martes, 2 de septiembre de 2008

Cuando parecía que la postergación se comía la novela, Cap. XIII El día que Dalila le enseñó música a Beethoven: Carnet de membresía.


Los tiempos universitarios no se encontraban tan lejanos. Los tiempos universitarios nunca se encuentran lejanos. La universidad siempre está cerca. Sus aulas siempre están más cerca de lo que se piensa. Después de meses de recuperación, de rehabilitación psicosomática, de madres, hermanas, padres y empleadas domésticas girando a su alrededor como un rombo drogado, él había comenzado a dar nuevas señales de vida. No tanto por la internación psiquiátrica, o por las pastillas que habían hecho de su históricamente flaco cuerpo un estómago más barrigón que seductor, sino por su vieja compañera de secundaria, por su culo y sus charlas, por sus gustos y los disgustos de los que sistemáticamente lo privaba. Él había sido un joven -atravesado por el trasvasamiento generacional atravesador- que había hecho de la dificultad un culto, un altar al que sólo dificultosamente -y en muy pocas oportunidades- pudo acceder. Pero fue una muchacha que hacía fácil lo complicado, como un eximio futbolista sudamericano en un verde césped europeo, quien lo salvó de sí mismo. Ella, que tenía tanta idea de la Bauhaus y el menos es más como del neobarroco y del más es más, fue quien le tendió una mano, ya no cuando se estaba ahogando, sino cuando bien estaba en la superficie pero apenas sí podía mantenerse a flote. A él le gustaba mucho nadar, le recordaba sus tiempos de delgadez no anoréxica, sus épocas deportivas, sus gestas tenísticas y sexuales, la profesora de tenis que pasó por su espada mágica, los trofeos por mejor compañero, el torneo, local, que jamás puedo ganar, los campeonatos, provinciales y nacionales, a los que nunca pudo clasificar. Pero allí estaba él, competitivo, sacando un pecho del que adolecía. El mismo pecho que años después prácticamente desapareció, de lo desgarbado que andaba por las calles, dando pena a los transeúntes y monedas a los pibes. De ese estado de muerte en vida lo había ayudado a salir su familia, pero sólo al precio de precios que, como los amores no correspondidos, nunca se terminan de pagar. Pero fue ella quien inclinó la balanza de la muerte en vida más para el lado de la segunda que de la primera, porque de otro modo los filósofos fenomenólogos se hubiera escandalizado y ella odiaba los conflictos, ya para trotkista estaba el pasado político de él, tan enredado en enredaderas verticales y todopoderosas.
El cuatrimestre, que nunca es cuatrimestral, comenzó donde lo había dejado: retomó la carrera en el punto en el que la había abandonado. Pero ya no le encontraba el puntito. Las cosas habían cambiado demasiado y a nadie le gustan demasiado los cambios. A nadie le gusta que las cosas cambien demasiado. Si antes era un joven que se aprestaba a ser, a sus jóvenes veinticinco años, uno de los prometedores intelectuales profesionales púberes del país, ahora, con dos años más, era demasiado viejo para sus compañeros de curso pero demasiado joven para ahogarse en las neoliberaladas del precario mercado laboral. Se acordó de un encuentro en Riobamba y Corrientes, treinta años antes, mientras la luna rodaba por Callao, y suspiró. No era que la carrera fuera lo suficientemente positivista como para que los seis años se encontraran claramente demarcados. Después de todo, era una facultad humana y social, y eso, en relación con las ingenieriles o abogadiles, marcaba sus diferencias. No era que los alumnos más que estudiantes de las materias tuvieran la misma edad, ni mucho menos, así como tampoco sucedía el milagro de comenzar la carrera, ya no se diga con el mismo grupo, sino con la misma persona con la que se la terminaba. La carrera se hacía eco de la liquidización de las relaciones sociales que acontecía por fuera de las murallas de la facultad.
Él, sin embargo, estaba incómodo: transpiraba demasiado, le sudaban las manos, no podía quedarse mucho tiempo sentado en los derruidos bancos. Al menos, ya no se sentía observado, paranoicamente perseguido. Como un solo de Charlie Parker, en los primeros años de la facultad -mientras aprendía análisis del discurso, la barbarie de la cultura o el gorilismo vandoneril de Montoneros- llegó a sentir desde que estaba a punto de explotar, de tocar el techo de las desfinanciadas aulas con su cuerpo, hasta que todo lo que sucedía a su alrededor estaba organizado para él, desde los textos que leía hasta los docentes que idolatraba, en relación con los cuales se preguntaba porqué fingían, porqué continuaban con la farsa, porqué no reconocían, de una vez por todas, que estaban allí no más que para darle clases a él, para tomarle los disciplinarios exámenes, para ponerle sus meritocráticos ochos. Para su suerte, ya no sentía nada de esto, pero aún así se sentía extranjero, exiliado, un pez fuera de su pecera, un estudiante intelectualista repartiendo obreristas volantes izquierdosos.
Llegó el primer día de clases y todo volvió a ser como hace dos años. Todavía no estaba preparado, coincidieron doctores, psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras -todos egresados de la universidad pública más estatal que gratuita-, para cursar por las tardes, con sus discusiones políticas y conflictos, por lo que le sugirieron a la familia que lo persuadiera de anotarse a la mañana, cuando los climas facultativos son un verde prado regionalista más que un día de politología en los Balcanes. Su familia estuvo de acuerdo. Su padre, que recién había terminado de filmar una turística película en el sur del país, llegó al departamento de su ex-esposa y cuatro hijos pasada media hora de las ocho, cuando todavía nadie había bajado a la planta del edificio. Arriba, despiertos desde hacía hora y media, su hijo se encontraba ya bañado y con la mochila lista, los cuadernos en sus marcas, las lapiceras prestas a ser disparadas. Sus hermanas se habían marchado a sus públicos colegios hacía ya media hora, como de costumbre, en colectivo. Su madre, que todo lo que había tenido que hacer en la mañana era tomarse el desayuno que la empleada doméstica había depositado sobre la mesa pasados quince minutos de las siete, llegaría un poco más tarde al prestigioso instituto de investigación donde perpetraba la fuga hacia delante. La empleada doméstica, que asistía al espectáculo del hijo mayor recuperado volviendo a sus estudios universitarios, miraba la escena con asombro e indiferencia: sorpresa por el despliegue, pero desdén porque sabía que el que se fue sin que lo echen vuelve sin que lo llamen. Él, aún más que la mucama, observaba distante: era el muñeco de torta de la mañana, con su madre a su lado, su padre debajo y la facultad a las mismas cinco cuadras de siempre. Podría haber ido caminando, como siempre, pero su padre y madre tenían miedo, la inseguridad era cada día más intimidante. Pero mamá, son las ocho y media de la mañana y, además, estoy a cinco cuadras. No importa, en cinco cuadras no sabés la cantidad de cosas que te pueden hacer, y la hora no tiene nada que ver, ¿o vos te pensás que sólo se roba de noche? Pensó, recuperadamente, en un atajo por izquierda, en la cantidad de robos que a esa misma hora, prácticamente las nueve de la mañana, se debían estar perpetrando en dependencias privadas y públicas, nacionales y extranjeras, pero el corredor polaco era demasiado oriental para él, así que se calló la boca y ajustó la bufanda, que agosto estaba más cerca de setiembre que de marzo pero aún hacía frío.
El primer día de clases fue olvidable. Como la inmensa mayoría de las clases. Estudiante de una impúdica universidad pública falsamente masificada, más plebeyizada que copada por cabecitas negras que harían del mito del ascenso social una realidad palpable, como un monedero, un bulto, un paquete, su presencia en la facultad pasó absolutamente desapercibida. Será mejor así, pensó. Sin embargo, no faltaron los pocos pero buenos compañeros más que amigos que lo chistaron y saludaron, después de cruzárselo en los pasillos y no en las aulas. Ellos ya se encontraban en los momentos culminantes de la carrera, cercanos al organismo final del orgasmo redentor, rindiendo los últimos exámenes finales obligatorios y comenzando a pensar la tesis. Él, después de dos años de abandono, de soberanía de la pérdida, todavía estaba en la mitad, en esa mitad en la que tanto pánico le daba empantanarse, como los norteamericanos en Vietnam o Irak, o como esas películas brasileras sobre los sesentas y sus organizaciones político-militares que se observan una noche de no se sabe qué día.
Sus compañeros lo encontraron bien y pedante, como de costumbre. Bien pedante, pedantemente bien. En esta época, la pedantería era por ausencia y no por presencia, por silencios más que por diarreas de palabras, autoritarias citas de autoridad u ocurrencias que no tenían otro fin que el de disentir con su interlocutor. Le molestaba corporalmente estar de acuerdo con alguien, y eso, a pesar de las caídas, internaciones, recaídas y rehabilitaciones, no había cambiado. Sus compañeras, en cambio, lo encontraron flaco y ojeroso, al mismo tiempo que triste y educado, esa educación pelotuda que lleva a no dar el zarpazo, a no decir lo que se debe decirse cuando se dialoga y bebe y camina unas horas con una mujer y se llega a la boca del subte y ¿vos bajás acá?, sí, ¿y vos?, no, yo sigo caminando, ¿por dónde?, por Corrientes, derecho hasta Pueyrredón, ah, entonces podés ir en subte, sí, pero prefiero caminar, ah, bueno, chau, chau, y los dos, antes de despedirse, se quedan expectantes, no sabiendo qué hacer, si besarse o no, si somos amigos o buenos compañeros o algo más, o si somos amigos, buenos compañeros y algo más, porque, ¿por qué una cosa debe prescindir de la otra?, ¿por qué unas relaciones deben entorpecer las otras?: es decir, el sexo puro y duro, pero no por eso menos placentero, un pete, una mamada, sexo oral, propiedad de románticos novios o aviesos amantes. Ellas lo encontraron así, y él se encontró con ellas, y automáticamente pensó en Laura, en que jamás podría compartir una conversación con ellos, pero cuánto que la extrañaba, cuánto que faltaba para que ella saliera de su trabajo y fuera a visitarlo como todos los días a su casa, dejando a Paulo, su novio, pagando, literalmente de garpe. Es un toque, pensó, curso estas cuatro horas, a la una ya estoy en casa, leo un par de horas hasta la tardecita y, ya entonces, ella va a estar ahí, se dijo, ante la más o menos atenta mirada de su compañeros y compañeras que lo observaban con cariño al mismo tiempo que con no poca actitud investigativa, eran sujetos de investigación escudriñando un posible objeto de estudio, un sujeto que se había ido a los territorios del silencio pero que había vuelto, con millones de ojeras en los ojos y ojos en las tristezas y tristezas en los lentes de contacto, pero vuelto al fin.
El encuentro con sus viejas compañeras lo llevó a posar la mirada sobre los carteles de las paredes: ninguna de ellas, salvo una, se merecía su atención, el título de belleza científica y objetiva. Sus colores, entre rojinegros y blanquicelestes, lo remontaban a los setentas, década que había vivido sin necesitar vivirla. Sus dos tíos desaparecidos, uno monto, la otra erpiana, había desaparecido de su memoria los últimos dos años, pero ahora volvían. Como los colores de las paredes sobre los ojos de los cursantes, algunos de los cuales, los más pelotudos -porque la pelotudez es tan democrática que nunca falta en lugar alguno-, llamaban contaminación visual. Escuchó a uno de sus compañeros de las cuatro materias que había vuelto a cursar -ya que no quería perder el ritmo y a su vez recuperar el tiempo perdido- afirmar aquella opinión, que el estado estético de la facultad contaminaba sus ojos, y se convenció que habían pasado dos años sin que pasara nada, que nada demasiado novedoso había pasado en ese tiempo en el que a él le habían pasado tantas cosas. En otra época, se dijo, cuando era joven, hubiera levantado la mano para obtener la venía del profesor para que me dispensara la palabra, hubiera inundado a ese compañero con contraarguementos y citas de autoridad de las que siempre quedan bien en aulas públicas, pero ahora, en recuperación, lo escuchó sin sacarle la vista de encima, con su mano derecha sobre su boca en gesto más de atención que de aberración, y no dijo palabra, se quedó en silencio. El tiempo había pasado y, sin ser veinte años, no había sido en vano.
Una de las cuatro materias que estaba cursando -no trabajaba y tenía tiempo de sobra, tiempo para saber y tiempo para aprender- era sobre cultores de los cultos y los que no lo son. De las otras tres, dos merecían su más absoluta indiferencia -como todas sus compañeras salvo una-, con excepción de una materia en la que se afirmaba que en una país lejano, no del primer mundo, un movimiento de mensajeros por celular había derrocado a un tiránico presidente, y no, como el marxista que nunca falta en cualquier aula de cualquier universidad pública contradijo, porque el ejército –el legítimo monopolio de la legítima violencia del ilegítimo estado-, al observar la magnitud del movimiento opositor y la voluminosidad de los mensajes de texto enviados, decidió no salir a reprimir a los insurgentes cibernéticos, sino, sin apoyarlos, no defender al gobierno. Lo que se dice una acción por omisión. Afirmar aquello era tan ridículo como insistir en que fueron las jornadas del diecinueve y veinte de diciembre del dos mil uno, y no la oposición aparateril del Partido Justicialista, las que motivaron la renuncia de un neoliberal y asesino presidente radical, el mismo que se cargó más de veinte personas, ensangrentado una plaza emparchada de pañuelos blancos. Las otras dos materias no eran menos cuestionables: en una, premordernamente, se obligaba a reproducir aquello de la premura de los fetos en los fértiles vientres maternos, mientras en la otra, superprofesionalmente, se les inculcaba a los estudiantes cómo aborrecer el trabajo en grupo pero aprovechando para llevarse una infartante rubia a la cama: es decir, se les enseñaba cine. Documental, no ficción, para ello ya estaba la filosofía.
Fue en el marco de la materia sobre los cultores de los cultos que algo volvió a despertarle interés. El interés, como la buena cara, se habían borrado de su cuerpo en los últimos dos años, a pesar de los intentos no sexuales que Laura practicaba en sentido contrario. En esa materia, donde se continuaba repitiendo la burrada de que Sarmiento fue uno de los grandes escritores del siglo XIX argentino, cuando para él, junto con Sartre, Sarmiento fue un reverendo hijo de puta, lo obligaron, tanto como al resto de los alumnos, a ir a Lugano a leer las pintadas que rezaban las paredes, a realizarle entrevistas a los nativos del barrio, llevando siempre un traductor que mediara entre ellos y sus informantes claves. Quizá, después de realizado el trabajo, ser presentado, muy bien, diez, y acreditar la asignatura, alguno de ellos entraría a la materia, incluso a la academia, hasta se ganaría una beca, mientras los informantes claves nativos gozaban de una nueva represión de la policía. Porque en este barrio, a diferencia del país que no era del primer mundo, la policía sí reprimía, si defendía al Estado, sí se tomaba muy en serio eso de ser su erecto brazo armado. A los días, colectivo –no taxi, ni auto de los padres- mediante, él estaba en el barrio, sintiéndose de nuevo un paria, pero esta vez fuera de la universidad, lo que volvía menos patético el sentimiento.
En el barrio se encontró con un pibe de no más de treinta años que, mientras fumaba un faso, lo miraba de reojo, especulando en qué momento lo podía pungear. No era un punga, pero sí pintaban fácil veinte pesos no iba a decir que no. Llevaba zapatillas de goma iguales a las suyas, sólo que las de él eran herederas de las que llevaban por nombre uno de los adminículos que los Tacuara esgrimían como uno de los elementos con los que combatirían por la liberación del país, mientras que las suyas eran frágiles: con dos meses más eran nuevo objeto en el higiénico tacho de basura. Los dos de pantalón largo, él de corderoy y aquel de jean gastado, después de que le preguntara si le molestaba que le hiciera algunas preguntas y él le respondiera que no, pero siempre y cuando le pagara una birra para que no se le secara la boca, se sentaron en una de las mesas de un kiosco de la esquina, cerveza de por medio, para hablar sobre lo que él tenía para preguntar. La entrevista, sólo interrumpida por el pedido de una nueva cerveza y porque él, con frío, se levantó unos minutos para ir a buscar una campera de jean a su casa, a metros del kiosko, dejándolo solo por unos minutos, obligándolo a sentirse nada tranquilo y mucho menos seguro, fue cordial, un remanso de preguntas y respuestas y grabador de por medio y los efectos que las sustancias externas al cuerpo ejercen sobre el mismo. Por ejemplo, un bife, alguna vez le había dicho su psicoanalista, freudiano más que lacaniano, marcusiano más que althusseriano, los mismos temas de los que habló con el pibe de Villa Lugano que tocaba en una banda de rock, y que de un tiempo a esta parte había dejado de escuchar a los Rolling Stones y se estaba abriendo a otros géneros, a otras bandas, que le contó que había cambiado su concepción del amor, que ya no pensaba a las mujeres como simples objetos de consumo que se agotan en las postimetrías del acto sexual, y que en eso había tenido que ver mucho Lynch, con sus amores a primera vista que son amores pero no a primera vista, aunque esto último lo había interpretado él, lo había agregado entre guiones del trabajo que presentó y aprobado, muy bien alumno, lo felicito, tiene un ocho.
La charla lo había movilizando, sedentariamente, volviendo en el colectivo hacia la casa de su madre. El bondi lo dejó en Las Heras y Pueyrredón, caminó cuatro cuadras y ya estaba en el living comedor materno. Habían pasado dos semanas desde el reinicio de las clases y había respondido tan bien que, con la anuencia del médico, el psiquiatra, el psicólogo y el freudianomarcusiano psicoanalista, la familia ya lo dejaba hacer. Iba y volvía solo a la facultad, y a las visitas de Laura se le sumaba recibir a algún que otro compañero o compañera de la universidad los viernes y sábados por la noche. Había vuelto a cursar la misma cantidad de materias que cursaba antes del derrumbe, cuatro, pero ya no podía soportar la intensidad, no podía seguir el ritmo. Sin embargo, no dejó de cursarlas, aunque ya no podía leer como antes. Si hace dos años su rutina eran cuatro horas de cursada con doce de lectura y diez de sueño, ya que su vida se restringía a eso, a cursar y leer, ni siquiera escribir, apenas si ahora podía leer diez minutos sin cansarse, sin levantarse o tirar la lapicera al piso para perder tiempo. Su familia le insistía que no se exigiera, la mayor de sus hermanas lo miraba distante, la del medio le ofrecía su mp4 para que se distraiga, la menor no dejaba de ofrecerse para tocar Bartók más que Schubert, aunque a él tanto le gustaran Brahms, Listz y Pachelbel, la sirvienta le proponía sánguches de milanesa, su madre lo consentía como una abuela con un único nieto, su padre suspendía la lucha a muerte que los enfrentaba y le repetía que le pidiera lo que deseaba, pero ninguna obsecuencia parecía apartarlo del convencimiento de que ya no era el de antes, y tenía pánico que eso se extendiera al terreno sexual. De sexo, pensó, de sexo nos faltó hablar con el pibe de Lugano, se dijo, y cerró la puerta de la habitación para entregarse a una de las tantas siestas que consumían sus días.
Sin embargo, había algo de lo que sí habían conversado con el flaco de Lugano que lo había dejado pensando, y lo había dejado pensando porque lo había obligado a recordar, y lo que le había obligado recordar no era placentero, lo que redoblaba la potencia del pensamiento. Él me habló del amor –reflexionó-, y no es tan común que alguien con quien charlás por primera vez te hablé tan desprejuiciadamente de amor, pensó, y siguió reinando en el lugar en el que lo estaba haciendo, uno de esos lugares que son ambientes pero no son considerados como tales a la hora de alquilar o comprar un departamento. ¿Qué pasa en Lugano –se preguntó- que alguien, de campera de jean, jean gastados y zapatillas de goma, la primera vez que hablamos, me habla de amor? Y, para más, me habla como él me habló: sensiblemente, con un romanticismo digo de siglos decimonónicos más que bolivarianos. ¿Me habrá tirado los galgos? ¿Me habrá arrojado los tejos?, como dicen los españoles más que gallegos. En el fondo, creo que más que esto lo que más me sorprendió fue la remera que el pibe tenía debajo de su campera de jean. Yo hubiera esperado una remera de un equipo de fútbol. Barrialmente, de Nueva Chicago. Sin embargo, no era esa la remera, no era esa la tela, era de algodón, de un algodón no muy bueno pero aún así algodón. Llevaba puesta una remera con la cara del Andrés Calamaro de Alta Suciedad del ’97. ¿Habrá sido ese el motivo por el que me habló del amor de esa manera?, apuntó en uno de sus cuadernos de la facultad, cuando la puerta de su pieza se abrió y una de sus hermanas le avisó que su madre le ordenaba que bajara a comer. Se había quedado pensando pero, para peor, recordando, porque había algo allí que tenía que salir pero que no podía encontrarse, algo que sin buscarse tenía que salir a la luz, como el rincón de una habitación.

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