martes, 1 de julio de 2008

No somos más que monos afuera de zoo-lógicos. Cap. X: El día que Dalila le enseñó música a Beethoven.


- ¿Vos viste lo sola que está la ciudad de noche? Como la luna en una canción de Sabina, sólo que sin luna y sin Sabina -le dijo, después de pasarlo a buscar por el departamento de su madre, dar vuelta a la manzana en el auto de sus padres y enfilar hacia el centro de la ciudad, donde decidirían entre un programa y otro-.

- Sí, puede ser –respondió él, concediendo más cortesía de la que habitualmente estaba dispuesto a ofrecer-. De todas maneras, te confieso –agregó-, no soy muy devoto ni de uno ni de otra, ni del cantaautor gallego ni de la soledad que tanto gusta a los románticos, esa soledad en la que tanto suelen regodearse y empantanarse para escribir sus trágicas y tortuosas composiciones solitarias.

- ¿Hablás de las personas que son románticas, esas que regalan ramos de rosas, bombones, te llevan a restaurants caros con velas en la mesa, te envían desayunos o meriendas con deliverys, y que en caso de tener auto te llevan hasta tu casa, y sino te acompañan en taxi o colectivo? ¿Estás hablando de esas personas?, le preguntó ella, mientras buscaba un hueco en donde estacionar el auto, con un copiloto a su derecha que la miraba atentamente mientras hablaba, pero omitía manifiestamente prestar atención a cómo manejaba, a observar lo que sucedía más allá del parabrisas.

- ¿Sabés qué?: olvidate, por quintoagésima vez en cinco días le respondió, con la diferencia de que, en esta oportunidad, ella no podría mirarlo mal, no podría ponerle la cara de disconformismo que solía ofrendarle cuando pronunciaba esa frase, no podría suspirar y volver a colocar la mirada en otro lugar. Estaba concentrada manejando, buscando un lugar donde estacionar, tratando de no superar las tres maniobras.

Bueno, ¿qué hacemos?, le preguntó, mientras bajaba del auto con la campera y la bufanda en la mano, subiéndose disimuladamente el cierre de la bragueta y acomodándose -con aún mayor prurito- el paquete que siempre solía erectarse cuando viajaba sentado con algo sobre sus faldas. Mirá, le dijo, acá, sólo a tres cuadras, hay un lindo lugar donde se come bien, ruedan buena música sin por eso volverse monocordes, y hay un piano de cola a la vista y acceso de los mortales allí presentes: por ahí, si venzo la timidez que ha sabido matarme a goles en todos los partidos que hemos jugado hasta el momento, podría acercarme y tocar las tres cosas que sé de las cuatro clases de piano que tomé hace dos décadas. Por supuesto, lo que tocaría, para martirio de los presentes, vos incluida, lo dedicaría a tu persona: es decir, redoblaría el martirio y la vergüenza que sentirías mientras estés a la mesa comiendo algo y tomando un bueno vino.

- No me gusta el vino. Preferiría una cerveza en un lugar que se parezca más a un bar que a un restaurant, lo interrumpió secamente, cuando él todavía no había terminado la venta del programa, la publicidad de la noche.

- Entiendo. Te concedo que, hasta el momento, no te he sabido darte buenos motivos como para que te seduzca ir a este lugar y comer y beber algo allí.

- Es que no se trata de buenos motivos, sino de comodidades, retrucó, con su voz dulce pero firme, virtudes que los entendidos en el tema confirmaban que también poesía la parte de su cuerpo destacada de las demás por sus prominencias y bellezas.

- Está bien. Bueno, como quieras, decidí vos, entonces, adonde vamos. Lo que elijas me va a parecer bien. Seguro.

- ¿Seguro?, preguntó ella, desconfiada del desinterés rebosante en la frase de él, pero, no por eso, menos segura que no quería ir a ese lugar, no por eso culposa de no ir a un lugar donde su acompañante de salida, en primera instancia, le propuso ir.

- Seguro, más seguro que un moderno modernista y modernoso, o que esas personas que, dejame confesártelo, uno no sabe, o, menos peor dicho, al menos yo no sé, cómo pueden hablar tan seguras cuando hablan, responder con tanta seguridad cuando alguien, en la facultad o la calle, les pregunta algo, qué escribió tal autor, dónde queda Jean Jaures y San Luis, si son felices o no.

- En fin. ¿Estás seguro entonces? Bárbaro. Entonces borramos este lugar de la lista de posibilidades y vamos enfilando hacia un lugar que, ahora dejame confesarme a mí, me gusta mucho. No es que se coma especialmente bien, o que haya pianos de cola a la vista o al alcance de los que están comiendo en el lugar, pero el barcito está bueno. Va gente copada, pasan música piola. Además, yo voy siempre, me conocen. A veces, incluso, me dejan platos y hasta cervezas gratis. Ya vas a ver, te va a encantar.

- Si vos lo decís, acotó -irónico y escueto- él, al tiempo que reabrigaba sus manos en los bolsillos de la campera que le había regalado su abuelo paterno, la cual, en realidad, como sucedía con muchos libros y discos, se la había robado. Reajustó su bufanda dylanita -no dylaniana- alrededor de su flaco cuello, un cuello hablado por una nuez de Adán que jamás le había ofrecido ninguna fruta prohibida a su vecina Eva preferida, la misma bufanda que, junto con la campera color crema que le había robado a su abuelo paterno y su arremolinado pelo castañoclaro, lo volvía muy parecido, prácticamente igual, al Bob Dylan de 1966, ese de Blonde on blonde y todo lo que se sufre no sólo cuando se esta enamorado de alguien que también esta enamorado de uno, sino, también, cuando se está enamorado de una persona que nos acaba de dejar, que acaba de dejar de estar enamorada también de uno, que acaba de romper el hechizo, la co-incindencia, la correspondencia. Alguien que no ya no sólo no nos responde las cartas, sino, incluso, alguien que ya no las recibe, que pactó con el cartero que las tiré en el jardín o la calle antes de molestarla y tocarle el timbre para esa nimiedad, alguien que ya no gasta tinta o huellas dactilares para apuntar hacia nuestras direcciones postales o cibernéticas. Alguien que no era el alguien que él ahora tenía en frente, un alguien que podía ayudarlo a olvidarse de que él también, alguna vez, había dejado de ser alguien.

Ese alguien, alfombrada en similares camperas y bufandas, al mejor estilo de una vanguardia lenninistatrotkista, lo había conducido hacia el bar en cuestión: una taberna de mala muerte y similar vida donde una rockola suplantaba al piano de cola, aunque nadie jamás pusiera una ficha en ella, aunque nadie nunca gastara un peso que podía contribuir a la próxima cerveza en elegir los siguientes tres temas que educarían el bar. En el mismo, con igual desenfado y desenfreno, sonaban desde Los Redondos hasta Antonio Ríos, desde Charly García hasta Rodrigo, desde The Rolling Stones –que jamás eran llamados así por sus habitúes: ellos les decían los rollings- hasta Leo Mattioli. Ni siquiera La Mona Jiménez, sarcástico -al cabo de media hora de escucha y cervezas y manises y plática- pensó él, cuando ella ya se había sacado la campera y la bufanda, y el sueter que lucía –y hacía lucir- parecía ser la próxima estación de lo que se iba a dejar en la silla para que el del frente pudiera ver un poco más. Hay toda una erótica, una lúdica y una pornografíasoft, en la forma en que uno, en invierno, cuando entra a un lugar cerrado, se comienza a desprender de lo todo necesario para poder andar por afuera durante la estación más poética pero menos popular del año, pensó, y, ya para ese momento, su escudriñamiento de las piernas y el torso de su interlocutoracompañera de salida había dejado de ser disimulado para volverse manifiestamente explícito.

- ¿Te diste cuenta –le preguntó ella- que ninguno de los que están en este bar tienen nada que ver con vos?

Él se la quedo mirando, con la vista fija en sus ojos, con cuatro de los cinco dedos de su mano izquierda tapando sus labios, acomodando de a instantes sus anteojos, fascinado porque no podría entregarse ni hacia la desconfianza ni hacia la complicidad que le generaba, internamente, intestinalmente, esa pregunta.

- ¿En qué sentido lo decís?, le repreguntó él, calculador, frío, un poco a la defensiva pero más que nada sintiéndose la mala imitación de esos buenos jugadores de pocker que no necesitan saber si la mano les repartió buenas cartas para redoblar la apuesta o retirarse, esos jugadores que con sólo ver la cara de sus contrincantes, sus expresiones y muecas, sus suspiros y silencios, la forma en que parpadean o miran alrededor de la mesa, saben si van a ganar o no, si se quedan o se van a al mazo.

- En el único sentido posible, le respondió ella, levantando los hombros y abriendo su mano izquierda hacia su mismísima izquierda, mientras estiraba la derecha para acercar el vaso de cerveza que calentara, con su frialdad, como la nieve que quema y el calor que enfría, su garganta profunda por la que tantas palabras habían pasado.

- En todos y cada uno de los múltiples sentidos posibles, dijo en voz alta, menos para su interlocutora que para él, testeando si todavía podía recordar mucho de lo que había necesitado olvidar para poder seguir con vida en su vida misma. Qué bar de mala muerte, eh, le espetó en un tono que alejaba de sus palabras todo posible sentido de seriedad, pero consciente, muy al tanto, que diciéndole eso, con una pretendida orientación lúdica y agónica, escapaba de responderle su molesta pregunta sobre su consciencia o inconsciencia sobre la alteridad otra que lo rodeaba en el bar. Un bar en el que estaba bien, no cómodo, pero sólo porque estaba con ella, no por la música, ni por la bebida, ni por la decoración, ni por las mesas vecinas.

- Mirá, la verdad que, sí, me doy cuenta que no poseo demasiado en común con muchos de los que me rodean, pero, dejame decirte, creo que vos tampoco.

- Te equivocás -lo contradijo-, soy amiga de muchos de ellos. Además, cómo te dije, y por lo visto no me escuchaste, yo vengo acá todos los fines de semana. Me gusta lo barata que está la birra, la música que pasan y la buena onda de los dueños del bar. Y de la gente que viene al lugar.

Cuando le contestó eso volvió a sentir la violencia que, de un tiempo a esta parte, desde su enfermedad mediada por la internación que había intentado co-operar a su rehabilitación, le generaban las discusiones, las diferencias. De un preadolescente que sentía, corporal e intelectualmente, el placer de debatir por el sólo gusto de hacerlo, de llevar la contra, con el paso de una década había pasado a ser un postadolescente, un preadulto, que se amedrentaba ante el intercambio de opiniones disidentes, ante la violencia simbólica de comenzar la primera oración después de la última de su interlocutora con una negación o, en el más políticocorrecto de los casos, una relativización, ante la inevitabilidad de tener que sacarte los ojos, las palabras y los gestos al momento de tener que elegir a qué lugar ir, qué bebida tomar, qué conjunto musical escuchar. Ni siquiera la Mona Jiménez, había vuelto a pensar en la siguiente media hora de estadía en el bar entre cervezas, picadas y rocanrolescumbieros.

O cumbiasrocanroleras, se corrigió. Bueno, está bien –le dijo, retomando la conversación que había quedado trunca por su silencio atemorizado por la temeridad de la contestación de su compañera-, puede ser que vos tengas mucho en común con ellos. Pero, entonces, tenés poco en común conmigo. Sí así fuera, ¿qué hacemos acá esta noche?, ¿por qué estamos tomando una cerveza y charlando como si nada, como si no hubieran pasado seis años entre que terminamos el colegio y empezamos otras cosas?

- No sé –le contestó ella-, decímelo vos a mí. Vos fuiste el que me chistó e invitó a subir. El que me ofreció mate aguado y me dio charla por más de seis horas. El que no quería que me fuera de la casa de su madre. El que, sin decirme nada, me obligó a que fuera yo ya la que tuviera que invitarte a salir el fin de semana. Porque si esperaba que lo hicieras vos podíamos estar hablando otras seis horas que jamás lo ibas a hacer.

- Eso es científicamente cierto –le reconoció, con pocas palabras, mucha timidez, y algunos nudos que volvían a formarse en el estómago, le retorcían las tripas antes que excitarlo o encenderlo, lo obligaban a recodar lo que había sentido por esa muchacha, ahora mujer, sentada en la silla de enfrente a su mesa, en la secundaria, mucho antes de obsesiones, locuras, psiquiátricos, muertes en vida y recuperaciones.

- A mí lo científico me importa una mierda, la ciencia me importa tanto como saber cómo salió Argentinos Juniors en la última fecha de fútbol. Lo científico me refala, me chupa un huevo, le contestó ella, violenta pero educadamente, y él volvió a sentir esa violencia, esa incomodidad, esa regresión a seis años que no habían sido los seis años que había compartido con ella y su culo y todos los deseos que tenía de cogerla por atrás, pasional pero educadamente, suave y delicadamente, como alguna vez, durante sus interrumpidos estudios universitarios, había escuchado de boca de una periodista radial decir que así hacían el amor los hombres de izquierda, como, por ejemplo, su esposo, otro periodista progresista trabajador de uno de los mayores multimedios mediáticos del país. Al igual que ella. La periodista radial en cuestión, progresista y enemiga de los filósofos llamados posmodernos, había concluido los estudios universitarios que él no había podido finalizar por insanías varias.

- Entiendo que no te importe -le aclaró- lo mío no fue más que un chiste -aunque la aclaración resultó injustificada, infundada, estuvo absolutamente de más-. Seguro que un chiste malo, innecesario, inoportuno.

- Ningún chiste es malo –le retrucó ella-, y menos los tuyos, ya te lo dije. Seguís sin escucharme. Así vamos mal. No sé a dónde vamos a llegar. Y eso que esto es recién el comienzo de la salida. Todavía queda la tercera o cuarta cerveza y después, obvio, ir a bailar. A mover las cachas, el cuerpecito, el esqueleto.

Si un dibujante hubiera visto la expresión dibujada en su cara -no en su miembro- después de escuchar esto, la podría haber descripto como dos comisuras de los respectivos sectores de la boca que, mágica y misteriosamente, fueron pescadas por anzuelos que desde cañas parapetadas en el primer piso del bar se lanzaron sobre ellas, y, habiendo pescado lo buscado, comenzaron a recoger la caña, a traer sobre sí el pez todavía vivo por lo mojado pero a punto de morir por lo seco y golpeado, es decir, dos labios, uno superior y el otro inferior, que comenzaron a hacer lo necesario para que la boca apunte hacia arriba, y la cara hacia el mundo, y los dientes hacia el afuera, y la vergüenza muerta. Si, cinco días atrás, había sido ella la que había conquistado el milagro pagano de que sus dos pómulos comenzaran, tímidamente, a extenderse sobre sus costados y ya no se quedaran, siempre, quietos en sus lugares, levantado la mano para hablar, ahora, nuevamente, era ella la que, después de meses y semanas y días, le robaba una sonrisa. Y no tenía pensando devolvérsela.

Creía en la propiedad, no había leído Proudhon, detestaba los pianos de cola aunque tenía un flor de orto que él había gozado muchísimo en sus seis años de colegio, pero, sin embargo, lograba lo que nadie más, conquistaba nuevos continentes igual de previamente habitados pero últimamente no muy visitados, era una mujer que, a fuerza de simplezas -y negativas, cervezas y discusiones- lograba mover las montañas que él había intentado mover por seis años pero no había podido, lo habían movido a él, lo habían movido y cogido y violado y humillado. Ella, entre los rollings y Leo Mattioli, bien lejos de The Beatles y Dylan, ni hablar de Schubert y Bartók, había cachado perfectamente lo que se jugaba en la mesa, lo que mediaba las cervezas y los manises, había radiografiado un esqueleto que no se había movido por meses después de haber intentado moverse demasiado. Había, en fin, invitado a bailar cumbias y rocanroles, cumbiasrocanroleras y rocanrolescumbieros, a un joven que había bailado con la más fea. Y no había sabido bailar, la había pisado, le había dejado los pies como tobillos esguinsados. Y había bailado con la más fea, a pesar de todo lo lindo y culto e inteligente y castañoclaro y parecido al Bob Dylan del ’66 que era. Es que, como escribió un in-mundo en algún libro, las apariencias nunca –siempre- engañan.

2 comentarios:

Luc Pierrot dijo...

Esto de empezar leyendo una novela de atrás para adelante es raro. Pero ué, también es difícil leer desde la web, sin señalador para cortar ni nada por el estilo. Así que comento, me hizo recordar este capítulo a Cortázar, a El otro cielo, que entiendo que además debe ser el motivo de a novela. En fin, eso, muy adorniano lo de confrontar la popu y la platea, lo popu y lo elitista. Y muy graciosa la confesión de la señora periodista.

Qué te importa. dijo...

Ja, muchas gracias, che. Creo, de todas maneras, que, como de costumbre, estuviste demasiado generoso. Tuve que releer el capítulito para entender lo de la confesión de la señorita periodista. Lorena Maciel, claro, una hermosura de mujer. Te debo un par de lecturas. Saludos y, redundantemente, criticablemente, gracielitas.