una parte de ella que, desde infancia hasta mi adolescencia, jamás frecuenté en demasía, porque, para qué negarlo, no hay nada más aburrido para un niño que una biblioteca. Aún para un niño que lee. Entre un autito italiano de colección, o una pelota de fútbol fecha pedazos, y un libro -aún uno bueno y lindo- creo que un niño de menos de once años no tendría mayores dificultades para elegir. Yo, al menos, no las tuve. Pero, para este trabajo, ni el autito ni la pelota por las que -por lo general- me había inclinado hasta ese momento me resultaban de utilidad y, en cambio, esos libros buenos y lindos, esa parte poco explorada de la casa, se revelaba como una clave de bóveda que iba a permitirme el acceso no sólo a los autores y libros tras los que andaba, sino, también, al reconocimiento y la felicitación de la profesora de lengua por el literato y el libro elegido, y por el trabajo realizado. Es decir, esa sección desconocida del hogar de mis abuelos maternos era la garantía de esos nueve o diez que tanto me gustaba recibir en primaria o secundaria, sea en lengua o química. Nunca lo había pensado, pero creo que esos muy bien que mi madre, padre, abuelos o tíos me espetaban cuando volvía a casa -a alguna casa, a la mía o a la de ellos- con una buena nota bajo el brazo –en mi familia, como en determinado tipo de familia, las buenas notas comienzan del ocho para arriba- siguen ejerciendo su imperceptible aunque efectivísimo papel aún hoy, cuando ya terminé de cursar la carrera, comencé a hacer el profesorado, y mi flamante aunque desértica tesina posee sólo tres tiernas y tímidas páginas.

Esto era lo que sobraba en esa parte de la casa de mis abuelos maternos: páginas. Allí, en el estudio donde mi abuelo leía y escribía los artículos que un diario local santarroseño le publicaba luego de haberse jubilado de diputado nacional por una sesentista e izquierdista fuerza del por entonces proscripto peronismo, estaba la biblioteca, y, por lo tanto, las páginas. Que sobraban, chorreaban, se caían de las paredes. La biblioteca ocupaba –todavía ocupa, aunque cada vez menos: esa biblioteca es una suerte de país latinoamericano arrollado del que imperios centrales europeos o americanos (en este caso, una tía, un tío, mi madre y yo) saquean sus recursos, o sea, en esta vulgar metáfora, sus páginas- toda una pared del estudio, justo al lado de la puerta de entrada y en frente del escritorio donde se encontraba –no recuerdo si todavía se encuentra- la máquina de escribir donde mi abuelo escribía sus artículos y epístolas de las muchas que enviaba. Me acuerdo estimativamente lo que pensé y sentí corporalmente cuando entré al estudio en la búsqueda –instrumental y utilitaria, por entonces- del tan ansiado literato nacional para hacer el trabajo de lengua: primero, en esta maraña de libros ni por asomo encuentro lo que estoy buscando, seguro; segundo, en mi vida voy a llegar a leer esta cantidad de páginas. Si hubiera sido creyente podría haber dicho en ninguna de todas mis vidas, pero, ya por entonces, el ateismo –todavía no marxista- era uno de los tantos recuerdos que me llevaría de mi madre cuando ya no viviera con ella. Como escribió –recordó, en realidad- Pedro Mairal en el diario Crítica -breve artículo también publicado en el blog que comparte con otros dos escritores-, sobre una visita que hizo a la Feria del Libro cuando –long time ago- estaba en la secundaria -dentro de la que esta salida era de las más aburridas, motivo por el cual le preguntó a una de las tres docentes que estaba a cargo de más de cien chicos para qué venimos a este lugar, lo que le fue respondido para que vean todo lo que van a tener que leer en sus vidas, a lo cual la reflexión de Marial fue ya no llego, teniendo apenas once años-, mi sensación, al momento de entrar a ese estudio y echarle un vistazo a la biblioteca, era que no me iba a alcanzar la vida para leer esos libros. Para peor, me propuse indagar tanto cómo habían llegado a acumularse tantos libros en ese único lugar –con el agravante de que lo acumulado eran páginas, no tierra (como en mi habitación), porque la empleada doméstica de mis abuelos se encargaba semanalmente de mantener la biblioteca con una baja graduación de mugre-, como, asimismo, qué había hecho mi abuelo para haber podido leer esa cantidad de libros. Por entonces, joven e ingenuo, no sospeché que mucho de esos libros –seguramente la mayoría- no sólo no habían sido leídos sino, quizá, solamente comprados y ni siquiera hojeados. La respuesta que recibí a esa pregunta fue doble, pero igualmente demoledora. Por un lado, leer mucho.

No hay otra, pensé, para tener un estudio tan lindo como ese, y una biblioteca que lo acompañe tan bien, y tantos libros bellos y buenos en ella, no queda otra que leer. Estoy jodido, reflexioné. Por el otro lado, tu abuelo, me respondió no poco mitificadamente mi abuela, alguna de mis tres tías, mi tío o mi madre, siempre leyó mucho, hizo dos veces el último de los grados de la primaria porque en el pueblo pampeano donde creció no había secundaria y él no quería dejar de estudiar, después finalmente la hizo, más tarde se anotó a la mítica Filosofía y Letras de Paraguay y Uriburu a estudiar Filosofía y Letras pero sus padres -a diferencia de los tuyos, me atacaron- no eran de clase media sino de los sectores populares, motivo por el cual no podían ayudarlo mientras estudiaba universitariamente, así que tuvo que dejar la carrera ya nomás al año de haber empezado, aunque le iba muy bien, tenía muy buenas notas, aún viviendo en una pensión de mala muerte donde con sus compañeros de cuarto, que también eran estudiantes modestos del interior, todo lo que comían era sopa y más sopa, lo que les provocaba la burla de otra de las humildes habitantes de la pensión que les decía que ella será inculta y todo lo que ellos quisieran pero, al menos, en su puchero había más sólidos que líquidos, algún pedazo de carne entre tanta verdura, y no como ellos que eran muy leídos y todo lo que ustedes quisieran pero se la pasaban a sopa y galletitas, y estaban más flacos que un palo de escoba. Después, me dijeron, tu abuelo hizo el magisterio, se dedicó a la docencia conjuntamente con la política, y el resto es historia conocida. Y, si no la conocés, si tu madre no tuvo el tino de contártela, buscá el libro que tu abuelo escribió sobre la escuela antigua y su experiencia en ella. Leelo, no seas tan cómodo, y enterate de esto por tu propia cuenta, me respondió mi abuela, tío o tía, seguro que no mi madre. Mi madre jamás me hubiera hablado así, sino mucho más didácticamente. Tampoco mi abuelo, a quien decidí no hacerle la pregunta porque si esta respuesta había sido larga y cansadora e insoportable, de su boca estos tres atributos se hubieran multiplicado exponencialmente. Eso fue algo que siempre me fascinó de los docentes, de los docentes con los que viví en mi infancia y adolescencia -antes de irme a vivir solo-, o de los docentes -primarios, secundarios o universitarios- que formaban y forman parte de mi familia: la capacidad de explayarse, de hacer de una sobremesa una dimensión aún más prolongada que los preparativos pre-comida o que el almuerzo o la cena misma. Supongo que esta tendencia antibauhausiana y probarroca por el exceso, por el más es más antes que por el menos es más, esta debilidad y gusto por irse por las ramas y jamás volver –aunque esto no resulte deseable desde un punto de vista pedagógico- deviene de allí, de la habilidad de hacer de un concepto, justificadamente -eruditamente, si se quiere-, el asunto de conversación o disputa de dos o tres horas.

A la final, me fue bien en el trabajo de lengua pedido por la profesora de esa materia de mi colegio secundario. Aunque el literato que elegí no fuera uno argentino, como obligaba la consigna, sino uno extranjero: para mayores alardes de la memoria, Joseph Conrad, El duelo. La docente, poco exigente –o, menos peor pensado, poco apegada al disciplinamiento de las consignas-, no sólo tomó el trabajo como si este hubiera cumplido con las pautas que lo originaban, sino, incluso, lo elogió, lo felicitó: muy bien diez, aplauso, medalla y beso. No es tan fácil –sin que esto signifique un elogio para con aquella profesora ya perdida en los vericuetos de mi memoria- encontrar docentes –o docentas- que resulten tan poco ortodoxos con las consignas que, en muchas oportunidades, resultan escritos por sus mismas plumas. No es tan fácil, incluso, en ámbitos universitarios. Esos ámbitos donde, según mi experiencia de grado me sopla al oído por encima de mis hombros, no es tan inusual encontrarse –sea al comienzo o al final de la carrera: carrera con postas y piernas de bronce- con profesores –investigadores y académicos, obvio- con una verba super-ultra-hiper-revolucionaria y prácticas –sin que por esto diga que el decir no es hacer- super-ultra-hiper conservadoras. La vieja contradicción –aparente, fantasmática, o efectivísima, concreta- entre el decir y el hacer, entre decires insurgentes y haceres reaccionarios. No obstante lo cual, estos profesores –y profesoras, claro-, que pueden ser desde muy buenas personas hasta excelentes cuadros políticos o directores de tesis, pueden resultar, por un lado, invitados a mesas –rectangulares, a punto de romperse por el desfinanciamiento estatal de la educación pública en general- para hablar, cual referentes legítimos y legitimados, de eso mismo que uno más arriba criticaba –tomemos la Casa Rosada, pero usted, alumno desalumbrado, no me interrumpa cuando hablo-, como, por el otro, personas –seres, sujetos, individuos- considerablemente inconscientes de los dislates o incongruencias que uno –en este caso, este humilde escribiente- encuentra y desencuentra entre sus dichos –que son hechos- y sus hechos –que son dichos-.

En cambio, no hay cambios. Quiero decir, mientras que sus prácticas me parecen similares a un rio que fluye y en ese fluir repite irreflexivamente los ciclos circulares de la naturaleza o la pedagogía no reversible, es recién en otros casos donde uno –es decir, yo- se encuentra con profesores que, al menos relativamente, reconocen que así como son ellos los que están al frente del curso, ese lugar, más o menos tranquilamente, podría ser ocupado por otra persona. Porque, creo, un poco de esto se trata todo esto: si los lugares -la influencia familiar, la borgeana intimidación de las bibliotecas, las más poco exigentes que poco disciplinarias profesoras secundarias, los muy insurgentes pero muy disciplinarios docentes universitarios-, resultan repensables, y, por lo tanto, modificables, ¿cómo no lo habrían de serlo las personas? Para más detalles, o menos inexactitudes, las personas que están -¿estaremos?- al frente –nunca al costado: no es cuestión de perder migas de control simbólico en las relaciones de poder arquitectónicas al interior de un aula- de un curso. De un curso que, opino, justo cuando cierta pedagogía considera que ha perdido el curso -que se encuentra no a la deriva pero sí con un rumbo no muy preciso que digamos-, es cuando mejor ha tomado las riendas de su curso y devenir. Pocas cosas más patéticas que un aula en silencio o estudiantes –no alumnos- levantando la mano para hablar. ¿Qué estamos: en 1917, en 1967? Pero, también, pocas escenas más lastimosas que docentes preguntando preguntas –válgame la redundancia- a estudiantes no tanto con respuestas –como un as, o un gran punto de ping pong- bajo la manga, sino, mejor, con estructuras tan básicas –que motivan soluciones tan rápidas- que llevan a que las respuestas que los estudiantes saben y conocen no sean explicitadas no por timidez o pavor al error, sino, en cambio, como consecuencia de la obviedad de la pregunta, y, por lo tanto, la automaticidad de la respuesta. No recuerdo que los profesores que me hicieron pensar –una, dos veces en mi vida- en mi trayectoria educativa lo hayan hecho preguntándome preguntas cuyas respuestas ya sabía. Sino, más bien, todo lo contrario. Todo lo contrario.

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