lunes, 25 de febrero de 2008

La vecinita de arriba.


Una vecina de mi edificio usa el mismo perfume que la muchacha de la que alguna vez me engusté. Aunque ella no se haya enterado, claro. Todas las tardes, entre las tres y cuatro de la siesta, en el pulmón que conecta desconectadamente las ventanas de las cocinas de los departamentos que no dan a la calle sino a la ventana de la cocina del vecino, siento bajar, cual brisa romántica por praderas serbias, el aroma de su perfume que aroma tanto el falo de aire que sube de la planta baja hasta el último de los pisos como nuestro departamento que tan necesitado está de buenos aromas y perfumes. Todas las tardes, mientras estoy sentado en mi cuartel infernal pasando página de las páginas que se pasan para que, de un vez por todas, pase el tiempo, siento ese olor -que más que olor es un aroma-, y me acuerdo automáticamente de aquella otra muchacha, de la que, creo, alguna vez me engusté, sin que ella, creo, supiera que era nuevo objeto de un nuevo engustamiento de un nuevo pringao para con ella.

Ese perfume no debe ser joda. Es decir, no debe ser nada barato. Si lo tenía, y debe seguir teniendo, aquella muchacha de la que alguna vez me engusté, sin que ella lo supiera ni yo tampoco, ese perfume debe ser de los más caros en las casas que se dedican a la venta de perfumes caros, perfumes que, desde dentro del local o desde fuera de él, en la vereda o en la calle, miro con la distancia y el escepticismo de aquellos que rechazan algo no porque no les guste sino porque saben que es imposible que lo puedan tener. O sea, casi lo mismo que me sucedió con esta muchacha de la que alguna vez me engusté no sabiendo que lo estaba haciendo y ella dándose cuenta, por completo, de eso. Por eso mensajes cortantes, no respuesta de contribuciones epistolares, frialdades personales en una reunión de viernes por la noche, falta de risas a excelentes chistes, y toda esa parva de indirectas formas de darle a entender al otro que una no quiere con el otro lo que el otro quiere con una. Lenguaje corporal que le dicen. Dicen.

Dicen, las buenas lenguas de malos amigos de ocasión, que ese perfume es tan caro que ni siquiera teniendo conocidos en los lugares en donde se vende al por menor y restringidamente uno puede tener fácil acceso a él. Hay que sortear obstáculos, ganar sorteos, trajinar veredas y calles, vestirse y peinarse y nacerse lo suficientemente bien y lindo como para que los guardias de seguridad, intimidatorios y sin pelos en la pistola –llenos de balas en la lengua-, te dejen entrar al lugar, y, una vez adentro, no te sigan con la mirada o la pistola con la persistencia y disimulo del policía que persigue al ladrón que está a punto de dar el gran golpe, aunque, después, el gran golpe se lo de el policía porque no pudo atrapar al ladrón. Fracaso que más tarde vengará parando a muchos muchachos morochitos que tienen cara de andar mal vestidos, no seguir una dieta sana y saludable, y llevar todo tipo de drogas para tráfico de estupefacientes en la triple frontera o en las zonas en guerras por las invasiones del país que el policía tanto admira, en el cual le gustaría vivir, y del que tan bien habla cada vez que tiene oportunidad.

Pero ahora está dentro del local, cuidando que no entren chorizos, por lo que no puede hablar mucho, así que se dedica a seguir con la mirada, babosa y nada disimuladamente, a la bella muchacha que acaba de entrar y está en la sección de los perfumes, donde, seguramente, volverá a comprar el mismo perfume que llevó el mes pasado. O eso nos quiere hacer creer. Tranquilamente todo puede ser un plan organizado por negros chorizos o zurditos castañosclaros, o, peor, por un negro zurdito y chorizo, que, para colmo, ni siquiera es blanquito o tiene el pelo castaño claro, ya que eso siempre resulta más agradable a la vista. Todo puede ser un plan y esta hermosa chica el anzuelo o la coartada. ¿Quién va a desconfiar de una muchacha tan linda, tan bien y tan elegante? Nadie, claro, salvo él, obvio, que sí desconfía y, por eso, la sigue con la vista y también con la pistola bien erguida por todo el local. No porque sea baboso, no, sino porque es su trabajo. Para eso el dueño de la perfumería le paga, mes a mes, religiosamente, a la compañía de seguridad que a él lo contrató en negro, y, claro, le paga menos de lo que el dueño del local le paga a la compañía. Pero eso, obvio, porque la compañía tiene otros gastos que no se restringen a pagarle el sueldo a él sino que incluyen costos que él, por ser también morochito y no haber ido a la universidad, no puede entender ni, tampoco, nunca va a entender. Por eso no protesta por ganar tan poco a pesar de que, por lo que le contaron las otras empleadas de la perfumería una vez que ya había pasado un buen tiempo en el local y entraron en confianza, lo que paga el dueño es mucho más de lo que él gana, por lo que, le dijeron ellas, ahí alguien se está quedando con algo que es tuyo. No, les contestó él, no es que se queden con parte de mi sueldo sino que la compañía para la que trabajo tiene otros gastos además de mi sueldo que yo no entiendo y ustedes tampoco van a entender, porque, por lo que me contaron, ustedes tampoco fueron a la universidad, algunas ni siquiera terminaron el secundario, así que chicas, por favor, no hablan al pedo, y, che, no me distraigan, que no sé ustedes pero yo sí estoy trabajando, y tengo que seguir atentamente a esa muchacha, pensó internamente, pero ya no lo exteriorizó a sus compañeras de laburo.

Cómo hablan estas mujeres, pensó para sí, pero tampoco quiso pensar demasiado porque estaba concentrado en seguir con la vista el discurrir de la chica linda por la perfumería, al mismo tiempo que se iba obnubilando por obra y gracia de su belleza. Cómo puede ser que una chica tan linda y seguramente de buena familia y, posiblemente, muy culta, se ande enrollando con negros chorizos o, peor, con zurditos mantenidos y vagos que todo lo que saben hacer es criticar pero de dejar ser mantenidos por sus papitos y trabajar ni noticias, se preguntó, pero le pareció una pregunta demasiado larga, prácticamente sin respuesta, así que, disimuladamente, se acomodó el paquete que, paulatinamente, estaba comenzando a crecer en el pantalón, infringiendo toda norma de guardia de seguridad y de estética policíaca se sacó la camisa de debajo del pantalón para dejarla caer sobre este a ver si así podía tapar un poco el bulto, y corrió otro tanto la pistola sobre la bragueta, antes de poner la cachiporra entre sus miembros viriles y el mundo, para quedarse más tranquilo y dejar de sonrojarse, que llevaba muy pocos meses de trabajo en el lugar, y no era tiempo de ser despedido por una erección súbita, y más por una muchacha que por lo culta, bella y bien perfumada era imposible de conquistar. Incluso de cortejar.

La muchacha pasó por al lado suyo, con la indiferencia con la que pasan por al lado las chicas lindas, para llevar a la caja el perfume de muchos trabajos precarios que había sacado de la estantería. Al final, llevó nomás el mismo que el del mes pasado, pensó el guardia de seguridad, triste de que su teoría conspirativa de una confabulación entre la dama culta y científicamente linda y vagabundos oscuros y mal alimentados o rulientos rubiecitos y mantenidos se hubiera ido al tacho, tanto como el ticket de la compra del perfume caro de la chica linda, que acababa de tirarlo desde una posición difícil de embocar, no obstante lo cual, lo había encestado. No, si ahora va a ser que las chicas bellas y cultas van a ser también duchas para el deporte, pensó derrotistamente el guardia de seguridad, y, para peor, todas lejos de mí, lejanas de mi alcance sentimental, continuó, ya al borde de que el suicidio con la pistola oficial dejara de ser una potencialidad para pasar a ser una manifestación cada minuto más verosímil.

Mirá, ahora se va, sola, sin negros-chorros o zurdos-rubios a su alrededor, en dirección a Córdoba por Pueyrredón, con toda la gente que hay en esa intersección, pobre, se va a empantanar, ojalá que tome un taxi y así pueda zafar de todo ese infierno, le dijo el policía a la cajera, que lo miraba con la cara de sorpresa de quien encuentra algo en un lugar donde no esperaba encontrarlo. En este caso, desde atención hasta sensibilidad en un policía, quien minutos atrás se había empalmado de sólo seguir con la vista a una chica linda por el interior del local. Es decir, por hacer su trabajo. La cajera miró a la chica, giró la cabeza para ver la cara del policía viéndola irse, volvió a mirar a la chica, y, sí, es cierto, se va nomás por Pueyrredón hacía Córdoba, pero andá a saber a dónde va, con lo que pagó por unas gotas de mierda apiladas en un frasco decorado para que sea pagado a precios exorbitantes podría ir a cualquier lugar, no sólo tomar un taxi y llegar a la luna, dado que su belleza era científica y entre la belleza de la ciencia y una belleza científica debe haber muchos más puentes comunicantes que vasos rotos, sino, también, a la casa de su novio en Punta del Este o a la de su familia en alguna mansión –mansión, he dicho- estilo colonial de un campo fértil de provincia de Buenos Aires.

Y, sí, es verdad, tenías razón, está fuera de tu alcance, pero no sólo del tuyo, sino, también, por ejemplo, del de este pibe que pasa ahora por en frente de la vidriera, ¿lo ves?, ese, no, ese no, aquel otro, claro, ese mismo. Ves, ese pibe, por más que no sea oscurito como vos, por más que alguna vez pueda llegar a entrar a este local y cruzársela en los pasillos, no tiene ninguna posibilidad con ella. Bah, tiene tantas chances de salir con esa chica como de salir de este local con algo más que folletos de propaganda o algo robado en las manos, porque de comprar ese pibe, me parece, aunque estoy segura, está muy lejos. Entonces, no te hagas problema, es una verdad que todo lo que vos podrías haber hecho con ella son ilusiones, o, a lo sumo, oler de más o menos cerca su irresistible y caro perfume, pero, fijate, ese pibe que no es vos, tampoco podría hacer nada. Nada más que, claro, como lo está haciendo ahora, fijate, pararla en la calle, darle un beso, charlar un rato, reírse y ser escuchado, escucharla otro tanto a ella y devolverle las risas, y, bueno, despedirse con un beso y seguir su camino. O sea, te quiero decir, todo lo que puede hacer es eso, y después en la casa, desde ya, recordará la conversación, pensará que no debería haber dicho eso en ese momento sino aquella otra cosa en tal otro, le vendrán a la cabeza imágenes de la belleza científica de esta chica, y se lamentará de ser él. No mucho más. A lo sumo, después de hacer mate y no convidarse con nada más delante del termo, se sentará y pensará un poco en ella, recordará su perfume, el de antes y el de ahora, es decir, el mismo, el que ella llevaba encima del cuerpo y el que ella cargaba en la bolsa, y, entre página y página, chupeta y chupeta de la bombilla de un mate que está más tibio que caliente, sentirá entrar ese mismo aroma por la puerta-ventana del living-comedor de su minúsculo departamento, se acordará un poco de ella, de su lejano engustamiento, y, te digo, a lo sumo dirá la pucha que ando tirao, qué mala suerte, mirá si justo la mina de la que me engusté va a dejar la casa de su novio en Punta del Este y, después, la de su familia en un campo de provincia de Buenos Aires para venir a asarse a pocos ambientes en los barrios nortes de capital, eso sí que es tener mala suerte, estar meado por una masa de meados por una tropilla de elefantes, y, para colmo, está mina que sigue igual que antes. Tiene una desvergüenza que se la pisa: ni siquiera fue culo de cambiarse el perfume como para que no tenga que acordarme de ella todas las siestas de verano mientras me siento en mi cuartel infernal a pasar página de las páginas que se pasan para que la vida huela a algo.

Febrero, Bs. As., 2008.



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