jueves, 26 de junio de 2008

Cáp. IX El día que Dalila le enseñó música a Beethoven: Telegrama de despido.


Cambió la yerba, recalentó el agua, desmontó los montes de su autismo y ella ya estaba ahí, sentada en una de las desvencijadas sillas del livingcomedor de la casa de su madre, con su envidiable orto sobre almohadones y maderas, y él en frente, mirándola, robándole a su mamá la sonrisa que le había ofrendado para dársela ahora a ella, con todo lo que se la quería dar. La conversación fue de rigor. De rigores, disciplinas y honores. ¿Qué hiciste en los últimos seis años?, bueno, muchas cosas, entre ellas volverme loco, lo cual desató, nuevamente, su espectacular y estruendosa risa, esa que tanto le había gustado en el secundario, uno de los motivos por los cuales se había enamorado de su persona. Terminó de reírse, recuperó la compostura estoica, recompuso su bello cuerpo en la silla, y le continuó preguntando si hablaba en serio, si, una vez más, no le estaba tomando el pelo, porque vos, durante seis años, durante los seis años del colegio, no hiciste más que reírte de mí, de nosotras, de todo el grupo de amigas, recordándonos, cada día, lo tontas que éramos, lo poco cultas que resultábamos para vos, y todo, obvio, con esa forma de hablar tan tuya, esa forma de hablar por cantidades y hasta por los codos, así que ahora, deenserio, dedeveras, si querés que me tome en serio lo que acabaste de decirme, boludo, aclarame si estabas hablando en serio o en joda. Lo que te dije, querida, fue tan en serio como una frase solemne y grandilocuente de Sartre. ¿De quién?, le preguntó sorprendida ella, cuando ya le había arrebatado el termo y los mates ahora estaban a cargo de su cebada y endulzamiento. Por favor, no le pongas azúcar, acotó él, vos sabés que sigo igual que siempre, los mates dulces me parecen empalagosos: además, como bien sabés, para dulce estoy yo, y si tomo o como más dulce me hago caramelo, y entonces necesito alguien que me revuelva, y no sabés lo solo que he estado de dos años a esta parte. ¿Quién es Zartrre?, insistió ella. ¿Quién?, repreguntó él, mientras su madre bajaba y subía las escaleras y la empleada doméstica se despedía de la casa hasta una nueva jornada laboral. No sé, respondió entre dubitativa y molesta ella, eso o ese que me dijiste que era solmene y no me acuerdo que otra cosa más, eso que nombraste cuando me dijiste que lo que me habías dicho iba en serio. Ah, ok, entendió él, Sartre, está bien. Sí, bueno, un filósofo francés, no importa. Un pelotudo. Pero, sí, lo que te conté es absolutamente cierto. Pero, por favor, te sentiste identificada con mi interpelación, te bajaste de la bici, te acercaste hasta la casa de mi madre, aceptaste mis mates fríos y aguados, bajo ningún punto de vista vamos a hablar de mí, no vamos a seguir reproduciendo lógicas secundarias. Por el colegio, claro, no por no importante, aclaró él, pero ella no lo había entendido desde la primera oración. Bueno, en fin, contame, ¿en qué andás?
Él hizo la pregunta y ella abrió el paraguas. No para defenderse de aquella, o de una potencial fuga de símenores saltando desde el piano de su hermana, sino para desplegarse ante él. Menos para abrirse de piernas ante su progresivamente erecto miembro sino para contarle sus intimidades, sus más bochornosas y vergonzantes intimidades de los últimos seis años. La verdad, lo cierto verdadero, es que no tengo mucho para contarte, se justificó ella, mientras ataba su lacio pelo con una de esas gomas que, anudadas entre el dedo pulgar y el dedo gordo de la mano, simulan la forma de una pistola, una de esas que su tío y su tía dispararon cuando eran guerrilleros de organizaciones políticomilitares de los setentas, cuando eran subversivos de asociaciones ilícitas terroristas, le había escuchado decir alguna vez a su padre, sos un facho, no tenés respeto ni por los muertos, con lo desaparecidos no se jode, había sido todo lo que su madre, furiosa pero contenida, indignada pero sin perder los carriles de los intocables derechos humanos, le había respondido.
No tengo demasiado para contarte: comencé una carrera que dejé al poco tiempo, me puse de novia, le puse muchas fichas a eso, pero terminé en rojo, me fui a vivir sola hace poco, y estoy trabajando en un laburo que no me satisface pero es lo que hay: ¿qué le voy a hacer?, seguro que esta vida no es la mía, por ahí en la próxima me toca algo mejor, remató mientras se reía, intentando quitarle dramatismo y tragicidad a lo contado. Cuando lo hizo, cuando se rió una vez más, su pija se paró otros tantos centímetros, y pensó en patagonias y orgasmos.
Su madre había seguido su relato desde la cocina, simulando no escuchar, pero sin haberse perdido una sola palabra de lo dicho por su compañera de buen culo y sonrisa compradora. Cuando se fuera, le reprocharía a él, justamente a él, que ella no hubiera seguido estudiando, que hablara de otras vidas, que fuera tan conformista. Él no le dijo nada, no tenía fuerzas, pero algo en su mirada había cambiado, la miraba con ojos que mezclaban desconfianza y distancia, algo de desdén y mucho de respeto.
Bueno, che, eso fue lo que hice en los seis años. Estuvo tentado de preguntarle ¿nada más?, pero hacía sólo cuarenta y cinco minutos que había entrado en la casa de su madre, hacía más de seis años que no se veían y, aunque cada minuto estaba mejor, lo cierto es que tampoco juntaba proteínas como para preguntarle semejante cosa: más con esa cosa que tenía en la parte posterior de su cuerpo, la que alejaba todo tipo de pregunta molesta o incordiosa. Che, ¿y, vos?, ¿qué contás?, ¿qué hiciste en este tiempo?, le preguntó, mientras él miraba con ojos de fuego a su madre, quien insistía en quedarse en la cocina simulando no escuchar, cuando a esa altura de la conversación era evidente que no tenía nada qué hacer, y que todo lo que quería era oír lo que hablaban, lo que decía esa chica que estaba sentada en su livingcomedor, en una de sus derruidas sillas, esa chica que había logrado lo que nadie en la familia, que él dejara de mirar la ventana y la avenida, que dejara de escuchar Schubert o Bartók como un tren que pasa ante el que se piden deseos, que dejara, en resumen, de ser un vivo en vida con una vida más cercana a la muerte que a la tan mentada viveza criolla. Su madre entendió el mensaje que su mirada connotaba, y subió las escaleras hacia su habitación, dando, con cada paso, una muestra de la incomprensión que la alejaba de su hijo, y dejando, en cada escalón, una huella de la rabia provincia que de allí en adelante profesaría para con esa muchacha: la piba de buen culo, pelo lacio y sonrisa insoportable. Finalmente, el psicoanalista freudianoantilacaniano tenía razón. Toda una paradoja: un psicoanalista con razón. Su madre estaba ganando un hijo en progresiva pero lentísima recuperación de su patología, pero estaba perdiendo un esclavo, un sirviente familiar, un dependiente fulltime, una persona que no podía valerse por sí misma.
Más vale que vale la pena que hayas conseguido un trabajo para irte de tu casa, independizarte de tus padres, dar tus primeros pasos en la senda de la autonomía, le dijo, mientras ella lo miraba con mas asombro que atención, pensando -sólo por momentos, y sin demasiada profundidad- cómo alguien notoriamente desmejorado, muy flaco y desarreglado, podía hablar de esas cosas: autonomía, independecia, sendas. Nada sabía de guevarismos, pero sí de la vida, a la que intuía como un camino arremolinado, laberíntico y contradictorio. Por lo que me decís, le dijo él, cuando me decís que tu vida presente es ingrata y que esperás de la futura la gratitud negada en el presente, me estás diciendo que tu vida es enmarañada, confusa y paradójica, algo sin entrada y sin salida, sin soluciones finales ni coherencias internas, algo que te excede y te hace a vos antes de que vos te puedas mosquear y comenzar a intentar hacerla vos a ella. Sí, qué sé yo, comentó ella, la verdad que las cosas no me han salido bien, o sea, como yo quería, capaz que esto fue así por responsabilidad mía y de nadie más, pero, igual, espero que más adelante o en futuras reencarnaciones me vaya mucho mejor que hoy por hoy. Es probable, aportó él, ojalá. Tal vez, quizá, agregó, tampoco necesites de mucho más allá en el tiempo, ni de potenciales pero improbables vidas futuras. ¿Lo qué?, preguntó ella, notoriamente molesta, incómoda de que le dijera cosas sin terminar de decírselas, siempre a medias, faltando una parte de lo dicho, que, claro, siempre se podía interpretar erróneamente, y, agarrate Catalina, ahí los malentendidos incendiaros de la subjetividad eran más la regla que la excepción. No importa, olvidate, propuso él, y, ante su mirada seria y escudriñadora, le devolvió el mate, seguramente lo único que, en esa mesa, poseían en común. Ella lo quería entender, pero no podía, él hablaba siempre tan confuso, aún a pesar del paso del tiempo, su delgadez y sus ojeras -que le sobran a tus ojos, corazón-. El se la quería coger, pero no podía, además de que no se lo había propuesto, ni siquiera sugerido. Así pasó la tarde, entre mates e incomunicaciones, pero con mucha mística de por medio, un ángel asexuado, armado de flechas, ametralladoras y novelas, había sentado posición en el centro de la mesa del livingcomedor de la casa de su madre y desde allí intermediaba todo lo que fuera para un lado como para el otro, restituía esa tranquilizante sensación de lo conocido a una mujer que hacía años decía no sentirla, y traía nuevamente a la vida, con más pausa que prisa, a un joven que empezaba a mirar con malos ojos ya no sólo su biblioteca, la de su madre o el piano de la más menor de sus hermanas, sino, también, a su madre misma.
Él había pasado, con incontables interludios patológicos e intermezzos depresivos, de la autoobservación destituyente, del obsesivo repliegue sobre sí mismo, hacia el avistaje de lo exterior, hacía la crítica crítica y constructiva, no por eso menos anarquista y destructiva, de todo lo que lo rodeaba. Fundamentalmente, en lo que a ámbitos familiares respectaba. De haber querido asesinar a la mayor de sus hermanas menores, de haberse sentido apenado por la del medio –mientras tomaba una ducha en su departamento de enfermedad, después de haber tomado cocaína y anfetaminas hasta por el orto- porque iba a tener un hermano loco, vuelto demente, atado a un chaleco de fuerza y encerrado en la habitación menos accesible del hogar, había pasado, después de psiquiátricos y progresivos pero aletargados procesos de recuperación, a comenzar a descargar toda la furia que otrora descargara sobre sí mismo sobre el mundo que lo rodeaba. Sobre su madre, su casa, su barrio. Sin ningún tipo de violencia física, sin jamás haberle levantado la mano a nadie, había comenzado a considerar la posibilidad de dejar de agachar la cabeza, de dejar de ser una subjetividad estoica y replegada sobre sí para pasar a ser una psique lúdica y erótica, en franco desarrollo sobre el mundo circundante, en ininterrumpido ascenso hacia la toma de las riendas del cielo que alguna vez había intentado copar pero no había podido: las fuerzas represivas de su consciencia lo habían estado esperando agazapadas detrás del portón del regimiento de su intento, y, una vez que entró, notoriamente delatado por filtros que simularon ser histriónicos pero resultaron ser enloquecedores, jugadores a dos bandas sobre el verde billar de una subjetividad en trance, resultó fusilado, en un refusilo de fuegos naturales y balas de plomo, por esas fuerzas que simularon ser propias pero resultaron ser contras, fuerzas que hicieron fuerza para que un joven lúdico y erótico no pudiera recorrer la transición hacia un hombre serio pero calmo en un marco de paz mental y estabilidad psicológica.
Cuando terminó de pensar esto, ella ya estaba volviendo de la cocina de la casa de su madre con un nuevo mate recién preparado y la invitación entre los dientes de hacer algo el próximo viernes, a cuatro días del lunes sobre el que pisaban. Sí, claro, le respondió él, cuando ella le formalizó la propuesta. Te aclaro, le confesó, que, por motivos varios, poco más, poco menos, hace tres años que no salgo a ningún lugar, por lo cual, muy seguramente, no voy a ser justamente el mejor de tus acompañantes para una salida divertida. Dejá de llorar y atajarte, y tomá el mate, ¿querés?, le respondió ella, con esa simpática sonrisa entre los dientes de la que nunca se distanciaba, segura, convencida de que entre los dos algo positivo iban a poder construir. Mirá, nos aguantamos por seis años, ¿no nos vamos a poder aguantar seis horas?, le preguntó irónica, mientras él chupaba la bombilla, pero, en verdad, deseaba estar chupando otras cosas. Se imaginaba lamiéndola a ella, limpiándola como un gato que no se basta a sí mismo y necesita de la colaboración de sus pares. Es cierto, es cierto, aunque, dejame decirte, falsa modestia aparte, me parece que, en realidad, no fue tanto que nos aguantamos durante seis años, sino, más bien, que vos, o ustedes, me aguantaron durante toda la secundaria. Yo, por entonces, era insoportable: soberbio, pedante, verborrágico. Dejate de joder, lo interrumpió, no te mandes la parte. Vos lo dijiste, en una de esas tantas aclaraciones que haces y resultan tan insoportables: lo que dijiste es un buen ejemplo de la mala falsa humildad que tomaste como hábito desde que terminamos el colegio, desde hace seis años. Es verdad, continuó, vos eras sobrador, agrandado y charlatán, pero también simpático, siempre haciendo muchos chistes muy divertidos, dulce, eras uno de los compañeros que mejor trataba a las mujeres, e inteligente, todo el tiempo respondías bien las preguntas que los profesores hacían, y eso, dejame decirte, la simpatía, la dulzura y la inteligencia, si bien no justifica la pedantería, la charlatanería y la arrogancia, de algún modo las compensa, o, digamos, mejor dicho, las pone en su sitio. O sea, es verdad, vos eras agrandado, verborrágico e insoportable, pero también eras tierno, cariñoso y soportable, ¿me entendés?
Desde que pronunció la segunda palabra la había entendido perfectamente, lo que decía, pensó, era elemental, pero, sin embargo, no la interrumpió, la dejó extenderse sobre el cuerpo de su discurso y las paredes repletas de cuadros y porquerías del livingcomedor de la casa de su madre. Mientras, al modo de una cinta transportadora, ella se deslizaba sobre la cadencia inconsciente de sus palabras, él miraba su cuerpo y lo admiraba, lo pulía en su cerebro, se imaginaba entrando y saliendo de su sexo y a ella arriba de su miembro o protegiéndolo con su boca de la locura del mundo exterior, de la agresividad de las vidrieras de las librerías, del frío que chambergos, bufandas o camperas no podían aplacar. Imaginaba su boca sobre su sexo, la boca de ella sobre su erecto miembro, como una bufanda alrededor de la corteza de la piel de su verga, sus manos suaves bajando y subiendo por el trampolín vigoroso de su pija como un ascensor que perdió los estribos de su botonera y no sabe dónde parar y abrir sus puertas, su pelo lacio y morocho sobre su vientre como una lluvia de cosquillas que lo protegería de las incontinencias violentas del afuera. Se imaginó todo eso, pero ella ya había terminado de hablar hacía un minuto y, expectante, esperaba su respuesta, su confirmación o negación de que la había entendido, de que, después de todo, él no había sido tan malo en su pasado, no había resultado tan cruel con sus compañeras o amigas de colegio. En ese momento se acordó de otra de sus compañeritas, ya no de vecinitas con irresistibles perfumes o singulares formas de presentarte en público en el livingcomedorpieza de la casa del amor de su vida, sino de su compañera carnosa y tetona, la que tantas veces le había chupado la pija o lo había dejado penetrarla por el orto, esa boca, concha o culo en el que tantas veces había acabado, en las rateadas de Inglés o Química, antes de las partidas de pingpong o ajedrez, después de las rabonas futbolísticas e invertidas tenísticas. Se acordó de ella y ya no se sintió tan mal como antes. No estaba seguro si eso era bueno o malo, en rigor de verdad, por entonces, estaba seguro de muy pocas cosas, pero eso fue lo que sintió, lo que sus tripas y su carne le comentaron. La miró de vuelta a su interlocutora, bien mirada, como se observa a los amores para toda la vida, y le dijo gracias sin decírselo, silenciosamente, telepáticamente. Quedaron en encontrarse el viernes a las diez de la noche en la esquina de la casa de su madre, la confluencia de una sureña avenida y una calle que conduce a los recintos más coquetos de un clasemediero barrio, y esa misma noche, seguramente entre las veintidós y las veintitrés, decidirían qué hacer, si ir a cenar o al cine, si cena-cine-café o café-cine-cena, si tu auto o nos tomamos un taxi, si vino o cerveza, si nos cogemos y acabamos en tu casa o en la mía. Los hoteles alojamientos estaban repletos, una delegación de filósofos franceses homosexuales atestaba la ciudad.

No hay comentarios: