lunes, 14 de julio de 2008

Todos los guerrilleros son nuestros compañeros. Antepenúltimo capítulo de El día que Dalila le enseñó música a Beethoven.


A la final, no fueron ni a una casa ni la otra. El sexo, genuflexo exilir de los animales, podía esperar. Lo que no podía esperar era una nueva cerveza que se sumara a los cadáveres ya consumados. Siempre y cuando, claro, se la acompañara con su pertinente aunque modesto -más simbólico que llenador- platito de manises más que de picada. Porque, él se lo había dejado bien clarito -a pesar de lo nada claro que de un tiempo a esta parte tenía todo en su vida-, si había cedido con ir al lugar al que ella querían que fueran eso no se iba a extender a realizar una de las prácticas que menos había realizado en su vida, y que por lo tanto, a diferencia del sexo, peor practicaba: bailar. Ella insistía, meneando su posterior con una gracia que era la envidia del resto de la pista, con un movimiento hipnótico que no sólo erectaba su miembro sino también el de todos los hombres que machistamente veían a sus mujeres bailar a diez metros de distancia, con que se levantara y la acompañara, con que dejara el vaso de cerveza en la mesa y los manises en el platito y fuera con ella. Pero él no, dale con el no, que no y que no. Ella le pedía y le rogaba y hasta se arrodillaba a sus pies -a la altura de su zona más erógena- para que él dejara de estar sentado y se parara, para que dejara de mirarla y la tocara un poco, para que hiciera de mal compañero de baile –pero compañero al fin- en sus dances de Leo Mattioli, cumbiasrocanroleras y vicerversa. El se ajustaba su bufanda dylanita, celeste y con resabios de perfume carolina herrera dos doce imitación que la volvían su prenda favorita, miraba alrededor, volvía a mirarla, se reía educadamente -con la mirada y educación de quien sabe que no va a ceder un ápice en su posición pero que jamás va a levantar la voz para hacerlo-, y le decía que no, que ¿para que?, si vos bailás muy bien, sola, no me necesitás a mí. Es más –agregó-, si bailamos, si yo bailo con vos y no te sigo y te piso, vos vas a comenzar a bailar peor, a perder esa elegancia que supiste derrochar en la pista de baile. Eso es lo de menos, nene –le respondió-. Yo quiero bailar con vos más allá de lo que estos mamertos piensen. Además, el baile es de a dos. Una persona moviéndose sola no está bailando. No existe el baile monólogo.

El se la quedó mirando, como untándola de su admiración. Le había encantando lo que había dicho, le había parecido notable, adjetivos –encantamiento, notabilidad- que no solía pensar en relación con su persona, que no solía derramar sobre su humanidad. Ella no lo sospechó, pero, mientras él la observaba y ensayaba conatos de palabras, ella no había dejado de bailar, sola, de moverse sensualmente, de atraer todas y cada una de las miradas y erecciones de los hombres y mujeres del bar. En el restourant se comían pequeñas porciones en grandes y cuadrados platos, y, cuando un egresado del conservatorio de música no se sentaba al piano y golpeaba melodías de Monk, los altoparlantes -¡alto, parlantes!- del lugar rodaban cronopiadas de Armstrong. En el bar, ella bailaba y él hablaba, ella se movía y él la observaba, ella daba vida y él bebía sorbos de ella. Estaba seguro que ella estaba dándole cosas que nunca antes en su vida había conocido, o quizá recordándole recuerdos que había acostado a dormir –duérmase mi niña, duérmase mi sol- en el olvido de su memoria.

Sonó en el bar Adiós, amigos, adiós, de Andrés Calamaro, un tema que a él siempre le evocaba el recuerdo de su viaje a México, postfinalización de la escuela primaria. A los trece años, plena preadolescencia, o postniñez. Se acordaba de la canción En el último trago, la que le resultaba la versión azteca de la composición calamaresca. O viceversa. De los marciachis que ya no existen, y son el arte de México vuelto artesanía para consumo de turistas. De que, dos años antes de su llegaba, había sucedido lo que la gente del lugar, en Distrito Federal, le había explicado como el levantamiento zapatista: una horda de zurditos e indios manipulados por aquellos que no se adaptan a los tiempos actuales y quieren perderse, para el mal de México, porque en el fondo no quieren al país, el tren del progreso y la modernidad. Él escuchó atentamente lo que los paisanos del lugar -los empleados del hotel tres estrellas y los guías turistas que lo perdieron por las calles mexicanas- le dijeron, los miró en silencio, dio media vuelta, y se fue cantando Adiós, amigos, adiós. Ahora, en el bar, sonaba exactamente la misma canción, pero él se acordaba menos del Subcomandante Marcos y sus acólitos, que de sus periplos alcohólicos. Momentos universitarios y borrachos si los hubo. Recordaba menos la contaminación oxigenal, la polución poblacional o la herencia azteca en la megamáquina ciudadana mexicana, que las drogas inyectadas, fumadas o aspiradas. Se acordaba de lo que no se había podido acordar, o de lo que recordaba a costo de romper las cuatro paredes de la habitación, o los cuatro ambientes del departamento de su madre, en mil pedazos, minutos después del recuerdo.

Hacía mil que no escuchaba esta canción, dijo ella, y lo eyectó del recuerdo ensoñador en que se encontraba. Y desencontraba, perdía, resbalaba sobre las barandillas de su historia. Ajá, seco y cortante, le respondió él. Lo cortés no quita lo valiente –pensó-, así como tampoco lo breve quita lo educado. Lo cortés no quita lo valiente, volvió a pensar, imaginando posibles asociaciones. Claro –se dijo, en silencio, mientras ella miraba los altoparlantes como sorprendida porque pasaran un tema que hacía mil no escuchaba-, aztecas, Hernán Cortés, imperialismo monárquico español, complicidad de la Iglesia Católica, valientes los indígenas, cobardes, y asesinos y cretinos, los segundos. Se tranquilizó. Todo volvía a su lugar. Pensó, instantáneamente, que jamás podría compartir esas ramificaciones con ella, que con ella todo lo que podían com-partir eran, no las digresiones o asociaciones libres de una subjetividad política políticamente subjetivada, sino una cerveza con manises, una tema de Andrés Calamaro después de otro de Leo Mattioli, el recuerdo de los compañeros de colegio que ya están casados o tienen hijos, sus andanzas con la tetona, culona y petera remitente del año anterior que se la chupaba en él baño, las aventuras de ella con el muchacho que la desvirgó moviendo de aquí para allá una inverosímil camioneta. Eso, no todo lo otro, se dijo, y volvió a ella, cansado pero convencido.

Mirá, ¿y por qué hacía mucho que no oías esta canción? Porque yo en mi casa no escucho Calamaro. ¿Y qué escuchás?, le repreguntó, anteponiendo la y para que la pregunta no fuera bruta como un miembro que penetra sobre un himen que se rompe y abre, sino, en cambio, dulce como un beso que se da en las partes de los cachetes más cercanos a los labios después de servir una café con la tasita del azúcar al lado. Porque yo todo lo que escuché de Calamaro lo escuché por vos –le respondió, mientras se acomodaba la cola del pelo y desviaba la mirada para atender cómo un caballo fosforescente refusilaba en la calle de la vereda del bar-. Y cuando tus viejos se separaron, yo todo lo que escuchaba de Calamaro era en la casa de tu papi, cuando vos nos invitabas antes de ir al colegio y después de salir de él, a la noche. Pero después –continuó, en un insólito arranque de verborragia- vos te fuiste de ahí, te fuiste de los dos lados, de lo de tu vieja y de lo de tu viejo, te fuiste del grupo de los compañeros del colegio, y, bueno, entonces, yo dejé de escucharlo. Fue como un pacto –acotó sarcástico él-, hasta que yo no volviera a tu vida vos no ibas a volver a oírlo, yo era como un sinónimo de Calamaro, motivo por el cual, si yo había salido de tu vida, también él iba a salir de ella, ¿no?, ¿Puede ser?, ¿Qué opinás?, le preguntó por tercera vez, después de que ella no hubiera dicho palabra en las dos anteriores. Sos un estúpido –le escupió-, pero aún así gracioso. Dale, estúpido, terminate la cerveza, yo me ocupo de los manises, que te llevo a tu casa. Bueno, a la casa de tu vieja. Mañana será otro día, y, si bien no hay que laburar, hay que hacer muchas otras cosas, así que: taza, taza, cada uno a su casa. Taza, taza, el que no la gana, la empata, taza, taza, el que no la pierde la empalma, taza, taza, el que no la deja la arrasa, improvisó, mientras se bebía de un sorbo fuerte y largo la poca cerveza restante en su vaso. Se ajustó la bufanda, tomó la campera color crema del respaldar de la silla y se la puso haciendo tiempo para que ella se adelantara hacia su auto, así ella iba adelante y él atrás, él pudiéndola ver desde atrás, como a esa profesora de tenis que todo el club se la quería coger pero qué cara estaba la cuota y siempre llovía demasiado para aprovechar la cancha de tenis de césped.

El auto arrancó y, como en un cine, él no intentó cruzar su brazo izquierdo por encima de sus hombros. Como en unas de esas clases de conducir que jamás son tales porque siempre son meros prolegómenos de futuros actos sexuales, ver si él huele bien y no tiene mal aliento, si la tiene grande y es un caballero, si no me toca pero me toca tocarlo a mí, siguiendo la línea de su pierna hasta su verga, pero, también, ver si ella no es una frígida y toma la iniciativa, o si -como de costumbre- no me va a quedar otra que tomarla yo, si es una estrecha o no, si le puedo entrar sin miedo de que se rompa, sin miedo que de que no vaya a volver más. El cliente, como el necio, siempre tiene la razón. Y el remedio. Santa conjura. El no hizo nada de eso, y llegaron a destino: la casa de su madre. ¿Quedamos para mañana?, dijeron al mismo tiempo, y la coincidencia -y el miedo, el pavor, el terror- los hizo detenerse al mismo tiempo. Quedamos para mañana, dijo él, confiado, un producto en forma y calidad de los manufactureros colegios humanistas, aun a pesar de lo relativamente derruido que se encontraba, en un letárgico proceso de rehabilitación que se retrasa como un polvo que no llega a su final, que no termina, que van veinte minutos, que ella ya pasó por seis puestos de orgasmo y yo por ninguno, no puedo acabar, me voy a quitar la vida. El plan de mañana, como era de esperarse viniendo de un des-esperado como él, no lo elegiría ella.

Había pensado en un domingo casero sin ñoquis ni empanadas. Mucho menos felices pascuas o ravioles. Sus épocas de consumo habían pasado. La invitaría a un domingo en soledad en la casa de su madre, con el resto de la familia hormigueando en el primer piso del departamento. Le prepararía mate o café, musicalizaría el encuentro con Monk o Piazzola, compraría una docena de facturas de la panadería más rica del barrio, o, lisa y llanamente, pasaría a buscar uno o dos paquetes de bizcochos de grasa por el almacén del barrio. Cuando se dirigía a la despensa, una hora antes que ella llegara –siempre había sido un chico muy organizado-, recordó cuando, a una compañera de clínica, postsalida de ella de los dos, le propuso que se acercara a su casa, para escuchar al negro que manoseaba el piano y al argentino que tocaba el bandoneón, pero desnudos. Ellos dos desnudos y la música jazzera o tanguera desnudándolos a los dos. Ella, por supuesto, tan señorita, le contestó que no. A los desnudos, no a la música. Estaba entrando al almacén cuando se acordó de aquel otro bar, en la esquina de dos calles, atendido por dos viejos que vivían en la vieja casa de arriba, donde todas las tardenoches, a las nueve, sus respectivas esposas los esperaban con la cena lista, las pantuflas en sus marcas y la televisión encendida. Eran viejos españoles. Gallegos, les decían en el barrio. Habían combatido en la guerra civil española para los republicanos, luchando contra los dictadores fascistas españoles y extranjeros, porque los fascistas, a la hora de serlo, dejaban de ser patrioteriles para volverse resueltamente internacionalistas y perdían todo prurito fronterizo si de evitar la construcción de una república de izquierdas se trataba. Una cuadro de San Martín y un televisor mil pulgadas contradecían el confeso anarquismo de los viejos, quienes no dudaban una cerveza o un sánguche de jamón y queso en acercarse a una mesa si veían a algunos de sus escasos clientes leyendo un libro rojinegro, para apartar una silla, sentarse enfrente o al lado y discutir política: desde la Revolución Rusa, y el lenninistatrotkista exterminio de anarquistas en Kronstadt, hasta la última cívicomilitar dictadura argentina, y la anarcocomunista resistencia libertaria a las persecuciones militares, peronistas y peronistamilitares, y su mosqueteril oposición al vanguardismo militarista de Montoneros, PRT-ERP u OCPO, o al pseudobasismo, diluido por su pertenencia a un movimiento verticalista, de organizaciones como PB, FAR o FAP. Pensó en un puto, una pregunta como respuesta a una pregunta, un alemán revolucionario financiado por la contrarrevolución estadounidense, la tes de una señora protestante, se sacudió la cabeza, y pidió el pedido. Salió de la despensa con una bolsa de plástico –diferente de las bolsas de mercado que usaba su abuela paterna- en la mano derecha y dos paquetes de bizcochitos en su interior. Había pasado media hora, faltaba sólo otra mitad para que ella llegara, y cayera rendida ante el encanto de su propuesta de domingo por la tarde de jazz y tango y mate o café y facturas o bizcochitos de grasa y, sobre todo, charla, mucha charla. Que la vida es corta –pero ancha- y la lengua larga, como la esperanza.

Nada de eso –dijo ella, media hora después, luego de haber dejado su abrigo y quejidos por el frío exterior en uno de los percheros de la casa de su madre-. Vamos a tomar mate, sí, no café. Vamos a comer bizcochitos de grasa, sí, nada de facturas. Pero no vamos a escuchar al negro ese ni al otro viejo, sino, ¿adivina? ¿A qué no sabés que traje? -le preguntó retóricamente, yendo al mismo tiempo a buscar algo al bolso arrojado a uno de los dos sillones del livingcomedor-. El verde, el ecologista, no el amarillo, el maoísta. Un compilado de cumbia argentina contemporánea inundó el ambiente y expulsó de los ventanales las mil flores que habían florecido por recomendación china. Su madre y hermanas escuchaban los desarrollos de estos sucesos con el pavor -y la curiosidad- con la que se seguían las alternativas de la segunda guerra mundial por las viejas radios. Ella, ajena a todo, incluso a sí misma, no escuchó las ironías de él, ni sus lastimosos pedidos de que no lo hiciera, por favor, no, lo que quieras, pero eso no, y sacó el disco del bolso, se dirigió hacía el anacrónico equipo de audio, abrió la compactera, puso el cd, y las flores maoístas saltaron suicidas por la ventana del primer piso. Con la indeseable consecuencia de que, por ser un primer piso, lejos estuvieron de sacarse la vida, y todo lo que se rayaron fueron un par de raspones. Así cualquiera se suicida. Así no fue como planeé suicidarme yo, dijo para sus interiores. Ella ya estaba dando vueltas planeadoras alrededor de la mesa de madera circundante de los sillones, y lo miraba con una sonrisa entre los dientes que derretía al más duro de los troskoslenninistas. Extendía sus brazos en señal de compañía, como lo realizan los bebés cuando cómodamente pretenden ser alzados -porque nacieron prematuramente o porque vitalmente se mueren de hambre, o porque se cagaron en las patas-, pero él nada, serio como el sartreano que había sido, hermético como el ascético que alguna vez fue, vergonzoso como el pequebús que no podía dejar de ser.

Dale, che, soltate –le aconsejó, y él se acordó de un libro de autoayuda que había leído a sus once años, de una setentista canción de protesta que, dos por tres, volvía a escuchar por la radio en fechas de aniversarios progresistas, de que un suelto adolecía de la tranquilidad de ser un orgánico. Yo te sigo desde acá –le contestó-, yo bailo con vos desde mi silla, te acompaño con la mirada, le dijo, y ella desestimó su justificación, la arrojó al rio de maoístas flores cuasisuicidadas que se había formado debajo de la ventana. Así no vale, le retrucó ella, y se acercó al equipo de música, no a apagar las cumbiasrocanroleras, eso jamás –le aclaró, ante su inhóspito pedido de que lo hiciera- sino a bajar su volumen, a disminuir la intensidad del fuego musical. Vos sabés que a veces no entiendo cómo te podés quedar tan quieto, le confesó, y le sacó un mate de la mano, mientras con la otra mano se acomodaba el elástico de su corpiño que molestaba su espalda. Porque en el colegio eras igual, hacías exactamente lo mismo -y ya para entonces el mate era un territorio desolado, una zona invadida por tropas de ocupación, y sus manos habían pasado del porongo y su corpiño a los bizcochitos de grasa que moraban por la mesa-. Quiero decir –insistió, ya al punto de provocarle un conato de molestia, una mueca de fastidio-, desde primer año, las pocas veces que salías -porque nosotras siempre salíamos pero vos rara vez-, te decíamos una y otra vez de bailar, de que te enseñábamos para que vos no te sintieras un estúpido pero no, siempre no. Es que como bailarín soy un buen compañero de colegio, le escupió él, pretendiendo pasar por gracioso, intentando mantenerla a una distancia prudencial, no tan cerca como se estaba acercando. No en un sentido físico, pero sí en el más amenazador de los sentidos: el simbólico, el sentimental, el afectivo. Te estoy hablando en serio, boludo –le respondió ella, poniendo paños fríos a las temperaturas que había levantado su ludicismo vulgar, su histrionismo de barrio, sus humoradas baratas con zapatillas de goma-. Te estoy hablando en serio porque estaría bueno que te dejaras querer. Que no siempre levantaras esas barreras que levantás para tener a la gente lo suficientemente lejos como para que no te haga mierda. Que –le concedió-, te aclaro, me parece bien: hay gente de mierda que te suele hacer mierda, pero también hay buena gente que te hace bien. Y vos no estás sólo rodeado por la primera clase de personas, sino también por la segunda. ¿Me entendés lo que te digo? Ni sé para qué digo todo esto, me largo a hablar y me salen una zarta de pavadas. No son pavadas, para nada –la contradijo él, y tomó agua, después de haberme mantenido con la boca cerrada, no sólo para que no entraran moscas por sus labios, sino también para escucharla atentamente, para no faltarle el respeto-. No sólo que no con pavadas –agregó-, sino que está muy bien lo que dijiste, me gustó mucho, y te agradezco mucho por haber tenido la valentía de decírmelo, porque hay que ser muy valiente, dentro de los márgenes del caso –relativizó, no pudiendo con su nada ingenioso genio-, para decir algo como lo que dijiste. En serio, muchas gracias.

Leo Mattioli amenizaba tímidamente la charla, y el mate ya resultaba intomable, no tanto por lo feo como por lo frío. Lo que ella había dicho, y lo que él le había contestado, había insumido media hora de tarde de domingo, y las caras de Monk y Piazzola miraban expectantes desde uno de los coloridos y añejos muebles del livingcomedor de su madre. Los bizcochitos de grasa aún seguían en el mismo lugar en el que se habían instalado cuando entraron a la casa, sólo que ahora muy mermados en su cantidad, pero él se levantaría a arreglar el mate, a hacerlo de nuevo, a reinventarlo y pensar un poco en la cocina, mientras llenaba de agua la pava llena de sarro para el mate, mientras ponía la pava llena de sarro en una hornalla a mediana temperatura, mientras limpiaba el mate con una cucharita y la ayuda del agua que salía de la canilla derecha de la pileta, mientras rellenaba de yerba el mate y arrojaba el primer sorbito de agua tibia desde la pava llena de sarro al nuevo mate. Mientras, ella se quedaba en el living comedor y no le pedía que le enseñara cómo hacer para que el café instantáneo tuviera espuma en su superficie una vez que se le echaba agua caliente sobre sus cucharadas y las cucharaditas de azúcar, pero sí se levantaba en dirección al equipo de música y subía dos deditos la música, y volvía haciendo pasos de baile a la silla en la que estaba sentada, y, cuando él regresaba, lo recibía con una sonrisa entre los labios que volvía delicioso el mate y luminosa la tarde, volvía a ser la sonrisa que él tanto había mirado y admirado en seis años de secundario, volvía a dispararle una erección y las ganas de coger con ella sólo que ahora de otro modo, ya no sólo animalbestialmente, sino también dulcetiernamente, con flores maoístas saliendo de su vientre y acalorados copos de nieves siendo disparados por su miembro, un nuevo sexo practicado por un proyecto trunco de hombre nuevo y una mujer que jamás en su vida se había planteado ser una nueva mujer. Sin embargo, qué linda que era. Y agradable y dulce y tierna.

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