lunes, 18 de febrero de 2008

Hay que matarla.


Hay que matarla, yo te digo que hay que matarla, que de otro modo nos va a seguir molestando y atormentando el resto de nuestras vidas, no dejándonos vivir en paz, invitándonos a morir felices, felices de dejar de padecerla, de pasar a un estado en donde ya no tengamos que sufrir sus efectos. Yo te digo que hay que matarla, que eso va a ser lo mejor, lo menos peor. Lo más sano, además. Es decir, lo menos enfermo. Vos me entendés. Además, ¿te imaginás que pasa si no la matamos? ¿Vos te imaginás que podría llegar a suceder si ni lo hacemos? Yo, la verdad, no me lo puedo imaginar, o, mejor dicho, no quiero imaginármelo.

Por eso te digo que es hora y tiempo de matarla, de no andarnos con más rodeos o argumentaciones humanistas y darle buena muerte para que nos deje de regalar mala vida, de hacerla pasar por el rigor teniendo en cuenta la disciplina que nos ha impartido: en fin, hacerla pasar para el otro lado. En el caso de que haya dos lados, claro, y no muchos más, o una cantidad que sea, incluso, infinita y, por lo tanto, no-contable.

Yo te digo, e insisto, en que es hora de bajarla, de darle final, de condenarla con la pena capital, esa forma tan mediocre de hablar de la muerte de aquellos que se creen lo suficientemente poderosos como para andar administrando las subas y mermas de las vidas ajenas, pero que, sin embargo, no soy igual de valientes a la hora de ponerle nombre a eso que han hecho o están a punto de hacer: es decir, matar. Entonces, recurren a eufemismos políticamente correctos o latiguillos repetidos como, por ejemplo, pena capital. Está claro que me estoy auto-analizando, para horror de los psicoanalistas –esa especie tan rara-, que estoy mirando en mi interior y preguntándome, en voz alta, porqué no dejó de pensar en todo este último tiempo que ya es hora y lugar de matarla, lo cual no obstante no me animo a llamar o escribir aquel acto con uno de los nombres que más le corresponde, que menos injusticia le hacen: asesinato.

Es que, a fin y comienzo de cuentas, lo que estoy proponiendo es eso, asesinarla, hacerla desaparecer de esta vida, eliminarla. Yo ya no soporto más su presencia, no puedo soportar más sus efectos, no resisto sus consecuencias. Eso de estar tirado en la cama, después de una inocente conversación por medio de un medio mediado, y pasar a estar, de repente, en cualquier otro lugar, nunca en la cama pero sí en cualquier otro lugar, y esto como si nada, como si uno, de la nada, hubiera pasado de dejar de hablar con alguien y haber entrado a la pieza a descansar un poco sobre un colchón recién comprado y, de golpe, se diera cuenta que está en cualquier otro lugar, en un lugar otro, que no es nunca el propio, que es siempre ajeno, y eso cansa. Por eso digo de matarla.

Ya no soporto más eso de ver mi vida de un tirón, mi vida dando vueltas en un carrusel y ella tanto la que ofrece pero histéricamente quita la sortija como la que, desde arriba, desde la vida que da vueltas, intenta sacarla pero no puede, y entonces se frustra, y padece bajones de auto-estima, conatos de suicidio, tendencias sub-estimatorias –que, por cierto, son siempre lo contrario: los psicoanalistas antes horrorizados me darán la razón-, y todos esos síntomas que ya no tienen hermeneutas que los quieran leer porque cansan y pudren y hastían. Hasta a mí, que siempre estuve, ingenuamente, dispuesto a idealizarla, a levantarle un trono, un mármol, una estatua, en la plaza, mesa o banco en la que pudiera y se pudiera hacerlo, hasta a mí me está cansando, y por eso quiero matarla, sacármela de encima, extirparla de un disparo, de un golpe de dados, una demostración del poder de fuego que albergo en mis dedos pero que, sólo ocasionalmente, puedo usar para casos de extrema urgencia o suma necesidad.

Creo que es hora de matarla y, por cierto, creo que ella lo sabe. No puede ser más eso de hablar con alguien que hacía meses que no hablábamos, tener una linda conversación, sí, pero sólo eso, un linda conversación, sólo una linda conversación, y después de sólo eso, una linda pero esporádica conversación, pasar a no sé qué otra cantidad de realidades que ya son más irrealidades que verosímiles, pasar a cualquier otro lugar menos a aquel en el que uno estaba antes y está ahora, y todo, solamente, tirado boca arriba mirando el techo, trayendo hacia uno las sábanas para no sufrir el frío de febrero de Buenos Aires, en la cama, en el colchón nuevo, en la pieza a la que nos fuimos a descansar después de tener, sí, una linda conversación, bromas, chistes, gastadas, ironías, pero sólo eso, madre, sólo eso, una linda e inocente conversación.

¿Cómo puede ser que, de allí, hayamos pasado allá, al otro lado, a uno de los muchos otros lados posibles? Eso no puede ser, nadie puede –nadie podría- viajar tan rápido en tan poco tiempo, saltarle escalones, exámenes y etapas y pasar de las más absoluta e intrascendente nada al más agradable y totalizador –sí, totalizador- todo, todo totalmente diferente, feliz, pleno, a la nada absolutamente miserable en la que uno se encontraba antes de hablar y después de ello, en el momento de acostarse para descansar o relajar la vista, para probar el colchón nuevo que tanto costó y, sin embargo, lo duro que está, estos colchones ya no vienen como antes, es que ya nada es lo que era, al final va a ser que el general y los cabos y sus clausuras tenían razón.

Y la seguirán teniendo, porque la razón, como la vergüenza, no es algo que se pierda así nomás, de un día para el otro, como quien ni quiere la cosa, sino que hacen falta muchas lecturas o despedidas de soltero para perder la razón o la vergüenza, para dejar de ser quien se era y pasar a ser otro, ahora sin razón ni vergüenza. Sin embargo, es curioso cómo, cuando ella se posa sobre mí, cuando ella asienta sus aposentos sobre mi morada, sus propiedades sobre mis improperios para con ella, todo aquello, la razón y la vergüenza, sobre todo la razón, son inmediatamente perdidas, absolutamente perdidas, temerariamente perdidas. ¿Ustedes se imaginan a un ser humano sin razón, irracional, andando, así, en estado prácticamente animal por la casa, el barrio o el mundo? Podría ser cruel con su familia, indiferente con el barrio, asesino con el mundo, por eso, no, lo mejor y más aconsejable, siempre, es un ser humano bien dotado de su razón, correctamente pertrechado en la razón, y dado que ella la alejaba de mí -cuando ella estaba en mí la razón se iba de paseo de mi cuerpo- lo que yo tengo que hacer es sacármela de encima, usar mi razón, la razón, para des-hacerme de ella, para que ella se des-haga, progresivamente, en mí, por los haceres de la razón y sus atributos.

Porque, si lo pensamos bien, si lo pensamos –al menos- dos veces, ¿qué es eso de hablar con alguien, inocentemente y por poco tiempo, y acto seguido pasar a estar en cualquier lugar, imaginarse una vida entera junto a esa persona, casa, perro, hijos, qué es eso, vos me querés decir qué es? Amor no puede ser, enamoramiento –ya que no es lo mismo que el amor- menos, eso es todo culpa de ella, la imaginación, ella. Por eso, te digo, lo mejor, lo que tenemos que hacer, es matarla, primero en mí y después en vos, así vamos a vivir más tranquilos y, finalmente, centrados sobre la palma de nuestros pies. Menos soñadores, menos cerca del cielo, sí, menos voladores, también, pero hay que ver lo felices que vamos a estar: no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita, no es más feliz el que más cumple lo que sueña sino el que menos sueña motivo por el cual, luego, menos se frustra cuando no puede cumplir lo soñado. Haceme caso, seguime, te puedo llegar a defraudar pero eso es lo de menos, porque para sentirse defraudado, primero, hay que soñar, y, vas a ver, cuando la matemos, cuando nos carguemos a la imaginación, vamos a dejar de soñar y, por ende, de esperar, y, por lo tanto, de sufrir, de frustrarnos porque no logramos lo que esperábamos, es decir, lo que habíamos soñados, o sea, lo que nos imaginamos. Ya vas a ver. Haceme caso. Seguime.

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