domingo, 8 de junio de 2008

La educación de las niñas: Posdata. Te morí (Morite).


Querida madre:

En realidad, fue todo culpa de Sartre. Para no decirlo religiosamente, la única responsabilidad, exclusiva e indelegable, fue de Jean Paul. En el verano de mis diesiciete a mis dieciocho, cuando dejaba atrás la secundaria y me abría de piernas a la universidad, una tarde en la que había mucho para hacer pero no tenía nada por hacer, se me ocurrió comenzar a hurgar en una de tus bibliotecas, menos a la búsqueda de libros para leer que de títulos con los que luego pudiera burlarme de vos en el almuerzo familiar. Pero, fijate vos qué sorpresa -yo que tan poco adepto soy a ellas y a vos que tanto te gustan-, que, al lado de la tesis de grado hecha libro del filósofo nazi amante de la literatura, encontré aquel libro de Jean Paul, y ya sólo por lo grueso y verde e intocable que parecía, me dieron ganas de tomarlo, leerlo y subrayarlo todo. Ya sé que para vos, como para el abuelo y Sarmiento, los libros no están para ser subrayados sino para ser leídos y glorificados, para volverlos monumentos de papel tan inalcanzables como la mujer de la que uno se puede enamorar sin gozar de suerte en ese enamoramiento. Entonces, mate mediante, lo saqué de la biblioteca, lo violé abriéndolo todo lo que resistía para poder meter mi erecto bolígrafo en su concha de papel, y comencé a leerlo. En eso, cuando el mate ya había dejado de serlo y los cadáveres de cerveza comenzaban a acumularse y a molestar a la botella de vino que ya había copado políticomilitarmente la mesa de madera de tu livingcomedor, leí esa frase que tanto me impactó, que tanto me dejó pensando ese día y tres años después, que tanto odié cuando, en el manicomio, los médicos me inflaban a pastillas y las breves caminatas de recreo por el patio de sus brazos me hacían recordar más a Confesiones de invierno que a La naranja mecánica. Los revolucionarios son hombres serios, porque se preocupan y ocupan de asuntos serios, leí en el libro del pelotudo de Sartre, y, desde ese instante, lo odié con todo mi corazón y mi alma: en el caso de que creyera que tenemos alma y corazón. En verdad, en ese momento, hice todo lo contrario: lo amé, lo idolatré, lo tomé como referente a seguir y autor a citar; lo levanté en un podio de cristal y citas y defensas del que sólo muchos años después lo pude bajar, cuando el jueguito con lo que era y lo que quería ser se me fue de las manos. Se me fue tan lejos que terminé yendo a un psiquiátrico: no sabía quién era, me miraba en el espejo y nada, miraba a mis hermanas -a tus hijas- y nada. Las veía como eslabones de una conspiración cuyo último fin era asesinarme. Te imaginarás, yo, por entonces, no sólo era el hombre más bello y culto del mundo -como pensé en toda la secundaria y vos y tu amiga mucho ayudaron a creer-, sino que también me creía el más inteligente del país. Qué digo del país, del continente, qué digo del continente, de todos los tiempos de la política, la filosofía y el pensamiento. Allí donde había una risa, ahora -Sartre mediante- habría un gesto serio y adusto, donde antes estaba un chiste, mañana -con el beneplácito de Jean Paul- habría una mirada gélida de hielo, una distancia calculada e infranqueable, una castillo de indiferencia y cálculo que ningún amor o amistad podría atacar.

Pero se me fue de las manos. Al comienzo fue divertido: mis compañeros de departamento no dejaban de sorprenderse de cómo alguien podía cambiar tanto en tan poco tiempo, como alguien, de soberbio, verborrágico y chistoso, podía convertirse, en menos de lo que se termina un libro de quinientas páginas, en solidario, escueto y serio. Militarmente serio, demencialmente serio. De lo que se trataba era menos de creerme yo mismo el nuevo personaje que -entre los departamentos y la facultad- iba inventado, que el hecho de que se lo creyeran las personas con las que vivía o compartía cursadas facultativas. Y lo hicieron, mami, lo hicieron. Se tragaron el sapo de comienzo a fin, se creyeron la película, se comieron el verso. Esto demuestra, como vos nunca te encargaste de negarme, muy complaciente y populistamente de tu parte, que soy un gran actor, quizá el mejor actor joven de la ciudad, un actor que, aún sin necesidad de clases de teatro, le hace creer a personas educadas o recibidas que, de la noche a la mañana, puede cambiar como la noche se transmuta en madrugada. Y, mucho más importantemente que todo, querida madre, les hice creer que ese cambio, tan prematuro como radical, podía realizarse sin consecuencias, que no habría vueltas de boomerangs o rostros de Janos que, en contra de mi voluntad, en contra de mi supervivencia físicomental, se volverían sobre mí como recuerdos indeseables u obsesiones fatalistas.

Finalmente fue así. Me cansé de actuar. Me cansé de, todos los minutos de todos los días, ponerme en lugar del otro para, antes de que escuche, vea o lea, intuir como escucharía, vería o leería lo que estaba a punto de decirle, mostrarle o escribirle. Me cansé de poner cara de bueno, cuando, en verdad, en contra de lo que vos y la mejor de tus amigas me dicen y redicen, soy un reverendo hijo de puta. Me cansé de que mi cara dependiera de las caras de los otros, de los que me rodeaban. De que, cuando no había nadie alrededor, pudiera dejar de actuar y volver a ser –tentativamente- yo: alguien que no pone cara de bueno, ingenuo o inocente porque haya alguien alrededor, alguien que no habla pausada y cálidamente porque lo escuchan –al menos en potencia- oídos humanos, alguien que no es todo el tiempo todo lo bueno que la condición humana puede llegar a ser. Sin embargo, a partir de determinado momento, el juego dejó de ser de manos y pasó a ser de fuego y me quemé y casi rompo la parrilla del vecino de planta baja de lo cerca que estuve de testear si podía volar desde el sexto piso de nuestro departamento: a partir de determinado momento, ya no podía volver, era un exiliado de mi antigua subjetividad cuando todavía me sentía un extranjero en la nueva que me estaba inventado, ya no podía diferenciar tan claramente cómo ser en frente de personas y cómo volver a ser cuando estaba sólo y podía andar desnudo por el departamento, hacerme la paja en lugares públicos del mismo cuantas veces quisiera, cogerme a la novia que tuviera o prostituta que pagara en el sitio de la casa que se me viniera en gana, o quedarme sólo, sentado a la mesa del livingcomedor con la mirada perdida, escuchando el Dylan del ’66 con un té de tilo en una taza amarilla en frente, y pensando que ese era un momento poético por excelencia. Que, por serlo, me podía morir tranquilo, porque ya había vivido los quince minutos de momentos poéticos que, por ley de la historia, todos viviremos más tarde o más temprano. Como un muy buen orgasmo –habitus, sí, sí, sí-, como una verga entrando y saliendo de una concha perteneciente a un cuerpo que obtiene mayor excitación por la piel con el cuerpo de la verga que por la pija entrando y saliendo de su fuente de cristal, los momentos poéticos de una vida se cuentan con menos de la mitad de los dedos de una mano. Supongo, madre, que no te horrorizarás pequeñoburguesamente –pequebúsmente, como vos decís- porque te cuente esto que te cuento, con este nivel de explicitez y eroticidad, más cuando vos fuiste quien, a mis viejos doce años, me explicaste la técnica mediante la cual uno puede sacar un pegajoso y espeso líquido blanco de una parte del cuerpo que, por aquel entonces, era tan pequeño como los niveles de remordimientos que luego crecerán exponencialmente a medida que entrara al secundario y, después, a la universidad. Presumo que no lo considerarás, mojigatamente, un impertinencia, o, en un feroz arranque de psicoanálisis vulgar, una demostración de mi irrefutable complejo de Edipo, cuando también fuiste vos la que, pocos meses después, nos presentó en sociedad, a mi mejor amigo de entonces y a mí, un dispositivo que nosotros, los hombres, podíamos –y, más importantemente, debíamos- colocarnos en el mismo lugar del cuerpo del que manualmente extraíamos ese líquido blanco no apto para alimentar a los recién nacidos cada vez que tuviéramos un encontrado encuentro sexual con una persona del otro sexo. O, por qué no, del mismo. Si hay algo que jamás pudo decirse de vos es que fueras homofóbica. Ni xenófoba, racista o machista, claro. Por acá también anduvo el asunto: entre tanto estudios de género, tolerancia sexual, relativismo y multiculturalismo, no me encontraba. No sabía quién era pero, más gravemente, tampoco sabía quién había sido, qué había pensado, qué había hecho, qué haría de mí.

Me di cuenta del comienzo del fin una noche de sábado en la que, después de pitar un par de veces un cigarro de marihuana en un recital de una banda de culto del under porteño luego devenida estrellita pop de radios a base de rankings y charts, me di cuenta que no sabía quien era, que el último tema que estaban tocando no terminaba más, que el hecho de no comer por días y fumar cosas, aspirar líneas, inyectarme heroína y leer mucho tampoco iba a resultar gratuito. A la salida del recital, tenía que caminar casi veinte cuadras hasta casa, pero un inesperado problema surgió: no sabía dónde quedaba. Me había olvidado la dirección de mi hogar. Del departamento un ambiente de un sexto piso del que, esa misma noche, una vez que milagrosamente pude llegar hasta allí, estuve a punto de saltar desde la ventana del livingcomedorpieza hacia la parrilla del vecino de planta baja, porque, como efectivamente sucedió, tanto la ventana como el pulmón que se abría y levantaba hacia abajo y arriba de la ventana me invitaban a que lo hiciera, me desafiaban a hacerlo, me tildaban –silenciosamente, en el lenguaje de las ventanas y los pulmones departamentales- de cobarde si no lo hacía. Y, madre, vos lo sabés muy bien, muchas cosas se podían decir de mí –soberbio, pedante, culto, inteligente- pero no cobarde. Homofóbicamente, yo no era ningún maricón como para no aceptar el desafío de la ventana y el pulmón. La persiana, sabia como Schubert o Beethoven, decidió mediar –estadounidensemente- entre unos y otros, bajó su cuerpo hasta el piso de una ventana que no mermaba en sus imprecaciones, y santo remedio: aquí no ha pasado nada. Donde hubo conatos de suicidio, todo lo que hay es un muchacho acostado a una de las dos camas del departamentito, un muchacho que padece de sequedad gargamental y se levanta casa quince minutos a buscar una botellita de agua a la heladera ubicada a menos de cinco metros de su cama, y toma agua de las botellitas, pero se olvida que lo hace: su memoria no se remonta más que a un milésimo de segundo de lo que acaba de hacer. Se da cuenta que antes también había tenido sed y se había levantado a la heladera a buscar una botella de agua, no por las pisadas en el piso, o la cama desordenada, sino por la cantidad de cadáveres de botellitas de agua que, en el lapso de diez horas, se acumularon en la mesa del monoambiente. Mesa también ubicada a menos de cinco metros tanto de la heladera como de la cama.

Así fue, madre, que esa noche intuí que lo que había comenzado como un juego terminaría también como un juego, sólo que de fuegos, azares y contingencias. Vos sabés bien lo que me gusta la indeterminación, más después de mis enfermizos estudios universitarios, esos que tan poco me sirvieron en los años de manicomio y que tan poco, también, me sirven ahora, cuando estoy más encerrado que recostado en una de las habitaciones de tu casa, con vos y tus tres hijas -mis tres hermanas- poniéndome algodones por todos y cada uno de los costados de mi cuerpo deshechos por este experimento, y con papá, yendo y viniendo, entre sus películas en el sur y sus carnavales de martes en Brasil. Me gusta, sí, la indeterminación, pero no con mi cuerpo, no con mi identidad. Llegué, no sólo a no saber quién era, sino, también, a no saber quiénes eran los que me rodeaban. O quién había sido yo en el pasado. Ese pasado, madre, vos también lo sabés, que tanto me gustaba recordar cuando se trataba de las acciones políticomilitares de las organizaciones políticomilitares de los setenta, o de nuestros dos familiares -dos de tus hermanos- desaparecidos por la última dictadura cívicomilitar por su militancia políticobarrial en la JP o en Montoneros –a esa altura de la década, la absorción de la primera por los segundos ya era casi total, me aclarás ahora, más de treinta años después-, pero que ahora, postjueguitos identitarios y experimentos subjetivos, no podía recordar: me había declarado, sin declaración alguna, indemne al pasado. En el pasado, también, quedaban tus elogios y los de la mejor de tus amigas para conmigo, las escuchas de Shubert y Beatles, las discusiones familiares, las certezas –familiares pero también barriales- de que a los veinticinco, una vez que hubiera finalizado la carrera, tesis incluida-, iba a ser uno de los intelectuales –jóvenes, claro, siempre joven- más importantes del país. A los veinticinco, madre, como verás, soy un enfermo vuelto trapo de piso, flaco como palo de escoba y loco como el mayor de los cuerdos: un muerto en vida pero sin vida que necesita de la constante atención de su madre y hermanas para no perder el control de su mente e imaginación.

Eso fue lo que me jugó en contra, mamá, la imaginación: imaginé demasiado. Imaginé más de lo que mi cuerpo e inteligencia podían soportar. Si alguna vez, apenas comenzada la facultad, fantaseé que lo mejor para mi vida era irme a Colombia –no a fumar marihuana, o a romperme las fosas nasales de la cocaína que no necesite viajar para poder aspirar- a internarme en la selva y combatir políticomilitarmente del lado de las FARC en contra de los contras o del Estado-Nación colombiano, o sí, en otra oportunidad, imaginé que mis dos tíos –tus dos hermanos- desaparecidos estaban vivos, coleando entre nosotros, vírgenes del prestigio de ser desaparecidos pero manchados con las contradicciones y claudicaciones que imprime sobre nuestros cuerpos el estar vivos, en esa oportunidad, poco tiempo después de mis delirios selváticos y guerrilleros y más o menos contemporáneamente de mis deseos de idolatrar a dos heroes menos pero de poseer dos familiares más, imaginé que a los veinticinco iba a seguir los pasos de tantos, las pisadas que jamás supe leer, el futuro que, convengamos, no me supe construir. Leyendo doce horas por días, tomando cervezas y vinos y cocaínas, y fumando todo lo que se prestara a ser picado, envuelto en un papel fino y pitado, uno podía convertirse en todo un culto ser, o en un avezado consumidor de sustancias y bebidas, pero no en un joven que hacía de su presente la precondición de su futuro soñado, no un post-postadolescente que, como los caramelos que cayeron de la piñata que reventaron en mi último cumpleaños en donde la lista de invitados no superaba los dedos de una de mis manos, juntaba por los pisos y los cielos los capitales sociales que le permitieran tanto la toma por asalto de los barros como la permanencia de sus pies a nivel de nubes y autopistas celestiales. La imaginación, precisamente por intentar llegar al poder, se me fue de la manos y me cagó a cachetazos.

Así fue, madre, como pasó lo que pasó. Vos te perdiste los últimos seis años de mi vida, porque vivíamos lejos y poco comunicados, pero yo me perdí los últimos dos, porque fueron dos años en donde otros seres habitaron mi cuerpo, otros cuerpos moraban en mi subjetividad, y otras personas eran las que me devolvía el espejo cuando me miraba en él. No es la conocida frase rimboudsiana, la que dos por tres vos recordás que siempre cita Dylan, de que uno es otro: de que uno no está acá sino siempre allá, en otro lugar, lejos. No es eso, no. Es que el pelotudo se Sartre llegó demasiado lejos en su influencia sobre mi subjetividad. Si hay quienes dicen -y escriben y hablan- que Debray y compañía deberían dar cuenta por lo escrito en los sesentas en relación con sus neoliberalesneoconservadoras conversiones en los ochentas –vos lo sabés mejor que yo, vos das estos contenidos: en el medio cayó mucha sangre, que muchas veces sí que fue negociada-, yo creo que Sartre y el resto de los pelotudos existencialistas deberían dar explicaciones por frases como estas: El revolucionario es un hombre serio, porque se preocupa y ocupa de asuntos serios. ¿Cuántos jóvenes alegres, jolgoriosos, lúdicos -pero no por eso irresponsables- habrán querido cambiar su forma de ser, su subjetividad, después de haber leído al bizco francés, y, por eso, se volvieron locos, se volvieron otros, se volvieron estoicamente sobre sí para después no poder desplegarse jamás? ¿Cuántas camas y pastillas de los psiquiátricos –esas que habité y tragué en mis dos años de internación- estarán siendo ocupadas y tragadas por jóvenes como yo, jóvenes que intentaron ser otros y se quedaron a mitad de camino, no siendo lo que ya eran pero tampoco pudiendo ser lo que querían ser? Ya no quiero volver más ahí, mamá, ni al manicomio ni a Sartre. El libro verde y grueso y caro lo quemé, pero no puedo hacer lo mismo con el hospital de locos e insanos y genios en donde estuve dos años. Conviví veinticuatro meses con Napoleón y Maradona, pero yo era Robespierre o Perón. No quiero volver, ni a ese lugar ni a los nolugares mentales que habité por tres años. Me quiero quedar acá, en esta habitación, cerca tuyo y de mis hermanas, por siempre. No quiero salir más a la calle, me da miedo, me siento mirado, nunca llegó a donde quiero llegar y siempre parto de donde nunca debería salir. Ya no quiero. Además, en la calle, están todos locos. Además, en las veredas, hay librerías con el libro verde y grueso y caro. Me quiero quedar con vos, madre.

Te quiere mucho,

Tu hijo.

Pd. Sartre es un pelotudo.

1 comentario:

Luc Pierrot dijo...

Antídoto citado para el autor de la Carta a la Madre: "Tiro los libros al viento, me cago en Sarmiento, no quiero estudiar" o "no esperes que un hombre muera para saber que todo corre peligro, ni a que te cuenten los libros lo que están tramando ahí fuera". Pero bue, más allá de la inmoralidad, los brolis son un vicio. Te congratulo sin rima.